La puerta de las siete cerraduras (23 page)

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
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Era el doctor Stalletti. Llevaba un látigo en una mano y en la otra algo que brillaba siniestramente a la luz de la luna.

—¡Ah mis pequeños hijitos, ya os he encontrado! —exclamó—. ¡Y en qué extrañas circunstancias!... Verdaderamente extrañas y curiosas, ¿verdad? ¡Vamos, Beppo!

El látigo sonó sobre sus cabezas, y los dos gigantes se apretaron aún más contra el suelo.

Stalletti pronunció unas palabras en griego, que Dick no pudo entender, e inmediatamente los dos seres extraños se levantaron y le siguieron, penetrando los tres en el bosque.

Dick permaneció inmóvil. ¿Dónde estaba Cawler? Parecía como si se le hubiese tragado la tierra. Pero, de pronto, apareció entre la sombra de los árboles, siguiendo el camino que Stalletti y sus esclavos habían emprendido. Pocos segundos después, Dick pisaba sus talones. Durante un momento había permanecido inmóvil, sobrecogido por tan extraño espectáculo; pero pronto recuperó su serenidad. De cualquier modo, Stalletti ya no se le escaparía. No veía a Tom Cawler, y sin embargo, estaba seguro de que, como él, iba siguiendo al grupo, de árbol en árbol, silencioso. El grupo de los tres hombres no seguía el camino que conducía al valle, sino que descendía por un declive del bosque.

El detective no podía adivinar dónde terminaría la peregrinación del grupo. Cuando el bosque se iba haciendo menos espeso, vio a las dos figuras siguiendo a Stalletti tímidamente; pero una vez más los perdió de vista a los pocos minutos y ya no volvió a verlos hasta que oyó el áspero ronquido del motor de un automóvil. Se lanzó hacia ellos; pero ya era demasiado tarde. El «auto» se alejaba por una especie de camino que Dick desconocía. En el mismo momento vio que un hombre surgía de entre el ramaje y se subía de un salto a la parte trasera del coche.

Entonces se dio cuenta de que aquel camino era el que bordeaba la presa de Selford, cuyos peñascos gredosos blanqueaban a la luz de la luna. Le siguió velozmente, tratando de alcanzar al «auto», que, a causa del mal estado del camino, no podía avanzar demasiado. Dick Martin tenía también alguna práctica como corredor pedestre. El «auto» marchaba con cierta dificultad, perdiendo velocidad visiblemente, mientras que Dick iba dándole alcance. Inesperadamente, el hombre que iba asido a la parte trasera saltó sobre la capota del coche.

Lo que ocurrió después sólo Dick pudo imaginárselo. Se oyó el grito desgarrado de Stalletti. El «auto» se inclinó violentamente hacia la izquierda, penetrando en un bosquecillo de madera. Hubo un silencio momentáneo, y en seguida un estallido horrible. Dick corrió al borde de la presa y vio que el «auto» se hundía en el precipicio, hasta llegar al lago, en cuyas aguas se reflejaba la luna, único testigo de la tremenda escena.

CAPÍTULO XXX

Dick miró a su alrededor, buscando un sitio por donde descender hasta el lago. Rápidamente empezó a bajar por los salientes de las rocas, y cuando llegaba al borde del lago vio a un hombre que ganaba la orilla, gimiendo y sollozando con furia y dolor. Le cogió por los hombros y le ayudó a subir.

—¡Cawler! —exclamó.

—¡Dios mío, ha muerto, ha muerto! —sollozaba el chofer—. ¡Han muerto los dos, y el canalla aquel, a quien yo debí matar el primero!

—¿Dónde están? —preguntó Dick.

Cawler señaló con la mano un pequeño objeto triangular que había en el centro del lago.

—El «auto» volcó —decía—. ¡Yo trataré de sacarle del coche... a él...! ¿Por qué no maté a aquel canalla la noche que vi lo que habían hecho?... ¡Haga usted algo,
mister
Martin!... ¡Sálvale usted!... Nada me importa lo que pueda ocurrirme... Quizá podamos dar la vuelta al automóvil...

