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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (30 page)

BOOK: La dama del Nilo
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Estaba muy perfumado, pues su cono se había derretido y le había untado el ancho pecho con un reluciente y aromático aceite, pero no estaba bebido. Sus ojos serenos y grisáceos miraron a Senmut con expresión cordial.

—Me he enterado de que ocupas un nuevo cargo, Senmut —le dijo.

Senmut hizo un leve gesto de asentimiento. Todavía no se sentía del todo cómodo junto a ese muchacho calmo y controlado, así que se intranquilizó y se puso a la defensiva, sin saber cuáles serían sus siguientes palabras.

—Tú y yo debemos acostumbrarnos a trabajar en estrecha colaboración —siguió diciendo Hapuseneb en voz baja—, pues también yo sirvo a la reina con devoción y le he ofrendado mi vida. Mi padre está muy enfermo y le queda poco tiempo de vida —dijo, y Senmut no pudo evitar que su mirada se dirigiera fugazmente a la mesa instalada sobre el estrado, donde el noble mandatario bebía copiosamente—. Muy pronto yo deberé asumir el cargo de visir del Norte, lo cual significa que tendré que viajar casi constantemente para el faraón y no siempre me encontraré cerca si mi presencia llegara a ser necesaria.

Este hombre sabe algo que yo ignoro, pensó Senmut, preocupado. Hapuseneb seguía mirándolo y sonriendo, pero Senmut sabía que estaba siendo evaluado con mucha atención.

—El joven Tutmés ha comenzado a cartearse con Menena, el que fue expulsado de su cargo por el faraón. No estoy demasiado seguro de lo que ello significa; el tiempo lo dirá. Pero a ti, bienamado de la reina, te ofrezco mi servidumbre, mis mensajeros y mis espías, a fin de que si yo me encontrara ausente hagas uso de sus servicios como lo haría yo mismo. —Levantó la vista y contempló a Hatshepsut, sonriente con su doble corona, y luego su mirada volvió a Senmut—. Mientras el faraón esté con vida, ella está a salvo. ¿Necesito decirte más?

Senmut sacudió la cabeza con vehemencia y se preguntó si a ese joven aristócrata le habría costado mucho confiarse a él y hacerle semejante ofrecimiento. Hapuseneb no aguardó su respuesta sino que disimuladamente alejó su silla y comenzó a conversar con User-amun. Senmut tuvo la inquietante premonición de que muy pronto su vida estaría llena de complicaciones y que tendría que moverse con enorme cautela. De pronto se sintió muy cansado, anhelando su cama y la calidez del cuerpo de Ta-kha'et, así que abandonó el salón antes de que la fiesta hubiese terminado.

Hatshepsut lo vio alejarse, pero en ese momento aparecieron las bailarinas keftianas, que habían sido especialmente invitadas a agasajar a los presentes, y eso le impidió ir tras él.

Fue así como Hatshepsut se convirtió en reina. Tutmés acariciaba la ilusión de pasar los últimos años de su vida conversando sobre los viejos tiempos y jugando a las damas bajo los árboles del jardín con pen-Nekheb, su viejo camarada de tantas campañas militares. También deseaba hacer inscribir en sus monumentos los últimos mandatos de su reinado, para legarlos a la posteridad. No le atraía en absoluto la posibilidad de prolongar su vida terrenal. Se sentía cansado, magullado por viejas batallas y desgastado por el peso de tantos años de gobierno. Sólo deseaba comparecer en paz ante el Dios. Si tenía algún remordimiento de conciencia al pensar en la muerte de su hija mayor, por cierto que no lo demostraba y tampoco se preocupaba demasiado por el hijo varón que le quedaba. Se tranquilizó diciéndose que había hecho todo cuanto estaba en su poder para asegurar el futuro de su país dejándolo en las hábiles manos de su hija, y que Tutmés el Joven se contentaría sin duda dedicándose a satisfacer su sed de placeres.

