Read La peste Online

Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

La peste (20 page)

BOOK: La peste
3.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Desde este punto de vista, todos llegaron a vivir la ley de la peste, más eficaz cuanto más mediocre. Ni uno entre nosotros tenía grandes sentimientos. Pero todos experimentaban sentimientos monótonos. "Ya es hora de que esto termine", decían, porque en tiempo de peste es normal buscar el fin del sufrimiento colectivo y porque, de hecho, deseaban que terminase. Pero todo se decía sin el ardor ni la actitud de los primeros tiempos, se decía sólo con las pocas razones que nos quedaban todavía claras y que eran muy pobres. Al grande y furioso impulso de las primeras semanas había sucedido un decaimiento que hubiera sido erróneo tomar por resignación, pero que no dejaba de ser una especie de consentimiento provisional.

Nuestros conciudadanos se habían puesto al compás de la peste, se habían adaptado, como se dice, porque no había medio de hacer otra cosa. Todavía tenían la actitud que se tiene ante la desgracia o el sufrimiento, pero ya no eran para ellos punzantes. El doctor Rieux consideraba que, justamente, esto era un desastre, porque el hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma. Antes, los separados no eran tan infelices porque en su sufrimiento había un fuego que ahora ya se había extinguido. En el presente, se les veía en las esquinas, en los cafés o en casa de los amigos, plácidos y distraídos, con miradas tan llenas de tedio que, por culpa de ellos, toda la ciudad parecía una sala de espera. Los que tenían un oficio cumplían con él en el estilo mismo de la peste: meticulosamente y sin brillo. Todo el mundo era modesto. Por primera vez los separados hablaban del ausente sin escrúpulos, no tenían inconvenientes en emplear el lenguaje de todos, en considerar su separación enfocándola como a las estadísticas de la epidemia. Hasta allí habían hurtado furiosamente su sufrimiento a la desgracia colectiva, pero ahora aceptaban la confusión. Sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente. A decir verdad, todo se volvía presente. La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes.

Claro está que nada de eso era absoluto. Porque si es cierto que todos los que estaban separados llegaron a este estado, hay que reconocer que no llegaron todos al mismo tiempo y también que, una vez instalados en esta nueva actitud, había relámpagos, retrocesos, momentos de súbita lucidez que volvían a darles una sensibilidad más joven y más dolorosa. Bastaba que llegasen a uno de esos momentos de distracción en que se ponían a hacer algún proyecto que implicaba el término de la peste. Bastaba que sintiesen más pesadamente, a causa de cualquier combinación de ideas, la fuerza de unos celos sin motivo. Otros tenían también inesperados renacimientos, salían de su sopor ciertos días de la semana, el domingo, naturalmente, y el sábado por la tarde, porque esos días estaban consagrados a ciertos ritos en tiempo del ausente. O también, con cierta melancolía, al caer la tarde, les llegaba la advertencia no siempre confirmada, de que iba a volverles la memoria. Esta hora de la tarde, que para los creyentes es la hora del examen de conciencia, es dura para el prisionero o el exiliado que no tiene que examinar más que el vacío. Quedaban un momento suspendidos de ella, después volvían a la atonía y se encerraban en la peste.

Ya quedaba explicado que todo consistía en renunciar a lo que había en ellos de más personal. Mientras que en los primeros tiempos de la peste eran heridos por una multitud de pequeñeces que contaban mucho para ellos y nada para los otros, y hacían así la experiencia de la vida personal, ahora, por el contrario, no se interesaban sino en lo que interesaba a los otros, No tenían más que ideas generales y su amor mismo había tomado para ellos la fisonomía más abstracta. A tal punto estaban abandonados a la peste que a veces les sucedía no esperar sino en su sueño y se sorprendían pensando: "¡Los bubones y acabar de una vez!" Pero, en verdad, ya estaban dormidos; todo aquel tiempo fue como un largo sueño. La ciudad estaba llena de dormidos despiertos que no escapaban realmente a su suerte sino esas pocas veces en que, por la noche, su herida, en apariencia cerrada, se abría bruscamente. Y despertados por ella con un sobresalto, tanteaban con una especie de distracción sus labios irritados, volviendo a encontrar en un relámpago su sufrimiento, súbitamente rejuvenecido, y, con él, el rostro acongojado de su amor. Por la mañana volvían a la plaga, esto es, a la rutina.

