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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (35 page)

BOOK: La llave del abismo
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—De acuerdo.

La sonrisa de máscara de Darby apareció y desapareció como una breve contracción muscular. Su velluda y tosca mano buscó el hombro de Daniel y acarició su brazo.

—Te debo una disculpa por la forma de tratarte en casa de Svenkov —dijo—. Desde que conocemos la revelación me encuentro tenso, Daniel. Saber que quizá mañana hayamos llegado al santuario y obtenido la
Llave,
sea lo que sea... casi diría que me angustia... Y si debo ser sincero, tu insistencia en acompañarnos tampoco me agradó demasiado. Ni Maya ni yo queremos que sufras más de lo que has sufrido...

—Lo sé. Maya intentó convencerme de que no os acompañara.

—Pero ahora me alegro de que estés aquí —concluyó Darby con voz grave.

No hablaron más. La noche sobrevino como la muerte: poderosa, totalizadora. Daniel no había conocido oscuridad tan absoluta, aquella en la que cerrar los ojos casi es una forma de luz. Solo Maya permanecía impávida cuando se reunieron alrededor de la hoguera, y hasta el curtido Svenkov parecía nervioso y caminaba como un animal esbelto y perfecto por la orilla cubierto por una camisa tan blanca que fulguraba en la opacidad de la noche.

El sueño de Daniel fue agitado. Creyó distinguir, al abrir los ojos un instante, diminutos resplandores en la sombra de uno de los arrecifes. Pensó que soñaba, hasta que la voz de Yilane, que hacía el turno de guardia, despertó a los demás.

—Son ritos tribales —dijo Svenkov poniéndose en pie, mientras Yilane señalaba las luces—. Hay tribus en los alrededores, nunca lo he negado, pero yo seré quien diga cuándo debemos empezar a preocuparnos, si no te importa.

Aunque Yilane no le agradaba, a Daniel le irritó el trato despectivo del polinesio. Se acercó a Yilane cuando las cabezas volvieron a reposar sobre la arena.

—No le hagas caso, es un estúpido —le dijo.

Yilane desvió la vista fugazmente para mirarlo y siguió oteando el horizonte.

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10.4
• •

Cuando despertó, supo de inmediato que sucedía algo.

El cielo de color rosa estaba limpio de nubes y una bola de luz incandescente se alzaba por un costado del mar, que empezaba a recuperar su azul. Había un silencio inmenso por el cual se deslizaba a toda prisa el sinuoso y moreno cuerpo de Svenkov, que hacía la última guardia.

—¡Fuera de ahí! —gritaba—. ¡Largo! —Corría hacia unas rocas enormes y grises que se alzaban en la orilla y llevaba algo en la mano. Al llegar a cierta distancia lo lanzó. Daniel creyó que se había vuelto loco.

La piedra trazó un arco invisible en el aire y rebotó contra las rocas.

Entonces aparecieron, con suprema calma, como si no les importara en absoluto la hostilidad de Svenkov: cuerpos morenos y delgados, ojos que no parpadeaban emergiendo de negras cuencas, lenguas moradas colgando del mentón, labios gruesos y oscuros... Tres machos. Daniel reprimió un grito y su respiración se cortó.
Híbridos. Son así.
Vio a Svenkov buscar otra piedra y tuvo una extraña reacción, como si el terror que le inspiraban aquellos seres necesitara refocilarse en sí mismo y odiara que el polinesio los atacara.

—¡Malditos indígenas! —murmuraba Svenkov.

Daniel se incorporó de un salto (al mismo tiempo veía otros cuerpos levantarse en la arena) y se acercó, paradójicamente impulsado por el miedo. Solo entonces creyó comprender. El anillo negro pintado alrededor de los ojos hacía creer que estos sobresalían, y lo que parecían lenguas y labios eran...

Una piedra acertó a uno de ellos en el brazo, pero el nativo no dio muestras de dolor. Svenkov volvió a agacharse para coger un nuevo proyectil, y en ese momento Daniel lo sujetó del hombro.