Durante varios meses Hatshepsut acompañó a su padre todas las mañanas a rendirle homenaje a Amón y, más tarde, a la sala de audiencias, donde el faraón recibía informes, impartía instrucciones a los gobernadores, solucionaba desacuerdos. Su coronación pareció liberar un torrente de fuerza en Hatshepsut, quien pasaba incansablemente de una tarea a la otra con la velocidad de un rayo y mostraba una exigencia fanática para consigo misma y los que la servían, haciendo que la aureola de poder que la rodeaba se convirtiera en algo casi tangible.

Cierta tarde, el padre de Hapuseneb murió en el curso de una partida de caza, y este fue nombrado visir del Norte y abandonó Tebas inmediatamente para realizar una gira por sus provincias. Senmut estaba más que atareado con sus nuevas responsabilidades en el templo, que debía repartir con viajes apresurados al valle, donde ciertos esclavos realizaban su pesada faena, y Benya sudaba y maldecía bajo el sol abrasador, mientras el hueco en la superficie de la montaña se hacía cada vez más grande: era el primer santuario.

Hatshepsut asistió a la ceremonia de Tensión de la Cuerda. Sostuvo entre sus manos una soga pintada de blanco mientras se medían y marcaban los límites de su monumento y se colocaba la primera piedra. En ese primer año frenético no olvidó su promesa a Athor y a los demás dioses cuyos templos en ruinas había contemplado en ocasión de su viaje río arriba, y encomendó a Ineni que se ocupara de su reconstrucción. Cuando Hapuseneb —que tiempo antes había sido también arquitecto— regresó del Norte, Hatshepsut le pidió que excavara otra tumba para ella en el valle de los reyes, pues la de pequeñas dimensiones que su padre le había asignado ya no estaría acorde con su dignidad de reina.

Pero dejó en manos de Senmut todas las obras de su valle. Cada vez que podía escapar del palacio cruzaba el río y, sentada en lo alto de las rocas, bajo el baldaquín, se quedaba contemplando a esos hombres que se deslomaban como hormigas gigantescas y que, poco a poco, levantaron la primera pared de la primera terraza: el Muro Negro de Athor. Por la noche soñaba que la obra había sido completada y que ella dormía en sus recintos misteriosos bajo un sol blanco y resplandeciente.

Sabía que no había nadie como ella en todo el mundo, y su majestuoso aislamiento espiritual llenaba de temor reverente a todos los que la servían. Al verla florecer, su padre se sintió invadido por una soñolienta satisfacción y muy pronto dejó que Hatshepsut se ocupase sola del gobierno, si bien con frecuencia ella le solicitaba consejo, para lo cual se le acercaba caminando por el césped aprovechando el frescor de la tarde, se sentaba a sus pies y se ponían a conversar de cosas inconexas. A menudo ella invitaba a Senmut a que la acompañara y Tutmés, que tenía muy buena opinión de ese joven arrogante, siempre le ofrecía una cordial bienvenida.

Ahora que era reina, Hatshepsut se negó, casi histéricamente, a ocupar los aposentos que pertenecieron a Neferu. Y también rechazó los de su madre. Así que se estaba haciendo edificar un nuevo palacio, comunicado con el viejo por medio de muchas avenidas amplias y atrios. También ordenó que redecoraran los aposentos de Neferu para poder tener a Senmut más cerca.

Senmen llegó del campo, cohibido y tímido, con su atuendo de lienzo tosco y su tonada provinciana. Senmut lo alojó en sus antiguos aposentos, donde cayó desplomado como un zorro del desierto, atónito al ver que su hermano se había vuelto tan hermoso y poderoso como un dios. Senmen permaneció allí hasta lograr habituarse al palacio.

