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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (15 page)

BOOK: La llave del abismo
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—¡No... sé...! —La criatura intermedia gimió. Aquel pavor tampoco logró circunscribir su sexo: un chico angustiado, una chica angustiada—. ¡No sé nada de tu hija...!

Daniel observó los grandes aros de metal en las orejas de Neizra e introdujo los dedos de la mano derecha por ambos. Sujetándole el pelo con la otra mano tiró de los adornos. Oyó el dolor de Neizra en el sonido de desgarro. El divergente se tensó y lanzó un alarido.

—¡Alguien... arriba...! ¡Te esperan... arriba! —En el rostro doblemente pintado de Neizra las lágrimas de cada ojo adquirieron distinto color al rodar por las mejillas. Pero la sangre en sus orejas era solo roja.

—¿Hay otra plataforma arriba?

—¡Sí, la última!

—¿Cómo puedo subir?

—¡Unas escaleras... detrás de ti!

—¿Quién me espera arriba? —preguntó Daniel sin soltar los pendientes.

—¡No lo sé, no lo conozco! —Neizra sollozaba—. ¡Te lo juro! ¡Vengo cada noche a la torre por orden de un superior, en busca de ritualistas que quieran hacer algo conmigo...! ¡Hace una hora encontré a alguien arriba...! ¡Me dijo que tú vendrías...! ¡Me ordenó que te dijera lo de tu hija...! ¡A cambio dijo que podía usarte, si me apetecía! ¡Cualquier cosa, menos matarte! Me aseguró que tú harías todo lo que te ordenara... ¡Me amenazó! ¡Por favor, perdona!

Sus ojos, abiertos y suplicantes, contemplaban a Daniel como esperando cualquier clase de decisión. Al fin, Daniel le soltó y se incorporó.

—¡Mis orejas! —lloraba el ser intermedio, aún en el suelo. Se había tapado los oídos. Por entre los dedos culebreaban gotas rojas—. ¡Mis pobres orejas...!

—Vete —dijo Daniel, arreglándose la ropa.

Neizra se apartó de un salto y echó a correr con las manos en la cabeza. De repente se detuvo en el centro de la plataforma y se encaró con Daniel.

—¡No sé quién es el de arriba, norteño, pero me da
mucho miedo!
¿Y sabes qué? ¡Deseo que tenga en su poder a tu hija! ¡Y ojalá que...! —Barbotó una serie de obscenidades. Según ellas, el mejor destino que Yun podía esperar era la muerte. Cuando acabó de desahogarse, aún gimoteando, su menudo cuerpo doble se perdió en la oscuridad.

Daniel no se lo reprochó: él también tenía miedo de lo que le aguardaba arriba.

Contempló las escaleras. Subían en diagonal por fuera de la plataforma. Respiró hondo y avanzó hacia ellas.

• •
4.10
• •

Aquel era, en efecto, el sitio más alto. También el más reducido: constaba de un simple cubo de piedra de unos cuatro metros por cuatro, erguido sobre todo lo demás, con cuatro postes colocados en las cuatro esquinas que quizá servían para sostener luces. Desde aquella altura, ni siquiera el monte Fuji, dibujado en el tenebroso horizonte, parecía importante.

La fuerza del viento era brutal. Daniel veía las cosas a través de las rejas de su pelo desordenado. Se lo apartó al abandonar las escaleras y contempló el escenario.

Tokio ceñía la torre por completo varios centenares de metros más abajo, pero era mucho más extenso hacia el lado opuesto a las escaleras, frente a él. Infinidad de pequeñas luces lo poblaban formando una galaxia de silencio. De un extremo a otro, de norte a sur, de este a oeste, el espacio era Tokio.

Excepto en una esquina, donde la oscuridad era una persona.

—Llegas tarde, Kean.

