La mano izquierda de Dios (7 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—Tú solo dime cómo debo hacerlo.

—Tienes todos los síntomas del nerviosismo: los tambaleos, los temblores... No hay nada que hacer. Todo eso de que se te abra la boca y se te caiga el codo... no es más que un efecto visible de un estado del alma, amigo. El verdadero problema está en el espíritu. —Kleist colocó una flecha en su arco, tiró de la cuerda y la soltó con un elegante movimiento. La flecha trazó un hermoso arco y se clavó de manera satisfactoria en el pecho del blanco—. Ya ves, perfecto... un síntoma externo de la gracia interior.

Cale se rio. Se volvió hacia la aljaba de las flechas que estaba posada en el banco, detrás de él, pero al hacerlo vio a Bosco, que atravesaba el campo por el medio en dirección al redentor Gil, que enseguida hizo a un acólito un gesto para que se adelantara. Cale oyó un suave «¡zas!» tras él, y se dio la vuelta para ver que, a escondidas, Kleist apuntaba con el arco al distante Bosco e imitaba el sonido que hacía una flecha al partir.

—Venga, a que no te atreves.

Kleist se rio y se volvió hacia sus pupilos, que estaban sentados, hablando a cierta distancia. Uno de ellos, Donovan, había aprovechado la pausa, como de costumbre, para sermonear a los demás sobre las maldades de los antagonistas:

—No creen en un purgatorio donde uno se purifica de sus pecados antes de entrar en el cielo. Creen en la justificación por la fe. —Uno de los acólitos que escuchaban ahogó un grito de incredulidad—. Pregonan que cada uno de nosotros se salva o se condena por la inalterable elección del Redentor, y que uno no puede hacer nada para cambiar su destino. Y cogen las canciones que se cantan en las tabernas y las utilizan para hacer sus himnos. El Ahorcado Redentor en el que ellos creen no existió nunca, y morirán todos en pecado porque le tienen horror a la confesión. Por eso dejarán esta vida con todos sus pecados grabados en el alma, y serán condenados.

—Cierra esa bocaza, Donovan —dijo Kleist—, y ponte a trabajar.

En cuanto el acólito salió llevando su mensaje para Cale, Bosco le hizo seña al redentor Gil, y se retiraron a un lado para no ser oídos.

—Hay rumores de que los antagonistas andan en conversaciones con los mercenarios lacónicos.

—¿Tienen fundamento?

—Más que los rumores corrientes.

—Entonces tenemos de qué preocuparnos. —Pero a Gil le vino una idea a la cabeza—. Necesitarán diez mil o más para vencernos. ¿Cómo van a pagarlos?

—Los antagonistas han encontrado minas de plata en Laurión. Y esto no es un rumor.

—Entonces que Dios nos ampare. No tenemos más que unos miles de hombres... tal vez tres mil... capaces de enfrentarse a los mercenarios lacónicos. Su reputación no es exagerada.

—Dios ayuda al que se ayuda a sí mismo. Si no podemos enfrentarnos a hombres que luchan solo por dinero, y no por la gloria de Dios, entonces merecemos la derrota. Es una prueba, y no tiene nada de raro que nos encontremos ahora con ella. —Sonrió—. Pese a la mazmorra, el fuego y la espada. ¿No es así, Padre?

—Bueno, Padre Militante, si se trata de una prueba, es una prueba que yo no sé cómo superar, y si yo no... (perdóneseme el pecado de orgullo), si yo no sé, entonces no lo sabe ningún otro redentor.

—¿Estáis completamente seguro? En cuanto al pecado de orgullo, me refiero.

—¿Qué decís? No necesitáis poneros oscuro conmigo. Me merezco mejor trato.

—Por supuesto. Ahora soy yo el que presenta sus excusas por el orgullo propio. —Se golpeó con suavidad el pecho tres veces—. Mea culpa. Mea culpa. Mea máxima culpa. Yo llevaba un tiempo esperando esto, o algo parecido a esto. Siempre he tenido la sensación de que se pondría a prueba nuestra fe, y que sería una prueba muy dura. El Redentor vino a salvarnos, y la humanidad respondió a ese presente divino colgando al amado de una horca. —Miró a la distancia con los ojos empañados, como si estuviera contemplando con sus propios ojos la ejecución del Redentor, que había tenido lugar hacía mil años. Volvió a exhalar un hondo suspiro, como si lo embargara una pena reciente y terrible, y entonces miró directamente a Gil—. No puedo decir más —y le tocó el brazo con suavidad y auténtico afecto—, salvo que si esa información es cierta, yo no he sido indolente en mi persecución de un final para la apostasía de los antagonistas, ni en corregir el horrible crimen que supone asesinar al único mensajero de Dios. —Sonrió a Gil—. Hay una nueva táctica.

—No comprendo.

—No se trata de una táctica militar, sino de una nueva manera de ver las cosas. Creo que no deberíamos pensar más en el problema de los antagonistas, sino en la solución final al problema del mal humano en sí mismo.

Hizo apartarse aún más a Gil, y bajó todavía más la voz.

