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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La espada y el corcel (2 page)

BOOK: La espada y el corcel
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Jhary se encogió de hombros.

–Quizá se deba a que no entiendo las costumbres y la manera de ser de los mabden – dijo–. Me parece que hay demasiada alegría en todos estos recién llegados, como si no comprendieran el peligro que van a correr... ¡Es como si hubieran acudido para celebrar un torneo amistoso con los Fhoi Myore, en vez de para librar una guerra a muerte de la cual depende el destino del mundo entero!

–Así pues, ¿crees que deberían estar apenados y lamentarse? –preguntó Goffanon con asombro.

–No...

–¿Deberían acaso darse ya por muertos o considerarse derrotados?

–Por supuesto que no...

–¿Deberían quizá entretenerse los unos a los otros con elegías funerarias en vez de con alegres canciones? ¿Deberían andar cabizbajos y con los ojos llenos de lágrimas?

Los labios de Jhary empezaron a curvarse en una sonrisa.

–Supongo que tienes razón, enano monstruoso. Lo que ocurre es sencillamente que... Bueno, que he visto muchas cosas. He tomado parte en muchas batallas, pero hasta este momento jamás había visto a unos hombres que se preparasen para morir con lo que me parece tanta falta de preocupación.

–Creo que ésa es la manera de ser de los mabden –dijo Corum. Miró a Goffanon y vio que el enano sonreía de oreja a oreja–. Y la han aprendido de los sidhi...

–¿Y quién puede afirmar que se preparan para enfrentarse a su muerte y no a la muerte de los Fhoi Myore? –añadió Goffanon.

Jhary se inclinó ante él.

–Acepto lo que dices, y me da ánimos. Lo encuentro extraño, nada más, e indudablemente es el que me resulte tan extraño lo que me hace sentirme un poco inquieto y preocupado.

Corum estaba un poco desconcertado ante aquel nuevo estado de ánimo de su amigo, quien normalmente siempre se mostraba alegre y despreocupado, e intentó sonreír.

–Vamos, Jhary... Ese lúgubre entristecimiento no es nada propio de ti. Normalmente es Corum quien se apena y Jhary quien sonríe...

Jhary suspiró.

–Cierto –dijo casi con amargura–. Supongo que no estaría bien que olvidáramos nuestros papeles precisamente en este momento, ¿verdad?

Y se alejó de ellos, y caminó a lo largo de los baluartes hasta que llegó a un punto de ellos donde se detuvo y clavó los ojos en la lejanía, dejando muy claro con su comportamiento que no deseaba seguir conversando con sus amigos.

Goffanon alzó la mirada hacia el sol.

–Ya casi es mediodía –dijo–. He prometido que aconsejaría a los herreros de los Tuhana-Anu sobre cómo resolver los problemas especiales que presenta la forja y el equilibramiento de un nuevo martillo especial que hemos concebido juntos. Espero que podré volver a hablar contigo esta noche, Corum, cuando todos nos reunamos para discutir nuestros planes.

Corum alzó su mano de plata en un saludo mientras el enano bajaba por el tramo de escalones y se alejaba por una angosta calleja que llevaba a la puerta principal.

Durante un momento Corum sintió el impulso de reunirse con Jhary, pero no podía resultar más obvio que Jhary no necesitaba compañía en aquellos momentos. Pasado un rato Corum también bajó por el tramo de escalones y fue en busca de Medhbh, pues había sentido repentinamente una abrumadora necesidad de hallar consuelo en la presencia de la mujer a la que amaba.

