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Authors: Mario Vargas Llosa

La fiesta del chivo (4 page)

BOOK: La fiesta del chivo
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Se enjuagaba la cara. Su sangre se volvía vinagre cuando pensaba en sus hijos. Dios mío, no era él quien había fallado. Su raza era sana, un padrillo reproductor de gran alzada. Ahí estaban, para probarlo, los hijos que su leche procreó en otros vientres, el de Lina Lovatón sin ir más lejos, robustos, enérgicos, que merecían mil veces ocupar el lugar de ese par de zánganos, de esas nulidades con nombres de personajes de ópera. ¿Por qué consintió que la Prestante Dama pusiera a sus hijos los nombres de Aída, esa ópera que en mala hora vio en New York? Les trajeron mala suerte; habían hecho de ellos unos payasos de opereta, en vez de hombres de pelo en pecho. Bohemios, haraganes sin carácter ni ambición, buenos sólo para la parranda. Salieron a sus hermanos, no a él. Eran tan inútiles como Negro, Petán, Pipi, Aníbal, esa caterva de pillos, parásitos, zánganos y pobres diablos que eran sus hermanos. Ninguno había sacado ni un millonésimo de su energía, voluntad, visión. ¿Qué pasaría con este país cuando él muriera? Seguro que Ramfis ni siquiera era tan bueno en la cama como decía la fama que los adulones le echaron encima. ¡Se tiró a Kim Novak! ¡Se tiró a Zsa Zsa Gabor! ¡Pasó por las armas a Debra Paget y a medio Hollywood! Vaya mérito. Regalándoles Mercedes Benz, Cadillacs y abrigos de visón hasta el loco Valeriano se tiraba a Miss Universo y a Elizabeth Taylor. Pobre Ramfis. Él sospechaba que ni siquiera le gustaban tanto las mujeres. Le gustaba la apariencia, que dijeran es el mejor montador de este país, mejor todavía que Porfirio Rubirosa, el dominicano famoso en el mundo por el tamaño de su verga y sus proezas de cabrón internacional. ¿También jugaba polo con sus hijos, allá en Bagatelle, el Gran Estuprador? La simpatía que sentía por Porfirio desde que formó parte de su cuerpo de ayudantes militares, sentimiento que se mantuvo a pesar del fracaso del matrimonio con su hija mayor, Flor de Oro, le mejoró el humor. Porfirio tenía ambición y se había tirado grandes hembras, desde la francesa Danielle Darrieux hasta la multimillonaria Bárbara Hutton, sin regalarles un ramo de flores, más bien exprimiéndolas, haciéndose rico a costa de ellas.

Llenó la bañera con sales y burbujas y se hundió en ella con la intensa satisfacción de cada amanecer. Porfirio se dio siempre buena vida. Su matrimonio con Bárbara Hutton duró un mes, lo indispensable para sacarle un millón de dólares al contado y otro en propiedades. ¡Si Ramfis o Radhamés fueran al menos como Porfirio! Ese güevo viviente chorreaba ambición. Y, como todo triunfador, tenía enemigos. Siempre andaban deslizándole chismes, aconsejándolo que sacara a Rubirosa de la carrera diplomática pues sus escándalos mancillaban la imagen del país. Envidiosos. Qué mejor propaganda para la República Dominicana que un güevo así. Desde que estaba casado con Flor de Oro querían que le arrancara la cabeza al mulato fornicador que sedujo a su hija, ganándose su admiración. No lo haría. Él conocía a los traidores, los husmeaba antes de que supieran que iban a traicionar. Por eso estaba todavía vivo y tanto judas se pudría en La Cuarenta, La Victoria, en isla Beata, en las barrigas de los tiburones o engordaba a los gusanos de la tierra dominicana. Pobre Ramfis, pobre Radhamés. Menos mal que Angelita tenía algo de carácter y permanecía junto a él.

Salió de la bañera y se dio un chaparrón en la ducha. El contraste de agua caliente y fría lo animó. Ahora sí estaba con ánimos. Mientras se echaba desodorante y talco prestó atención a Radio Caribe, que expresaba las ideas y consignas del «malvado inteligente, como llamaba a Johnny Abbes cuando estaba de buen humor.

