La puerta de las siete cerraduras (14 page)

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
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Sybil oía, asombrada, esta descripción de un hombre desconocido.

—Acaso usted...—empezó a decir.

—Mi marido —interrumpió la mujer con dignidad—. Yo soy la esposa de
mister
Bertram Cody.

Sybil recorrió con la memoria todos los suscriptores de la biblioteca, sin encontrar ninguno que tuviese tal nombre.

—Soy la esposa del doctor Cody. ¿Tiene usted, una silla donde sentarme?

Sybil, disculpándose por no haberlo hecho antes, le ofreció una silla.

—Mi marido conocía mucho a su padre. Fueron buenos amigos hace muchos años. Y él me ha dicho (mi marido, quiero decir) esta mañana: «Si vas a la ciudad, Elizabeth, acércate a la biblioteca Bellíngham.» Y me dio las señas, que me escribió en este trozo de papel.

Buscó en el fondo de un lujoso bolsillo de piel y sacó una tarjeta.

—¡Escrita de su puño y letra.

Y enseñó unos garabatos que nada significaban para Sybil.

—Mi marido me dijo: «No dejes de ver a
miss
Lansdown, y la invitas a tomar el té con nosotros. Puedo decirle cosas muy interesantes, que ella ignora, acerca de su padre.» Sybil la oía desconcertada, pero con interés. ¿Quién era esta extraña mujer? ¿Qué posición social ocupaba su marido, del cual sólo conocía el titulo de doctor, según había dicho con orgullo la esposa?

Como si
mistress
Cody hubiese leído el pensamiento de la muchacha, continuó: —Mí marido no es médico. Es doctor en Literatura y en Leyes. Obtuvo el título en un colegio de América. Lo cierto es,
miss
—añadió, bajando la voz—, que usted tiene muchos enemigos. Mi marido me ha dicho: «Di a esa joven que no diga una palabra a nadie de todo esto, porque me podría costar caro. Llévate el Rolls-Royce y convéncela de que debe venir a tomar el té. En menos de una hora estará de vuelta en la ciudad, y nadie sabrá que ha venido.» —Pero ¿por qué no ha de saberse? —preguntó la muchacha, un poco divertida por la escena, pero con un vago presentimiento de que en esta invitación había algo más serio de lo que a primera vista parecía.

—A causa de esos enemigos de que le he hablado a usted —respondió
mistress
Cody con gravedad—. No solamente la persiguen a usted, sino también a ese policía canadiense.

—¿Se refiere usted a
mister
Martin?—preguntó la muchacha con ansiedad, profundamente interesada.

—Ese es el amigo, precisamente: el detective. Ya trataron de hacerse con el en una ocasión. ¿No se lo ha dicho a usted? Pero la próxima vez no se escapará. Tan seguro como me llamo Elizabeth.

Sybil, en actitud de duda, se quedó mirando a! teléfono que había sobre la mesa.

—¿Y qué tiene que ver mi padre con todo esto? —preguntó.

Mistress
Cody hizo un gesto con los labios, dando a entender que ni siquiera podría decirlo. —Mi marido se lo dirá a usted. Sybil examinó a la mujer con más atención. Era. sin duda, el tipo más vulgar que había encontrado en su vida; sus riquezas se mostraban en la gran cantidad de joyas que lucía. A cada movimiento de cabeza, los pendientes, de gruesos brillantes, resplandecían en la luz de la tarde. Sus dedos apenas eran visibles bajo las sortijas que los cubrían, y sobre el amplio busto brillaba un valioso broche de diamantes.

—¿Es muy lejos? —preguntó Sybil.

—En Sussex. En menos de una hora estaremos allí. ¿Podrá usted salir antes de la biblioteca para llegar a tiempo de tomar una taza de té?

—Sí —respondió Sybil, pensativa—. Hoy me corresponde salir antes.

Mistress
Cody consultó su reloj de oro y brillantes.