La silueta en sombras estaba aureolada por las luces de la ciudad. Formaba como un vacío negro, una interrupción de las cosas, una nada erguida cerca de uno de los vértices del cubo, junto al poste. Los extremos de sus prendas negras aleteaban con el viento como pájaros sobrevolando un cadáver. Su voz tenía más entidad que su figura: era grave, claramente audible, aunque sin énfasis.

—Disculpa la broma del divergente de abajo, pero me molesta esperar. Acércate.

Daniel dio varios pasos hacia la figura. Empezaba a diferenciar la piel blanca de los trozos negros de ropa. La silueta permanecía de pie con las piernas separadas sobre el borde del cubo, de cara al luminoso horizonte. No cambió de postura mientras Daniel se acercaba. Mantenía los brazos junto al cuerpo.

Daniel no quiso llegar hasta el borde. Se situó tras ella y aguardó.

—Eso es Tokio —dijo la figura sin señalarlo de ninguna forma: no movió los brazos, ni la cabeza, ni hizo ningún otro gesto, y sin embargo su voz (siempre neutra) provocó que Daniel mirara hacia el luminoso y descabellado paisaje—. Desde aquí puede disfrutarse de una vista magnífica. Y resulta útil para aprender ciertos secretos. Te contaré algo. Todo el mundo cree saber que la religión fundamental de Tokio se inspira en el Cuarto. Lo que pocos conocen es que, al igual que este Capítulo, Tokio también se divide en tres partes. Mira esas colosales esculturas que se alzan sobre los edificios, en forma de tentáculos, garras y alas. Esa es la primera parte, la Arcilla. En Japón se piensa que Dios nos creó como un escultor podría moldear un trozo de arcilla, por eso los escultores son sagrados aquí. Pero, bajo esa arcilla, ¿qué hay? Otra ciudad más salvaje, menos eterna, que aulla por las calles su furor con el consentimiento de los gobiernos. Es la segunda parte, la Orgía. Por último, rodeándola y recordando a sus habitantes que la ciudad vino de él y a él regresará, está ese universo denso y oscuro más allá del río Sumida que algún ignorante llama «mar», donde Dios duerme su sueño de siglos. Arcilla, Orgía y Mar son las tres partes del Cuarto. Equivalen al Pasado, Presente y Futuro de la humanidad. En el pasado fuimos creados, en el presente vivimos y gozamos en perpetua locura, y en el futuro... nuestro destino consistirá en ir en busca de Dios bajo el mar, e intentar destruirlo...

Hizo una pausa, pero no pareció que reflexionara. Fue como el silencio que se establece entre dos ruidos mecánicos. Luego prosiguió:

—La fábula del Cuarto termina con la historia de un hombre, una especie de héroe, que asesina a Dios atravesándolo con el bauprés de un barco pequeño, aunque las partes segmentadas de Dios vuelven a unirse al final y el ciclo se repite. Los creyentes discuten sobre la interpretación adecuada de este asesinato teológico. Pero solo hay
una
posible interpretación: el bauprés del barco es el símbolo de la
Llave.
El hombre moderno piensa que ya no cree en Dios, lo cual puede ser cierto, pero aún le teme. Dios forma en la mente del hombre una sombra que no tiene entidad, ni siquiera realidad, que solo está hecha de miedo. Su realidad es el miedo que provoca. El hombre teme a Dios, y Dios solo teme a la
Llave.
Quien posea la
Llave
puede destruir a Dios. Es necesario, pues, encontrar la
Llave...
para destruirla.

—¿Destruirla?

La voz calló un instante, como valorando la interrupción de Daniel.

—La
Llave
ha de ser destruida —continuó—, porque Dios debe seguir vivo en nuestra mente. Lo que nos da terror nos consuela. El miedo es el poder. Dios debe vivir.

Entonces se volvió.

Lo hizo con mucha lentitud, casi con cuidado, como un engranaje que girase. Se situó de frente a Daniel sin apartarse del borde. No sonreía, no movía el rostro, solo miraba. A la débil luz de la luna, Daniel supo algunas cosas.

