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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La justicia del Coyote / La victoria del Coyote (14 page)

BOOK: La justicia del Coyote / La victoria del Coyote
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—Yo no le he pedido su ayuda, señor
Coyote
—dijo con voz temblorosa por la ira—. Yo no le he pedido que viniera a hacer de fantasma en esta casa. Puede volverse por donde ha entrado. ¡No le necesito!

El Coyote
sonrió tristemente. La luz de las velas que alumbraban el cuartito de Jorge Azcón se reflejó en su rostro.

—Ya sé que no has pedido mi ayuda —replicó—. Tu orgullo no te lo permite. En eso eres todavía un caballero; pero, en cambio, ese orgullo no te impide hacer amistad con quien no debieras y jugarte lo que no es tuyo. Tu padre se ha visto obligado a traspasarte sus poderes, porque sus ojos ya no pueden distinguir el día de la noche. Para él sólo hay noche. Y tú, valiéndote de esa desgracia, has derrochado su fortuna.

—Era una fortuna sin importancia. Unos miles de pesos…

—Cien mil —replicó
El Coyote
—. Los mismos que yo te vengo a ofrecer.

—¿Quién le ha dicho que los necesito?

—¡Lo sospecha todo Los Ángeles! Nadie ha tenido que decírmelo.

—En esta ocasión, señor
Coyote
, se ha pasado usted de listo. No me hace falta dinero.

—Sé que mañana podrían echaros, a ti y a tus padres, de esta casa. ¿Te gustará ver a tu padre, ciego, abatido por los años y los sufrimientos, derrumbarse bajo un último y más violento pesar?

—Ya le he dicho que no quiero su ayuda —insistió Jorge.

—¿Acaso piensas ir a pedirle auxilio a tu novia? ¿O es que ya te ha dado su dinero y te lo has gastado como te gastaste…?

—¡Cállese! No le permito que siga hablando así. Le juro que si tuviese un arma en mis manos le obligaría a pedir perdón. Es muy fácil hablar alto cuando se llevan dos revólveres encima y cuando el otro va desarmado.

—No he venido a poner en tela de juicio mi valor o mi cobardía, Jorge. He venido a ayudarte. Creí que lo agradecerías.

—Pues se equivocó. Además, yo no soy un admirador de usted, don
Coyote
.

—En un tiempo lo fuiste, Jorge. Te oí decir que yo era un gran hombre. ¿O es que ya lo has olvidado?

—¿Dónde oyó usted eso?

—En una ocasión en que asistíamos juntos a una misma fiesta. ¿Ya has pensado en que Alicia se verá obligada a separarse de ti? Cuando sea pública tu ruina, ella no podrá continuar de ninguna manera a tu lado.

—Mi ruina no se hará pública —replicó Jorge, mientras pensaba que era un loco al rechazar la ayuda que podría ponerle a salvo de los que al día siguiente le exigirían dinero o entrega de haciendas y casas; pero
El Coyote
le había humillado excesivamente para que su orgullo le permitiera rebajarse. Por lo menos ante él, quedaría como un hombre. Pero ¿de veras quedaría cómo un hombre? No estaba muy seguro de la respuesta.

—¿Rechazas mi ayuda? —Preguntó
El Coyote
—. ¿Estás decidido? No volveré a ofrecértela.

—Ni yo se la pediré.

—Supongo que no te das cuenta de que estás perdido. No podrás hacer frente a tus deudas. Deshonrarás tu apellido, que es uno de los más ilustres.

—Eso es cuenta mía. No creo que esa máscara encubra el rostro de ningún Azcón. ¿O acaso sí?

—No. Si yo tuviese el honor de ser un Azcón, te obligaría a que te portaras honradamente. No lo soy y no puedo hacerlo. Creí que te habían hundido más por ingenuidad que por otra cosa. Allá tú con tu suerte. Adiós, Jorge. Algún día te arrepentirás de lo que hoy haces.

