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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

La costa más lejana del mundo (13 page)

BOOK: La costa más lejana del mundo
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Y llegamos a Ferro nueve días después. Tuvimos suerte, porque encontramos vientos favorables. Cuando perdimos los vientos alisios del noreste, una ráfaga nos hizo atravesar la zona de vientos variables, que era muy estrecha ese año. Encontramos los vientos alisios en los 4° N, y con su impulso llegamos a los 19° S y cruzamos el ecuador por los 23°30' O. No, miento, por los 24°30' O. Llegamos a Río de Janeiro quince días después y nos quedamos allí un tiempo para calafatear y reparar la jarcia. Recuerdo que el señor Colnett pescó una tortuga de cinco quintales con un arpón en el puerto. Después navegamos buscando una isla llamada Grand, que según decían se encontraba en los 45° S, pero no se sabía en qué longitud. Encontramos muchos rorcuales, que es como llamamos a las pequeñas ballenas negras —dijo, mirando a Martin—, pero no encontramos ninguna isla, ni grande ni pequeña, así que navegamos al suroeste hasta que llegamos a un fondeadero de sesenta brazas de profundidad al oeste de las Malvinas. Hacía tan mal tiempo que no pudimos hacer ninguna medición durante varios días, de modo que nos alejamos de allí y fuimos a la isla Staten.

¿Tenían la intención de pasar por el estrecho Lemaire? —preguntó Jack.

No, señor —respondió Allen—. El señor Colnett dijo que allí las mareas y las corrientes formaban tan fuertes marejadas que era mejor no ir. A medianoche llegamos a un lugar que tenía noventa brazas de profundidad, lo que supimos porque el señor Colnett, a pesar de que la tripulación era reducida, había ordenado que la corredera se mantuviera siempre en el agua, y le pareció que estábamos demasiado cerca del estrecho, de modo que nos alejamos navegando de bolina y por la mañana llegamos a un lugar donde había ciento cincuenta brazas de profundidad. Entonces pusimos rumbo al cabo y lo doblamos mucho más cerca de alta mar de lo que el señor Colnett deseaba, pues quería pasar muy cerca de la costa para aprovechar los vientos que soplaban allí, que eran más variables. Al día siguiente avistamos el archipiélago de Diego Ramírez a unas tres leguas al norte cuarta al este. Y creo que le interesará saber, señor —dijo, mirando a Stephen—, que vimos a varios cuervos blancos. Tenían la forma y el tamaño de los que hay en el norte de Inglaterra, pero eran blancos. Durante algunos días hubo mal tiempo y fuerte marejada y el viento sopló del oeste y del suroeste. Pero pudimos contornear la Tierra del Fuego sin dificultad, y cuando empezamos a bordear la costa de Chile hizo buen tiempo y sopló el viento del sur. En los 40° S empezamos a ver ballenas azules y matamos ocho en las inmediaciones de la isla Mocha.

Por favor, ¿podría decirme cómo lo hizo? —preguntó Stephen.

Pues casi igual que a las ballenas de Groenlandia —respondió Allen.

Eso es lo mismo que si usted me preguntara cómo había cortado una pierna y yo le hubiera respondido que igual que un brazo, pero quisiera conocer más detalles sobre ello —dijo Stephen, y se oyó murmullo de aprobación.

Allen miró a su alrededor. Le resultaba difícil creer que tantos hombres que eran marinos y estaban en su sano juicio no hubieran visto matar una ballena o haber oído cómo se hacía, pero su expresión atenta demostraba que así era, y entonces dijo:

