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Authors: Antonio Garrido

La escriba (2 page)

BOOK: La escriba
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No obstante, cuando llegó el momento de levantarse, no pudo evitar que un escalofrío le sacudiese el espinazo.

Se incorporó a tientas y descolgó la raída manta que separaba su camastro del de sus padres, se la ciñó al cuerpo y, tras atársela con un trozo de cuerda, salió de la estancia procurando no hacer ruido. Luego de aliviarse en el corral, se adecentó con un poco de agua helada y regresó corriendo a la vivienda. Una vez dentro, encendió una pequeña lamparilla de aceite y se sentó sobre un arcón. La llama iluminó débilmente la única sala de la casa, un cubículo rectangular donde a duras penas cabía una familia. En el centro ardía el hogar, excavado en el suelo sobre una húmeda plasta de tierra.

El frío dolía y las ascuas comenzaban a flaquear, así que añadió un poco de turba y avivó el fuego con un palo. Después agarró un perol requemado y comenzó a rascar los restos de gachas, hasta que oyó una voz a sus espaldas.

—¿Se puede saber qué demonios haces? ¡Anda! Regresa a la cama.

Theresa se giró y miró a su padre. Lamentaba haberle despertado.

—Es por el examen. No logro dormir —se excusó a media voz.

Gorgias se desperezó y se acercó a la lumbre murmurando de mala gana. El resplandor iluminó una cara huesuda bajo una maraña de pelo cano. Se sentó junto a Theresa y la apretó contra él.

—No es por eso, hija mía. Es por este frío, que acabará matándonos a todos —susurró mientras le frotaba las manos—. Y olvida esas gachas, que no las comerían ni las ratas. Ya encontrará tu madre algo para desayunar. Ahora lo que has de hacer es dejarte de vergüenzas y usar esa manta para abrigarte por las noches, en vez de dejarla colgada ahí, en medio de la habitación como si fuera una cortina.

—Padre, si no lo hago por vergüenza —mintió—. La coloco para no molestar mientras leo.

—Me da igual por qué lo hagas. Un día te encontraremos tiesa como un carámbano y ya no hará falta que nos pongamos de acuerdo.

Theresa sonrió y volvió a raspar las gachas. Le sirvió una ración que su padre devoró mientras la escuchaba.

—Es por esa prueba. Ayer, cuando Korne accedió a examinarme, hubo algo extraño en su mirada. No sé… algo que me preocupó.

Gorgias sonrió paternalmente y le revolvió el pelo. Le aseguró que todo iría bien.

—Si sabes más de pergaminos que el propio Korne. A ese viejo lo que le irrita es que sus hijos, tras diez años de oficio, no sean capaces de distinguir la piel de un borrico de un códice de san Agustín. Dentro de un rato te dará unos pliegos para que los encuadernes, lo harás a la perfección y te convertirás en la primera oficial
de percamenarius
de Würzburg. Le guste o no a Korne.

—No sé, padre… Él no permitirá que una recién llegada…

—¿Y qué si no está dispuesto? Korne será maestro
de percamenarius
, pero el dueño del taller es Wilfred, y no olvides que también estará presente.

—¡Ojalá! —dijo Theresa al tiempo que se levantaba.

Comenzó a amanecer. Gorgias se puso en pie y se estiró como un gato.

—Bueno. Aguarda a que seque los estilos y te acompaño hasta el taller, que a estas horas no conviene que una belleza ande sola por la ciudadela.

Mientras Gorgias preparaba sus utensilios, Theresa se entretuvo observando el hermoso laberinto que la nieve había dibujado sobre los tejados de la villa. Para entonces, el sol comenzaba a derramarse por las callejuelas, tamizando los edificios de un suave color ámbar. En el arrabal, al abrigo de las murallas, las covachas de madera se apretujaban unas contra otras como si se disputaran el trozo de suelo sobre el que debían aguantarse, al contrario que en la zona alta, donde las construcciones fortificadas festoneaban orgullosas los pasajes y las plazas. Theresa no alcanzaba a comprender cómo un lugar tan hermoso podía haberse transformado en un horrible cementerio.

—¡Por el arcángel san Gabriel! —exclamó Gorgias—. ¡Al fin estrenas tu vestido nuevo!

Theresa sonrió. Meses antes, su padre le había regalado aquel precioso vestido, teñido de un azul tan intenso como un cielo de verano. Lo hizo con motivo de su vigésimo tercer cumpleaños, pero ella lo había guardado a la espera de una ocasión apropiada. Antes de salir se acercó al jergón donde dormitaba su madrastra y la besó en la mejilla.

—Deséame suerte —le susurró al oído.

Rutgarda refunfuñó y asintió con la cabeza, pero cuando los dos salieron de la casa, rezó para que Theresa suspendiera la prueba.

Padre e hija ascendieron a paso ligero por el camino de la herrería, con Gorgias ocupando el centro de la calle para evitar los rincones en que pudiera ocultarse cualquier indeseable. En su mano derecha empuñaba una antorcha mientras con la otra abrazaba a Theresa y la abrigaba con su capa. A la altura del mirador se cruzaron con un grupo de vigías que bajaban en dirección a las murallas. Poco después coronaron la subida y giraron por la calle de los caballeros hacia la plaza de la catedral. Allí bordearon la iglesia hasta divisar el edificio del taller, una construcción de madera extensa y achaparrada, a espaldas del baptisterio.

