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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (7 page)

BOOK: La llave del abismo
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Aunque los padres de Bijou Crane eran religiosos, ella no le exigió ninguna ceremonia para dejar constancia de ese «amor» y convertirse en esposos. Sin embargo, se permitieron una semana de vacaciones y alquilaron un apartamento en una casa antigua de las afueras. Era invierno, nevaba y el viento nocturno atronaba, por lo que apenas salieron de la cama. Bijou le decía: «Abrázame, abrázame, con brazos y piernas, con todo tu cuerpo, protégeme del viento, que no nos separe nunca».

Le gustaba tocarlo. Adoraba entrelazarse con él y jugaba a hacerlo no solo con los dedos de las manos sino con los de los pies. Cuando no lo tocaba, lo miraba con inmensa seriedad y silencio.

Solo admitía la verdad entre ambos, y a veces, cuando él le contaba algo, le preguntaba: «¿Me has dicho la verdad?». Y lo besaba si asentía.

Dos años después, cuando eligieron a Yun, también nevaba, y el centro de niños de su ciudad parecía un palacio enterrado en arena blanca. Convertirse en padres tampoco era una decisión bíblica, porque al igual que el «amor» aumentaba aún más el miedo normal del ser humano, aunque la presencia del hijo fortaleciera luego esa relación. Pero ninguno de los dos tuvo dudas al respecto. Como casi todas las familias de su clase, adquirieron un niño ya diseñado: pocos podían comprar células y diseñar al futuro hijo según su capricho. La mayoría de las personas del Norte que deseaban hijos buscaban niños diseñados, como ellos mismos lo habían sido cuando sus familias los adquirieron.

De modo que acudieron al centro genético de Hamburgo y recorrieron varias salas hasta descubrir aquella linda muñeca de rasgos orientales que les sonreía desde su camita. No se habían planteado tener una criatura con ojos rasgados, pero ambos quedaron fascinados al verla. Yun tenía entonces dos años de vida. Cuando cumplió los tres, ya imitaba la pose de seriedad de Bijou, y a Daniel aquella imitación le divertía mucho.

Discutieron y se enojaron cuando la empresa del Gran Tren trasladó a Daniel a Hannover, porque ella odiaba el trabajo de él pero carecía de su facilidad para cambiar de destino. Tardaron en reconciliarse, más aún en adaptarse a la nueva vida. Los apuros económicos hicieron que Bijou aceptara un puesto de sirvienta en los edificios del gobierno, lo cual distaba de ser un empleo fácil y más bien era degradante. Todo se arregló cuando se mudaron a Dortmund, porque ella logró volver a su trabajo en los archivos. Pese a ello, había semanas en que no podían verse. Volvieron a enojarse, se reconciliaron.

Era imposible estar de mal humor junto a Yun.

• •
2.7
• •

Dos hombres las conducían. Uno llevaba uniforme de Seguridad Civil; el otro, que parecía más joven, se cubría con un largo abrigo negro. La desesperación de la pequeña Yun, a quien solo las manos del hombre del abrigo sobre sus pequeños hombros impedían correr hacia Daniel, contrastaba con la pálida calma de Bijou: el agente ni siquiera necesitaba sujetarla para que se quedara allí plantada, mirando a Daniel, pero en sus ojos él advirtió todo el horror que debía de estar sintiendo. Allí, en el interior de aquellas pupilas, su mujer parecía casi una desconocida.

—Se presentaron en la academia y dijeron que nos iban a escoltar hasta casa... —le dijo ella con voz extraña, como excusándose—. No entiendo lo que buscan, Daniel, pero me han explicado lo que debes hacer. —Cruzó con él una mirada llena de inteligencia—. Te pido, por favor, que les digas lo que desean. No te lo pediría nunca, respetaría tu silencio aunque no lo comprendiera, y lo sabes, si no fuera por Yun... Piensa en nuestra pequeña.

