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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (5 page)

BOOK: La dama del castillo
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Marie se sacudió para tratar de despejar esas visiones sombrías que pugnaban por apoderarse de ella y regresó no sin cierto desagrado a las habitaciones llenas de corrientes de aire del castillo de Sobernburg. A pesar de que ya llevaba diez años viviendo allí, ahora más que nunca sentía que en Rheinsobern nunca había llegado a sentirse totalmente como en su casa. De no ser porque Michel y ella habían compartido alegrías y tristezas, intentando llevar una vida lo más agradable posible, jamás habría soportado tanto tiempo allí. Juntos se habían brindado mutuo apoyo y habían logrado que la pequeña ciudad al pie del castillo floreciera de tal forma que ahora le deparaba al conde palatino más del triple de recaudaciones que bajo la regencia del alcaide anterior. Su propia riqueza había ido en aumento junto con la de la ciudad, hasta el punto de que Marie ya no era capaz de nombrar de memoria qué viñedos, granjas y casas le pertenecían. La mayoría de los caballeros que residían en las cercanías no poseía ni la décima parte de las propiedades que ella y Michel podían llamar suyas. Ni siquiera ahora, después de haber tenido que gastar para la campaña doce bolsas de tres docenas de ducados de oro cada una, que sumaban la totalidad de los ahorros de los últimos tres años, se habían empobrecido por ese esfuerzo. Marie, sin embargo, no se lamentaba por el dinero transformado en armas, ropa, harina, tocino, arvejas, vino y demás provisiones, ya que tal vez ello contribuyera a que Michel regresara junto a ella sano y salvo. Él estaba convencido de que recuperaría estos y otros gastos más con botines de guerra. Marie no estaba tan segura de ello, y tampoco le interesaba si aparecía un día con los bolsillos llenos o vacíos: lo único que deseaba era volver a verlo lo antes posible.

Después de quedarse un rato pensando en el patio, mirando a ningún lugar, recordó sus deberes. Extrajo su libro de cuentas y volvió a guardarlo enseguida, ya que no llegó a ningún resultado adecuado. Después se dirigió hacia la habitación en la que estaban los baúles con la ropa interior, ropa de cama, vajilla y demás objetos necesarios para el hogar y trató de clasificarlos para ver qué era lo que (necesitaba un reemplazo urgente. Pero esa tarea tampoco le resultó tan sencilla como de costumbre. Finalmente renunció a simular que todo era como siempre y llamó a su ama de llaves.

—¡Marga, dile a Timo que ensille a mi yegua! —No había acabado de pronunciar esas palabras cuando recordó que Timo estaba acompañando a Michel, y agregó enseguida—: O a otro siervo.

El ama de llaves asintió y abandonó la habitación tan rápida y calladamente como había entrado en ella. Poco después, Marie oyó resonar el eco de su voz en el patio. Marga era una mujer enérgica que acostumbraba a imponerse con pocos pero elocuentes gestos y poseía una voz tan potente que habría despertado la envidia de más de un sargento.

La mujer ya ostentaba el cargo de ama de llaves del castillo de Sobernburg con el alcaide anterior. Como era muy eficiente y conocía muy bien todos los asuntos referentes a su área de influencia, Marie la había conservado a su servicio, pero por desgracia la relación entre ambas seguía siendo muy fría a pesar de los años. Marie lamentaba que las cosas fueran así, ya que hubiese querido tener una convivencia tan llena de confianza como la que existía entre su ami ga Mechthild von Arnstein y su ama de llaves. Con una mujer como Guda, ella no sólo habría podido hablar de todo lo referente a la economía hogareña, sino también de todo aquello que le sucedía en lo personal, compartiendo así sus alegrías y tristezas.

Precisamente en ese momento, Marie necesitaba a alguien con quien poder desahogar las penas que le oprimían el corazón. El levantamiento de los husitas duraba ya más de seis años, en. el transcurso de los cuales Segismundo aún no había obtenido ningún triunfo digno de mención contra ellos, a pesar que había mandado a recaudar un impuesto bohemio en todo el imperio y de que año tras año reunía nuevas tropas que echaba sobre los rebeldes.

El regreso de Marga arrancó a Marie de sus cavilaciones.

—La yegua está lista.

El ama de llaves hizo una reverencia, pero no miró a su señora a los ojos. Jamás lo hacía, ya que los rumores que corrían acerca del castellano y de su esposa le habían generado un rechazo hacia la pareja que no podía superar. Marie Adlerin no era una mujer de clase noble... peor aún: ni siquiera era una mujer honorable. Se decía que en el pasado un tribunal la había condenado por ramera y que había recibido azotes con vara. Marga había podido constatar con sus propios ojos las delgadas cicatrices blancas que surcaban la espalda de su ama, cicatrices que sólo unos azotes podían haber causado. Dado que el alcaide tampoco era de origen noble, sino el hijo de un simple tabernero, Marga lamentaba la suerte que corría desde hacía unos diez años, cuando el destino había elevado a dos personas tan indignas muy por encima de la clase a la que pertenecían, colmándolas de riquezas y otorgándoles el gobierno de Rheinsobern. Despreciaba con toda el alma a esos advenedizos, pero se veía obligada a tragarse su aversión y a agachar la cabeza frente a una antigua prostituta, ya que de otro modo habría perdido su puesto, que la elevaba por encima del vulgo e incluso por encima de la mayoría de los burgueses de Rheinsobern. Marie no prestó atención a la expresión airada y hostil de Marga, sino que salió aliviada de la habitación. Tenía que dejar atrás al menos por un rato esas murallas, en las que cada mueble y cada piedra le recordaban a Michel, y también necesitaba a alguien con quien poder hablar. Por eso iría en busca de la única persona

