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Authors: Leigh Brackett

La estrella escarlata (12 page)

BOOK: La estrella escarlata
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Amnir se detuvo, alzó la mano en la que portaba la lanza y levantó la punta hacia el cielo.

—Que el Viejo Sol te dé luz y calor, Hargoth.

—Ni lo uno ni lo otro existe aquí —replicó el hombre que estaba en cabeza de los otros dos.

Sólo se le veían los ojos y la boca. Los ojos eran pálidos, sin expresión. En el frontal de la máscara llevaba el disco alado del símbolo solar que Stark encontraba ya como algo universal. En las mejillas de la máscara, granos estilizados. Stark supuso que aquel hombre era tanto el jefe como el sumo sacerdote. Resultaba raro encontrar allí a un Rey de la Cosecha, pues el grano no germinaba en la región hacía siglos. Los labios eran delgados, los dientes puntiagudos. La voz alta e irritada llegaba lejos, autoritaria.

—Aquí sólo están mi Señor la Oscuridad, su esposa el Hielo y su hija el Hambre.

—Te traigo presentes —dijo Amnir.

—Veo que nos traes algo más —Insinuó el Rey de la Cosecha.

El viento se llevó sus palabras. Pero la lanza de Amnir descendió y se vio cierta agitación por los carros; se alzaron las primeras armas. El hombre que conducía la montura de Stark acortó las riendas.

Con tono extraño y monocorde, Amnir replicó:

—No comprendo lo que quieres decir.

—¿Por qué? —contestó el Rey de la Cosecha—. No tienes Visión. Pero yo lo he visto. Lo vi en el Sueño Invernal. Lo vi en las entrañas del Hijo de la Primavera que ofrecemos cada año al Viejo Sol. Lo he visto en las estrellas. Nuestro guía ha llegado, el Hombre Prometido que nos llevará hacia cielos lejanos, hacia la luz y el calor. Está contigo. —Un largo y delgado brazo se estiró y señaló a Stark—. Entréganoslo.

—No te entiendo —dijo Amnir—. Sólo tengo cautivos del sur para venderlos como esclavos a los thyranos.

La punta de la lanza se inclinó un poco más. Los carros se movieron más deprisa.

—Mientes —exclamó el Rey de la Cosecha—. Los venderás en la Ciudadela. Hay mensajeros corriendo por el norte; llevan verdades y mentiras. Conocemos la diferencia. Hay extranjeros en Skaith y la ruta de las estrellas ha sido abierta. Hemos esperado toda la larga noche, pero ya ha llegado el amanecer.

Como confirmación, la primera e insana luz del alba tachonó el cielo oriental.

—Entréganos a nuestro guía. Sólo la muerte le espera en el Alto Norte.

Stark aulló:

—¿Qué sabéis de los extranjeros?

El hombre armado le golpeó con violencia en la cabeza con el mango de la lanza. Amnir ordenó algo con voz aguda y dio media vuelta a la montura; los carros echaron a correr; los animales resbalaban en el suelo helado.

14

Atado de tal modo que no podía ni caer ni combatir, medio inconsciente por el golpe recibido, Stark vio los muros y las oscuras puertas que pasaban ante él como si fueran zumbantes sombras. Deseaba que la gente del interior de aquellas sombrías cavernas salieran y atacaran, para liberarle. Pero no lo hicieron. El Rey de la Cosecha y sus ayudantes se quedaron inmóviles junto al destruido monumento. En pocos instantes, el enorme convoy compuesto por carros y hombres dejó atrás el círculo y se apresuraba entre las ruinas menores, desiertas y a oscuras. Cuando el Viejo Sol se arrastró por encima del horizonte, estaban en campo abierto. Nadie les seguía.

Amnir detuvo el convoy para que descansaran las bestias y ponerlo todo en orden. Stark consiguió volverse lo suficiente para ver que Gerrith no había sufrido ningún daño. Su rostro estaba muy pálido; los ojos desorbitados poseían una extraña expresión.