—La esperaré a usted. Encontrará usted mi Rolls-Royce —pronunciaba estas palabras con énfasis— en la esquina. No puede usted confundirse. Es negro con algunas rayas rojas.

—No se moleste usted en esperarme. Todavía he de tardar media hora.

—No me importa esperar; pero estoy mejor en el coche. Va usted a tener una gran sorpresa, joven, y a darme las gracias toda la vida por haber venido a buscarla.

Sybil llamó por teléfono a su madre; pero ésta había salido. Recordó entonces que tenía una partida de
bridge
, su única distracción. Llamó a casa de Dick Martin y obtuvo idéntico resultado. A las cuatro salió de la biblioteca. En la esquina esperaba la limousine, un precioso y elegante automóvil, que avanzó muy despacio hacia ella. El chofer, un joven bien parecido, de cara redonda. (Sybil calculó que podría tener unos treinta años), vestía una lujosa librea.
Mistress
Cody abrió la portezuela y Sybil subió al coche, cuyo interior tenía un perfume tan denso que la muchacha hizo girar la manivela para bajar los cristales de las ventanillas.

—Supongo que habrá usted telefoneado a su madre —dijo
mistress
Cody, dirigiendo a Sybil una atenta mirada.

—Sí, pero no estaba en casa.

—Entonces habrá usted dejado el aviso a la criada.

Sybil se echó a reír.

—No nos podemos permitir ese lujo —dijo—. Mi madre y yo hacemos todo el trabajo de la casa.

—¿Le ha dicho usted a alguien adonde va? Eso siempre debe usted hacerlo, para caso de accidente.

—No, no se lo he dicho a nadie. Traté de hablar con un amigo, pero tampoco estaba en casa.

Por un instante brilló una sonrisa en su rostro, pero se desvaneció en seguida.

—No sea usted demasiado precavida —dijo
mistress
Cody sentenciosamente—. ¿Quiere usted sentarse aquí detrás,
miss
...? ¿Cómo es su nombre?... En esta esquina se va con más comodidad.

Era un sitio que apenas podía verse desde fuera. Pero Sybil no se dio cuenta de ello.

CAPÍTULO XVIII

El «auto» tomó la dirección del Sudoeste, y aunque
mistress
Cody no era, en realidad, muy amena, Sybil encontró varios motivos en qué pensar acerca de esta mujer tan fastuosamente vestida. En menos de una hora el «auto» llegó a pasar unas pesadas puertas de hierro, siguiendo después por una larga avenida y deteniéndose a la puerta de una casa de estilo indefinido.

Sybil veía por primera vez al hombre grueso y sonriente que salió a su encuentro.

—¡Ah! —exclamó éste jovialmente—. ¿Es usted la hija de mi viejo amigo? ¡La pequeña Sybil! No recuerda usted de mi, ¿verdad?

—Creo que no, doctor Cody —respondió Sybil, sonriéndose.

—¡Claro, hija mía, claro!

Hablaba en tono paternal. Pero
mistress
Cody, que conocía a su esposo mejor que nadie, le dirigía una fría mirada, que expresaba elocuentemente ese conocimiento. Si Cody vio esa mirada, no debió de importarle mucho, pues no cambió su manera amable. Cogió a la muchacha por el brazo, bien a pesar de ella, y la llevó a la biblioteca, cariñosamente, haciéndola sentar en la silla más cómoda y colocando un almohadón en el respaldo.

—El té en seguida —ordenó—. Deben ustedes de estar cansadas después de tan largo viaje.

—Yo, sí —dijo
mistress
Cody—. Quisiera hablar un momento contigo, Cody.

—Bien, querida. ¿Está usted cómoda,
miss
Lansdown?

—Completamente —respondió la muchacha, inquieta al ver que
mistress
Cody se ponía roja y salía de la habitación cerrando la puerta de un golpazo.

En el hall, el chofer encendía un cigarrillo. Al ver llegar a
mistress
Cody se la quedó mirando fijamente.