Sin apartar la vista de Azcón,
El Coyote
fue retrocediendo hacia la puerta del cuarto y salió por ella. Jorge no hizo intención de seguirle, ni mucho menos de dar la voz de alarma y anunciar que acababa de recibir una visita del
Coyote
. Hubiese tenido que dar muchas más explicaciones y en aquellos momentos el dar explicaciones era lo que no deseaba.

Aquella noche, el joven casi no pudo dormir. Tenía la seguridad de que era la última noche que pasaba en aquella habitación y al pensar en el inmediato mañana no podía dejar de sentir una profunda amargura y un gran desprecio hacia sí mismo.

Los Azcón no fueron nunca grandes terratenientes. Sus propiedades eran de las mejores, pero escasas. Daban para bien vivir, y hasta que su administración pasó a manos de Jorge, debido a la ceguera de su padre, en el hogar de los Azcón había reinado siempre la abundancia.

Pero Jorge había creído descubrir el mundo al llegar a la conclusión de que, en una noche afortunada, con los naipes era posible ganar más que en un año de trabajo monótono.

En unos meses derrochó el capital que se conservaba en el Banco; luego empezó a hipotecar sus fincas. Al fin había llegado el momento en que, siendo imposible obtener dinero para pagar los intereses de los préstamos, sus acreedores acudirían a hacerse cargo de las propiedades.

Jorge Azcón se dijo más de una vez que había sido un loco al no aceptar la oferta del
Coyote
. Siempre hubiese sido mejor su auxilio que el de aquel misterioso Jedd Truman, que el día antes le ofreció resolver todos su problemas económicos a base de obtener su complicidad en algo que no resultaba muy claro.

*****

Jedd Truman habíase sentado delante de Jorge. Eran las ocho de la mañana, pero el forastero parecía llevar varias horas despierto. Jorge Azcón le miró nerviosamente. En su rostro se acusaban las huellas del insomnio y de la inquietud que llenaba su alma.

Su visitante le observó, sonriente, preguntando al fin:

—¿Ha tomado ya una decisión?

—No… todavía no.

—¿Cree que le sobra tiempo?

—Ya sé que no; pero… si supiese con exactitud lo que usted desea.

—No puedo exponerle mis deseos antes de conocer su decisión —replicó Truman—. Si quiere que se proceda al desahucio, yo no tengo nada que hacer aquí. Si, por el contrario, quiere usted luchar, entonces puedo ayudarle.

Jorge se había dado ya por vencido y, lentamente, contestó:

—Quiero luchar, señor Truman.

Jedd sonrió. Era un hombre recio, producto típico de las regiones donde sólo sobreviven los más fuertes, moral y físicamente. Vestía con sencillez y su rostro era enérgico, aunque sus ojillos tenían una expresión de astucia impropia de un hombre como él.

—Ya suponía que aceptaría, señor Azcón —dijo—. Ayer pagué todas sus deudas y aquí están los recibos. —Mostró un sobre alargado, dentro del cual parecía haber un gran número de documentos—. Desde luego, no se embarca usted en una expedición de placer. Junto a nosotros podrá ganar mucho dinero y disfrutar de la vida; aunque tendrá que exponerse a muchas cosas que tal vez, de momento, le molesten, pero a las cuales se irá acostumbrando.

—¿Se trata de algo ilegal? —preguntó Azcón.

—En la vida, señor mío, el dinero nunca ha sido fácil —replicó Truman—. Para conseguirlo ha sido preciso trabajar mucho. Usted puede obtener buenos beneficios y trabajará poco. ¿Le interesa?

—¿Y si rechazara la oferta? ¿Qué ocurriría?

—Entre otras cosas, sucedería que mañana, o esta tarde, serían desposeídos ustedes de cuanto poseen.

—¿Y si yo prometiese pagarle…?