Faltaban unos pasos para alcanzar la entrada cuando, inesperadamente, una sombra surgida de la oscuridad se abalanzó sobre ellos. Gorgias intentó reaccionar, pero apenas si tuvo tiempo de apartar a Theresa y empujarla a un lado. En ese momento resplandeció un cuchillo y la antorcha rodó calle abajo hasta precipitarse por un cortado. Theresa se apartó a la vez que gritaba viendo cómo los dos hombres rodaban por el suelo. Desesperada, corrió en busca de auxilio hasta la puerta del taller, que aporreó con toda su alma. Sintió cómo los nudillos se le despellejaban, pero siguió gritando y golpeando la puerta. A sus espaldas oía el forcejeo de los dos hombres luchando por sus vidas. Volvió a patear la maldita puerta pero nadie respondió. De haber podido, la habría echado abajo y habría sacado a rastras a sus ocupantes. Exasperada, se dio la vuelta y echó a correr pidiendo ayuda. En ese instante oyó la voz de su padre conminándole a que se alejara.

Theresa se detuvo sin saber qué hacer. De improviso, los dos contendientes rodaron y desaparecieron por un terraplén. La joven recordó a los soldados con que se habían cruzado momentos antes y se lanzó calle abajo con la esperanza de encontrarlos. Sin embargo, antes de llegar al mirador volvió a detenerse, insegura de alcanzarlos y más aún de convencerles. Entonces volvió rápida sobre sus pasos para encontrarse con dos desconocidos que se afanaban en atender a un ensangrentado. Conforme se acercaba reconoció a Korne y a uno de sus hijos, intentando levantar el cuerpo inerme de su padre.

—¡Por Dios! —gritó Korne a Theresa—. Corre adentro y dile a mi mujer que prepare un caldero con agua caliente. Tu padre está malherido.

Theresa no vaciló. Subió a trompicones hasta los altillos donde vivía el
percamenarius
y gritó pidiendo ayuda. Tiempo atrás, aquel lugar se había utilizado como almacén, pero el año anterior Korne lo había acondicionado como vivienda añadiendo unos sólidos andamiajes. Una gruesa mujer a medio vestir asomó su cara adormilada con una vela en las manos.

—¡Pero por todos los santos!, ¿qué gritos son éstos? —exclamó mientras se santiguaba.

—Es mi padre. ¡Deprisa, por amor de Dios! —suplicó desesperada.

La mujer bajó a saltos por la escalera intentando cubrirse las vergüenzas. Cuando llegó abajo, Korne y su hijo entraban por la puerta.

—Esa agua, mujer, ¿todavía no la has preparado? —bramó Korne—. Y luz. Necesitamos más luz.

Theresa corrió al taller y rebuscó entre el desbarajuste de herramientas que yacían desperdigadas sobre las mesas de trabajo. Encontró unas lamparillas de aceite, pero estaban agotadas. Al final dio con un par de velas, perdidas bajo un montón de retales. Una de ellas rodó bajo la mesa y desapareció en la oscuridad. Theresa cogió la otra y se apresuró a encenderla. Entretanto, Korne y su hijo habían apartado los cueros de una de las mesas para depositar el cuerpo de Gorgias. El
percamenarius
ordenó a Theresa que limpiara las heridas mientras él se proveía de unos cuchillos, pero la muchacha no le escuchó. Absorta, aproximó la vela y observó con horror el tremendo tajo que su padre presentaba a la altura de la muñeca. Nunca antes había visto una herida así. La sangre manaba a borbotones y empapaba ropa, pieles y códices sin que Theresa supiera qué hacer para evitarlo. Uno de los perros de Korne se acercó a la mesa y comenzó a lamer la sangre que goteaba en el suelo, pero en ese momento regresó Korne y apartó al perro de una patada.

—Alumbra aquí —espetó.

Theresa acercó la llama al lugar que
el percamenarius
le indicaba. Luego el hombre arrancó una membrana de un bastidor cercano y extendió la piel en el suelo. Después, con la ayuda de un cuchillo y un listón de madera cortó la piel en tiras y unió los extremos hasta formar un largo cordón.

—Quítale la ropa —le ordenó—. Y tú, mujer, trae el agua de una maldita vez.

—¡Bendito sea Dios! Pero ¿qué ha ocurrido? —preguntó la mujer, asustada—. ¿Estáis bien?

—Déjate de chácharas y trae el condenado puchero —maldijo Korne dando un puñetazo sobre la mesa.

Theresa comenzó a desvestir a su padre, pero la mujer de Korne la apartó sin contemplaciones para hacerse cargo ella. Una vez desnudo, lo lavó con esmero utilizando un retal de piel y agua recién calentada. Korne examinó con detenimiento las heridas, advirtiendo varios cortes en la espalda y alguno más en los hombros. Sin embargo, el que más le preocupó fue el del brazo derecho.