El hombre armado empleó la lanza, mucho menos brutalmente, para colocar al prisionero en la silla. Stark parpadeó para recuperar la vista. Amnir se reunió con él. Stark le miró con curiosidad. El encuentro con los Hombres de las Torres dejó al comerciante visiblemente turbado.

—¿Así que —preguntó Stark— nos reservabas desde siempre para la Ciudadela?

—¿Te extraña?

—No. Me ha extrañado más el Rey de la Cosecha.

—¿Cómo?

—El hombre al que llamaste Hargoth, el sacerdote rey de las Torres. Me reconoció. Esperaba. Por eso nos espiaban.

—No te servirá de nada —dijo Amnir. Se volvió hacia el hombre armado—. Que le encierren en un carro. Inmediatamente. Y que le vigilen bien.

—¿De quién? —preguntó Stark—. ¿Del Pueblo de las Torres? ¿Qué puedes contra la magia? Quizá pretenden vendernos ellos mismos en la Ciudadela y no compartir los beneficios. ¿De los Señores Protectores? ¿Y si decidieran no pagarte el precio que saboreas desde que Kazimni te lo contó todo en Izvand? ¿Y si enviaran a los Perros del Norte a perseguirnos? —Stark se rió; una risa dura y desagradable—. ¿O quizá piensas, después de todo, que la predicción de la Mujer Sabia es verdad? En ese caso, apresúrate, Amnir. Intenta alcanzar al Destino a toda prisa.

Amnir parpadeó, disgustado. Murmuró algo que, sin duda, era un juramento y se alejó espoleando a la montura con inútil brutalidad.

En el carro, Stark fue atado más cuidadosamente que de costumbre. Contempló la grosera tela que se extendía sobre él, recordando las palabras de Hargoth: «Hemos esperado toda la larga noche, pero ya ha llegado el amanecer».

Las pálidas luces del Viejo Sol habían abandonado el cielo mucho antes de que dispusieran los carros para la noche. Stark, tendido e inmóvil, experimentaba una sensación de anticipación curiosa y sin razón de ser. Se enteró de cómo los hombres de Amnir montaban el campamento. Escuchó el viento que agitaba la tela. Oyó los latidos de su corazón. Y esperó.

«Lo vi en el Sueño Invernal. Lo vi en las entrañas del Hijo de la Primavera. Nuestro guía ha llegado...»

Los ruidos del campamento murieron. Los hombres, después de comer, se cubrieron para dormir. Todos, salvo los centinelas. La guardia era más numerosa que de costumbre, a juzgar por el número de pies que iban de un lado para otro. De vez en cuando, uno de los guardias miraba dentro del carro, asegurándose de que el prisionero seguía firmemente atado.

Pasó el tiempo.

«Quizá me equivoque». Pensó Stark. «A lo mejor, no pasa nada».

No sabía qué esperaba en realidad. Un ataque súbito, pasos apresurados, gritos. Los espías del Rey de la Cosecha siguieron fácilmente a los carros. El Pueblo de las Torres podía alcanzar el convoy aquella misma noche...

Si llegaban, si atacaban; Los hombres de Amnir estaban bien entrenados y se comportaban muy disciplinados. ¿Podría vencerles el Pueblo de las Torres? ¿Qué armas tendrían? ¿Combatirían bien?

Si eran de verdad grandes magos, dispondrían de medios para conseguir lo que querían. Pero, ¿lo eran?

No lo sabía. Por último, pensó que no lo sabría jamás.

El frío, consideró, era más penetrante que nunca. Le mordía en el rostro. Temiendo la congelación, intentó meter el rostro entre las pieles. Su aliento se helaba en las coberturas, en su carne, en sus cabellos. Los pulmones le dolían. Se quedó somnoliento y se imaginó convertido en una estatua de hielo tan brillante como si fuera de cristal.

Tenía miedo.

Luchó contra las ataduras. En vano, pero el esfuerzo fundió un poco del hielo que las cubría.

