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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (27 page)

BOOK: La librería de las nuevas oportunidades
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—Déjalo estar, ¿quieres? —le digo a Monet, que ronronea y estira las patas delanteras al tiempo que levanta el trasero. Mary me mira con ojos achinados y salta al escritorio, desde el que puede posar con toda solemnidad sin perder de vista cuanto pasa a su alrededor. Ninguna librería que se precie está completa sin unos cuantos gatos, los más literarios de todos los animales.

Me pongo un suave jersey de algodón, un par de vaqueros nuevos y unas zapatillas también nuevas, y me cepillo ante el espejo del cuarto de baño. Tengo el pelo lacio y brillante, sedoso.

—Este espejo me pertenecía —dice Emily Dickinson.

—Así que la tía Ruma estaba en lo cierto. —Sonrío al adusto reflejo de Emily. Últimamente los espíritus me visitan cuando los necesito, pero no se inmiscuyen en mis asuntos—. Espero que tu vida en el más allá resulte menos solitaria.

—A veces entablo conversaciones de lo más animadas con Edgar o con Charles —repone—. Jane y Beatrix vienen a visitarme a menudo.

—¿Y Connor?

—Se ha ido. Connor ya no necesita estar aquí.

—Claro. —Si siguiera aquí, lo notaría.

Me voy abajo para abrir la tienda. Monet y Mary me siguen sin hacer ruido. Tony se presenta ataviado en pálidos tonos de azul y verde, una paleta de colores que le sienta divinamente. Coge a Mary y la acuna, a lo que la gata reacciona abandonándose por completo entre sus brazos.

—¡Tengo una noticia tan, pero tan buena que apenas puedo contenerme! —anuncia.

—¡Desembucha!

—He vuelto a enamorarme.

Su rostro es la viva imagen de la felicidad.

—Te lo mereces. ¿Quién es él?

—Lo conocí en mi grupo de escritura, en Seattle. Tengo que presentártelo.

—Me encantaría. Tráetelo de visita algún día.

—Ha estado ayudándome con el manuscrito, y he encontrado agente para mi novela romántica.

Deja en el suelo a Mary, que se va correteando alegremente.

—¡Eso hay que celebrarlo!

Le cojo las manos y bailamos en círculos. Oigo las risas de los espíritus.

Me ayudan cuando una madre entra en la librería buscando un libro sobre cómo tratar a una alocada hija adolescente, cuando un aficionado a la numismática pretende adquirir el nuevo catálogo de monedas un año antes de la fecha de publicación. Bram Stoker me susurra al oído cuando una mujer viene buscando la última novela de vampiros para su hija.

A la hora del cuento, me gusta elegir al Dr. Seuss. Su espíritu sonríe mientras leo los versos en alto con gran despliegue gestual. Nada me produce más satisfacción que ver las caritas embelesadas de los niños. Pero me siento dividida por dentro, como si una parte de mí estuviera siempre a la espera de... ¿de qué?

Un miércoles por la tarde, mamá se presenta en el club de lectura. Se incorporó unas semanas atrás y su presencia supone un contrapunto animado y alegre a las de Virginia Langemack y Lucia Peleran.

—Sanchita ha llamado, pero no ha vuelto —anuncia con aire abatido. Se encoge de hombros, al tiempo que se quita el abrigo y lo cuelga en el armario. Luego, saca del bolso el libro que nos ocupa: Lo que el viento se llevó.

—Lamento oírlo —digo.

—Mohan ha pedido el divorcio. Ya está saliendo con otra, ¿te lo puedes creer?

En el fondo, no me sorprende.

—Sigue trayendo a Vishnu a la hora del cuento, eso es lo que importa.

Mamá ya se encamina al salón de té.

—¿Y tú, estás saliendo con alguien? ¿Has tenido alguna cita?

—De momento, no.

—El sábado por la noche habrá un chico muy agradable en casa de los Maulik...

—Mamá, déjalo. —Mi tono es amable pero firme.

Mi madre menea ligeramente la cabeza, pero no insiste.

Virginia Langemack llega y se enzarza en un encendido debate con mi madre sobre la clase de flores que quedarían mejor en el pasillo que da a la calle.

Lucia Peleran entra como si caminara sobre una nube. Hay algo distinto en ella, irradia una luz nueva, especial.

—Hoy es mi último día en el club de lectura —anuncia—. Tengo que daros una noticia.

—Menudo día llevamos —comento.

Mamá y Virginia miran a Lucia con los ojos como platos.

Lucia dibuja en el aire el letrero de una tienda.

—La Pastelera Prodigiosa. Tenéis que venir a probar mis magdalenas mágicas y mis pasteles encantados. ¡Voy a abrir mi propia pastelería!

La noticia arranca aplausos.

—Me alegro por usted —la felicito.

—No podía haberlo hecho sin Julia Child. Su libro es increíble. Gracias.

—Ha sido un placer —le aseguro.

La sonora risa de Julia resuena por la casa.