Mientras se dirigía hacia la sala del trono se le ocurrió pensar que quizá estaba empezando a depender en exceso de la joven. Había momentos en los que tenía la sensación de necesitarla igual que otro hombre hubiese podido necesitar la bebida o una droga. Medhbh parecía responder con entusiasmo y de buena gana a esa necesidad, pero quizá no fuera justo someterla a las exigencias que Corum hacía pesar sobre ella. Mientras iba en su busca, Corum vio con toda claridad que la relación que se había ido desarrollando entre ellos contenía las semillas de lo que podía acabar siendo una gran tragedia. Se encogió de hombros. Las semillas no tenían por qué ser protegidas y alimentadas. Podían ser destruidas. Aunque la parte más importante de su destino estuviera determinada de antemano, aún quedaban ciertos aspectos de su personalidad que podía controlar.

–Seguramente tiene que ser así –murmuró para sí mismo.

Una mujer que pasaba por la calle le miró, creyendo que Corum se había dirigido a ella. Sus brazos sostenían un montón de bastones que serían utilizados como astiles de lanza.

–¿Mi señor...?

–He observado que nuestros preparativos parecen ir bien –dijo Corum, sintiéndose un poco avergonzado al haber sido sorprendido hablando solo.

–Así es, mi señor. Todos trabajamos para hacer posible la derrota de los Fhoi Myore. – La mujer alzó su carga de bastones–. Gracias, mi señor...

–Sí... –Corum asintió con una vacilante inclinación de cabeza–. Sí... Muy bien. Bueno, te deseo que tengas un buen día.

–Os deseo un buen día, mi señor.

La mujer parecía levemente divertida.

Corum siguió adelante con la cabeza baja, y mantuvo los labios apretados hasta haber llegado a la sala del trono del rey Mannach, el padre de Medhbh.

Pero Medhbh no estaba allí.

–Está haciendo prácticas de armas junto con algunas mujeres, príncipe Corum –le dijo un sirviente.

El príncipe Corum fue por un túnel que le llevó a una estancia de techo muy alto y grandes dimensiones adornada con viejos estandartes de batalla y armas antiguas en la que una veintena de mujeres se estaban entrenando con el arco, la lanza, la espada y la honda.

Medhbh estaba allí, haciendo girar su honda para lanzar proyectiles contra un blanco que se alzaba en el extremo opuesto de la estancia. Era famosa por su gran habilidad con la honda y el tathlum, aquel horrendo proyectil obtenido a partir de los sesos de un enemigo caído al cual se creía poseedor de una considerable eficacia sobrenatural. Corum entró en la estancia en el mismo instante en que Medhbh lanzaba su proyectil contra el blanco y el tathlum se estrelló justo en su centro, haciendo que la delgada lámina de bronce tintineara y que el blanco, que colgaba del techo sostenido por una cuerda, girase locamente sobre sí mismo reflejando con destellos cegadores la luz de las antorchas que ayudaban a iluminar la estancia.

–¡Saludos, Medhbh del Largo Brazo! –gritó Corum, y su voz creó ecos que resonaron entre las paredes.

Medhbh se volvió, satisfecha de que Corum hubiera podido ser testigo de su destreza.

–¡Saludos, príncipe Corum! –Dejó caer la honda al suelo y corrió hacia él, le abrazó y escudriñó su rostro. Después frunció el ceño–. ¿Has vuelto a caer en la melancolía, amor mío? ¿Qué pensamientos te inquietan? ¿Han llegado nuevas de los Fhoi Myore?

–No. –Corum la abrazó, consciente de que algunas mujeres les estaban mirando–. He sentido la necesidad de verte, nada más.... –añadió en voz baja.

Medhbh le sonrió con una inmensa ternura.

–Me siento muy honrada, príncipe sidhi.

Esa elección de palabras, que subrayaba las diferencias de sangre y pasado existentes entre ellos, tuvo el efecto de trastornar todavía más a Corum. La miró fijamente a los ojos, y su mirada no tenía nada de amable o cariñosa. Medhbh reconoció aquella expresión, puso cara de sorpresa y retrocedió un paso mientras sus brazos caían a los lados. Corum comprendió que había fracasado en el propósito que le había llevado a visitarla, pues sólo había conseguido que Medhbh también se preocupara. La había alejado de él y, sin embargo, ¿acaso no había sido ella la que había empezado a crear ese distanciamiento mediante su observación? Su sonrisa había estado llena de ternura, cierto, pero aun así las palabras surgidas de sus labios habían conseguido herir de alguna manera inexplicable a Corum en lo más hondo de su ser.