—¡Basta, Svenkov! ¡No nos atacan!

Svenkov se soltó con un simple tirón, y cuando ambos hombres volvieron a mirar solo vieron el paisaje. Había sucedido exactamente así: un parpadeo, y los jóvenes pintarrajeados aún se alejaban con tranquila parsimonia; otro, y sus cabelleras oscuras flotando al viento se convirtieron en maleza. La presencia de los visitantes pareció incluso disolverse en el recuerdo, como un sueño.

Svenkov se encaró con Daniel. La melena azabache le ocultaba medio rostro, pero la mitad que mostraba daba cuenta de la magnitud de su fiereza. Jadeaba, erguido y salvaje, como si el hecho de no haber podido arrojar aquella última piedra lo hubiese recargado con una energía que necesitara liberar respirando, y su torso perfectamente proporcionado y las suaves redondeces de sus músculos se agitaban con la respiración. Vestía dos diminutas y ceñidas piezas en colores azul, rojo y blanco, que parecían hechas de cuentas de cristal, y se adornaba con una pulsera de gruesas piedras verdes sagradas, y todo eso lo hacía resaltar casi como un dios. Le pareció a Daniel que el polinesio había sido diseñado para mandar y ser obedecido.

—No vuelvas a entrometerte en lo que hago, norteño —advirtió Svenkov.

—¡No eran enemigos, Svenkov! ¡Solo cuerpos diseñados con tatuajes en la piel!

—No me gusta que me espíen...

—Anoche había luces en los arrecifes, y les restó importancia... ¿Es ahora cuando ha decidido que debemos preocuparnos?

A juzgar por aquella forma de mirarlo, Daniel casi esperaba que Svenkov lo golpeara allí mismo, pero entonces oyeron una voz tras ellos.

—Daniel tiene razón —dijo Anjali, aproximándose—. Esos nativos no nos atacaban.

—Pero piensan que esta tierra es de ellos —replicó el explorador con frialdad—. Si no les enseñamos que deben tenernos miedo, acabarán atacándonos.

—No quiero entrometerme en sus decisiones, Svenkov —dijo Rowen uniéndose a Anjali—, pero ¿no cree que sería mejor no darles excusas?

—Más vale que ustedes no me las den a mí. —El tono del polinesio era amenazador—. Soy el jefe, el
ariki,
¡y eso significa algo más que una simple palabra! —Y volvió a mirar a Daniel—. ¡Nadie debe contradecirme!

Maya y Anjali empezaron a protestar, pero una voz se alzó sobre todas.

—Estoy de acuerdo con el señor Svenkov —dijo Yilane sin inmutarse—. ¿Quién tiene más experiencia que él para servir de guía en la sagrada Tierra de Dios? —Hasta Anjali Sen pareció aceptar aquellas palabras—. Y esos nativos estaban espiándonos.

Svenkov, entonces, hizo algo inesperado. Dobló las rodillas y las clavó en la arena que las olas empezaban a lamer. Se llevó las manos al pecho.

—¡He aquí a Svenkov! —gritó—. ¿Qué es? ¡Un servidor de los norteños! ¡Un
taurekareka
a quien pueden humillar! ¡Pero lo único que quiere Svenkov es proteger la cordura de todos en esta tierra de locos! ¡Conoce el terror del mar y los arrecifes, y solo pretende salvar unas cuantas mentes norteñas! —Y se agitaba y gritaba como un animal grande y enfurecido, no carente de hermosura, mientras el agua convertía sus negros cabellos en una tinta insoluble.

Tras aquella especie de éxtasis se sentó en una roca con los ojos cerrados. No habló ni se movió durante una hora, y en esa pausa Maya sonrió junto al oído de Daniel.

—No culpes a Yilane por no defenderte: sus razones no eran religiosas.

—¿Qué quieres decir?

