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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (49 page)

BOOK: La Historiadora
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—Sí, y tal vez una cuestión de vida o muerte para Rossi —dije—, pero ahora te toca a ti. ¿Cómo encontraste tu libro?

Su rostro se puso serio.

—Tal como has explicado en tu caso, y en los otros dos, más que encontrar mi libro lo recibí, aunque ignoro desde dónde o de quién. Tal vez debería ponerte en antecedentes. — Guardó silencio un momento e intuí que le costaba abordar el tema—. Me licencié en Oxford hace nueve años y después fui a dar clases a la Universidad de Londres. Mi familia vive en Cumbria, en el Distrito de los Lagos, País de Gales, y no son ricos. Se esforzaron, y yo también, en que recibiera la mejor educación. Siempre me sentí un poco marginado, sobre todo en el colegio privado. Mi tío me ayudó a superarlo. Supongo que estudié con más ganas que la mayoría con la intención de destacar. La historia fue mi gran amor desde el principio.

Hugh se secó los labios con la servilleta y meneó la cabeza, como si rememorara locuras juveniles.

—Al final de mi segundo año en la universidad supe que me iba a ir bastante bien, y esto me animó aún más. Entonces estalló la guerra y tuve que dejarlo todo. Estaba a punto de terminar tercero en Oxford. Por cierto, allí fue donde oí hablar por primera vez de Rossi, aunque nunca llegué a conocerle. Ya debía haberse marchado a Estados Unidos cuando yo empecé la universidad.

Se acarició la barbilla con una mano grande y bastante agrietada.

—No habría podido amar más mis estudios, pero también amaba a mi país y me alisté enseguida en la Armada. Me enviaron a Italia, y un año después estaba en casa con heridas en los brazos y las piernas.

Se acarició con cautela su camisa de algodón, justo por encima del puño, como si le sorprendiera sentir la sangre en sus venas.

—Me recuperé con bastante rapidez y quise volver al frente, pero no me aceptaron. La explosión que voló el barco me había afectado un ojo. Regresé a Oxford y traté de hacer caso omiso de los cantos de sirenas, y me licencié justo después de que terminara la guerra.

Las últimas semanas fueron las más felices de mi vida pese a todas las privaciones. Aquella terrible maldición había sido erradicada del mundo, casi había terminado mis estudios postergados y la chica a la que siempre había amado había accedido por fin a casarse conmigo. No tenía dinero y no había muchos alimentos, pero comía sardinas en mi habitación y escribía cartas de amor (supongo que no te importa que te cuente esto).

Estudiaba como un poseso para aprobar los exámenes. Fui presa del más atroz agotamiento, por supuesto.

Levantó la botella de Tokay, que estaba vacía, y la volvió a dejar con un suspiro.

—Casi había terminado mi odisea, Ni fijamos la fecha de la boda para finales de junio. La noche antes de mi último examen me quedé levantado hasta la madrugada repasando mis notas. Sabía que ya había abarcado todo cuanto necesitaba, pero no podía parar. Estaba trabajando en un rincón de la biblioteca de mi colegio, agazapado detrás de algunas estanterías, para no ver a los demás chiflados que también estaban consultando sus notas.

»Hay algunos libros hermosísimos en esas pequeñas bibliotecas, y por un momento llamó mi atención un volumen de sonetos de Dryden , que estaba al alcance de mi mano. Enseguida pensé que sería mejor salir a fumar un cigarrillo y tratar de concentrarme después. Metí el libro en su estante y salí al patio. Era una espléndida noche de primavera, y me quedé pensando en Elspeth y la casa que estaba amueblando para nosotros, y en mi mejor amigo, que habría sido mi padrino de bodas y que había muerto en los yacimientos petrolíferos de Ploiesti con los norteamericanos. Después volví a entrar en la biblioteca. Ante mi sorpresa, Dryden estaba sobre mi mesa, como si nunca lo hubiera guardado, y pensé que tal vez me había despistado con tanto trabajo. Me volví para colocarlo en su estantería, y vi que no había sitio. Su lugar estaba al lado de Dante, de eso estaba seguro, pero ahora había un libro diferente, con un lomo de aspecto muy antiguo y un pequeño ser grabado en él. Lo saqué y cayó abierto en mis manos para...