—Un momento, señor Azcón. No siga por ese camino. Si yo creyera que usted iba a pagarme algún día sus deudas, demostraría ser un ingenuo. No lo soy, ni mucho menos.

—Pero ¿qué necesitan de mí?… ¿Qué puedo hacer yo que no pueda hacer otro? ¿Qué cosa poseo que me distingue de los demás?

—Posee usted un apellido ilustre. Sólo eso. Yo soy norteamericano; he nacido en la tierra de la libertad, donde no existen diferencias de clase, donde todos los hombres somos iguales; pero he podido ver, hace ya tiempo, que si es fácil formar un ciudadano ilustre, en cambio es imposible hacer un apellido ilustre. Para alcanzar el título que usted tiene, o sea su apellido, valorado por varias generaciones de caballeros, es preciso aguardar cien años o más. Un Smith o un Jones están al alcance de cualquiera, pero un Azcón, cuya estirpe se remonta a mucho antes del descubrimiento de América, es muy difícil de hallar. Por eso le he buscado. Necesito los servicios de usted o los de su apellido.

—¿Para qué?

—Para que trabajen para mí. Se trata… —La conversación duró casi tres horas. Cuando Jedd Truman salió de casa de Jorge Azcón, éste quedó en su cuarto, contemplando un fajo de billetes de Banco, mientras en sus oídos sonaba aún la promesa de que todos los documentos comprometedores le serían entregados tan pronto como su jefe quedara convencido de que no cabía esperar ninguna traición suya.

Una vez más, el pensamiento de Jorge volvió hacia
El Coyote
. Su orgullo debiera, también, haberle impulsado a rechazar las exigencias de Jedd Truman.

Capítulo I: Las finanzas de Jorge Azcón

Henry Wells y William Fargo habían contribuido como nadie a la conquista del Oeste. En San Francisco, entre las calles de California y Sacramento, junto a los muelles, tenían sus oficinas centrales. Éstas se componían, en primer lugar, de las oficinas bancarías, instaladas en un edificio de planta baja y un piso; junto al Banco estaba la oficina de ensayos —donde se contrastaba la pureza del oro— que en los tiempos de mayor auge de las explotaciones mineras llegaba a comprobar la pureza de un millón diario. A continuación se encontraba una posada y restaurante; los establos donde se guardaban los caballos de los correos y de las diligencias; una taberna; un hotel de dos pisos, cuyo picudo tejado se disimulaba con una falsa fachada, y, por último, un almacén donde se vendía y se compraba de todo.

Más de seiscientas diligencias del tipo «Concordia» se encargaban del tráfico entre San Francisco y las poblaciones mineras, a las cuales los agentes de Wells y Fargo iban a buscar el oro que desde San Francisco se distribuía por todo el mundo.

Semejante empresa de transportes y negocios bancarios no podía existir sin una formidable organización, en la que intervenían un número considerable de empleados.

Cuando Jorge Azcón se detuvo frente a las oficinas de Wells y Fargo, una diligencia acababa de llegar y se encontraba detenida frente al hotel. La curiosidad de los allí reunidos estaba dirigida hacia aquel punto, y casi nadie advirtió la entrada del joven en el edificio.

—¿El señor Hobart? —preguntó al empleado que acudió a su encuentro.

Unos momentos más tarde, Jorge era introducido en una de las oficinas del primer piso y se encontraba frente a un hombre vestido con gran elegancia, quien, después de examinarle, preguntó:

—¿Es usted el señor Azcón?

—Sí.

—El señor Truman me ha hablado de usted. Me dijo que deseaba invertir cien mil dólares en acciones de la empresa.

—Sí, señor. Traigo el cheque. Es de su Banco.

—Perfectamente. Le tengo ya preparadas las acciones. Pero me dijo el señor Truman que usted había insistido en que se extendieran a nombre de su padre. ¿Puedo preguntarle el motivo?