—Durante demasiado tiempo hemos estado preparados solo para pensar en la herejía de los antagonistas y en la guerra que libramos contra ellos. Lo que hacen y lo que dejan de hacer. Hemos olvidado que ellos tienen una importancia secundaria ante nuestro propósito, que es no consentir otro dios que el Único Dios Verdadero, y ninguna otra fe sino la Única Fe Verdadera. Nos hemos quedado atrapados en esta guerra como si fuera un fin en sí misma. Hemos dejado que llegue a ser una riña en un mundo lleno de riñas.

—Perdonadme, Padre, pero los frentes oriental y occidental cubren casi dos mil kilómetros, y los muertos se cuentan por cientos de miles: a eso no se le puede llamar riña.

—Nosotros no somos los Materazzi ni los Jane, a los que solo les interesa la guerra para ganar poder. Y, sin embargo, nos hemos convertido en algo parecido. Un poder entre otros muchos, en la guerra de todos contra todos, porque, como ellos, deseamos la victoria pero tememos la derrota.

—Es muy sensato temer la derrota.

—Nosotros somos los representantes de Dios en la tierra, a través de Su Redentor. Nuestra existencia tiene un solo propósito, y lo hemos olvidado porque tenemos miedo. Por eso deben cambiar las cosas: es mejor caer una vez que estar cayendo siempre. O sabemos que tenemos a Dios de nuestro lado, o no lo sabemos. Si eso es lo que de verdad creemos, y no solo lo que fingimos creer, entonces debemos perseguir la victoria absoluta: o todo o nada.

—Si pensáis así, Padre...

Bosco se rio con una risa genuina, dulce.

—Sí, creo que eso es lo que pienso, amigo.

Tanto Cale como Kleist se dieron cuenta de que se acercaba a ellos un acólito, encantado con la oportunidad de entregar lo que estaba convencido de que eran malas noticias. Cuando empezó a hablar, Kleist lo interrumpió:

—¿Qué quieres, Salk? Estoy ocupado.

Eso hizo que Salk abandonara la malévola lentitud con que intentaba alargar su mensaje.

—Perdona, Kleist, pero esto no tiene nada que ver contigo. El redentor Bosco quiere ver a Cale en sus aposentos después de las plegarias nocturnas.

—Bien —dijo Kleist, como si eso no fuera más que rutina—. Y ahora vete a la mierda.

Pillado desprevenido tanto por la hostil falta de curiosidad como por el hecho de que Cale lo mirara de manera extraña, Salk escupió en el suelo para mostrar su propia indiferencia, y se fue.

Cale y Kleist se miraron el uno al otro. Puesto que Cale era el zelote de Bosco, los avisos para que fuera a ver al Padre Militante, que habrían aterrorizado a cualquier otro muchacho, no eran raros. Lo que no resultaba normal, sino más bien perturbador teniendo en cuenta los acontecimientos del día anterior, era que a Cale se le convocara en sus aposentos privados y a última hora de la noche. Eso no había ocurrido nunca.

—¿Y si lo sabe? —preguntó Kleist.

—Si lo supiera, nosotros estaríamos ya en la Casa para Propósitos Especiales.

—Sería muy propio de Bosco hacernos pensar eso.

—Supongo. Pero no podemos hacer nada al respecto. —Cale tensó el arco, lo aguantó un segundo y, entonces, soltó la flecha, que describió un arco en el aire y erró el blanco por treinta centímetros.

Los tres habían acordado ya faltar a la cena. Normalmente era peligroso encontrarse en cualquier sitio que no fuera aquel en el que se suponía que debía estar uno, pero nunca se había oído que un acólito faltara a ninguna comida, pese a lo repelente que fuera lo que les daban, porque siempre tenían hambre. En consecuencia, el momento en que menos vigilaban los redentores era en el de la cena, lo cual facilitaba que Cale y Kleist pudieran esconderse en el lado de detrás de la Basílica Número Cuatro, y esperar a que Henri el Impreciso sacara la comida desde la sacristía. En aquella ocasión comieron menos y mucho más despacio, pero a los diez minutos volvieron a encontrarse mal.

Media hora después, Cale esperaba en el oscuro corredor, ante los aposentos del Padre Militante. Una hora después, seguía allí. Entonces se abrió la puerta de hierro fundido y apareció ante él, observándolo, la alta figura de Bosco, que le sacaba a Cale la mitad de la altura de este. El muchacho no dio muestras de preocuparse en absoluto.

«Interesante», pensó Bosco, antes de decirle:

—Entra.

Cale lo siguió a sus aposentos, que estaban solo ligeramente más iluminados que el corredor. Si hubiera esperado ver algo de su privacidad después de todos aquellos años, se habría sentido decepcionado. Había puertas que daban a otras habitaciones, pero todas estaban cerradas, y lo único que podía ver era un cuarto de estudio con muy poca cosa dentro. Bosco se sentó tras su escritorio y examinó el pliego de papel que tenía delante. Cale se quedó ante él, de pie, esperando, sabiendo que podía tratarse tanto de una solicitud para la adquisición de una docena de espadas de madera para los entrenamientos, como de su propia sentencia de muerte.