Bien, ya sabes lo que sigue.

Su rostro cordial estaba pálido ahora. Buscó primero en su camisa y después en los bolsillos de los pantalones hasta que encontró un paquete de cigarrillos.

—¿Tú no fumas? —Encendió un pitillo y dio una profunda calada—. Me sorprendió el aspecto del libro, su aparente antigüedad, el aspecto amenazador del dragón, todo lo que también te fascinó a ti del tuyo. No había bibliotecarios a las tres de la mañana, así que bajé al fichero y busqué un poco, pero sólo averigüé el nombre y el linaje de Vlad Tepes. Como no tenía sello de la biblioteca, me lo llevé a casa.

»Dormí mal y no pude concentrarme en mi examen de la mañana siguiente. Sólo podía pensar en ir a otras bibliotecas, y tal vez a Londres, para ver qué podía averiguar. Pero no tenía tiempo, y cuando me desplacé para la boda, cogí el libro y le echaba un vistazo de vez en cuando. Elspeth me sorprendió mirándolo, y cuando le expliqué lo sucedido, no le gustó, no le gustó nada. Faltaban cinco días para nuestra boda, pero no podía dejar de pensar en el libro, ni de hablar de él, hasta que Elspeth me prohibió hacerlo.

»Entonces, una mañana, faltaban dos días para la boda, tuve una repentina inspiración. Hay una mansión no lejos del pueblo de mis padres, una mole jacobina frecuentada por turistas en viajes organizados en autocar. Siempre me había parecido un aburrimiento en nuestros viajes escolares, pero recordé que el noble que la había construido había sido coleccionista de libros y tenía cosas de todo el mundo. Como no podía ir a Londres hasta después de la boda, pensé en dejarme caer por la biblioteca de esa casa, que era famosa, y husmear un poco, pues tal vez encontraría algo sobre Transilvania. Les dije a mis padres que iba a dar un paseo, y supuse que pensarían que iba a ver a Elspeth.

»Era una mañana lluviosa, neblinosa y también fría. El ama de llaves dijo que aquel día la mansión no estaba abierta a las visitas guiadas, pero me dejó echar un vistazo a la biblioteca. Había oído hablar de la boda en el pueblo, conocía a mi madre y me preparó una taza de té. Cuando me quité la gabardina y descubrí veinte estantes de libros de aquel antiguo viajero jacobino, que había llegado más al este que nadie, me olvidé de todo lo demás.

»Examiné todas aquellas maravillas, y otras que había recogido en Inglaterra, tal vez después de su viaje, hasta que me topé con una historia de Hungría y Transilvania, y en ella descubrí una mención a Vlad Tepes, y después otra, y por fin, para mi alegría y estupefacción, una descripción del entierro de Vlad en el lago Snagov, ante el altar de una iglesia que él había fundado. Esta narración era una leyenda anotada por un aventurero inglés que pasaba por la región. Se autodenominaba simplemente El Viajero en la página del título y era contemporáneo del coleccionista jacobino. Esto debió ocurrir unos ciento treinta años después de la muerte de Vlad.

»El Viajero había visitado el monasterio de Snagov en 1605. Había hablado con los monjes y le habían revelado que, según la leyenda, un gran libro, un tesoro de su monasterio, había sido colocado sobre el altar durante el funeral de Vlad y los monjes presentes en la ceremonia habían firmado en él, y los que no sabían escribir habían dibujado un dragón en honor de la Orden del Dragón. No se hablaba, por desgracia, de la suerte posterior del libro, pero me pareció muy notable. Después, El Viajero decía que pidió ver la tumba, y los monjes le enseñaron una lápida que había en el suelo, delante del altar. Tenía pintado un retrato de Vlad Drakulya, con palabras latinas, quizá pintadas también, porque El Viajero no hablaba de grabados y le sorprendió la ausencia de la cruz acostumbrada en la lápida. El epitafio, que copié con mucho cuidado (no sé si por instinto), estaba en latín.