—Unas palabras muy razonables —sentenció Olsen—. Ahora, escúchame atentamente, Daniel. Si nos dices lo que queremos saber, regresarás a casa de inmediato con tu mujer y tu hija. De inmediato, tienes mi palabra. Somos la autoridad, así que podemos dejarte ir, no nos importará que conozcas nuestra identidad. Te irás a casa con tu familia y te dejaremos en paz. Pero, si te niegas a colaborar, las mataremos: a tu mujer y a tu hija, aquí, ahora, delante de ti. Luego te dejaremos encerrado con ellas en este lugar, con sus cuerpos muertos...

Los sollozos de Bijou interrumpieron a Olsen un instante. El agente que la custodiaba decidió, esta vez sí, aferrarle los brazos. El otro tapó la boca de Yun, que había empezado a llorar. Daniel dio un paso hacia ellas.

—Suelta a mi hija —dijo hacia el hombre del abrigo.

—Cuando deje de llorar —replicó el hombre, y su voz reveló juventud. Tenía una lacia cabellera castaña y su mirada oscura estaba orlada de ojeras.

—Suéltala, Olive —ordenó Olsen. El joven apartó la mano y Yun siguió llorando más suavemente. Bijou también había logrado controlarse—. ¿Sabes lo que ocurre cuando un cadáver queda encerrado bajo tierra junto a una persona viva, Daniel? —prosiguió Olsen—. Ya te he dicho que hay muchas cosas que desconoces... Quizá tu bella esposa conozca algunas. Sé que es creyente y que su familia tiene raíces árabes. A lo mejor de niña le hablaban de la Ciudad de la Muerte... No son meros cuentos: la muerte está viva. Moon entiende de eso, él es creyente del Segundo Capítulo... Explícaselo, Moon. Dile lo que le pasará.

—Enloquecerás mucho antes de morir —dijo Moon con la mirada bizca, como fija en el aire. Solo dijo eso. Seguía apoyado en la pared blanca, y el contraste con su cuerpo desnudo y su cabellera intensamente negra no podía ser más acentuado.

—La decisión es tuya, Daniel —sentenció Olsen—. Y tuya la responsabilidad de lo que pueda suceder.

Daniel miró a Olsen, directamente a sus ojos verdes.

—No sois de Seguridad Civil...

—Por supuesto que lo somos. —El tono de Olsen era paciente—. Pero ya te he dicho que nos enfrentamos a gente muy poderosa y debemos recurrir a cualquier medida para defendernos. A
cualquiera —
repitió—. No nos queda otra opción.

Moon, que parecía dormitar apoyando la nuca sobre las manos cruzadas y estas en la pared, abrió los ojos.

—Se acaba el tiempo, Daniel. Decídete.

Pero el tiempo nada significaba para él. Había cesado, como el resto de sus pensamientos. Era como si la primera parte de la historia de su vida hubiese finalizado ya y se encontrase en el instante de tránsito hacia otra cosa. Quizá había una nueva luz al fondo, pero hasta que no la alcanzara seguiría en aquella especie de túnel, viajando aún en el Gran Tren y dirigiéndose a toda velocidad hacia un destino inevitable.

—He dicho la verdad, Klaus no me dijo nada. —Y agregó, mirando a Olsen:— Te mataré si haces daño a mi familia. Os mataré a los dos. A ti, Olsen. Ya ti, Moon.

—No estás en condiciones de amenazar —dijo Olsen, y desenfundó su pistola.

Daniel y Bijou gritaron a la vez, pero lo único que hizo Olsen fue lanzar el arma a Moon. Este la cogió distraídamente, comprobó que estaba cargada y alzó el cañón hacia la cabeza de Bijou. Hizo todo aquello sin dejar de mirar a Daniel. Su expresión era aburrida.