—Desde luego. Nosotros teníamos unas fincas que fueron vendidas por mí para reunir el dinero necesario para la compra de estas acciones. Al mismo tiempo que adquiero estas acciones, desearía obtener un empleo en alguna de las agencias de la Wells y Fargo. Así yo tendría un sueldo suficiente para mis necesidades y mis padres disfrutarían de una renta que bastase para asegurarles la vejez.

—Comprendo. Usted quiere dedicarse al comercio, variar su vida, convertirse en un financiero. ¿No es así?

Jorge, convencido de que la sangre se agolpaba en sus mejillas, contesto con un movimiento de cabeza.

Hobart sonrió levemente, replicando:

—Me alegro de poder ayudarle, señor Azcón, y, al propio tiempo me alegro de poder hacer un favor al señor Truman —que tanto interés demuestra por usted. El hecho de ser accionista de la compañía permite que le concedamos el puesto solicitado, a pesar de que son muchos los aspirantes. Wells y Fargo siempre ha preferido tener como empleados a sus accionistas, pues nadie mejor que ellos pueden velar por los intereses de la casa. Existe ahora un puesto vacante en Cordillera, una de las agencias de más importancia, pues se encuentra en pleno distrito minero, desde donde se remite más de un millón mensual en oro. Aún tengo atribuciones para concederle este puesto, pero de haber tardado unos días más no hubiese podido complacerle, porque se me traslada a Salt Lake City, para ocupar un puesto de mayor responsabilidad. Tengo extendido también su nombramiento. Si me permite, iré añora a hablar con mi superior.

Hobart salió del despacho y pasó a otro.

—Hola Hobart —saludó el ocupante de aquella oficina—. ¿Ocurre algo?

—Ha llegado el señor Azcón, de Los Ángeles. Viene por el nombramiento de Cordillera.

—¡Ah, sí! Me he informado acerca de él. Parece ser que pertenece a una importante familia que vive en Los Ángeles casi desde todo el tiempo de la colonización. Han ocupado importantes cargos públicos durante la época española, mejicana y también bajo el gobierno americano. Creo que ha hecho bien en aceptar su aportación y en ofrecerle el cargo. Necesitamos en Cordillera a un hombre honrado, aunque no conozca bien el trabajo que ha de realizar. Cordillera nos ha producido grandes pérdidas.

—Más de un millón de dólares, señor —replicó Hobart.

—Y lo peor es que al tener que negarnos a pagar las entregas de oro en Cordillera, como habíamos hecho hasta ahora, desprestigiamos el nombre de Wells y Fargo.

—No podemos seguir exponiéndonos a perder tanto dinero —dijo Hobart.

—Ya sé que obró usted cuerdamente al advertir que el oro se pagaría contra recepción en San Francisco; pero me gustaría mucho más que pudiera volverse al sistema de antes, o sea al de abonarlo contra entrega en nuestra agencia. Alguien ha estado informando exactamente a los bandidos, y aunque no se ha probado nada contra Joyce, opino que fue un acierto retirarle de Cordillera. Si era culpable, ha quedado anulado, y si no lo era, se alegrará de estar en un sitio menos comprometido. Cuando haya terminado con ese joven, hágalo pasar a mi despacho. Quiero conocerle.

Regresó Hobart a su oficina y le anunció a Jorge:

—Todo está arreglado. Mi jefe da su visto bueno. Mañana podrá usted partir hacia Cordillera para hacerse cargo de su puesto. Aquí tiene las acciones a nombre de su padre y dos mil dólares para sus gastos de traslado e instalación. Le aconsejo que deposite estos valores en nuestro Banco y mensualmente remitiremos a su padre quinientos dólares a cuenta de sus rentas.

Jorge Azcón preguntábase si aquel hombre era cómplice de Truman o bien, si, inconscientemente, hacía el juego al misterioso sujeto que le había salvado de la ruina, aunque exponiéndole a algo mucho peor.

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