Se trataba de una mujer biológica. No tan mayor como Darby, quizá de unos cuarenta años, pero su ausencia de diseño genético saltaba a la vista.

La naturaleza había dictaminado que aquella mujer tuviera baja estatura y rasgos orientales. Su cuerpo era delgado y en los pómulos, clavículas y rodillas resaltaban los huesos. El pelo era de color rojo. Llevaba una fina correa negra atada al cuello con un pequeño cascabel, señal de humillación y esclavitud, y vestía dos piezas de seda negra: una en el torso, que alcanzaba y cubría sus manos; la otra, un faldellín por encima de sus rodillas. Su rostro, incluyendo los labios, tenía el color exangüe de la luna. Lo único que no era blanco en aquel óvalo eran los iris de sus ojos rasgados, negros como caparazones de insectos encerrados en cristal.

Mirando aquellos ojos, Daniel Kean se dio cuenta de otra cosa.

La mujer estaba muerta.

Alguna vez —quizá cuando aún vivía— había sido hermosa. Ahora era como un saco vacío, la cáscara rota que antaño había albergado a una criatura.

No sé quién es el de amiba, norteño, pero me da mucho miedo.

—La
Llave
no es tan solo una leyenda —dijo la mujer con aquella voz que parecía brotar de un lugar hueco y abandonado—. Kushiro dejó una clave para que otros la encontraran. Esa clave está dentro de ti, Kean, y hoy vas a entregárnosla...

De súbito Daniel comprendió que se había equivocado. La mujer no estaba muerta, sino algo mucho peor. Había sido como
saqueada,
convertida en otra cosa. Su hueco tono de voz revelaba que estaba siendo
obligada
a hablar mediante... ¿qué? ¿Amenazas? ¿Dolor? ¿Qué clase de cosa la obligaba a mover aquellos labios blancos?

—Una sola clave —dijo la voz que emergía de la garganta de la mujer—. Nos hemos cerciorado de eso. Durante días... muchos días... hemos interrogado a esta mujer. Si hubiera sabido algo más, lo habría dicho. Pero solo hay una clave. El padre de esta creyente la depositó en ti. Por eso estás aquí.

El padre de esta creyente.
Se refería a Katsura Kushiro, sin duda.

Daniel creyó reconocerla. Recordó que Darby le había enseñado una imagen suya y le había dicho que tanto ella como sus discípulos habían desaparecido. Aquella mujer tenía que ser Mitsuko Kushiro.

—¿Qué... le habéis hecho...? —murmuró Daniel sintiéndose incapaz de contemplar por más tiempo la densidad atormentada de los ojos de la mujer: agradeció que el viento los cubriera, casi con piedad, bajo su propio pelo.

Un largo silencio.

—En el antiguo Japón existía un arte llamado
bunraku —
dijo la mujer—. Consistía en usar muñecos como si fueran personas. Alguien los obligaba a moverse y hablar. Cuando todo finalizaba, el muñeco quedaba quieto. Desarticulado. No podía hacer nada por sí mismo. Sin embargo, no sufría. Porque lo peor de ser un muñeco es saber que lo eres, y los muñecos del
bunraku
lo ignoraban.
Esta mujer no lo ignora.
Por dentro sigue pensando y sintiendo, sigue habitando los espacios de su mente, pero ahora soy yo quien lleva las riendas de su cuerpo.

La mujer pronunciaba las palabras con calma, después de pausas variables, pero los círculos negros y dilatados de sus ojos hablaban otro lenguaje para Daniel: eran como túneles que llevaran a la locura.

—¿Quién eres? —murmuró Daniel.

—No es el momento de responder a eso —dijo la mujer tras un silencio, y retrocedió—, sino de
demostrártelo... —
El viento hizo sonar su vestido como las velas de un barco desplegadas bajo las estrellas.

—¡No! —gritó Daniel, comprendiendo lo que ella se disponía a hacer.