Sin decir una palabra, Dick se quitó la americana y se introdujo en el agua, seguido de Cawler. Al primer intento comprendió que la faena sería imposible de llevar a cabo. La máquina se había empotrado bajo el saliente de una roca. Dick se zambulló, en el lago y empezó a bucear, tratando de llevar a la superficie la enorme figura que tocaba con la mano. Mientras tanto, Tom Cawler no cesaba de demostrar su angustia y su ira.

—¿Por qué no le maté cuando descubrí sus planes? ¡Le he matado esta noche,
mister
Martin! ¡Le he abierto la cabeza con un hierro!... Puede usted detenerme, si quiere.

—¿Y quién mató a Cody?

—¡Mi hermano! Eso me produce cierta alegría...

Mi hermano mató a Cody porque Stalletti se lo ordenó...

—¿Tu hermano? —preguntó Dick, que no se atrevía a dar crédito a las palabras de Cawler.

—Mi hermano —respondió éste, sollozando—. Mi hermano fue la víctima de los experimentos de Stalletti, antes que el otro pobre muchacho...

Dick tuvo que realizar grandes esfuerzos para sacar de allí al chofer, medio loco de pena y de remordimiento. Le dejó, al fin, en la orilla y emprendió el camino de regreso hacia el valle, convencido de que no era posible sacar a aquellos tres hombres de debajo del coche.

Cuando iba subiendo la cuesta hacia la granja, oyó el agudo sonido del silbato de un agente, y casi instantáneamente surgió de detrás de los árboles una inmensa llamarada. Arrojó al suelo la chaqueta que llevaba colgada del brazo, y echó a correr. Al llegar al muro de la granja, las llamas aterradoras se elevaban al cielo. Seguía sonando intensamente el silbato de la Policía. Al doblar la esquina de los edificios de la granja, Dick Martin vio... Selford Manor ardía por los cuatro costados. Rojas y blancas lenguas de fuego salían de cada ventana. El jardín parecía iluminado por la luz del día. Havelock, en pijama y con un abrigo sobre los hombros, corría de un lado a otro, alocado y nervioso...

—¡Salvad a las mujeres! — gritaba—. Es necesario forzar los barrotes de las ventanas y sacar a esas mujeres...

El capitán Sneed permanecía tranquilo y apático. Fumaba su larga pipa con solemne indiferencia.

¡Las mujeres, le digo a usted!...—rugía Havelock. ¡No se preocupe usted! —le dijo Sneed, cogiéndole de un brazo—. Ni
mistress
Lansdown ni Sybil están en la casa.

El abogado le miró, asombrado.

—¿Que no están en la casa? —murmuró.

—Han sido llevadas a Londres hace unas horas, cuando estábamos nosotros buscando en el valle —dijo Dick.

El capitán Sneed se quitó la pipa de la boca, sacudió la ceniza y se convirtió instantáneamente en un perfecto oficial de Policía.

—Su nombre de usted —dijo— es el de Arthur Elwood Havelock, y yo soy el inspector jefe John Sneed, de Scotland Yard. Queda usted detenido, y acusado de asesinato y de incitación al crimen. Le prevengo que todo cuanto diga usted en este momento será considerado como evidencia contra usted ante los tribunales.

Havelock abrió la boca para hablar; pero de su garganta sólo salió un rugido. En el mismo momento, y al ir a cogerle del brazo un agente, cayó al suelo, privado de sentido. Fue conducido a las habitaciones del guarda y se le practicó un detenido reconocimiento. Llevaba en el cuello una fina cadena de acero de la que colgaba algo que Dick esperaba ver: dos llaves de idéntica forma.

Bajo el efecto de unas cucharadas de coñac, mister Havelock volvió en sí. Ofrecía un aspecto indigno y miserable.

—¡Esta es la acusación más monstruosa —dijo violentamente— que ha sido hecha a hombre alguno! No puedo comprender qué infamia se prepara contra mí...