Pero, se dirá, esos separados, ¿qué aspecto tenían? Pues bien no tenían ningún aspecto particular. O si se quiere, tenían el mismo aspecto de los demás, un aspecto enteramente general. Compartían la placidez y las agitaciones pueriles de la ciudad. Perdían la apariencia del sentido crítico adquiriendo la apariencia de la sangre fría. Se podía ver, por ejemplo, a los más inteligentes haciendo como que buscaban, al igual de todo el mundo, en los periódicos o en las emisiones de radio, razones para creer en un rápido fin de la peste, para concebir esperanzas quiméricas o experimentar temores sin fundamento ante la lectura de ciertas consideraciones que cualquier periodista había escrito al azar, bostezando de aburrimiento. Por lo demás, bebían cerveza o cuidaban enfermos, holgazaneaban o trabajaban hasta agotarse. Clasificaban fichas o ponían discos, sin diferenciarse en nada los unos de los otros. Dicho de otro modo, no escogían nada. La peste había suprimido las tablas de valores. Y esto se veía, sobre todo, en que nadie se preocupaba de la calidad de los trajes ni de los alimentos. Todo se aceptaba en bloque.

Podemos decir, para terminar, que los separados ya no tenían aquel curioso privilegio que al principio los preservaba. Habían perdido el egoísmo del amor y el beneficio que conforta. Ahora, al menos, la situación estaba clara: la plaga alcanzaba a todo el mundo. Todos nosotros en medio de las detonaciones que estallaban a las puertas de la ciudad, entre los choques que acompasaban nuestra vida o nuestra muerte, en medio de los incendios y de las fichas, del terror y de las formalidades, emplazados a una muerte ignominiosa pero registrada, entre los humos espantosos y los timbres impasibles de las ambulancias, nos alimentábamos con el mismo pan de exilio, esperando sin saberlo la misma reunión y la misma paz conmovedora. Nuestro amor estaba siempre ahí, sin duda, pero sencillamente no era utilizable, era pesado de llevar, inerte en el fondo de nosotros mismos, estéril como el crimen o la condenación. No era más que una paciencia sin porvenir y una esperanza obstinada. Y desde este punto de vista, la actitud de algunos de nuestros conciudadanos era como esas largas colas en los cuatro extremos de la ciudad, a la puerta de los almacenes de productos alimenticios. Era la misma resignación y la misma longanimidad a la vez ilimitada y sin ilusiones. Había solamente que llevar este sentimiento a una escala mil veces mayor en lo que concierne a la separación, porque en ese caso se trataba de otra hambre y que podía devorarlo todo.

En último caso, si se quiere tener una idea justa del estado de ánimo en que se encontraban los separados en Oran, hay que evocar de nuevo esas eternas tardes doradas y polvorientas que caían sobre la ciudad sin árboles mientras que hombres y mujeres se desparramaban por todas las calles. Pues, extrañamente, lo que subía entonces hasta las terrazas, todavía soleadas, en la ausencia de los ruidos de coches y de máquinas que son de ordinario el lenguaje de las ciudades, no era más que un enorme rumor de pasos y de voces sordas, el doloroso deslizarse de miles de suelas ritmado por el silbido de la plaga en el cielo cargado, un pisoteo interminable y sofocante, en fin, que iba llenando toda la ciudad y que cada tarde daba su voz más fiel, y más mortecina, a la obstinación ciega que en nuestros corazones reemplazaba entonces al amor.