Despotricaba contra «la rata de Miraflores», «la escoria venezolana», y el locutor, poniendo la voz que correspondía para hablar de un maricón, afirmaba que, además de hambrear al pueblo venezolano, el Presidente Rómulo Betancourt había traído la sal a Venezuela, pues ¿no acababa de estrellarse otro avión de la Línea Aeropostal Venezolana con un saldo de sesenta y dos muertos? El mariconazo ese no se saldría con la suya. Consiguió que la OEA le impusiera las sanciones, pero ganaba el que reía último. Ni la rata del Palacio de Miraflores, ni Muñoz Marín, el narcómano de Puerto Rico, ni el pistolero costarricense de Figueres, lo inquietaban. La Iglesia, sí. Perón se lo advirtió, al partir de Ciudad Trujillo, rumbo a España: «Cuídese de los curas, Generalísimo. No fue la rosca oligárquica ni los militares quienes me tumbaron; fueron las sotanas. Pacte o acabe con ellas de una vez». A él no lo iban a tumbar. Jodían, eso sí. Desde ese negro 25 de enero de 1960, hacía un año y cuatro meses exactamente, no habían dejado un solo día de joder. Cartas, memoriales, misas, novenas, sermones. Todo lo que la canalla ensotanada hacía y decía contra él rebotaba en el exterior, y los periódicos, radios y televisiones hablaban de la inminente caída de Trujillo, ahora que «la Iglesia le viró la espalda».

Se puso el calzoncillo, la camiseta y las medias, que Sinforoso había doblado la víspera, junto al ropero, al lado del colgador donde lucía el traje gris, la camisa blanca de cuello y la corbata azul con motas blancas que llevaría esta mañana. ¿A qué dedicaba sus días y sus noches el obispo Reilly en el Santo Domingo? ¿A tirarse monjas? Eran horribles, algunas con pelos en la cara. Él se acordaba, Angelita estudió en ese colegio, el de la gente decente. Sus nietecitas también. Cómo lo habían adulado esas monjas, hasta la Carta Pastoral. Tal vez Johnny Abbes tenía razón y era hora de actuar. Puesto que los manifiestos, los artículos, las protestas de las radios y la televisión, de las instituciones, del Congreso, no los escarmentaban, golpear. ¡El pueblo lo hizo! Desbordó a los guardias puestos allí para proteger a los obispos extranjeros, irrumpió en el Santo Domingo y en el obispado de La Vega, sacó de los pelos al gringo Reilly y al español Panal, y los linchó. Vengó la afrenta a la patria. Se enviarían pésames y excusas al Vaticano, al Santo Padre Juan Pendejo —Balaguer era un maestro escribiéndolas— y se castigaría ejemplarmente a un puñado de culpables, elegidos entre criminales comunes. ¿Escarmentarían los otros cuervos, cuando vieran los cadáveres de los obispos descuartizados por la ira popular? No, no era el momento. Nada de dar un pretexto para que Kennedy diera gusto a Betancourt, Muñoz Marín y Figueres y ordenara un desembarco. Guardar la cabeza fría y proceder con cautela, como un marina.

Pero lo que la razón le dictaba no convencía a sus glándulas. Tuvo que dejar de vestirse, cegado. La rabia ascendía por todos los vericuetos de su cuerpo, río de lava trepando hasta su cerebro, que parecía crepitar. Con los ojos cerrados, contó hasta diez. La rabia era mala para el gobierno y para su corazón, lo acercaba al infarto. La otra noche, en la Casa de Caoba, la rabia lo llevó al borde del síncope. Se fue calmando. Siempre supo controlarla, cuando hizo falta: disimular, mostrarse cordial, afectuoso, con las peores basuras humanas, esas viudas, hijos o hermanos de los traidores, si era necesario. Por eso iba a cumplir treinta y dos años llevando en las espaldas el peso de un país.