Siempre hay algún marinero en la cofa de serviola, y cuando ve alguna ballena echar un chorro de agua, grita: «¡Ha soplado una!». Entonces todos suben a la jarcia como si la vida dependiera de eso, porque, como usted sabe, los balleneros no cobran una paga sino una parte de lo que capturen, y si el siguiente chorro es el adecuado, es decir, si es el grueso chorro que lanzan las ballenas azules, bajamos rápidamente las lanchas, lanchas de balleneros, por supuesto, con la proa y la popa puntiagudas, y varios marineros saltamos a ellas. Después colocamos dentro doscientas brazas de cabo para pescar ballenas, arpones, lanzas y anclas flotantes y zarpamos en dirección a ella. Primero remamos tan rápido como podemos y luego, cuando estamos más cerca de la ballena, muy despacio y silenciosamente, porque, si no está de paso, después de sumergirse vuelve a salir en el mismo lugar o a menos de cien yardas de él, a no ser que la hayamos asustado.

¿Durante cuánto tiempo permanece sumergida?

Durante tres cuartos de hora, más o menos. Luego sube a la superficie y respira durante unos diez minutos, y mientras lo hace, nos acercamos. Entonces el timonel de la lancha, que permanece en la proa todo el tiempo, lanza el arpón. La ballena reacciona enseguida, a veces golpeando la lancha al levantar la cola o las aletas, y se sumerge tan rápidamente que el cabo echa humo cuando da vueltas alrededor del carretel y tenemos que echarle mucha agua. Después el timonel deja su lugar al marinero que está en la proa, y cuando la ballena sube otra vez a la superficie, él le clava una lanza, por lo general con una hoja de metal de seis pies, si es posible, detrás de la aleta dorsal. He visto a un experto ballenero matar una ballena casi inmediatamente y cómo la ballena se enfurecía y daba coletazos tan fuertes que estuvo a punto de destrozarle. Pero generalmente eso tarda mucho tiempo, y hay que clavarle la lanza varias veces antes de lograr matarla. Las más difíciles de matar son las pequeñas, porque son muy ágiles, y sólo conseguimos matar una de cada tres. A veces nos arrastran diez millas a barlovento, y en ocasiones incluso pueden romper el cabo. Las grandes ocasionan muchos menos problemas, y fue una de ellas la que vi matar al primer golpe de lanza. Pero no estamos seguros de que la hemos pescado hasta que no la llevamos al barco. ¿Quiere que cuente cómo lo hacemos? —preguntó mirando a Jack.

Sí, por favor, señor Allen.

Pues arrastramos la ballena hasta dejarla junto al barco y luego la cortamos. La amarramos y después, si es pequeña, cortamos la parte delantera, la parte superior de la cabeza, donde se encuentra la cetina, y la subimos al barco. Si es grande, la ponemos detrás de la popa y la subimos enganchada por la aleta dorsal. Para eso hacemos un corte por encima de la aleta, separamos la grasa que está debajo de la piel y metemos por debajo una cabilla sujeta a una polea que se coloca en la cofa del mayor. Luego los marineros se suben a la cabeza con picos y cortan en la grasa una banda de tres pies de ancho en espiral. En las ballenas grandes la grasa tiene casi un pie de grosor y se separa fácilmente de la piel. Después los marineros tiran de ella con la polea y la suben al mismo tiempo que hacen inclinarse a la ballena, ¿comprende?; a eso le llamamos la inclinación con polea. En la cubierta cortan la grasa y la echan en un caldero puesto sobre una fragua en medio del barco para que se derrita. La corteza que queda sin freír se utiliza como combustible para la fragua. Cuando toda la grasa está a bordo, abrimos la cabeza y sacamos la cetina, que al principio es líquida, pero luego se solidifica en los barriles.

Parece cera, ¿verdad? —preguntó Martin.

Sí, señor, es como una cera blanquísima cuando se separa de la grasa.

¿Para qué se usa?