IV

Durante los meses de setiembre y octubre toda la ciudad vivió doblegada a la peste. Centenares de miles de hombres daban vueltas sobre el mismo lugar, sin avanzar un paso, durante semanas interminables. La bruma, el calor y la lluvia se sucedieron en el cielo. Bandadas silenciosas de estorninos y de tordos, que venían del mar, pasaban muy alto dando un rodeo, como si el azote de Paneloux, la extraña lanza de madera que silbaba, volteada sobre las casas, los mantuviese alejadas. A principios de octubre, grandes aguaceros barrieron las calles. Y durante este tiempo no se produjo nada que no fuese ese continuo dar vueltas sin avanzar.

Rieux y sus amigos descubrieron entonces hasta qué punto estaban cansados. En realidad, los hombres de los equipos sanitarios no lograban ya digerir el cansancio. El doctor Rieux lo notaba al observar en sus amigos y en él mismo los progresos de una rara indiferencia. Por ejemplo, los hombres que hasta entonces habían demostrado un interés tan vivo por todas las noticias de la peste dejaron de preocuparse de ella por completo. Rambert, a quien habían encargado provisionalmente de dirigir una de las residencias de cuarentena instalada desde hacía poco en su hotel, conocía perfectamente el número de los que tenía en observación. Estaba al corriente de los menores detalles del sistema de evacuación inmediata que había organizado para los que presentaban súbitamente síntomas de la enfermedad, pero era incapaz de decir la cifra semanal de las víctimas de la peste, ignoraba realmente si ésta avanzaba o retrocedía. Pese a todo vivía con la esperanza de una evasión próxima.

En cuanto a los otros, absorbidos en su trabajo día y noche, no leían periódicos ni escuchaban radio. Y si se comentaba con ellos los resultados de la semana hacían como si se interesaran, pero en el fondo lo acogían todo con esa indiferencia distraída que se supone en los combatientes de las grandes guerras, agotados por el esfuerzo, pendientes sólo de no desfallecer en su deber cotidiano, sin esperar ni la operación decisiva ni el día del armisticio.

Grand, que continuaba haciendo los cálculos necesarios, hubiera sido seguramente incapaz de informar sobre los resultados generales. Al contrario de Tarrou, de Rambert y de Rieux, siempre duros para el cansancio, no había tenido nunca buena salud. Y sin embargo acumulaba sobre sus obligaciones de auxiliar del Ayuntamiento, la secretaría de los equipos de Rieux y, además, sus trabajos nocturnos. Así estaba siempre en continuo estado de agotamiento, sostenido por dos o tres ideas fijas tales como la de prometerse unas vacaciones completas después de la peste, durante una semana por lo menos, y trabajar entonces de modo positivo en lo que tenía entre manos, hasta llegar a "abajo el sombrero". Sufría también bruscos enternecimientos y en esas ocasiones se ponía a hablarle a Rieux de Jeanne, preguntándose dónde podría estar en aquel momento y si al leer el periódico lo recordaría. En una de estas conversaciones que sostenía con él, Rieux mismo se sorprendió un día hablando de su propia mujer en el tono más trivial, cosa que no había hecho nunca. No estaba muy seguro de la veracidad de los telegramas que ella le ponía, siempre tranquilizadores. Y se había decidido a telegrafiar al director del sanatorio. Como respuesta había recibido la notificación de un retroceso en el estado de la enferma, asegurándole, al mismo tiempo, que se emplearían todos los medios para contener el mal. Se había reservado esta noticia y sólo por el cansancio podía explicarse que se la hubiera confiado a Grand en aquel momento. Después de hablarle de Jeanne, Grand le había preguntado por su mujer y Rieux le había respondido. Grand había dicho: "Usted ya sabe que eso ahora se cura muy bien." Y Rieux había asentido, diciendo simplemente que la separación empezaba a ser demasiado larga, y que él hubiera podido ayudar a su mujer a triunfar de la enfermedad, mientras que ahora tenía que sentirse enteramente sola. Después se había callado y había respondido evasivamente a las preguntas de Grand.