El frío contraatacó. Y en aquella ocasión, lo escuchó.

El frío cantaba, cada cristal helado tenía una voz menuda y de granizo que tintineaba suave y débilmente; era como una música lejana llevada por el viento desde detrás de las colinas.

Los tintineos cantaban al sueño y a la paz. La paz y el fin del combate.

Todos los seres vivientes debían acabar así.

Sucumbir al sueño y a la paz...

Stark luchaba débilmente contra aquella tentación cuando se levantó la tela trasera del carro. Un hombre muy delgado subió al montante. Con rapidez, cortó las ataduras de Stark y le levantó con una fuerza sorprendente para su flacura. Hizo beber a Stark un líquido oscuro.

—Ven —dijo—. Deprisa.

El rostro, enmascarado de gris y sin símbolos, flotó irreal en la penumbra. Stark se tambaleó; el líquido que acababa de beber se convirtió como en un fuego. Estuvo a punto de caerse del carro. El brazo de acero del hombre gris le sostuvo.

En el interior del círculo formado por los carros, las moribundas hogueras lanzaban sus últimos destellos. Cuerpos, humanos y animales, estaban tendidos, inmóviles, bajo una capa de hielo pálido que brillaba bajo las estrellas. Los centinelas se encontraban en el mismo sitió en que cayeron como grotescas marionetas con los brazos levantados y las piernas encogidas.

Stark pronuncio una palabra:

—Gerrith.

El hombre gris le señaló algo y le apremió para que avanzase más deprisa.

El Rey de la Cosecha se encontraba en una loma fuera del campamento. A sus espaldas, sacerdotes de rango inferior formaban un semicírculo, como un arco tenso del que el sumo sacerdote fuera la flecha.

Todos permanecían inmóviles, con los rostros enmascarados vueltos hacia el campamento. El guía de Stark procuró no pasar ante el silencio de la flecha y el arco. Condujo a Stark hacia un lado. El frío mortal aflojó la presa.

De nuevo, Stark dijo:

—Gerrith.

El hombre gris se volvió hacia el campamento. Dos siluetas tambaleantes se acercaban desde los carros; delgada y enmascarada, una de ellas llevaba a otra en volandas, vestida de pieles. Cuando se acercaron a Stark, el hombre vio una espesa mata de cabellos y supo que era Gerrith la que iba envuelta en las pieles.

El suspiro de alivio se convirtió en vapor en el aire helado.

—¿Dónde están los demás? —preguntó.

El hombre gris no respondió. Stark le agarró del hombro delgado y musculoso y le sacudió.

—¿Dónde están los demás?

La voz del Rey de la Cosecha se alzó a sus espaldas. El semicírculo se rompió; la flecha cumplió con su cometido.

—No les necesitamos —respondió el Rey de la Cosecha—. La Hija del Sol me resultará útil. Los otros carecen de valor.

—Sin embargo —replicó Stark, con calma—, yo si los quiero. Ahora. Sanos y salvos. También necesitaremos armas.

Hargoth dudó. Un rayo de luz estrellada brilló en sus ojos, haciendo relucir extrañamente las aberturas oculares de la máscara. Se encogió de hombros y envió a cuatro de los suyos a la caravana.

—No te hará ningún mal —dijo—, ni ningún bien. Tus amigos morirán más tarde y menos fácilmente, eso es todo.

Stark miró hacia el campamento lleno de cuerpos inmóviles.

—¿Qué les has hecho?

—Envié sobre ellos el Aliento Santo de la Diosa. —Trazó un signo en el aire—. Mi Señora el Hielo. Les dará el sueño y la paz eterna.

Allí acababa Amnir, el hombre enérgico y ambicioso. Stark no sintió mucha piedad. Los hombres de armas se ganaban la vida peligrosamente, pero Stark tampoco se apiadaba de ellos. Sus muñecas y tobillos llevaban la huella de su hospitalidad.

Hargoth señaló una cresta larga y baja, un pliegue en la llanura.