Hatshepsut vio como su padre engordaba y se aletargaba, a pesar de que sus ojos retuvieran aún aquel antiguo brillo que tanto temor suscitaba en todos. Solía emplear el tiempo en que no dormitaba en partidas de damas con pen-Nekheb, en las que por lo general salía vencedor, y en pequeñas caminatas, para luego volver a comer, beber y dormir. Hatshepsut también observaba con atención a su hermano Tutmés. Convertido ya en un hombre tranquilo y rechoncho, parecía estar volviéndose más fuerte, como si le chupara la vida a su padre. No era que Tutmés fuese un gato que de pronto se transformara en un leopardo. Externamente seguía siendo el muchacho perezoso y afable que reaccionaba con irritación instantánea frente a las pullas de su hermana. Pero parecía estar en todas partes: en el templo, en las festividades, recorriendo la ciudad conducido en su carro. Hatshepsut no entendía por qué todo eso le provocaba tanta aprensión, sobre todo cada vez que lo descubría mirándola fijamente con ojos inexpresivos y una leve sonrisa en los labios. Pero redobló sus esfuerzos por aprender, por comprender, por saber todo lo que ocurría en su reino.

III
13

Cinco años después de la coronación de Hatshepsut, durante la primavera, Tutmés se durmió una noche y no volvió a despertar. La festividad de Mm ya se había iniciado y Amón había sido transportado desde su templo hasta Luxor para convertirse en el Dios de todos los excesos de la carne. Noche y día, Tebas era un centro tumultuoso donde reinaban la ebriedad y el libertinaje, y el palacio estaba casi vacío por el éxodo de sus habitantes hacia el sur.

Ineni encontró al viejo rey tendido sobre sus almohadones, los ojos cerrados y la boca abierta, sus dientes prominentes ostentando la sonrisa de la muerte. Por un momento quedó atónito contemplando al hombre; al que durante tantos años le había consagrado todas las horas de su vida. Luego giró sobre sus talones y envió a un criado a que fuera corriendo en busca del médico real y los sacerdotes
sem
y se encaminó hacia los aposentos de Hatshepsut. La encontró preocupada, vistiéndose para los rituales nocturnos, mientras su litera la aguardaba afuera para llevarla a Luxor. Logró ser recibido sólo después de salirse de sus casillas y gritarle al guardia apostado en la puerta, reacción que hizo que éste, azorado, lo dejara pasar raudo sin ser anunciado.

La reina se le acercó con el tintineo metálico de sus pulseras y llamaradas de furia en sus enormes ojos.

—Ineni, ¿has perdido el juicio? Como ves, tengo mucha prisa. ¡Debería hacerte arrestar por esto!

La tensión asomaba en su rostro y en la rigidez de los músculos del cuello. Las celebraciones estaban llegando a su fin y Hatshepsut estaba agotada después de interminables noches de danza. Se quitó bruscamente la corona con la cobra y la sostuvo firmemente entre sus dedos nerviosos, y su criada se le acercó, peine en mano.

Ineni hizo una reverencia, pero no pudo articular palabra.

—¡Habla! ¡Habla de una vez! —lo instó ella, mientras impacientemente comenzaba a golpetear el suelo con un pie—. ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal?

Por fin Ineni abrió la boca, temeroso de las palabras que se vería obligado a pronunciar.

Pero por la expresión de su rostro Hatshepsut intuyó parte de lo que tenía que decirle.

—¡Es mi padre! ¿Está enfermo?

Ineni sacudió la cabeza.

—El Dios ha muerto, Majestad. Fue llamado a comparecer ante la Sala del Juicio Final mientras dormía. He mandado avisar a los sacerdotes y al médico. Tal vez Vos deberíais hacérselo saber a su hijo.

Ella se quedó mirándolo durante bastante tiempo y luego giró bruscamente y colocó la pequeña corona sobre el lecho.

Ineni sirvió vino en una copa y se lo ofreció, pero ella no quiso aceptarlo, y él permaneció impotente a su lado, sin saber bien qué hacer.

Un momento después Hatshepsut irguió los hombros y levantó la cabeza.