Hugh bajó la voz, miró hacia atrás y apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesa.

—Después de anotarla y corregirla un poco, leí mi traducción en voz alta: «Lector, desentiérrale con una...». Ya sabes cómo sigue. Fuera, la lluvia seguía cayendo con fuerza, una ventana de la biblioteca que no estaba bien sujeta se abrió y cerró con estrépito, de modo que sentí una corriente de aire frío cerca. Debía de estar nervioso, porque derribé la taza y una gota de té cayó sobre el libro. Mientras lo secaba, torturado por mi torpeza, me fijé en la hora. Ya era la una y debía volver a casa a comer. No parecía que hubiera nada más importante en la biblioteca, de modo que guardé los libros, di las gracias al ama de llaves y regresé por los senderos, entre todas las rosas de junio.

»Cuando volví a casa de mis padres, esperando verlos a la mesa, tal vez reunidos con Elspeth, encontré la casa alborotada. Varios amigos y vecinos habían acudido y mi madre estaba llorando. Mi padre parecía muy disgustado. —Hugh encendió otro cigarrillo y la cerilla tembló en la creciente oscuridad—. Apoyó la mano sobre mi hombro y dijo que se había producido un accidente de automóvil en la carretera principal, cuando Elspeth iba conduciendo un coche prestado, regresando de comprar en una ciudad cercana. Estaba lloviendo mucho, y creían que había visto algo y dado un volantazo. No estaba muerta, gracias a Dios, pero sí herida de gravedad. Sus padres habían ido de inmediato al hospital, y los míos me estaban esperando en casa para contármelo.

»Me dejaron un coche y conduje hasta el hospital a tal velocidad que a punto estuve yo mismo de sufrir un accidente. No querrás oírlo, estoy seguro, pero... Estaba acostada con la cabeza vendada y los ojos abiertos de par en par. Ése era su aspecto. Ahora vive en una especie de residencia, donde la tratan muy bien, pero no habla ni entiende gran cosa.

Tampoco come. Lo más horrible de la historia es que... —Su voz sonó temblorosa—. Lo más horrible es que yo siempre he supuesto que fue un accidente, pero ahora que he escuchado las historias de Hedges, el amigo de Rossi, y de tu gato, ya no sé qué pensar.

Dio una profunda calada al cigarrillo.

Yo exhalé un suspiro.

—Lo siento muchísimo. Ojalá supiera qué decir. Debió de ser terrible para ti. —Gracias. —Tuve la impresión de que intentaba recuperar su talante habitual—. Ya han pasado algunos años, y el tiempo ayuda. Es sólo que...

No supe entonces, aunque ahora sí, lo que no verbalizó: las palabras inútiles, la indecible letanía de la pérdida. Mientras seguíamos sentados, con el pasado suspendido sobre nuestras cabezas, un camarero apareció con una vela dentro de un farol de latón y la dejó sobre la mesa. El café se estaba llenando de clientes y oí grandes risotadas en el interior.

—Me sorprende lo que acabas de contar sobre Snagov —dije al cabo de un rato—. Nunca había oído nada de eso acerca de la tumba... Me refiero a la inscripción, la cara pintada y la ausencia de cruz. Creo que la relación de la inscripción con las palabras que Rossi encontró en los planos del archivo de Estambul es importantísima, es la prueba de que Snagov fue el emplazamiento original de la tumba de Drácula. —Me masajeé las sienes con los dedos—.