Al día siguiente por la tarde recibo la primera carta de la tía Ruma, escrita en un perfumado papel de color rosa:

Queridísima Jasmine:

Subhas y yo nos hemos instalado en una encantadora casita en Santiniketan (adjunto algunas fotos). Todas las mañanas vamos caminando hasta la universidad a través de la reserva natural. Hemos ido en tren a Calcuta —perdón, ahora el nombre oficial es Kolkata— a comprar en los bazares. Han venido tantos parientes a visitarnos y felicitarnos que hasta ahora no había tenido un momento para sentarme a escribirte.

Echo de menos la librería, a Tony y a tus padres, y sobre todo a ti. Pero soy feliz, y doy gracias a Ganesh por ello. Si Dickens no hubiese vuelto a la vida en carne mortal por un día, y si no le hubiese puesto la zancadilla a Subhas, este nunca se habría caído delante del quiosco. Aquel día, el Times publicaba un artículo sobre mi librería.

Olvidé mencionarte ese detalle. Subhas estaba de visita en Seattle, y cuando vio el artículo en la portada del diario, supo que yo estaba a unas pocas millas de distancia, en la isla de Shelter.

Gracias, Charles Dickens.

Besos,

TÍA RUMA

Así que Connor no fue el primer espíritu que salió a la luz del día, y quizá no sea el último.

A los pocos días de recibir la carta de la tía Ruma me llega otra misiva, esta vez del profesor Avery. Está trabajando como voluntario en un orfanato en las afueras de Madrás. Se enamoró de la directora y se casó con ella. Tienen previsto adoptar a niñas huérfanas y crear una red de orfanatos. Aún conserva Magia en los mangales, el libro que lo llevó hasta India y cambió su vida.

Se la jugó al todo o nada. Yo también lo he hecho. Me aferro al dulce recuerdo de Connor y atesoro el regalo que me hizo, la capacidad de bajar la guardia y dejar que se desmoronen las murallas que había levantado en torno a mi corazón.

45

En el ecuador de una cálida tarde primaveral, estoy en la iglesia de la isla, un magnífico edificio histórico repleto de coloridas vidrieras. El altar reluce gracias a una selección de flores autóctonas en su máximo esplendor.

La madre de Dilip ha llegado ataviada con un carísimo sari de seda malva, cargada de joyas. Su padre ha elegido un esmoquin para la ocasión. Ambos conversan animadamente, rodeados por un grupo de familiares.

Ha venido casi todo el mundo, tanto la familia como los amigos: la tía Ruma y el tío Subhas, mamá y papá, los Maulik, Tony, Virginia, Olivia y Lucia, que emana un dulce olor a galletas con pedacitos de chocolate. La ausencia de Sanchita se hace más evidente que nunca. Finalmente envió una postal desde Madrás. Ha aceptado trabajar temporalmente como pediatra en un orfanato que dirigen Harold Avery y su nueva esposa. Por lo menos ha dado señales de vida. Quizá recapacite y vuelva con su familia pronto.

De momento, sus hijos y sus padres deben seguir adelante sin ella. Han venido todos. El tío Benoy está hablando con Dilip. No me extraña que Gita se enamorara de él. Es fuerte, condenadamente apuesto, y tiene una sonrisa contagiosa, seductora. Se mueve con elegancia entre la multitud, saludando a los invitados, haciendo que se sientan como en casa. Luce el atuendo tradicional de las grandes ocasiones, un churidar kurta de color crema con bordados dorados. Es el novio perfecto.

—¡Jasmine, qué guapa estás con ese sari! —Toma mis manos entre las suyas y me mira de arriba abajo, sonriente.

—El turquesa es mi color preferido, la verdad. —Me ha costado horrores envolverme la cintura con la tela resbaladiza. Hacía siglos que no me ponía un sari. En lo que respecta a las joyas, llevo las mínimas imprescindibles—. Hace un día precioso para una recepción al aire libre.

Dilip baja la voz.

—¿Dónde está Gita? Ya tendría que estar aquí.

—Está acabando de vestirse. —Señalo con la cabeza hacia dentro—. Mamá está con ella.

Dilip señala a un hombre regordete vestido de blanco, apostado junto al altar.

—El cura ha llegado. Hay que sentar a todo el mundo y dar inicio a la ceremonia. ¿Por qué tarda tanto?

—Dale unos segundos. Vendrá.

Los invitados ocupan sus asientos entre murmullos, señalando los delicados arreglos florales.

Mamá llega corriendo enfundada en un precioso sari plateado, perfecta si no fuera por las lágrimas que empañan su rostro.

Dilip empalidece por momentos.

—¿Qué pasa? ¿Dónde está Gita?

Mamá se lleva las manos a las mejillas.

—Ay, Señor... Creo que se echa atrás...

Suelto una carcajada.

—¿Que se echa atrás, Gita? Debe de ser una broma. Se habría fugado con Dilip cuando eran novios si hubiese podido.

Mamá me fulmina con la mirada.

—No quiere salir. Dice que se vuelve a casa.

Dilip nos mira con labios temblorosos.

—Iré a hablar con ella.

Mamá alza una mano para detenerlo.

—No quiere verte.

—¿Pero por qué no? Esta mañana estaba perfectamente.