—Sé que debe haberte resultado muy penoso traerme esta noticia, Noble Ineni —dijo en voz baja—. Te ruego que mandes llamar a mi heraldo y, cuando se presente, lo envíes a Luxor. Es preciso que el Dios regrese y que las celebraciones cesen. ¡Oh, padre mío! —exclamó, de pronto, levantando los brazos—. ¿Por qué tuviste que abandonarme tan pronto? ¡Nos quedaban todavía tantas cosas para hacer juntos!

Ineni partió y, mientras se encontraba en camino, ordenó al mayordomo de Hatshepsut que llamara a Senmut; lo hizo casi sin pensarlo, sabiendo instintivamente que él le brindaría el consuelo que ella necesitaba. Fue entonces en busca del heraldo, y esos corredores sin luces ni voces, que retumbaban con el ruido de sus pasos, le parecieron espantosamente vacíos. De un día al otro Egipto se encontraba sumido en un pantano de incertidumbre. Los pensamientos de Ineni se centraron en el joven Tutmés, quien seguramente se encontraba en ese momento en brazos de alguna de las sacerdotisas sobre el suelo del templo de Luxor. Sintió una opresión en la garganta.

Senmut corrió como nunca lo había hecho antes. La noticia lo encontró medio achispado y alegre, en el momento en que él, Benya y Menkh salían de un despacho de cerveza situado en los suburbios de Luxor. Tenía planeado asistir a las danzas que se llevarían a cabo en el jardín del templo y luego regresar a Ta-kha'et, pero al oír las palabras susurradas por el temeroso y jadeante heraldo, había dejado su jarro a los pies de Benya y comenzado a correr. Sus pies aporrearon pesadamente los tres kilómetros largos que lo separaban de Tebas y avanzó sin cejar, braceando y con la cabeza envuelta en vapores alcohólicos. En el camino se maldijo por no tener su carro, que se encontraba en las caballerizas del palacio; por no tener su barca, que se mecía anclada junto al muelle de la ciudad, y maldijo también a sus portadores de litera, que lo habían abandonado para irse de parranda. Entró casi volando en el jardín privado de la reina y redujo la marcha hasta convertirla en un trote tambaleante, hasta que por fin llegó a las puertas doradas. Hizo una breve pausa para serenar su respiración y calmar sus temblorosas piernas antes de hacerle una seña con la cabeza al guardia y trasponer la puerta.

Ella estaba parada en el centro de la habitación estrujándose las manos. Cuando vio quién era, lanzó un sollozo y corrió hacia él. Cuando ese cuerpo se estrechó contra el suyo, los brazos de Senmut instintivamente la rodearon. Le ordenó a la esclava que abandonara el recinto y, cuando la puerta se cerró tras ella, condujo a Hatshepsut al lecho, la obligó a sentarse y comenzó a acariciarle la cabellera negra y despeinada mientras ella le empapaba el pecho con sus lágrimas.

—Lo lamento tanto, tanto, Majestad —le dijo con ternura, los labios apoyados contra su cabeza.

Ella siguió llorando, y las lágrimas se convirtieron en estremecidos sollozos que la hicieron derrumbarse y a él le resultaron desgarradores. Senmut jamás se había sentido tan impotente; permaneció quieto, apretándola con fuerza, mientras oía que afuera, del otro lado de las puertas, los corredores se poblaban de susurros y de un sinfín de pisadas. Por último la apartó con suavidad, fue hasta la mesa con los afeites y tomó un paño, que mojó con vino y con el que le limpió el rostro. Tenía los párpados hinchados y estaba ojerosa, y las lágrimas se habían abierto camino por entre el kohol, llenándole de pintura las mejillas y el cuello. Senmut la lavó a conciencia y ella permaneció inmóvil, mirándolo inexpresivamente. Luego volvió a acunarla entre sus brazos y le acercó la copa de vino a los labios. Ella bebió dócilmente, dejando escapar cada tanto un leve sollozo. Luego gimió, cerró los ojos y le apoyó la cabeza en el hombro.

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