Estaba empeñado en la complicada tarea de sujetarse las medias con las ligas, para que no tuvieran arrugas. Ahora, qué agradable era dar curso a la rabia cuando no había en ello riesgo para el Estado, cuando se podía dar su merecido a las ratas, sapos, hienas y serpientes. Las panzas de los tiburones eran testigos de que no se había privado de ese gusto. ¿No estaba, allá en México, el cadáver del pérfido gallego José Almoina? ¿Y el del vasco jesús de Galíndez, otra sierpe que picaba la mano en que comía? ¿Y el de Ramón Marrero Aristy, quien creyó que, por ser escritor famoso, podía dar informes a The New York Times contra el gobierno que le pagaba borracheras, ediciones y putas? ¿Y los de las tres hermanitas Mirabal, que jugaban a comunistas y heroínas, no estaban ahí, testimoniando que cuando él soltaba la rabia no había represa que la atajase? Hasta Valeriano y Barajita, los loquitos de El Conde, podían dar fe al respecto.

Se quedó con el zapato en el aire, recordando a la celebérrima parejita. Toda una institución en ciudad colonial. Moraban bajo los laureles del parque Colón, entre los arcos de la catedral, y, a la hora de más afluencia, aparecían en las puertas de las elegantes zapaterías y joyerías de El Conde, haciendo su número de locos para que la gente les tirara una moneda o algo de comer. Él había visto muchas veces a Valeriano y Barajita, con sus harapos y absurdos adornos. Cuando Valeriano se creía Cristo, arrastraba una cruz; cuando Napoleón, blandía su palo de escoba, rugía órdenes y cargaba contra el enemigo. Un casé de Johnny Abbes informó que el loco Valeriano se había puesto a ridiculizar al jefe, llamándolo Chapita. Le dio curiosidad. Fue a espiar, desde un auto con vidrios oscuros. El viejo, con su pecho lleno de espejitos y tapas de cerveza, se pavoneaba, luciendo sus medallas con aire de payaso, ante un corro de gente asustada, dudando entre reírse o escapar. «Aplaudan a Chapita, pendejos», gritaba Barajita, señalando el pecho rutilante del loco. Él sintió, entonces, la incandescencia corriendo por su cuerpo, cegándole, urgiéndolo a castigar al atrevido. Dio la orden, en el acto. Pero, a la mañana siguiente, pensando que, después de todo, los locos no saben lo que hacen, y que, en vez de castigar a Valeriano, había que echar mano a los graciosos que habían aleccionado a la pareja, ordenó a Johnny Abbes, en un amanecer oscuro como éste: «Los locos son locos. Suéltalos». Al jefe del Servicio de Inteligencia Militar se le agestó la cara: «Tarde, Excelencia. Los echamos a los tiburones ayer mismo. Vivos, como usted mandó».

Se puso de pie, ya calzado. Un estadista no se arrepiente de sus decisiones. Él no se había arrepentido jamás de nada. A ese par de obispos los echaría vivos a los tiburones. Inició la etapa del aseo de cada mañana que hacía con verdadera delectación, recordando una novela que leyó de joven, la única que tenía siempre presente: Quo Vadis? Una historia de romanos y cristianos, de la que nunca olvidó la imagen del refinado y riquísimo Petronio, Arbitro de la elegancia, resucitando cada mañana gracias a los masajes y abluciones, ungüentos, esencias, perfumes y caricias de sus esclavas. Si él tuviera tiempo, hubiera hecho lo que el Arbitro: toda la mañana en manos de masajistas, pedicuristas, manicuristas, peluqueros, bañadores, luego de los ejercicios para despertar los músculos y activar el corazón. Se hacía un masaje corto al mediodía, después del almuerzo, y, con más calma, los domingos, cuando podía distraer dos o tres horas a las absorbentes obligaciones. Pero, no estaban los tiempos para relajarse con las sensualidades del gran Petronio. Debía contentarse con estos diez minutos echándose el perfumado desodorante Yardley que le enviaba de New York Manuel Alfonso —pobre Manuel, cómo seguiría, luego de la operación—, y la suave crema humectante francesa para la tez Bienfait du Matín, y el agua de colonia, también Yardley, con una ligera fragancia a maizales con que se friccionó el pecho. Cuando estuvo peinado y hubo retocado los extremos del bigotillo semimosca que llevaba hacía veinte años, se talqueó la cara con prolijidad, hasta disimular bajo una delicadísima nube blanquecina aquella morenez de sus maternos ascendientes, los negros haitianos, que siempre había despreciado en las pieles ajenas y en la suya propia.