–Ahora que esa necesidad ha quedado satisfecha, iré a vera Ilbrec –dijo secamente mientras giraba sobre sí mismo.

Deseaba que Medhbh le pidiera que se quedase, pero sabía que hacerlo le resultaba tan imposible como a él quedarse, y Corum salió de la estancia sin decir palabra.

Y maldijo a Jhary-a-Conel por haber infiltrado sus lúgubres pensamientos en la atmósfera del día. Corum esperaba otras cosas de él, y mucho mejores que ésa.

Y, sin embargo y siendo justo, Corum también sabía que se esperaba demasiado de Jhary y que Jhary había empezado a sentirse molesto por ello –aunque sólo fuera durante unos momentos–, y comprendía que él, Corum, estaba confiando excesivamente en las fuerzas de otros y no lo suficiente en las suyas.

¿Qué derecho tenía a exigir ese apoyo si se complacía en sus propias debilidades?

–Puede que sea el Campeón Eterno –murmuró al llegar a sus aposentos, que había pasado a compartir con Medhbh–, pero parece que hay momentos en los que también soy el eterno melancólico que se compadece de sí mismo.

Y Corum se acostó sobre su lecho y pensó en su carácter, y acabó sonriendo, y la tristeza se fue desvaneciendo poco a poco.

–Resulta obvio –dijo–. La inactividad no me sienta nada bien, y además estimula y nutre los aspectos más bajos de mi carácter. Mi destino es el de un guerrero. Quizá debería concentrar mi atención en las grandes hazañas, y dejar todo lo referente a las ideas y los planes en las manos de aquellos que están más capacitados que yo para pensar...

Se rió, y empezó a ver con un poco más de tolerancia sus propias flaquezas, y decidió que en lo sucesivo no volvería a permitirse el lujo de recrearse en ellas.Después se levantó y fue en busca de Ilbrec.

Segundo capítulo

Se alza una espada roja

Corum atravesó el campamento, y pasó por encima de sogas y dio rodeos alrededor de los ondulantes lienzos de las tiendas mientras se dirigía hacia el pabellón de Ilbrec. Por fin estuvo delante del pabellón cuya seda azul marino se movía lentamente como en un pequeño oleaje.

–¡Ilbrec! –llamó–. Hijo de Manannan, ¿estás ahí?

Fue respondido por una singular mezcla de crujido y roce que al principio no consiguió reconocer, pero después sonrió.

–Oigo que te estás preparando para la batalla, Ilbrec –dijo–. ¿Puedo entrar?

El ruido cesó y la alegre voz del joven gigante retumbó contestando a su pregunta.

–¡Entra, Corum! –exclamó Ilbrec–. Eres bienvenido.

Corum apartó a un lado el lienzo de seda y entró en el pabellón. La única luz que había en el interior era la del sol que atravesaba la seda, y creaba la impresión de una caverna azulada oculta bajo las aguas que bien hubiese podido formar parte del dominio de Ilbrec, el cual se extendía debajo de las olas. Ilbrec estaba sentado sobre un enorme arcón con su gigantesca espada Vengadora encima de las rodillas. Una mano sostenía una piedra de amolar con la que había estado afilando la espada. La cabellera dorada de Ilbrec no estaba recogida y sus trenzas caían libremente sobre su pecho, y aquel día también se había trenzado la barba. Vestía una sencilla túnica verde y calzaba sandalias ceñidas con tiras de cuero que subían hasta sus rodillas. Un rincón de su tienda estaba ocupado por su armadura, su peto de bronce con los relieves que mostraban un gran sol estilizado cuyo orbe estaba lleno de navíos y peces, su escudo, que sólo estaba adornado por el símbolo del sol, y su casco, en el cual había un motivo similar. Sus bronceados brazos estaban ceñidos por varios gruesos brazaletes tanto por encima como por debajo de los codos, y los brazaletes eran de oro y también repetían el motivo del peto. Ilbrec, hijo del más grande de todos los héroes sidhi, medía cuatro metros de altura y estaba perfectamente proporcionado.

