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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

La conspiración del mal (5 page)

BOOK: La conspiración del mal
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—El diez por ciento de tus beneficios a cambio de mi protección. Y no intentes engañarme. En caso de que me mientas o de que opongas resistencia, me vengaré en la pequeña.

La técnica de Jeta-de-través estaba ya muy rodada. Con su equipo de implacables truhanes ponía bajo su dominio modestas explotaciones cuyos propietarios cedían ante su chantaje, por miedo a perder la vida o a ver cómo torturaban a sus familiares.

La viuda no fue una excepción a la regla.

Jeta-de-través no dejaba a sus espaldas cadáver alguno, por lo que no llamaba la atención de la policía. Puesto que comenzaba a administrar ya un buen número de «protegidos», sus ganancias se hacían sustanciales. Era un simple comienzo, pero se felicitaba por sus progresos, y esperaba que el gran patrón estuviera satisfecho.

Jeta-de-través entró en Menfis por el arrabal norte, desde donde se divisaba la vieja ciudadela de blancos muros, obra de Menes el Estable, el primer faraón. Dada la población, allí se pasaba fácilmente desapercibido. El gran patrón, el Anunciador, había instalado su domicilio en un modesto alojamiento, sobre una tienda que llevaban sus fieles. Jeta-de-través, nacido bandido y autor de diversos robos a mano armada, había pasado varios años en las minas de cobre del Sinaí y sólo había escapado de las de turquesa gracias a un ataque del Anunciador y de su pandilla. Poco inclinado a reconocer una autoridad cualquiera, el bandido había admitido, de todos modos, que no encontraría un jefe mejor. Argumento decisivo: el Anunciador lo dejaba enriquecerse a su antojo, siempre que continuara siendo discreto y entrenara a su equipo de comandos con vistas a operaciones más arriesgadas que la extorsión en granjas aisladas.

Aquel animal degustaba plenamente su nueva existencia, cuya única obligación consistía en ir con regularidad a Menfis para entrevistarse con el Anunciador y proporcionarle su golosina preferida.

Fuera cual fuese la capital elegida por este o aquel faraón, Menfis, con su gran puerto fluvial, seguía siendo el centro económico de Egipto. Allí llegaban las mercancías procedentes de Creta, del Líbano y de Asia, clasificadas y seleccionadas en vastos almacenes. Los innumerables graneros estaban llenos de cereales, los establos albergaban gordos bueyes y el Tesoro contenía oro, plata, cobre, lapislázuli, perfumes, sustancias medicinales, vino, numerosas clases de aceite y gran cantidad de otras riquezas.

Jeta-de-través soñaba con apoderarse de ellas y convertirse en el hombre con la mayor fortuna del país. Y el Anunciador alentaba aquel sueño, pues no contrariaba sus proyectos.

Indiferente a las creencias, pero temiendo la crueldad del Anunciador, que superaba la suya, Jeta-de-través sólo pensaba en el resultado. Para su patrón, el mando; para él, la fortuna. Y si era preciso sembrar el terror ejecutando a todos sus oponentes, no le faltaría ardor en la tarea.

Mientras se acercaba al domicilio del Anunciador, Jeta-de-través se sintió observado. Una red de centinelas descubría a los curiosos y avisaba a su jefe en caso de peligro. Un vendedor de panes por ahí, un ocioso por acá, un barrendero más allá.

Nadie le impidió entrar en la tienda, donde se amontonaban sandalias, esteras y tejidos bastos. Siguiendo las consignas de su maestro, los discípulos del Anunciador se convertían en honestos comerciantes, apreciados en el barrio. Algunos fundaban una familia, otros se limitaban a mantener relaciones pasajeras. Participaban en las numerosas fiestas celebradas a lo largo del año, frecuentaban las tabernas y se integraban así en la sociedad egipcia. Antes de golpear a sus enemigos debían pasar desapercibidos.

—¿Cómo estás, Jeta-de-través? —le preguntó un pelirrojo.

—De maravilla, muchacho. ¿Y tú?

Shab
el Retorcido
, brazo derecho del Anunciador, era temible manejando el cuchillo, y su especialidad era golpear por la espalda. Criminal frío, sin emociones ni remordimientos, absorbía con delicia las enseñanzas del enviado de Dios y era su más fiel seguidor.

—Avanzamos. Espero que no te hayan seguido.

—Ya me conoces, Shab. Sigo teniendo buena mano.

—De todos modos, ningún husmeador llegará hasta aquí.

—Se diría que no has perdido ni un ápice de tu desconfianza.

—¿Acaso no es la base de nuestro futuro éxito? Los impíos actúan por todas partes. Algún día los exterminaremos.

Jeta-de-través asintió con la cabeza. Nada lo aburría más que los discursos teológicos.

—El Anunciador predica. Sígueme sin hacer ruido.

Los dos hombres subieron al primer piso, donde unos veinte discípulos escuchaban atentamente el discurso de su maestro.