Nadie hizo ninguna sugerencia y Allen prosiguió:

Como iba diciendo, no estamos seguros de que hemos pescado la ballena hasta que no la llevamos al barco y la metemos en barriles en la bodega. De las ocho que matamos frente a la isla Mocha, sólo aprovechamos tres y la cabeza de una, porque hizo mal tiempo y se rompieron los cabos con que estaban amarradas cuando las arrastrábamos o cuando estaban junto al barco. Después nos alejamos de la isla Mocha y navegamos por la costa de Chile hasta los 26° S y entonces pusimos rumbo a las islas San Félix y San Ambrosio, que estaban a ciento cincuenta leguas al oeste. Son islas de no más de cinco millas de diámetro e inhóspitas. No hay agua ni árboles ni mucha vegetación, y es casi imposible desembarcar. Perdimos a muchos marineros en los rompientes. Luego volvimos a acercarnos al continente y bordeamos la costa de Perú con buen tiempo. Durante la noche nos quedábamos en facha y durante el día vigilábamos para ver si encontrábamos barcos ingleses, pero no vimos ninguno. Llegamos a la punta Santa Elena, en los 26° S con el viento por el oeste, y entonces nos dirigimos a las islas Galápagos…

Allen contó que llevaron la
Rattlerhasta
las islas y que después de explorar sin mucho entusiasmo dos, Chatham y Hood, volvieron al continente, en medio de una llovizna y con el viento del oeste. Luego hicieron rumbo al ecuador, dejando atrás un montón de pingüinos y focas que les habían seguido durante largo tiempo, y tuvieron que soportar un calor asfixiante. Estuvieron en Cocos, una isla que tenía mucha agua y estaba protegida por tres lugares diferentes y habitada por alcatraces y otras aves, y en la cual pudieron repostar, a pesar de la lluvia torrencial y la niebla. Entonces bordearon la costa de Guatemala y fueron a la inhóspita isla Socorro y luego a la isla Roca Partida, en cuyas inmediaciones había tiburones tan feroces que era casi imposible pescar, pues se comían todo lo que estaba en el anzuelo, e incluso uno había saltado hasta la borda para comerse la mano de un marinero. Pusieron rumbo al golfo de California y fueron hasta el cabo San Lucas, el punto más al norte al que pensaban llegar, seguidos de tortugas. Navegaron durante varias semanas por las inmediaciones del archipiélago Tres Marías, pero, a pesar de que vieron muchas ballenas, sólo mataron dos. Después, como el barco estaba un poco deteriorado, pusieron proa al sur y regresaron casi como habían venido hasta allí, pero pasaron mucho más tiempo en las Galápagos, donde se encontraron con un barco inglés cuya tripulación estaba a punto de perecer por falta de agua porque sólo les quedaban siete toneles. Habló casi poéticamente de las tortugas de la isla James y dijo que no había mejor carne que la suya en todo el mundo. Entonces, con la precisión de los marinos, dijo dónde estaban las corrientes de la zona, que eran muy potentes, las mareas y los fondeaderos, que, en general, eran malos, y las escasas fuentes, y, además, cuál era la mejor forma de cocinar la iguana. Después contó lo que hicieron para volver a ajustar las puntas de algunas de las cuadernas que se habían desprendido durante una tormenta en los 24° S, no lejos de las islas San Ambrosio y San Félix. Luego habló de algunas ballenas eme habían visto y en cuya persecución perdieron dos lanchas. Finalmente contó cómo volvieron a doblar el cabo de Hornos, con mucho mejor tiempo esta vez, y llegaron a la isla Santa Elena, y entonces terminó su relato bruscamente.

Fuimos hasta Eddystone y luego a Portland durante la noche, y después seguimos hasta Cowes Road, frente a la isla de Wight, y allí anclamos.

Gracias, señor Allen. Ahora tengo una idea mucho más clara de lo que encontraré en el viaje. Supongo que darían a conocer a los balleneros el informe del capitán Colnett.

¡Oh, sí, señor! Y siguieron sus indicaciones acerca de las islas, sobre todo Saint James, una de las Galápagos, Socorro y Cocos. Pero actualmente, cuando el sol cruza el ecuador y provoca tormentas en la costa de México, navegan hacia el oeste, hasta las Islas de la Sociedad o aún más lejos, hasta Nueva Zelanda.