—Mi gente ha levantado un campamento detrás de aquella loma. Hay fuego, alimentos, bebida. Ven.

Stark se negó.

—No antes de que vea a mis compañeros.

Esperaron en el aire helado hasta que Halk, Breca y los hermanos fueron llevados, así como las armas que les quitaron a los muertos. Luego, todos siguieron al Rey de la Cosecha hasta la loma.

—En los carros hay comida —recordó Halk.

Caminaba de lado, pues llevaba atado muchos días. Había perdido la fuerza, pero seguía tan belicoso como siempre, pues era consciente de su debilidad.

—¿Vais a abandonarla a las bestias que acechan en estas soledades?

—Tenemos que hacer muchas cosas —dijo Hargoth—, y no somos ladrones. El contenido de los carros pertenece a los thyranos.

—En ese caso, ¿por qué no nosotros?

—No sois parte de su trato con el mercader.

Stark ayudó a Gerrith a franquear las rocas desnudas.

—Has dicho que había mensajeros por todo el Alto Norte. ¿Quién les envía?

—Los Heraldos. Nos han pedido que vigilemos a los forasteros que procedan del sur. Ofrecen una recompensa por ti.

—¿No piensas reclamarla?

—No.

—¿Por qué?

—Hay otras noticias que llegan del Alto Norte. Un hombre de otro mundo ha sido llevado a la Ciudadela. Los Harsenyi le han visto con los Heraldos en los pasos de los Montes Crueles. Los Heraldos mantienen bien sus secretos, pero los Harsenyi lo ven todo. Vagan por medio mundo y llevan noticias. —Hargoth miró de soslayo a Stark—. Además, está la Visión, y sabía que tú estabas aquí en cuanto mi gente te vio cabalgar junto a los carros. No eres de este mundo. Vienes del sur y dicen que en el sur hay un lugar en el que aterrizan las naves espaciales. Los Harsenyi se enteraron en Izvand.

—Es verdad —confesó Stark.

—¡Ah! —exclamó Hargoth—. Lo vi claramente en el Sueño Invernal. Los navíos son como torres brillantes a orillas del mar.

Llegaron a la cima de la loma. Por debajo, un poco protegidos del viento, Stark vio hogueras y tiendas de pieles que eran como bultos cubiertos de nieve.

—Queremos partir —dijo Hargoth—. Por eso no te venderemos a los Heraldos. Nos llevarás a las estrellas.

Inclinó humildemente la cabeza ante Stark. Pero sus ojos no contenían humildad.

15

Stark descendió la mitad de la pendiente, obligando a Hargoth a seguirle. Luego, se detuvo.

—Os llevaría —dijo— si tomásemos la Ciudadela. Nunca antes.

El viento gemía contra la cresta, haciendo volar cristales blancos y helados que llovían sobre Stark y los irnanianos, sobre Hargoth y los ayudantes. Con un movimiento instintivo, los grupos se separaron. Y se quedaron inmóviles.

Hargoth fue el primero en hablar.

—Los navíos están en el sur.

Stark asintió.

—Desgraciadamente, esa puerta está cerrada. En el sur hay guerra. Hay mucha gente que quiere seguir el camino de las estrellas y los Heraldos lo prohíben. Les matan en nombre de los Señores Protectores. El único medio de abrir de nuevo la puerta es tomar la Ciudadela y derrocar a los Señores Protectores y a los Heraldos.

El viento gimió y los cristales blancos siguieron lloviendo.

Hargoth se volvió hacia Gerrith.

—Hija del Sol, ¿es verdad?

—Lo es —respondió la mujer.

—Además —continuó Stark, excitado porque le contradijeran continuamente—, si Skaith fuera un mundo abierto, ciertos tipos de naves podrían aterrizar en cualquier parte del planeta en vez de limitarse a Skeg. Vuestro pueblo no tendría necesidad de ir al sur. Sería más fácil que los navíos vinieran hasta vosotros.

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