—Dios me habla —reveló—. Yo, y sólo yo, debo transmitir su mensaje. Dios se muestra dulce y misericordioso con sus fieles, pero implacable con los infieles, que desaparecerán de la superficie de la tierra. Os impone a vosotros, los defensores de la verdadera fe, una terrible prueba al obligaros a mezclaros con el pueblo egipcio, que se revuelca en la lujuria y adora a los falsos dioses. No existe otro medio para preparar la gran guerra e imponer la verdad absoluta y definitiva de la que soy portador. Quienes se nieguen a reconocerla perecerán, y su castigo nos llenará de gozo. Ejecutaremos a los blasfemos, comenzando por el primero de todos ellos: el faraón. No creáis que sea imposible alcanzarlo. Mañana, reinaremos sobre este país. Luego, haremos desaparecer las fronteras para formar un solo imperio en toda la tierra. Ninguna hembra circulará ya por las calles, ningún desenfreno será tolerado, y Dios nos colmará con sus beneficios.

«Siempre el mismo discurso», pensó Jeta-de-través, a quien impresionaban la vehemencia del tono y la fuerza de persuasión. Aquel líder convencería a más de uno.

Una vez terminado el sermón, los discípulos se retiraron en silencio para volver a sus quehaceres cotidianos: panaderos, vendedores de sandalias…

Como en cada uno de sus encuentros, a Jeta-de-través le extrañó el poderío físico del Anunciador. Alto, fuerte, barbudo, con unos ojos rojos profundamente hundidos en las órbitas, los labios carnosos, los cabellos cubiertos con un turbante y vestido con una túnica de lana que le caía hasta los tobillos, aterrorizaba a los más valerosos con su mirada de rapaz. Unas veces su palabra era cortante como una navaja de sílex; otras, suave y hechicera. Todos sus fieles le sabían capaz de dominar a los monstruos del desierto y de alimentarse con su temible fuerza.

—¿Me has traído lo necesario, Jeta-de-través?

—Claro. Tomad.

El velludo le tendió una bolsa al Anunciador. Shab
el Retorcido
se interpuso entre ambos.

—Un instante, lo comprobaré.

—¿Por quién me tomas? —replicó el velludo.

—Las medidas de seguridad se aplican a todo el mundo.

—Paz, amigos míos —intervino el Anunciador—. Jeta-de-través nunca se atrevería a traicionarme. Tengo razón, ¿no es cierto?

—Evidentemente.

El Anunciador abrió la bolsa y tomó de ella un puñado de sal de los oasis. Puesto que no bebía vino, ni cerveza, ni alcohol y muy poca agua, se satisfacía con esa espuma de Seth que se formaba en la superficie del suelo durante los grandes calores del estío.

—Excelente, Jeta-de-través.

—De primera calidad; procede del desierto del Oeste.

—El vendedor no te mintió.

—Nadie se burla de mí.

—¿Satisfecho de tus negocios?

—¡Funcionan de maravilla! Los granjeros tienen tanto miedo que se doblegan ante mis exigencias.

—¿Ningún tozudo?

—Ninguno en absoluto, señor.

—¿Nada que temer de la policía?

—Nada. Al recomendarme que actuara así tuvisteis una gran idea. Obtendré buenos beneficios para la causa.

—¿Siguen entrenándose tus hombres?

—¡Contad conmigo! Mis muchachos están más fuertes y preparados que nunca. Cuando los necesitéis, estarán listos.

—Esperadme, los dos.

El Anunciador salió de la estancia, dejando frente a frente a Jeta-de-través y a Shab
el Retorcido
.

Penetró en un reducto lleno de cestos que contenían bastas esteras. Pensó en la revuelta que había provocado en la ciudad de Siquem, en el país de Canaán, y sonrió. El ejército egipcio creía haberla sofocado, pero había olvidado que las cenizas incubaban el fuego. Detenido y encarcelado, el Anunciador había salido de prisión utilizando una estratagema: convencer a un tonto para que se hiciera pasar por él y hablara en su nombre. Al ejecutarlo, los egipcios creían haberse librado del agitador. Oficialmente muerto, el Anunciador actuaba en la sombra con toda tranquilidad.

Hizo girar sobre sí mismo el muro del fondo, donde se había practicado un escondrijo, y sacó un cofre de acacia, fabricado por un carpintero de Kahun, al que había eliminado cuando lo amenazó con hablar más de la cuenta.

El espléndido objeto habría merecido figurar en el tesoro de un gran templo. Su interior guardaba escritos, figurillas mágicas y una piedra que manejó con precaución. El Anunciador regresó a la gran estancia y mostró aquella maravilla a Jeta-de-través y a Shab
el Retorcido
.

—He aquí la reina de las turquesas.

Una joya de aquel tamaño y de aquella calidad no tenía igual. El Anunciador la expuso a la luz para que se recargara de energía.

—Gracias a ella provocaremos un cataclismo contra el que el faraón será impotente.

—Reconozco esta piedra —comentó Jeta-de-través—. Iker, un chivato de la policía, la extrajo del vientre de la montaña de Hator. Durante el ataque a la mina, resultó muerto y su cadáver quemado.

—Contemplad este esplendor y gozad de este privilegio reservado a mis fieles lugartenientes.