—Aguanta aquí —dijo Korne mientras sujetaba en alto el brazo de Gorgias.

Theresa obedeció sin prestar atención al reguero de sangre que empapaba su propio vestido.

—Muchacho —dijo
el percamenarius
a su hijo—. Corre a la fortaleza y avisa al físico. Dile que es urgente.

El mozo salió corriendo y Korne se volvió hacia Theresa.

—Ahora, cuando te avise, quiero que flexiones su brazo por el codo y lo aprietes contra su pecho. ¿Lo has entendido?

Theresa asintió sin dejar de mirar a su padre. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

El
percamenarius
anudó el cordón de cuero por encima de la herida y le dio varias vueltas antes de apretarlo con firmeza. Gorgias pareció recobrar el conocimiento, pero fue sólo un espasmo, si bien al poco dejó de sangrar. Entonces Korne hizo un gesto a Theresa y ésta flexionó el codo de Gorgias, tal como Korne le había indicado.

—Bueno. Lo peor ya ha pasado. Las otras heridas parecen menos graves, aunque habrá que esperar a la opinión del físico. También presenta golpes, pero creo que los huesos están en su sitio. Vamos a taparlo para que se caliente un poco.

En ese momento Gorgias tosió con fuerza y dio varias arcadas entre gestos de dolor. Al entreabrir los párpados vio a Theresa sollozando.

—Gracias al cielo —dijo con voz entrecortada—. ¿Te encuentras bien, hija?

—Sí, padre —lloró—. Pensé que podría pedir ayuda a los soldados y corrí a buscarlos, pero no los alcancé, y luego, cuando di la vuelta… —No pudo terminar la frase, ahogada por su propio llanto.

Gorgias le cogió la mano y la atrajo hacia él con gesto de aprobación. Después intentó decir algo, pero volvió a toser y perdió el conocimiento.

—Ahora conviene que descanse —dijo la mujer apartando a Theresa con delicadeza—. Y deja de llorar, que tanta lágrima no arreglará nada.

Theresa asintió. Por un momento pensó en avisar a su madre, pero enseguida descartó la idea. Ordenaría el taller a la espera del médico y cuando supiera del alcance de las heridas le informaría del problema. Mientras tanto, Korne, provisto de un cuenco con aceite, se apresuró a rellenar las lamparillas.

—La de veces que me entran ganas de untar un mendrugo —se lamentó
él percamenarius
.

Cuando terminó con la última, la estancia cobró el aspecto de una covacha iluminada por teas. Theresa se ocupó de recoger la maraña de agujas, cuchillos,
lunellii
, mazos, pergaminos y tarros con cola que se amontonaban desordenados entre las mesas y los bastidores. Después, como de costumbre, separó las herramientas según su función, y tras limpiarlas cuidadosamente las colocó en los estantes correspondientes. Luego se dirigió a su banco de trabajo para comprobar las reservas de talco y pulimento, así como la limpieza de la superficie. Cuando terminó, regresó junto a su padre.

No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que llegó Zenón, el cirujano, un hombrecillo sucio y desgreñado cuyo olor a sudor competía con el de su aliento a vino barato. Traía una saca al hombro y parecía medio dormido. Entró en el taller sin saludar y tras un rápido vistazo se dirigió al sitio donde descansaba Gorgias. Luego abrió la talega y sacó una pequeña sierra metálica, varios cuchillos y un minúsculo cofre del que extrajo unas agujas y un rollo de cordel. El cirujano depositó los instrumentos sobre la barriga de Gorgias y pidió algo más de luz. Después se escupió varias veces en las manos, insistiendo en la sangre reseca que permanecía adherida a sus uñas, y a continuación empuñó la sierra con firmeza. Theresa palideció cuando el hombrecillo acercó el instrumento al codo de Gorgias, pero por fortuna lo empleó para segar el torniquete que momentos antes le había practicado Korne. La sangre volvió a manar, pero a Zenón no le alarmó.

—Bien hecho, aunque demasiado apretado —reconoció el hombrecillo—. ¿Os quedan tiras de cuero?

Korne le acercó una larga que el cirujano agarró sin quitar la vista de Gorgias. La anudó con pericia y comenzó a trabajar en el brazo herido con la misma despreocupación que quien rellena un pavo.

—Cada día sucede lo mismo —dijo sin levantar la cabeza de la herida—. Ayer le abrieron las tripas a la vieja Bertha, en la calle baja. Y hace dos días encontraron a Siderico, el tonelero, con la cabeza machacada a la puerta de su corral. ¿Y para qué? Pues para robarle no sé qué cosa, si el pobre desgraciado no tenía ni para alimentar a sus hijos.

Zenón parecía conocer bien su oficio. Cosía carne y suturaba venas con la agilidad de una costurera mientras escupía sobre el cuchillo para mantenerlo limpio. Terminó con el brazo y siguió con el resto de las heridas, a las que aplicó un ungüento oscuro que extrajo de un cuenco de madera. Por último, vendó la extremidad con unos paños de lino que anunció como recién lavados pese a las manchas que lucían.

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