Ilbrec sonrió a Corum y reanudó la tarea de afilar su espada.

–Tienes un aspecto algo sombrío, amigo.

Corum atravesó la tienda, se detuvo junto al casco de Ilbrec y deslizó su mano de carne y hueso sobre el bronce magníficamente trabajado.

–Quizá sea una premonición de mi triste destino –dijo.

–Pero vos sois inmortal. ¿No es así, príncipe Corum?

Corum se volvió al oír aquella nueva voz que era todavía más joven en timbre que la de Ilbrec.

Un joven de no más de catorce veranos acababa de entrar en la tienda. Corum le reconoció como el más joven de los hijos del rey Fiachadh, al que todos llamaban el joven Fean. El joven Fean se parecía a su padre en el aspecto general, pero su cuerpo era esbelto y flexible mientras que el del rey Fiachadh era corpulento, y los rasgos de su rostro eran delicados en tanto que los de su padre eran toscos y curtidos. Su cabello era tan rojo como el de Fiachadh, y había algo de su mismo buen humor brillando casi constantemente en sus ojos. Sonrió a Corum y Corum, como hacía siempre, pensó que no había en todo el mundo criatura más encantadora que aquel joven guerrero, quien ya había demostrado ser uno de los caballeros más eficientes y de mayor inteligencia de cuantos se habían congregado allí.

Corum se rió.

–Es posible, joven Fean... Sí, es posible, pero la verdad es que eso no me consuela.

El joven Fean se puso muy serio durante un momento. Echó hacia atrás su capa de lino color naranja y se quitó el casco de hierro liso y sin adornos que llevaba. Estaba sudando, y resultaba evidente que acababa de terminar una sesión de entrenamiento con las armas.

–Puedo entenderlo, príncipe Corum. –Después hizo una pequeña reverencia a Ilbrec, quien estaba claro se alegraba mucho de verle–. Os saludo, noble sidhi.

–Saludos, joven Fean. ¿Hay algún servicio que pueda prestaros?

Ilbrec siguió afilando a Vengadora con un lento ir y venir de su mano.

–Ninguno, mas os lo agradezco de todas maneras. Sólo he venido a hablar... –El joven Fean vaciló y acabó volviendo a ponerse el casco–. Pero veo que os estorbo, y...

–En absoluto –dijo Corum–. Bien, ¿qué aspecto tienen nuestros hombres en vuestra opinión?

–Todos son buenos luchadores, y no hay ni uno solo que no sepa combatir –dijo el joven Fean–. Pero me parece que son pocos.

–Estoy de acuerdo con ambos juicios –dijo Ilbrec–. He estado pensando en el problema mientras permanecía sentado aquí.

–Yo también lo he examinado –dijo Corum.

Hubo un largo silencio.

–Pero no hay ningún sitio en el que podamos reclutar más soldados –dijo el joven Fean, mirando a Corum como si albergara la esperanza de que fuese a rebatir esa afirmación.

–Cierto, no hay ninguno –dijo Corum. Se dio cuenta de que Ilbrec guardaba silencio y de que el gigante sidhi tenía el ceño fruncido.

–He oído hablar de un lugar –dijo Ilbrec por fin–. Oí hablar de él hace mucho tiempo, cuando era más joven que el joven Fean... Es un lugar en el que quizá se puedan hallar aliados de los sidhi, pero también oí decir que era un lugar peligroso incluso para los sidhi, y que esos aliados eran caprichosos y no muy dignos de confianza. Hablaré con Goffanon más tarde y le preguntaré si recuerda algo más sobre él.

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