—Ahorre usted las palabras,
mister
Havelock —dijo Dick fríamente—. No se moleste usted inútilmente, y yo, en cambio, le diré que desde el día en que vi cierta fotografía en Capetown comprendí que mi caza de
lord
Selford era una fantasía, preparada por usted para alejar toda sospecha.

Probablemente, alguien más ha estado investigando las andanzas de
lord
Selford, y usted pensó que sería una excelente prueba de su buena fe el enviar un detective a su caza. Y con la complicidad de Cody enviaron ustedes a Tom Cawler, el chofer, para que sirviera de liebre al galgo. Pero ocurrió que Cawler cometió la imprudencia de asomarse a un balcón del hotel, en Capetown, y fue retratado por un reportero gráfico. Yo, claro está, le reconocí inmediatamente y desde aquel momento decidí dedicarme a descubrir el misterio de
lord
Selford.

—Admito —replicó el abogado, pálido y con voz temblorosa — que he procedido erróneamente en cuanto se relaciona con Selford. El muchacho tenía una inteligencia deficiente, y le entregué al cuidado de un doctor...

—Le entregó usted a Stalletti para que realizara en él sus abominables experimentos —dijo Dick con severidad—. Y con el fin de volver a probar si su método tendría éxito, le entregó usted otro niño, el sobrino de
mistress
Cody, hermano de Tom Cawler. Precisamente acabo de verle. Le reconoció aquella noche en que salvó a Sybil Lansdown, y llamándole por el diminutivo que acostumbraba usar en la niñez, despertó en su espíritu el recuerdo del pasado. Sólo por este crimen irá usted al cadalso. Havelock. No por el asesinato de Cody, dirigido por usted, ni por haber incendiado Selford Manor (usted fue quien ha hecho llegar esos tres barriles de naftalina que yo descubrí), sino por haber matado dos almas humanas.

Havelock, lívido, se mordía los labios.

—Tendrá usted que demostrarlo...—empezó a decir.

Inconscientemente se llevó la mano al cuello, y al notar que la cadena había desaparecido, un sudor frío cubrió su rostro. Hizo intentos de pronunciar algunas palabras; de nuevo vaciló, y cayó desvanecido en los brazos de los detectives que le rodeaban.

CAPÍTULO XXXI

—Siete llaves —decía Dick cuando, en las primeras horas de la mañana, él y Sneed se dirigían hacia las tumbas—. Cody tenía una; Silva, el jardinero, otra; Havelock, el director de la conspiración, tenía dos, y Stalletti (supongo que ya habrán extraído su cuerpo del lago) la sexta, y si no me equívoco, se encontrará la séptima colgando del cuello del hermano de Cawler.

Aún tuvieron que esperar una hora en el bosque hasta que los encargados de sacar los cuerpos del lago terminaron su trabajo. Ya había salido el sol cuando entregaron a Dick dos llaves pringosas y húmedas.

—He aquí las siete llaves —dijo el detective.

Llegaron a las tumbas. La puerta de una de las capillas o celdas estaba abierta por completo. Dick se detuvo para dirigir hacia el interior de aquélla la luz de su linterna. Vieron una abertura cuadrada en un extremo de la horrible habitación.

—Existe un pasaje subterráneo —dijo Dick—, que termina debajo de la chimenea que hemos visto, en cuya habitación era donde acostumbraba jugar el pobre Selford en los días de su niñez. Probablemente es la única parte de la casa que recordaba el infeliz. Los tres hombres han permanecido ocultos aquí desde la noche en que Stalletti hizo su último intento de abrir la tumba. Selford estaba con él; pero en el apresuramiento de la huida, le abandonó.

—¿Por qué visitó Selford la habitación? —preguntó Sneed, sorprendido.

—Sencillamente porque la pobre criatura amaba sus juguetes. Esos dos hombres eran mentalmente niños. Se divertían y se atemorizaban como niños. A eso obedecía el dominio de Stalletti sobre ellos.