—¡Esperad! —Daniel levantó las manos—. Os lo diré todo... —Percibió la minuciosa atención con que lo escuchaban. No quería mirar a Bijou (aún no) para no contagiarse de su pánico. Oía, desde algún lugar remoto situado a un metro de distancia, el llanto histérico de su hija—. Klaus me dijo... Me dijo que las ciudades... nuestras ciudades eran... —No sabía cómo proseguir. Supuso que cualquier cosa que improvisara serviría, pero no se le ocurría nada. ¿Qué era lo que deseaban saber? Más allá del silencio de Klaus, ¿qué había?—. Las ciudades son...

Ver el dulce rostro de Bijou al extremo del cañón le dejaba la mente en blanco.

—Solo queremos oír la revelación, Daniel —pidió Olsen—. Solo lo que te dijo cuando te acercaste a él.

—No escuché nada... Nada... —Había decidido que no iba a llorar, no delante de Yun, pero mientras lo pensaba las lágrimas brotaban como un dolor: involuntarias, impostergables—. Lo juro... Lo juro...

Se arrodilló, deseando hacer cualquier cosa, lamer las botas de Olsen, por ejemplo. Estaba
dispuesto
a hacerlo.
Un héroe:
unas cuantas horas antes había creído que lo era. Pero ¿qué era un héroe?

—Basta, Daniel —dijo Olsen con desprecio—. Levántate.

Un héroe era alguien sin seres queridos. Lo supo en ese instante.

Se incorporó. Respiró hondo, pero no logró llenar los pulmones de aire. La atmósfera de la cámara se le antojaba irreal, con aquel resplandor abarcándolo todo, convirtiendo las caras, salvo las de Bijou y Yun, en rostros de demonios. Pensó que esos rostros vivirían dentro de sus ojos para siempre.

Olsen decretó otra pausa debido a Yun, cuyo llanto se había hecho doloroso incluso para los que no la amaban. Bijou la abrazó, con permiso de Olsen, y le susurró mentiras tranquilizadoras. Luego volvieron a separarlas. De nuevo, Moon elevó el cañón a la cabeza de Bijou.

—Ultima oportunidad —advirtió Olsen.

La certidumbre de que nada de lo que hiciera evitaría el porvenir lo calmó de repente. Repitió lo mismo que ya había dicho, pero con absoluta convicción.

—Puedo recordar todo lo que me dijo hasta ese momento... Luego
fingió
que me hablaba... No sé por qué hizo eso, pero lo hizo: movió los labios, tan solo. Pensé que estaba loco. Después se clavó las tenazas y ya no volvió a decir nada. Si quisiera mentir, me resultaría fácil hacerlo —añadió—. Pero no quiero. No me dijo nada... —Olsen parecía dubitativo, como dispuesto a creerle. Daniel miró a Bijou y supo que su esposa sí le creía y aprobaba su sinceridad.

Me besaría. Me preguntaría si le digo la verdad y luego me besaría.

—¿Y qué hay de la chica con la que hablaste en las ruinas? —indagó Olsen.

—No hablé con nadie en las ruinas. Oí un ruido, me volví y creí ver a alguien... Pero luego no estuve tan seguro, porque desapareció.

Hubo un silencio. Hasta Yun había dejado de llorar. Bijou sonreía ligeramente, como apoyando el aplomo con que Daniel había hablado. Olsen, con los brazos cruzados, parecía reflexionar.

—Es posible que estés diciendo la verdad —juzgó Olsen al cabo de un buen rato—. Pero creo que mientes. —Hizo un gesto. Moon efectuó un solo disparo.

Por un instante los ojos de Bijou fueron, para Daniel, como dos globos que un niño perdiera en el cielo. Luego el cuerpo de ella rebotó contra su propia sangre en la pared y quedó inerme.

• •
2.8
• •

Dicen que está enterrada en Arabia, la Ciudad de la Muerte. Así lo aseguran algunos sabios. Afirman haberla visto tal como el Autor la describe, bajo una mortaja reseca de arena, más antigua que el vasto desierto.