La muchacha lo «miraba» con párpados tan inmóviles como sus pecas, sin dejar de sonreír.

—No soporta que Anja te trate con amabilidad, ¿no lo has notado? Es evidente que quiere mantener con ella una relación de «amor»...

—Pensé que Meldon y ella...

—Ah, claro, es así. Pero Yilane no puede nada contra Meldon y se desahoga contigo. Sea como sea —agregó en un rápido susurro—, yo me preocuparía mucho más de nuestro querido guía...

—No me gusta cuando grita —dijo Daniel contemplando de lejos a Svenkov.

—A mí me agrada menos su silencio —repuso ella.

Poco después, el polinesio pareció animarse. Ordenó partir de inmediato y apuntó con el dedo a los que escogía, sin pronunciar otros nombres que «hombre biológico», «ciega» o «rubio» (por Daniel): Maya, Anjali, Rowen y Darby se encargarían de recoger el equipo; Yilane intentaría averiguar hacia dónde se había dirigido el grupo de indígenas; la tarea de Daniel consistiría en borrar las huellas del improvisado campamento, esparciendo en un rincón apartado de la playa los restos de la fogata.

Daniel obedeció sin protestar. Deshizo el círculo de pequeñas piedras, echó arena sobre las cenizas y cargó con las ramas aún no consumidas hasta el lugar que Svenkov había indicado, un trozo de playa cubierto de guijarros. No entendió por qué el explorador había elegido aquel rincón tan alejado hasta que oyó pasos a su espalda. Giró y recibió el golpe en pleno rostro. Cayó de costado sobre la grava y, al querer levantarse, Svenkov lo pateó.

—Si gritas, te mataré. —A la altura de los ojos de Daniel una larga culebra terminada en punta se desenroscó y restalló en el aire.

Intentó defenderse inútilmente manoteando, pero optó al fin por aguantar el castigo acurrucado sobre los guijarros o girando sobre sí mismo cuando los golpes se repetían sobre la misma zona. Apenas llevaba un faldellín de cintas y su cuerpo quedó a merced del látigo de Svenkov, que podía escoger con facilidad el objetivo. En su piel diseñada las señales se limitaban a tenues enrojecimientos, pero escocían como quemaduras. De todas formas, Daniel sentía que Svenkov era realmente capaz de matarlo si llamaba a los demás.

De repente el chasquido del látigo se interrumpió. Daniel alzó la cabeza, con el rostro manchado de arena y lágrimas. No había oído a Yilane acercarse, y apenas lo vio alzar la rodilla. Svenkov se dobló por la cintura y cayó sobre la arena con un gruñido.

—Eres el jefe y lo acepto —espetó Yilane—, pero nosotros te contratamos a ti, imbécil, no al revés. —Tendió una mano a Daniel y lo ayudó a incorporarse. Enseguida se volvió para prevenir una posible represalia de Svenkov. Sin embargo, el explorador se limitó a levantarse y sacudirse la arena.

—Buen golpe —reconoció. Parecía incluso de buen humor—. Pero tu amigo el rubio necesitaba una lección... ¿Tú eres su protector?

—En cualquier caso, no soy el tuyo. —Yilane se había atado el pelo en la cabeza. Daniel veía perfectamente su tatuaje en la espalda—. No vuelvas a golpearnos, Svenkov. A ninguno de nosotros.

Oyeron la voz de Rowen, llamándolos, y Svenkov les lanzó una última mirada, recogió el látigo y comenzó a caminar en dirección a los demás.

—Tenías razón —dijo Yilane a Daniel, sonriendo—. Es un estúpido.

Mirando al joven creyente, Daniel pensó que, después de todo, era posible que Yilane y él se hicieran amigos.

Pero, del mismo modo, supo que, a partir de ese momento, tendría que considerar a Svenkov como enemigo.

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—Escuchad.

Yilane, que iba delante de Daniel, se había detenido y alzado la mano.