Los dos detectives permanecieron silenciosos delante de la puerta de la mayor de las tumbas. Dick fue haciendo funcionar una por una todas las llaves, y al fin, la pesada puerta se abrió lentamente, empujada por Dick, que entró el primero en la celda, aproximándose inmediatamente a la caja de piedra. Levantó la tapa cuidadosamente. Dentro había una pequeña caja de acero, de la cual se apoderó Dick.

Una cuidadosa inspección de la celda no reveló nada nuevo. Salieron de las tumbas, cuya puerta cerraron con llave, y regresaron pasando por las ruinas, aún humeantes, de Selford Manor.

Havelock había sido conducido a Horsham, mientras la Policía local continuaba sus averiguaciones acerca del lago.

Costó tiempo y trabajo el abrir la caja de acero; pero, al fin, Dick forzó la tapa y sacó del interior de aquélla un rollo, que resultó ser un cuaderno de los usados en los colegios para ejercicios, y cuyas hojas estaban llenas de unos renglones apretados.

—Esta es la letra de Cody —dijo Sneed—. Lea usted, Martin.

Dick se sentó, y empezó a leer la curiosa historia de la puerta de las siete cerraduras;

CAPÍTULO XXXII

«Este testamento está escrito por Henry Colston Bertram, comúnmente llamado Bertram Cody, con su pleno conocimiento y con la conformidad de las personas abajo firmantes. Se convino en la noche del 4 de marzo de 1901 que este testamento se escribía con el fin de que, en caso de ser descubierto, ninguno de sus firmantes fuese considerado como menos complicado que los demás, y para evitar que cualquiera de ellos eludiese responsabilidad a costa de los otros.

»Gregory, vizconde de Selford, murió el 14 de noviembre anterior a la fecha de este testamento convenido. Era un hombre de carácter extraordinario; su deseo, según manifestó a su abogado,
mister
Arthur Havelock, era que sus propiedades se convirtiesen en oro, el cual sería depositado en la tumba ocupada por el fundador de la familia Selford, y en la que él también quería ser enterrado a su fallecimiento. Con el fin de que ese dinero no llegase a poder de su hijo hasta que éste cumpliese, los veinticinco años de edad, dispuso que se colocase en su ataúd, el cual sería encerrado en una capilla con puerta de siete cerraduras, entregándose una llave a cada uno de los siete testamentarios. Se acordó que la vieja puerta de las siete cerraduras fuese derribada y sustituida por una nueva, copia exacta de la anterior, la cual fue construida por la casa Rizini, de Milán. Se hizo saber a
lord
Selford que sus deseos eran de imposible realización con arreglo a las leyes de herencia; pero él insistió en que se cumpliese su voluntad. No solamente hizo confidencia de sus planes a Havelock, sino también al doctor Antonio Stalletti, a quien dispensaba una buena amistad.

»Tres semanas antes de la muerte de
lord
Selford, cuando aún sufría un ataque de
delírium
tremens
,
mister
Havelock se presentó a él para comunicarle que estaba al borde de la ruina, pues había hecho uso del dinero de varios clientes, entre ellos
lord
Selford, y para rogarle que no le persiguiese. La cantidad no era muy grande —veintisiete mil libras—; pero
lord
Selford no era hombre capaz de perdonar un abuso de confianza de tal índole.

»Se apoderó de él una terrible cólera, y amenazó a Havelock con denunciarle. A consecuencia de la excitación se agravó, y hubo que llevarle a la cama, privado de conocimiento. Se avisó inmediatamente al doctor Stalletti. Con la ayuda de Elizabeth Cawler, la nurse del hijo de
lord
Selford, se consiguió que éste recuperase el conocimiento, lo cual le permitió repetir, en presencia de Stalletti, la acusación contra Havelock. La situación se complicó por el hecho de que en la habitación se hallaba Silva, un jardinero portugués, que había sido llamado para ayudar al doctor a sujetar al enfermo, que se debatía en viólenlas contorsiones.

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