Pero, entonces, ¿por qué el mapa del dragón de los libros y del archivo no se corresponde con la topografía de Snagov, el lago, la isla?

—Ojalá lo supiera.

—¿Deseaste continuar tu investigación sobre Drácula después de lo que le ocurrió a Elspeth?

—Durante varios años no. —Hugh apagó el cigarrillo—. No tenía ánimos para eso. No obstante, hará unos dos años, me descubrí pensando en él de nuevo, y cuando empecé a trabajar en mi libro actual, mi libro húngaro, me interesé de nuevo en él.

Ya había oscurecido mucho, y el Danubio brillaba por obra de las luces del puente y los edificios de Pest, que se reflejaban en el agua. Un camarero vino a ofrecernos un eszpreszó, y lo aceptamos agradecidos. Hugh tomó un sorbo y bajó su taza.

—¿Te gustaría ver el libro? —preguntó.

—¿El libro en el que estás trabajando?

Me quedé desconcertado un momento.

—No, mi libro del dragón.

Le miré fijamente.

—¿Lo tienes aquí?

—Siempre lo llevo encima —replicó—. Bien, casi siempre. De hecho, lo dejé en el hotel durante las conferencias de hoy, porque pensé que estaría más seguro allí. Cuando pienso que habrían podido robarlo... —Calló—. No dejaste el tuyo en la habitación, ¿verdad?

—No. —No tuve otro remedio que sonreír—. Yo también lo llevo siempre encima.

Empujó nuestras tazas a un lado con cuidado y abrió su maletín. Extrajo una caja de madera pulida, y de ella un paquete envuelto en tela, que dejó sobre la mesa. Dentro había un libro más pequeño que el mío, pero encuadernado en la misma vitela gastada. Las páginas se veían más amarillentas y frágiles que las de mi ejemplar, pero el dragón del centro era el mismo; llenaba las páginas hasta los bordes y nos miraba con ojos centelleantes. En silencio, abrí mi maletín y saqué el libro, dejando su imagen central al lado de la de Hugh.

Eran idénticas, pensé cuando me incliné sobre ellas.

—Mira esta mancha. Es igual. Fueron impresas con la misma plancha —me dijo Hugh en voz baja.

Me di cuenta de que tenía razón.

—Esto me recuerda otra cosa que había olvidado decirte. La señorita Rossi y yo fuimos a la biblioteca de la universidad esta tarde antes de volver al hotel, porque ella quería mirar algo que vio allí hace un tiempo. —Describí el volumen de canciones populares rumanas y le hablé de la siniestra balada sobre los monjes que entraban en una gran ciudad—. Ella cree que puede estar relacionada con la historia del manuscrito de Estambul del que te he hablado. La letra de la canción era muy poco precisa, pero había una xilografía interesante en lo alto de la página, una especie de bosque con una diminuta iglesia y un dragón entre los árboles, y una palabra.

—¿Drakulya? —sugirió Hugh, como había hecho yo en la biblioteca.

—No. Ivireanu.

Consulté mis notas y le enseñé la palabra.

Abrió los ojos sorprendido.

—Eso sí que es notable —exclamó.

—¿El qué? Dime.

—Bien, ayer vi ese mismo nombre en la biblioteca.

—¿En la misma biblioteca? ¿Dónde? ¿En el mismo libro? Estaba demasiado impaciente para esperar con educación la respuesta.

—Sí, en la biblioteca universitaria, pero no en el mismo libro. He estado buscando material para mi proyecto durante toda la semana, y como nuestro amigo está acechando siempre en el fondo de mi mente, sigo encontrando de vez en cuando referencias sobre su mundo.

Drácula y Hunyadi eran feroces enemigos, y después lo fueron Drácula y Matías Corvino, de modo que te topas con nuestro personaje cada dos por tres. Te dije durante la comida que había encontrado un manuscrito encargado por Corvino, el documento que habla del fantasma en el ánfora.

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