que podía comprenderla: su vieja amiga Hiltrud, a quien en Rheinsobern y sus alrededores identificaban como «la dueña de la granja de cabras», dada su manifiesta predilección por los cabritos.

Marie también podría haber ido a casa de su prima Hedwig, que vivía en la ciudad al pie del castillo, junto con su esposo, el maestro tonelero Wilmar Háftli. Pero ellos la trataban como si fuera una especie de santa, sin darse cuenta de que sólo era un ser humano que también podía tener problemas y preocupaciones como todo el mundo. A diferencia de Hedwig, Hiltrud no sólo la escucharía, sino que además comprendería su situación y haría todo lo que estuviera a su alcance para ahuyentar sus miedos.

Marie se subió a Liebrecilla ayudándose con el banco, sin solicitar la ayuda del siervo, y abandonó el castillo. Mientras iba cabalgando por la calle principal, los burgueses se inclinaban a su paso, saludándola con gran respeto. Ella correspondía a los saludos mostrándose más animosa de lo que en realidad se sentía, e incluso detuvo a Liebrecilla en dos ocasiones para recibir los escritos con peticiones que le extendían, pero finalmente se alegró cuando hubo traspasado las puertas de la ciudad.

No lejos de allí había un lugar desde el cual podía contemplarse la ruta que conducía desde el Rin hacia el este. Sostuvo las riendas de Liebrecilla y se quedó mirando a lo lejos, donde una nube de polio mostraba el lugar por donde debían de estar cabalgando las trojas de Michel. Durante un instante consideró la posibilidad de salir a su encuentro para poder abrazarlo una vez más. Pero luego comprendió que, si lo hacía, lo convertiría en el hazmerreír de los caballeros que lo acompañaban, y entonces decidió renunciar con el corazón lleno de tristeza. Liebrecilla, que conocía el camino a la granja de Hiltrud por las incontables visitas que Marie le hacía, le facilitó la decisión, ya que continuó trotando y se encaminó hacia la propiedad, de su amiga sin que Marie interviniera.

La granja de cabras se contaba entre las principales haciendas en el distrito de Rheinsobern. Constaba de varias casas cuyas paredes habían sido construidas con un entramado de madera relleno de :ejido de mimbre y cubierto de adobe y, con excepción del granero,sus cimientos eran de piedras. El techo del establo y del granero
era
de
tablillas de madera, mientras que la vistosa casa en la que ellos vivían tenía un techo de tejas naranjas. En la pradera, junto a la hacienda, había al menos una docena de vacas pastando, y en otro sector una criada joven cuidaba de un rebaño de cabras bastante grande, Thomas, el esposo de Hiltrud, estaba trabajando en los campos sembrados pertenecientes a la hacienda junto con un grupo de sier vos y criadas, y Hiltrud se encontraba de pie en una pequeña galería techada, revolviendo el barril de manteca, tarea que no interrumpió ni siquiera cuando su visita se apeó de la montura, ayudándose con la verja que cercaba la huerta.

Marie ató a Liebrecilla a uno de los dos manzanos que había entre la casa y la huerta y se dirigió apresurada hacia donde estaba Hiltrud.

—¡Mmmm! ¡Manteca fresca! Creo que he llegado en el momento justo.

Hiltrud examinó a su amiga con la mirada y volvió a comprobar que apenas si había cambiado desde el Concilio de Constanza. A lo sumo estaba aún más bella. Hiltrud, en cambio, había engordado un poco con los años, y en su rostro ya habían comenzado a grabarse las primeras arrugas. Sin embargo, a pesar de su inusual altura, podía seguir considerándose una mujer bien parecida. Su esposo, un antiguo pastor de cabras siervo de la gleba, también había aumentado de peso en los últimos años, y ahora ambos constituían un respetable matrimonio de campesinos satisfecho consigo y con el mundo. Contribuía a ello en no poca medida el hecho de tener descendencia, algo que Marie ansiaba ardientemente y que aquí en la granja de cabras se había producido en generosa medida. Hiltrud había dado a luz siete hijos, de los cuales cinco habían sobrevivido, dándoles a sus padres esperanzas de que llegarían a la edad adulta. Michel y Marie, los dos mayores, a quienes llamaban Michi y Mariele para diferenciarlos de sus padrinos, ya ayudaban con ahínco en las tareas de la granja, mientras que la pequeña Mechthild, de cinco años, se ocupaba de cuidar a sus dos hermanitos más pequeños, Dietmar y Giso.