La muchacha le daba la razón a quienes opinaban, sin embargo, que el Autor se refería con aquel símbolo a los cuerpos de hombres y mujeres entrenados para conocer y albergar la intimidad del destino último. La Ciudad no se encontraba solo en Arabia: rodeaba toda la Tierra, formaba parte de sus entrañas, como los propios cadáveres, y ciertos creyentes la heredaban, y portaban la muerte consigo.

En aquel momento la muchacha
era
la Ciudad.

Había avanzando siguiendo el rastro bajo tierra, por cavernas sumidas en la más absoluta negrura. La sensación de soledad era inmensa porque superaba la simple ausencia de seres a su alrededor. Pero ella conocía la causa: la muerte era la suprema soledad, y en aquel momento ella llevaba la muerte en su interior.

Cuando emergió de la oscuridad y el espacio en torno suyo volvió a adoptar dimensiones precisas, se encontró en una pequeña cámara. Una de las paredes mostraba aberturas a ras del suelo por las que se filtraba un intenso resplandor, así como las voces de los que se hallaban en la cámara contigua, entre ellas la de su objetivo. Lo percibía.

En ese momento oyó el disparo. Estaba vestida y no había ejecutado los ritos precisos, pero sintió la punzada del viento y temió que hubiese sucedido algo irreparable. Decidió que irrumpiría y trataría de recobrar el control, aun a riesgo de herir a los que no debía. Podía arrastrarse a través de las aberturas, pero antes tendría que apagar los generadores cuyo zumbido estaba escuchando, ya que trabajaba mejor en tinieblas.

No sabía con exactitud cuántos eran, ni cuántos ofrecerían resistencia, pero aquel cálculo no le importaba.

Solo le preocupaban dos cosas: su objetivo y el único de los hombres que era
como ella.

Sabía que él también la olfateaba. Pese a todo, las cosas seguían inclinadas a su favor. Quizá había perdido la ventaja de la sorpresa, pero ellos carecían de otra ventaja más importante.

Ellos no eran ella.

• •
2.9
• •

Ni siquiera Daniel Kean (menos que nadie, él) pudo anticipar su reacción en ese instante. Parecía colocado en una balanza en cuyo platillo opuesto estuviera Bijou: al tiempo que el cuerpo de su esposa caía, el suyo se alzaba con frenético ímpetu. En una fracción de segundo había cubierto el trecho que lo separaba de Olsen y sus manos se habían cerrado en la garganta del superior de Seguridad. Daniel carecía de la fuerza y entrenamiento de Olsen, pero cuando ambos rodaron por el suelo y se detuvieron, los ojos de Olsen mostraban más agonía que los de Daniel.

Lo hubiese estrangulado allí mismo, de no ser por la intervención del agente que había controlado a Bijou, que sujetó a Daniel de los brazos. Olsen siguió ahogándose un instante más, como si fuera la furia de Daniel y no sus manos lo que apretaba su cuello.

Daniel forcejeó con una energía desaforada, hasta que de repente unos chillidos lo detuvieron. Era Yun.

—Cálmate, o ahora le tocará a tu hija —dijo Moon, que había girado la pistola hacia la niña.

Ver el arma dirigida a la cabeza de Yun no aplacó la rabia que sentía. Se hallaba como transfigurado. Sabía que tenía que impedir como fuese que Yun muriera, no ya por sí mismo (se sentía perdido) sino por la propia Yun y por Bijou, cuyo cadáver yacía en algún extremo de su campo visual.
Nuestra pequeña.
El último mensaje de Bijou había sido ese. Sin embargo, sus fuerzas crecían en vez de ceder.

Moon lo miraba a los ojos.

—Tu hija, Daniel.

—Sí, mi hija —dijo él, intentando soltarse de la presa del agente.

Moon dejó de mirarlo para concentrarse en el disparo. El cañón, apoyado sobre la sien de la niña, era mucho más grueso que su pequeña frente blanca, el único trozo de su rostro que la mano del joven del abrigo no cubría.

De repente Moon titubeó. Giró la cabeza, pero no hacia Daniel sino hacia Olsen, que se levantaba frotándose el cuello.

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