Pero el bandido no apreciaba demasiado la meditación.

—¿Cuáles son vuestras consignas, señor?

—Debes coger más granjas bajo tu protección, acrecentar tus beneficios, reforzar tu armamento y seguir formando a implacables guerreros. El tiempo corre a nuestro favor.

Las instrucciones del Anunciador fueron del agrado de Jeta-de-través, que salió de la tienda con varios pares de sandalias, como un comprador cualquiera.

El Anunciador volvió a tomar un puñado de sal.

—Según el rumor, Sesostris se dispone a atacar al jefe de provincia Khnum-Hotep —le dijo Shab
el Retorcido
—. El enfrentamiento se anuncia tan sangriento como incierto, pues la milicia de la provincia del Oryx es numerosa y está bien equipada.

—Mejor así, amigo mío.

—Tal vez Sesostris sea vencido y muerto. En ese caso…

—En ese caso, Khnum-Hotep tomará su lugar y se convertirá en nuestro nuevo blanco. Hay que destruir la institución faraónica, no sólo a los individuos que la hacen activa.

—¿Realmente confiáis en Jeta-de-través? A fuerza de enriquecerse podría volverse incontrolable.

—Tranquilízate, ese criminal ha comprendido que nadie me traiciona, so pena de ver cómo las garras de un demonio del desierto se hunden en su carne.

—¡Se interesa tan poco por la verdadera fe!

—Así ocurrirá con muchos de nuestros aliados, simples instrumentos de Dios. Tú eres de naturaleza muy distinta. Mi revelación ha cambiado tu destino, y ahora caminas por los senderos de la virtud.

La suave voz del Anunciador sumió a Shab en una especie de éxtasis. Era la primera vez que le hablaba de ese modo, anclando definitivamente sus convicciones. Seguiría hasta el fin a ese jefe de mirada ardiente y lo obedecería ciegamente.

—Necesito saber si nuestra organización de cananeos, implantada en Menfis, está dispuesta a actuar —indicó el Anunciador—; vamos a confiarle una misión precisa para suprimir un obstáculo importante que impide a un comando asiático infiltrarse en Kahun.

6

Con diecisiete años de edad, rápidos como el viento y flexibles como la caña, los dos exploradores del general Nesmontu no le tenían miedo a nada. Conscientes de la importancia de su misión, estaban decididos a correr todos los riesgos que fueran necesarios para obtener información sobre el sistema de defensa del jefe de provincia Khnum-Hotep. El éxito del asalto dependería en gran parte de los datos que le proporcionaran a su superior. Primero, el Nilo. Desarmados y vestidos con un pobre taparrabos que olía a pescado, se hicieron pasar por pescadores. Y lo que vieron los asombró: Khnum-Hotep había reunido ante el puerto de su capital una verdadera flotilla compuesta por embarcaciones variadas; a bordo, decenas de arqueros. Cuando un barco se lanzó sobre su modesta barca, se guardaron mucho de huir.

—¿Por qué merodeáis por aquí? —interrogó un oficial.

—Bueno… pescamos.

—¿Por cuenta de quién?

—Bueno… por la nuestra. Bien hay que alimentar a la familia.

—¿Ignoráis las órdenes del señor Khnum-Hotep? Ninguna barca debe circular ya por esta parte del río.

—Vivimos en la aldea, allí, y acostumbramos a pescar aquí.

—En estos momentos está prohibido.

—¿Cómo vamos a comer, entonces?

—Id al puesto de control más cercano, allí os darán víveres. Si vuelvo a veros por aquí, os detendré.

Los dos exploradores se alejaron sin apresurarse, como dos buenos pescadores molestos por el nuevo reglamento. Atracaron ante el puesto de control y se internaron en la espesura de papiro por la que pululaban serpientes y cocodrilos. Indiferentes a las picaduras de insectos agresivos, llegaron hasta el lindero de las tierras cultivadas.

También allí Khnum-Hotep había tomado sus precauciones. Ocultas por ramas cubiertas de tierra, había profundas fosas excavadas que harían caer a los asaltantes. No eran campesinos los que ocupaban las cabañas de caña, sino soldados, y lo mismo ocurría con las granjas. Los dos muchachos descubrieron también algunos arqueros encaramados a los árboles. Prosiguiendo con su exploración se sumergieron en un canal que conectaba con la capital y nadaron bajo el agua, cogiendo aire de vez en cuando. A buena distancia descubrieron sólidas fortificaciones ocupadas por un imponente número de milicianos.

El dispositivo de Khnum-Hotep no ofrecía ningún punto débil. Los exploradores sabían ya bastante, pero quedaba lo más difícil: regresar sanos y salvos y transmitir la información recogida.

Entonces, oyeron silbar una flecha.

En cuanto el rey cruzó la puerta de su palacio, el ex jefe de provincia Djehuty salió a su encuentro. Vestido con un gran manto que atenuaba la penosa sensación de frío que sentía, el viejo dignatario quería olvidar su edad y su reuma y rendir homenaje al soberano, del que era fiel súbdito ya.

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