—¿Quién esa muchacha, tía?

Mistress
Cody se encogió de hombros.

—La muchacha de quien te habló el viejo —dijo—. Haces demasiadas preguntas. Eso le disgusta.

—Comprendí que era ella. Una muchacha bonita. Me sorprende el que los deje usted solos.

—¡A mi qué me importa tu sorpresa! Ya puedes llevar el coche al garaje. Después ven a verme.

—Hay tiempo de sobra —respondió fríamente el sobrino—. ¿Qué va hacer el viejo?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa?

—¿Tiene ella la llave?

—¡No; naturalmente que no, majadero! Y no me hagas más preguntas idiotas ni metas la nariz en mis asuntos. ¿Qué es lo que sabes tú acerca de las llaves?

—Usted y el viejo forman una pareja muy extraña. Pero a mí me tiene sin cuidado. La muchacha es realmente bonita. Bueno, voy a la cocina a tomar un poco de té. El viejo ha dado permiso para salir al cocinero y a
mistress
Hartley. La doncella so retiró enferma. ¡Qué rara coincidencia la de que todo el mundo se haya ido a la vez!

Empezó a andar despacio hacia la puerta, y al llegar a ésta volvió de nuevo y dijo: ¡Es muy curioso! ¿De qué se trata, tía?

¡No me llames tanto «tía»! Yo soy tu «señora», ¿lo sabes, rata de presidio? Ya te lo he dicho muchas veces.

Temblaba de furia
mistress
Cody. El chofer la conocía bien y sabía que no era el momento de excitar su cólera. Durante siete años (con algún agradable intervalo) había mantenido la amable ficción de ser un sirviente mimado en la casa de
mistress
Cody. Su salario era excelente, y llegó a saber algo de los asuntos particulares de la viuda, con quien se había casado el doctor Cody del modo más inesperado. En consideración a ello recibía una recompensa, consistente en un buen sueldo, una buena habitación, más lo que le producía el garaje. Gustosamente era ciego y sordo acerca de muchos raros sucesos de que había sido testigo en la casa. Dio unos pasos hacia su tía, medio cayéndosele el cigarrillo de los gruesos labios.

—¿A qué hora —dijo— Llevaré a la muchacha a la ciudad?

—No te molestes; se quedará aquí.

—¿Lo sabe ella?

—Métete en tus asuntos.

—Este es asunto mío, por esta vez. No sé quién es ni lo que es ella; pero el juego no me parece limpio y no quiero ser cómplice. Dentro de una hora tendré el coche listo para llevarla.

Mistress
Cody no respondió. Cruzó rápidamente el hall y subiendo la escalera, se perdió de vista. El chofer esperó hasta verla en el rellano, y entonces se fue a la cocina a tomar el té y a meditar acerca de las cosas extrañas que ocurrían en Weald House y en las misteriosas causas que doce años antes habían convertido a su tía —una vulgar asistenta— en una respetable
lady
acaudalada.

Mistress
Cody, después de colocar sobre la mesa el servicio de té, se retiró de la habitación, sin que esto le pareciese a Sybil nada extraño, pues pensaba que acaso el doctor tendría que decirle algo que no debería oír su esposa. Por tres veces la muchacha había intentado iniciar la conversación acerca de su padre y del secreto que
mister
Cody tenía que revelarle; pero las tres veces éste había desviado hábilmente la conversación en otro sentido. Pero, al fin, Sybil abordó el asunto, preguntándole bruscamente por lo que tenía que decirle.

—Bien, joven —dijo Cody, tosiendo—. Se trata de una larga historia, y no sé si podré contar toda en el poco tiempo que tenemos. ¿No seria mejor que yo llamase a su mamá por teléfono para que venga a pasar la tarde con nosotros?

La muchacha le miraba asombrada.

—Me temo que no acepte —dijo—, porque esta noche pensamos ir al teatro.