La gente nos está mirando. Se han dado cuenta de que pasa algo.

—Ahora mismo no está nada bien.

—¿Qué he hecho yo? No he hecho nada malo —sostiene Dilip—. ¿Qué mosca le ha picado?

Mi tía se acerca a nosotros ataviada con un sari dorado y un jersey verde fluorescente.

—¿Qué problema hay?

Todos rompemos a hablar a la vez.

—Que Gita se echa atrás.

—Acha, a veces ocurre —dice la tía Ruma, meneando la cabeza—. ¿Ha vomitado?

Mamá reprime un grito.

—¡Claro que no!

—Yo vomité antes de mi boda. Los nervios, ya se sabe...

Mamá se retuerce las manos.

—Estaba bien mientras se vestía. El sari que has traído de India le sienta como un guante, ¡y qué decir de las joyas! Estaba sonriente, era la viva imagen de la felicidad. Parecía encantada con los dibujos de henna que le adornan las palmas de las manos. Pero en el último instante... No sé qué le ha entrado. ¡Creo que va a cancelar la boda!

Dilip se tambalea, como si fuera a desmayarse.

—¿Cancelar la boda? ¡Pero si llevamos meses planeándola!

—¡Ay, Ganesh! —se lamenta la tía Ruma—. A lo mejor no quiere casarse contigo.

—Ve a por papá —le digo a mi madre, señalando la primera fila de asientos.

—¡No quiere ver a tu padre! —replica mi madre—. Quiere marcharse.

La tía Ruma se vuelve hacia mí.

—Jasmine, ve a hablar con ella.

—Eso —dice mamá—. Tienes que convencerla para que se case con Dilip.

—¿Yo? No soy la persona más adecuada para convencer a nadie de que se case.

Dilip me rodea el brazo con sorprendente fuerza.

—Te lo ruego. La quiero. —Su mirada es intensa, angustiada—. La quiero tanto...

—Jasmine —dice mamá.

Me noto la garganta seca. El cura sube al estrado.

—Gita necesita a su hermana mayor —sentencia la tía Ruma—. Haz lo que puedas.

—Por favor —suplica Dilip.

—De acuerdo —concedo—. Iré a hablar con ella. Pero no prometo nada.

46

En la sacristía me encuentro a Gita acurrucada en el sofá en posición fetal. La luz del sol que se cuela entre las hojas de los árboles entra por las vidrieras y se derrama en la tarima de madera maciza, dibujando una acuarela de tonos desvaídos. La habitación huele a perfume, a polvos de maquillaje y a seda.

—Vas a arrugar ese sari tan bonito —le digo.

—Me da igual. —Gita se sorbe la nariz y a continuación se suena ruidosamente con un pañuelo de papel hecho un una pelota—. Le he dicho a mamá que no puedo casarme con Dilip. ¿Y si me pone los cuernos? ¿Y si me engaña? ¿Y si me abandona estando embarazada? Él quiere tener hijos, y yo no hago más que imaginar que me deja sola con ellos. No pasa un solo día sin que lo piense...

—Quién sabe lo que ocurrirá, pero no puedes pensar así. Tienes que creer que llevarás una existencia plena y feliz. Tienes que aceptar lo que venga.

Se suena de nuevo con el mismo pañuelo arrugado.

—¿Y si dejamos de querernos? Tendremos que pasar juntos cada día, cada noche, del resto de nuestras vidas.

—¿Qué le ha pasado a mi hermanita pequeña, siempre tan segura de sí misma, la que tenía una fe ciega en el amor?

—¿Y si no es el hombre de mi vida? —Gita rasga el pañuelo en jirones—. ¿Y si nos casamos y luego va y se enamora de otra?

Le ofrezco un pañuelo limpio.

—No puedes pasarte el resto de la vida atormentándote por lo que pueda pasar. Tú le quieres y él te quiere a ti. Vuestro amor os mantendrá unidos. Tiene que ser así. De lo contrario, ¿qué sentido tendría la vida?

Gita se incorpora y me mira, parpadeando. Se le ha corrido la raya de los ojos, tiene la nariz enrojecida.

—Yo sí que le quiero. O por lo menos eso creo. No estoy segura.

—Imagínate la vida sin él. Imagínate que llegas a casa y no está. ¿Cómo te sientes?

Gita cierra los ojos.

—Me siento... sola. Quiero abrazarlo y contarle cómo me ha ido el día. Quiero que me abrace como suele hacer. Prepara un pesto buenísimo. Silba en la ducha y desafina.

—¿La vida es mejor con él que sin él?

—Mucho mejor. Me recuerda las cosas de las que soy capaz, como sacar adelante mi propio negocio y hacerlo crecer. Me recuerda que tengo talento, que no necesito ser pediatra ni cirujana para ser feliz.

—Saca lo mejor de ti misma.

—Sí.

—Le quieres.

—Sí, pero...

—Te conoces mejor de lo que crees.

—Pero tú también creías que lo sabías. Creías que querías a Robert, y mira lo que pasó.

—A veces tienes que lanzarte al vacío, jugártelo al todo o nada, coger la vida a manos llenas, aunque solo sea por un día.

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