Estuvo vestido, con chaqueta y corbata, a las cinco menos seis minutos. Lo comprobó con satisfacción: nunca se pasaba de la hora. Era una de sus supersticiones; si no entraba a su despacho a las cinco en punto, algo malo ocurriría en el día.

Se acercó a la ventana. Seguía oscuro, como si fuera media noche. Pero divisó menos estrellas que una hora antes. Lucían acobardadas. Estaba por asomar el día y pronto se correrían. Cogió un bastón y fue hacia la puerta. Apenas la abrió, oyó los tacos de los dos ayudantes militares:

—Buenos días, Excelencia.

—Buenos días, Excelencia.

Les contestó con una inclinación de cabeza. De un vistazo, supo que estaban correctamente uniformados. No admitía la dejadez, el desorden, en ningún oficial o raso de las Fuerzas Armadas, pero, entre los ayudantes, el cuerpo encargado de su custodia, un botón caído, una mancha o arruga en el pantalón o guerrera, un quepis mal encajado, eran faltas gravísimas, que se castigaban con varios días de rigor y, a veces, expulsión y retorno a los batallones regulares.

Una ligera brisa mecía los árboles de la Estancia Radhamés, mientras los cruzaba, escuchando el susurro de las hojas, y, en el establo, de nuevo el relincho de un caballo. Johnny Abbes, informe sobre la marcha de la campaña, visita a la Base Aérea de San Isidro, informe de chirinos, almuerzo con el marina, tres o cuatro audiencias, despacho con el secretario de Estado del Interior y Cultos, despacho con Balaguer, despacho con Cucho Alvarez Pina, el presidente del Partido Dominicano, y paseo por el Malecón, después de saludar a Mamá Julia. ¿Iría a dormir a San Cristóbal, a quitarse el mal sabor de la otra noche?

Entró a su despacho, en el Palacio Nacional, cuando su reloj marcaba las cinco. En su mesa de trabajo estaba el desayuno —jugo de frutas, tostadas con mantequilla, café recién colado—, con dos tazas. Y, poniéndose de pie, la silueta blandengue del director del Servicio de Inteligencia, el coronel Johnny Abbes García:

—Buenos días, Excelencia.

III

—No va a venir —exclamó, de pronto, Salvador—. Otra noche perdida, verán.

—Vendrá —repuso al instante Amadito, con impaciencia—. Se ha puesto el uniforme verde oliva. Los ayudantes militares recibieron orden de tenerle listo el Chevrolet azul. ¿Por qué no me creen? Vendrá.

Salvador y Amadito ocupaban la parte posterior del automovil aparcado frente al Malecón y habían tenido el mismo intercambio un par de veces, en la media hora que llevaban allí. Antonio imbert, al volante, y Antonio de la Maza a su lado, el codo en la ventanilla, tampoco hicieron comentario alguno esta vez. Los cuatro miraban ansiosos los ralos vehículos de Ciudad Trujillo que pasaban frente a ellos, perforando la oscuridad con sus faros amarillos, rumbo a San Cristóbal. Ninguno era el Chevrolet azul celeste, modelo 1957, con cortinillas en las ventanas, que esperaban.

Se hallaban a unos centenares de metros de la Feria Ganadera, donde había varios restaurantes —el Pony, el más popular, estaría lleno de gente comiendo carne asada— y un par de bares con música, pero el viento soplaba hacia el oriente y no les llegaba ruido de allí, aunque divisaban las luces, entre troncos y copas de palmeras, a lo lejos. En cambio, el estruendo de las olas rompiendo contra el farallón y el chasquido de la resaca eran tan fuertes que debían alzar mucho la voz para oirse entre ellos. El automóvil, las puertas cerradas y las luces sin encender, estaba listo para partir.

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