La mujer inició su suicidio de manera medida, sin titubeos, el cuerpo recto y rígido, los pies juntos, los brazos pegados al tronco, inclinándose de espaldas al borde de la plataforma, junto al poste. Daniel extendió la mano y consiguió sujetarla del brazo en el último momento, agarrándose al poste con la otra mano para detener su propia caída. Ella no hizo intento alguno de ayudarle. Quedaron así durante un instante: ella pendiendo de la mano de él; él, aferrando el poste.

De pronto la resistencia que la mujer ofrecía cambió de sentido, se convirtió en una lucha desesperada por recobrar el equilibrio. Regresó a su posición previa, de pie en la cornisa, con un campanilleo del cascabel de su cuello. El gesto había sido rápido y casi simétrico, como un ballet.

—Ella hará y dirá todo lo que yo le ordene. —La mujer jadeaba a escasa distancia del rostro de Daniel—. Todo.

De improviso se apartó las dos piezas de su vestido, mostró pezones y genitales, se irguió, presionó los labios blancos contra la boca de Daniel y formó con él la extraña imagen de una pareja entrelazada en las alturas, bajo el vacío de la noche. Luego lo apartó de un empellón y sus labios se torcieron. Daniel se estremeció al ver aquel simulacro de sonrisa.

—Todo —
repitió la mujer—. Igual que tú.

—Yo no estoy drogado como ella.

—La única droga de ella es el terror, Daniel Kean. El miedo a todo lo que sabe que puedo hacerle... y a lo que sabe que
voy a hacerle. —
Los ojos rasgados de la mujer manaron lágrimas mientras sonreía—. El miedo es el hilo de
bunraku
de la humanidad. ¿Recuerdas el interrogatorio de Olsen, cuando te arrodillaste a suplicar? Me gustó entonces hacerte daño, por eso ordené a Olsen que matara a tu esposa.

A Daniel le parecía horrible tener tan cerca y a la vez tan lejos al autor de aquella frase. La mujer frente a él seguía sonriendo, pero ahora también temblaba, con todo su cuerpo, desde la cabeza a las piernas pálidas y desnudas. Mantenía las piezas de ropa apartadas mostrándose ante él.

—¿Eres... Moon?

—Moon es solo una pieza más, insignificante en el conjunto —aseguró la voz quebrada de la mujer—. De hecho, yo también trabajo para alguien superior. Pero en aquel momento me pareció divertido ver tu sufrimiento. Volveré a hacerte daño cuando me apetezca, Daniel Kean, solo por capricho, y tú tan solo moverás la cabeza y asentirás. Sonreirás cuando te lo ordene. Harás cualquier cosa que yo quiera que hagas.

—Lo único que voy a hacer, si puedo, es matarte, seas quien seas... Nunca voy a estar bajo tu voluntad...

—Ya
estás
bajo mi voluntad. Tú también eres un muñeco de
bunraku,
Kean. ¿Quieres comprobarlo? —Hubo un silencio que el viento destrozó. Daniel se apartó el cabello de la cara, cuyos mechones volaban a su alrededor como finas cuerdas—. Tu hija está aquí, conmigo. Se encuentra asustada, pero en buen estado. Ella es tu hilo, como hace unos días lo era también tu esposa. Voy a tirar de este hilo, solo un poco: si no haces
exactamente
lo que voy a decirte, mataré a tu hija en este mismo instante... o haré otro muñeco con ella.

Pese a la furia que sentía, el pánico se apoderó repentinamente de Daniel Kean. Su cerebro atormentado le había entregado una feroz y nítida fantasía: vio a Yun convertida en algo así, su cuerpo exánime pero aún viva y consciente, otorgando su voz a las palabras de un loco, y apenas pudo soportar mantenerse en pie.

—Es un hilo fuerte, por lo que veo —dijo la garganta de la mujer con cierto esfuerzo, como si cada vez le costara más articular palabras—. Daré un suave tirón: quítate las bonitas prendas que llevas —ordenó.

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