Bosco habló al cabo de unos minutos, pero sin levantar la vista y preguntando en tono suave:

—¿Hay algo que quieras decirme?

—No, Padre —respondió Cale.

Pero Bosco siguió sin levantar la vista.

—Si me mientes, no podré hacer nada para salvarte. —Entonces miró a Cale fijamente a los ojos, con una mirada infinitamente fría y negra. Era como si lo mirara la propia muerte—. Así que te lo pregunto de nuevo: ¿hay algo que quieras decirme?

Aguantando la mirada, Cale respondió:

—No, Padre.

El Padre Militante no apartó la mirada, y Cale empezó a sentir que su voluntad empezaba a disolverse, como si le estuvieran vertiendo algún ácido en su propia alma. Empezó a surgir, en la misma garganta, un horrible deseo de confesar. Era terror, era la seguridad, que le había acompañado desde que era un niño, de que el redentor que tenía delante era capaz de cualquier cosa, de que el dolor y el sufrimiento eran el compañero constante de aquel hombre, y de que cualquier cosa viva enmudecía ante él.

Bosco volvió la mirada al papel que tenía ante sí y lo firmó con su nombre. A continuación plegó el papel y lo selló con lacre rojo. Se lo entregó a Cale.

—Llévale esto al Padre Disciplinario.

Un soplo de aire frío atravesó a Cale.

—¿Ahora?

—Sí. Ahora.

—Ya ha oscurecido. El dormitorio se cerrará dentro de unos minutos.

—No te preocupes por eso. Ya está previsto.

Sin alzar la mirada, el redentor Bosco volvió a escribir. Cale no se movió. El redentor levantó entonces la mirada.

—¿Algo más, Cale?

En el fuero interno de Cale, el instinto luchaba contra sí mismo. Si confesaba, el redentor podría ayudarlo. Al fin y al cabo, él era su zelote, y podría salvarlo. Pero, en el interior de su alma, otros seres parecían gritar: «¡No confieses nunca! ¡Nunca admitas tu culpa! ¡Nunca! Niégalo siempre todo».

—No, Padre.

—Entonces ve.

Cale se volvió y caminó hacia la puerta, refrenando el impulso de echar a correr. Una vez fuera, cerró la puerta de hierro y se quedó mirándola, como si fuera tan transparente como el cristal y pudiera ver el estudio a través de ella. Miraba con odio.

Se dirigió hacia el corredor más cercano y se detuvo bajo la pobre luz del candelabro que había en la pared. Sabía que aquella oportunidad de abrir la carta era una prueba que le imponía Bosco y que de hacerlo, la infracción lo llevaría a la ejecución inmediata. Si Bosco estaba enterado de lo que había ocurrido el día anterior, muy bien podía ser una orden dirigida al Padre Disciplinario para que lo hiciera matar. Era muy propio del estilo de Bosco hacer que Cale llevara su propia sentencia de muerte. Pero tal vez no fuera nada, solo otro de aquellos interminables intentos del Padre Militante por ponerlo a prueba cada vez que se le presentaba la ocasión.

Respiró hondo y trató de ver las cosas tal como eran, sin que el miedo las tiñera de su color. La cosa era, de hecho, bastante clara: en aquella carta podía no haber nada letal, aunque, probablemente, sí algo desagradable y doloroso. Sin embargo, abrirla suponía con total seguridad la muerte. Pensando así, empezó a caminar en dirección al despacho del Padre Disciplinario, aunque no paraba de sentir algo en el cerebro que le martilleaba a preguntas sobre qué haría si se cumplían los peores vaticinios.

En diez minutos, tras perderse una vez en la maraña de corredores, llegó ante la Cámara de Salvación. Por un instante permaneció ante la gran puerta, inmerso en la oscura penumbra, sintiendo el corazón palpitante de miedo y rabia. Entonces observó que la puerta no estaba cerrada, sino solo entornada.

Cale se detuvo un momento, pensando qué hacer. Miró la carta que llevaba consigo, y después empujó la puerta lo suficiente para ver al otro lado. En la pared opuesta de la estancia podía distinguir al Padre Disciplinario, que estaba inclinado sobre algo y canturreaba para sí:

La fe de nuestros padres, viva aún pese a mazmorras, fuegos y espadas.

Da dum de dum de dum de dum de dum.

Da dum de dum de dum de dum.

La fe de nuestros padres, dum de dum.

Hasta la muerte te seremos fieles.

Entonces dejó de cantar para concentrarse en algo. Aquella parte de la estancia estaba todo lo bien iluminada que podía estarlo una zona a la luz de las velas, y parecía que el Padre Disciplinario encerrara la luz en una especie de halo circular al que su cuerpo servía de pantalla. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, Cale distinguió que estaba inclinado sobre una mesa de madera que debía de medir unos dos metros por poco más, y que había algo sobre la mesa, aunque el extremo de eso estaba envuelto en una tela. El Padre Disciplinario siguió tarareando, se volvió hacia un lado y dejó caer algo pequeño y duro en un plato de hierro. Cogiendo unas tijeras que había al lado del plato, reemprendió su trabajo.

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