Marie vio a los tres hermanos más pequeños jugando en la puerta del establo y experimentó de golpe una profunda envidia. El destino parecía haber sido demasiado generoso con Hiltrud, mientras que ella misma se afligía porque hasta el momento no había podido darle un hijo a Michel. Inmediatamente se reprochó ese sentimiento, se disculpó con su amiga en silencio y le deseó toda la felicidad del mundo, ya que jamás olvidaría que en el pasado Hiltrud le había salvado la vida a pesar de numerosos obstáculos.

—Parece que sufres más dolor del que puedes soportar, amiga mía.

Hiltrud aún era capaz de interpretar las expresiones en el rostro de Marie y sabía que su amiga no sólo había venido a comerse un par de rebanadas de pan con manteca fresca y a intercambiar un par de nimiedades. Su mirada se dirigía hacia el este, donde aún se divisaba una nube de polvo llamativamente extensa.

—Yo sé lo que te oprime el corazón. Allá está Michel, marchando hacia Bohemia, ¿no es cierto? ¡Que Dios lo acompañe!

—Si espoleara a Liebrecilla, podría reunirme con él en menos de una hora, y sin embargo me siento tan desdichada como si me hubiese abandonado hace ya meses. —Marie suspiró y se forzó a sonreír—. Estoy un poco loca, ¿no crees?

Hiltrud meneó la cabeza, resuelta.

—No estás loca. En absoluto. Cuando una deja de echar de menos a su esposo significa que el amor ha muerto. Cuando Thomas se va, aunque sea sólo un día, me pongo inquieta como una gallina clueca que ha perdido a uno de sus polluelos. —Se detuvo un instante, miró el barril de manteca y asintió, satisfecha—. Listo, Marie. Ahora sí podré ofrecerte unos bocados de los que a ti te gustan.

—Tu manteca sabe muchísimo mejor que la que nos sirven en la mesa en el castillo. —Marie se relamió los labios y volvió a pensar en su esposo—. Espero que Michel también tenga suficiente alimento allá en Bohemia.

—¡Anímate, Marie! Seguro que no se morirá de hambre. Es un hombre muy ingenioso. Cuando la soga le apriete demasiado, sabrá cómo quitársela del cuello.

Hiltrud abrió la puerta y entró primero. Sus tres hijos más pequeños estaban mirando hacía rato de reojo hacia donde estaban ella y Marie, y atravesaron el patio corriendo con sus piernecitas para llegar; a la cocina al mismo tiempo que ellas. A pesar de que estaban en marzo, no habían echado leña en el horno a causa del soleado clima primaveral del que gozaban, por lo que dentro hacía más fresco que, fuera. La cocina no era muy grande, pero tenía una mesa larga con una gruesa tabla de madera que también servía como superficies de trabajo, y bancos y banquetas para más de media docena de personas. Como la puerta que daba a la despensa estaba abierta, Marie pudo ver que Hiltrud todavía contaba con abundantes provisiones, a pesar de que el año apenas acababa de comenzar, y que poseía además una variedad de cestos, cubos y cacerolas inusual para una campesina. En la cocina, las salchichas y el tocino colgaban del techo por docenas, dando testimonio del buen pasar de los dueños de la casa.

Los pensamientos de Marie volvieron a detenerse en Michel, quien gracias al tiempo soleado y seco podría avanzar a buen ritmo a pesar de lo cargadas que iban sus carretas tiradas por bueyes, y deseó que las condiciones climáticas se mantuvieran favorables el mayor tiempo posible. Cuanto antes llegara a Bohemia, antes regresaría con ella, pensaba. Pero después recordó que cada paso que daba ahora lo acercaba más al enemigo, y se estremeció.

—En realidad, los bohemios no son enemigos de Michel, sino del emperador o, mejor dicho, son los enemigos de Segismundo de Bohemia, ya que se alzaron contra su rey y lo depusieron.

Al escuchar su propia voz, Marie se dio cuenta de que había expresado sus pensamientos en voz alta.

—Michel se ha ido a combatir contra los bohemios, así que ellos también son enemigos suyos.

Hiltrud tenía una visión del mundo mucho más simple que la de Marie, y jamás malgastaba su tiempo en pensamientos superfluos sobre los poderosos de este mundo. Por un lado, consideraba que esos asuntos no le competían a alguien de su clase y además, de todos modos, los condes y los príncipes siempre hacían lo que se les antojaba. A ella lo único que le importaba era que la hacienda y los animales le pertenecían, y tenía los documentos que lo probaban bien guardados en el fondo de su cofre. Su derecho de propiedad también estaba consignado en las actas de la alcaidía de Rheinsobern, y habían dejado otra copia más en el monasterio de Niederteufach. Como ambos tenían el estatuto de campesinos libres, el esposo de Hiltrud incluso podía acudir al conde palatino para reclamar sus derechos, por eso estaba en condiciones de ponerle freno a cualquier intento de sus vecinos nobles de apropiarse de sus tierras.

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