Los otros estaban en el mismo estado. Tarrou resistía mejor, pero sus cuadernos demuestran que si su curiosidad no se había hecho menos profunda, había perdido, en cambio, su diversidad. Durante todo ese período llegó a no interesarse más que por Cottard. Por la noche, en casa de Rieux, donde acabó por instalarse cuando convirtieron el hotel en casa de cuarentena, apenas escuchaba a Grand o al doctor cuando comentaban los resultados del día. Llevaba en seguida la conversación hacia los pequeños detalles de la vida oranesa, que generalmente les preocupaban.

En cuanto a Castel, el día en que vino a anunciar al doctor que el suero estaba preparado, después que hubieron decidido hacer la primera prueba en el niño del señor Othon, cuyo caso parecía desesperado, Rieux empezó a comunicarle las últimas estadísticas, cuando se dio cuenta de que su viejo amigo se había quedado profundamente dormido en la butaca. Y ante este rostro, en el que siempre había algo de dulzura y de ironía que le daban una perpetua juventud, ahora súbitamente abandonado, con un hilo de saliva asomándole en los labios entreabiertos, dejando ver todo su desgaste y su vejez, Rieux sintió que se le apretaba la garganta.

Por todas estas debilidades Rieux calculaba las dimensiones de su cansancio. Su sensibilidad se desmandaba. Encadenada la mayor parte del tiempo, endurecida y desecada, estallaba de cuando en cuando, dejándole entregado a emociones que no podía dominar. Su única defensa era encerrarse en ese endurecimiento, apretar el nudo que se había formado dentro de él. Sabía con certeza que esta era la única manera de continuar. Por lo demás, no tenía muchas ilusiones y el cansancio le quitaba las pocas que le quedaban. Pues sabía que aun, durante un período cuyo término no podía entrever, su misión no era curar, sino únicamente diagnosticar. Descubrir, ver, describir, registrar, y después desahuciar, esta era su tarea. Había mujeres que le cogían la mano gritando: "¡Doctor, dele usted la vida!" Pero él no estaba allí para dar la vida sino para ordenar el aislamiento. ¿A qué conducía el odio que leía entonces en las caras? "No tiene usted corazón", le habían dicho un día; sin embargo tenía un corazón. Le servía para soportar las veinte horas diarias que pasaba viendo morir a hombres que estaban hechos para vivir. Le servía para recomenzar todos los días; pero eso sí, sólo tenía lo suficiente para eso. ¿Cómo pretender que le alcanzase para dar la vida?

No, no era su socorro lo que distribuía a lo largo del día, eran meros informes. A eso no se le podía llamar un oficio de hombre. Pero, después de todo, ¿a quién entre toda esa muchedumbre aterrorizada se le dejaba la facultad de ejercer un oficio de hombre? A decir verdad, era una suerte que existiese el cansancio. Si Rieux hubiera estado más entero, este olor de muerte difundido por todas partes hubiera podido volverle sentimental. Pero cuando no se ha dormido más que cuatro horas no se es sentimental. Se ven las cosas como son, es decir, que se las ve según la justicia, según la odiosa e irrisoria justicia. Y los otros, los desahuciados, lo sabían perfectamente, ellos también. Antes de la peste lo recibían siempre como a un salvador. Él podía arreglarlo todo con tres píldoras y una jeringa y le apretaban el brazo al acompañarlo por los pasillos. Era halagador pero peligroso. Ahora, por el contrario, se presentaba con una escolta de soldados y había que empezar a culatazos con la puerta para que la familia se decidiese a abrir. Ahora querrían arrastrarlo y arrastrar con ellos a la humanidad entera hacia la muerte. ¡Ah! Era bien cierto que los hombres no se puedan pasar sin los hombres, era bien cierto que tan desamparado estaba él como aquellos desgraciados y que él también merecía aquel estremecimiento de piedad que cuando se apartaba de ellos dejaba crecer en sí mismo.

BOOK: La peste
3.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

All In by JC Szot
Stranger in Dadland by Amy Goldman Koss
Matters of the Blood by Maria Lima
Dreaming on Daisies by Miralee Ferrell
Midnight Rose by Shelby Reed
The Bachelor's Bed by Jill Shalvis
Sweet Scent of Blood by Suzanne McLeod
Haunted by Dorah L. Williams