Se hallaban en un paso especialmente denso, con raíces mohosas sobresaliendo de la tierra como dedos retorcidos. Lo más llamativo era aquel sordo rumor. La expresión del joven creyente era extática cuando volvió a hablar.

—Es «El Sostenido Rumor del Agua en medio del Antinatural Silencio»...

—¿Qué significa eso? —preguntó Daniel. Fue Darby, jadeando tras ellos, quien respondió.

—Yil se refiere al momento en que el protagonista del Décimo llega al pueblo de pescadores en el vehículo y escucha el rumor de una cascada en el «silencio antinatural». Muchos creyentes opinan que ese silencio anticipa la aparición de híbridos...

—Pero no hay silencio, todo lo contrario —objetó Daniel—: todo está lleno de extraños ruidos...

—Por eso es «antinatural» —replicó Yilane con tono de suficiencia, como si la conclusión fuera obvia—. Los creyentes somos capaces de percibirlo. —Se había detenido junto a un árbol y miraba a Daniel desdeñosamente. Daniel pensó que no podía haber mayor contraste entre el esbelto y exacto cuerpo del joven y las retorcidas líneas de la vegetación que lo rodeaban.

En verdad, hasta la selva diseñada de Sentosa parecía pintada sobre un papel en comparación con aquel laberinto donde todo crecía, buscaba aferrarse, extenderse. Allí donde podía haber vida la había, aunque fuese inútil o inservible, incluso absurdamente fea, y allí donde había espacio para moverse, las cosas desplegaban pequeñas patas, agitaban escamas o alas. La vegetación era una enfermedad verde que producía múltiples excrecencias en la piel de la tierra. Gorgoteos, risitas de niños, susurros y diálogos incomprensibles cruzaban velocísimos en el aire. Daba la impresión de que, despojada de diseño y observada de cerca, la vida en una selva no diseñada era tan solo un hervidero de horrores.

Llevaban varias horas de fatigosa marcha, tras dejar el aéreo camuflado bajo ramas según las instrucciones de Svenkov. Este había asegurado que el santuario no se hallaba lejos, pero las distancias se hacían confusas entre aquellas murallas vegetales. Y tampoco era fácil moverse rodeados de criaturas sin diseño. No es que ninguna de ellas se acercara demasiado a los diseñados (paradójicamente, era Darby quien más padecía el constante revoloteo de los insectos, aunque era el único que se hallaba vestido por completo), pero el simple hecho de contemplarlas, con sus grotescas formas y anómalas conductas, hacía pensar en la creación de una mente enferma. Todas eran pequeñas, a diferencia de las criaturas bíblicas, pero ¿quién podía afirmar que no existían ejemplares de mayor tamaño? ¡En verdad, para Daniel, no solo el silencio era «antinatural» allí!

Anjali Sen miró a Svenkov.

—¿Hay una cascada cerca?

—Hay un río con varias —aseguró Svenkov.

—Necesito ver ese lugar —pidió Yilane.

—¿Podría ser peligroso? —inquirió Anjali Sen.

—No más que cualquier otra cosa por aquí —dijo Svenkov muy tranquilo—. El río se encuentra en nuestro camino, de todas formas...

El único que parecía adaptado al entorno era Svenkov. Claro que contaba con ventajas: lo que Daniel había tomado por un simple adorno en su cuello —una especie de colgante— le servía de alguna forma de brújula. Svenkov lo consultaba de vez en cuando y cambiaba de rumbo en medio de la espesa vegetación. A ratos cantaba: extrañas palabras mecidas en viejas melodías. Gustaba de ir acicalado, las breves franjas de vestuario inmaculadas atadas a su alta y delineada anatomía y el lacio pelo negro muy peinado. En ocasiones capturaba algún insecto, aduciendo que en la ciudad los vendía a los de su linaje, que se hacían adornos y joyas con sus caparazones. Su figura era inquietante y bella a partes iguales, y Daniel se sentía a la vez atraído y repelido cuando lo miraba.

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