Sybil no mentía nunca; pero aun a las personas más sinceras les está permitido inventar pretextos para evitar escenas desagradables.

—¿Puedo telefonearle yo? —añadió
mister
Cody.

Como sabía que su madre no estaría en casa hasta más tarde, Sybil aceptó. Cody salió de la habitación y regresó al cabo de cinco minutos, frotándose las manos y sonriendo.

—¡Magnifico, magnifico! —exclamó—. Su querida mama de usted me ha prometido venir. Dice que puede cambiar los billetes del teatro para otra noche. Ya he enviado el «auto» a buscarla.

Sybil le oía petrificada de asombro, pero ligeramente divertida en medio del temor que le asaltaba. Aquel hombre estaba mintiendo, ella había inventado lo del teatro para salir del apuro del momento. Además sabía que su madre no estaba en casa. ¡Se acercaba el peligro! Sybil lo veía como una luz roja brillante ante sus ojos. Algún terrible peligro la amenazaba.

—Me alegro mucho —dijo, con una calma que estaba muy lejos de sentir—. Tiene usted una casa muy bonita,
mister
Cody.

—Sí, es una joya. ¿Le gustaría a usted verla? Tiene una curiosa historia. La heredó un pariente de usted: lord Selford. Yo la alquilé hace ya muchos años.

—¿Conoce usted a
mister
Havelock? —preguntó Sybil, sorprendida.

—¡Hum! —respondió él, tocándose la barbilla—. No, no puede decirse realmente que le conozco. He hecho negocios con él. Le compré una propiedad australiana. En cuanto a esta casa, la alquilé por mediación de una tercera persona, y dudo que
mister
Havelock sepa que yo soy el inquilino. ¿Usted le conoce bien?

—Ligeramente —respondió Sybil.

Su cerebro trabajaba incesantemente. ¿Qué podría hacer ella? Buscaba un pretexto para salir al jardín. Un camino pasaba cerca de la entrada, y ella recordaba que había un hotel muy próximo. Si lograba salir, seguramente le sería fácil llegar al hotel y pedir protección a sus habitantes.

—¿Quiere usted ver algunas habitaciones? —dijo
mister
Cody.

—No; me gustaría ver el jardín. Me parece que vi unas plantas de narcisos cerca de la entrada.

Se levantó de la silla con las piernas temblonas.

—¡Hum! —dijo
mister
Cody—. Sí, unas plantas preciosas; pero en el jardín hay mucha humedad.

—Me gustaría verlas —insistió la joven.

—Muy bien. ¿Quiere usted esperar que tome mi secunda taza de té?... Por supuesto, usted no ha terminado la suya y se le va a enfriar. ¿Quiere usted que le sirva otra taza?

—No, no: tengo suficiente con una. Muchas gracias.

¡Qué locura había cometido! Acompañar a una mujer desconocida —cuya apariencia debió haberla prevenido— a una casa extraña, sin haber dicho a nadie adonde iba...

Dominando los nervios, procurando que no le temblasen las manos. cogió la taza y bebió un sorbo de té. Sintió sequedad en la boca. Empezaba a ver su situación de un modo inconsciente El té no era bueno; tenía un gusto salado, metálico... Hizo un gesto y dejó la taza en la mesa. Quizá, fuese la tensión del momento lo eme resecaba su boca. Una vez en su vida va había observado Sybil esta especial sensibilidad del paladar en una crisis nerviosa producida por el temor y la sobreexcitación.

En una esquina de la habitación había una percha.
Mister
Cody se dirigió hacia ella lentamente para coger su gorra. Cuando se volvió a mirar. Sybil estaba medio caída sobre la mesa, con la cara blanca como la muerte y los ojos vidriosos. La muchacha trató de hablar, pero no pudo pronunciar palabra. Cody se acercó a ella, y casi arrastrándola la llevó al sofá y puso un almohadón debajo de su cabeza. Después salió de la habitación, la cual dejó cerrada con llave.

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
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