Hubo otras preguntas sobre cosas que interesaban a los marinos, sobre todo acerca del desprendimiento de las puntas de las cuadernas, las piezas que aseguraban la proa y los batideros, y después Stephen inquirió:

¿Qué puede decirnos del estado de salud de los tripulantes durante el viaje?

Teníamos a un excelente cirujano a bordo, el señor Leadbetter, a quien todos estimábamos. Excepto James Bowden, que murió cuando su lancha volcó en el rompiente, todos volvieron sanos y salvos a Inglaterra gracias a él, aunque muchos estuvieron melancólicos y deprimidos porque sufrimos muchas decepciones cuando tratábamos de pescar ballenas. Los más tristes enfermaron de escorbuto entre el cabo de Hornos y la isla Santa Elena, pero el señor Leadbetter consiguió que se recobraran con los polvos del doctor James
[7]
.

Después de hablar de la relación entre el abatimiento y el escorbuto y entre la mente y el cuerpo, y también de la influencia que un combate entablado por la escuadra entera tenía en el estreñimiento, el catarro y la viruela, Stephen dijo:

Por favor, señor, ¿puede hablarnos de la anatomía de la ballena azul?

¡Oh, sí, señor! —respondió Allen—. Casualmente la conozco un poco. El señor Leadbetter era un hombre ávido de conocimientos, y como siempre examinábamos las entrañas de las ballenas para buscar ámbar gris…

¿Ámbar gris? —preguntó Pullings—. Siempre creí que se encontraba flotando en el mar.

O en la playa —dijo Mowett—. «¿Quién no conoce/esa hermosa isla donde crecen grandes limones/dónde brillan las perlas y se encuentran muchas libras/de ámbar gris en sus playas?»

Nuestro primer teniente es un poeta —dijo Jack al ver que Allen le miraba con asombro—. Y si Rowan hubiera llegado de Malta, ahora habría dos a bordo. Rowan compone versos en estilo moderno.

Allen dijo que eso hubiera sido estupendo y continuó:

Naturalmente, uno puede encontrarlo en la playa, si tiene suerte. John Robarts, del
Thurlow
, un mercante que hace el comercio con las Indias Orientales, caminaba por la orilla de Saint Jago cuando su barco estaba aprovisionándose de agua y encontró un montón enorme que pesaba ciento siete libras; se lo llevó a Inglaterra y se compró una finca al otro lado de Sevenoaks en la que se quedó a vivir. Pero, de todos modos, procede de la ballena.

Pero ¿por qué el ámbar gris no se encuentra en las altas latitudes, donde las ballenas son extraordinariamente gruesas?

Porque sólo las azules tienen ámbar gris, y no llegan a las aguas del norte. Las ballenas que hay allí son las ballenas de Groenlandia y los malditos rorcuales.

Tal vez las ballenas azules se comen el ámbar gris en el lecho marino —dijo Jack—, pero las de Groenlandia y los rorcuales no pueden hacerlo, porque hay muchas barbas de ballena en medio.

Tal vez —dijo Allen—. Pero nuestro cirujano piensa que se forma en las propias ballenas, aunque no sabe cómo. Le desconcierta su aspecto de cera y que parezca una materia no animal.

¿Lo encontró cuando examinó el vientre de las ballenas? —inquirió Stephen.

Muy poco —respondió Allen—, y sólo en una. No podíamos buscarlo en muchas de ellas porque a casi todas les quitábamos la grasa cuando aún estaban en el mar.

Nunca he visto el ámbar gris —dijo Mowett—. ¿Cómo es?

Es una masa redondeada de color oscuro con motas claras o gris mármol —dijo Allen—. Tiene el aspecto de la cera, no pesa mucho y tiene un olor penetrante. Poco tiempo después de recogida toma un color más claro, se pone mucho más dura y adquiere un sabor dulce.

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