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Authors: Massimo Pietroselli

Tags: #Policiaco

La puerta de las tinieblas (2 page)

BOOK: La puerta de las tinieblas
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Bajo las ventanas, el hombre de la capa ya no oye nada. Está empapado en sudor. Pasan corriendo un escudero y una hechicera, seguidos de un par de antiguos romanos. El ruido de pasos se aleja y todo es silencio y oscuridad. Poco a poco, la respiración del hombre enmascarado vuelve a la normalidad.

Pero aún no ha acabado.

El hombre frunce el ceño. Los minutos pasan lentos, no se oye más que algún grito lejano, una canción, algún tambor. Desde la ventana abierta no hay señales de vida. Se pasa la lengua por los labios resecos. ¿Es posible que Sonzogno haya ganado? Ya lo había dicho él, que no había que fiarse de aquel carpintero endemoniado. Y sin embargo, los gritos, aquellos chillidos de animal degollado…

¡Ahí está! Un rostro aparece en la ventana, espectral bajo la luz de la luna; mira abajo, con un movimiento de cabeza apático busca a alguien, después ve la capa y asiente, alarga un brazo y una mano deja caer algo que emite un destello.

El hombre enmascarado siente el peso del objeto que le cae entre las manos, lo guarda apenas un momento, justo lo necesario para comprobar que aquel tonto no se haya equivocado: pero no, no hay duda de que es la pitillera de plata que Sonzogno llevaba siempre consigo. Sobre la superficie brillante del objeto se ven unas huellas ensangrentadas y un trazo quebrado, un rayazo en el metal provocado por la furia del cuchillo.

Con un revuelo de la capa el hombre se aleja a un ritmo controlado, con la pitillera apretada contra el pecho, jadeante por la emoción. Poco después se libera de la máscara, que podría llamar la atención de algún guardia municipal, se quita la capucha y desemboca en la Piazza delle Cinque Lune; unos pasos más y desaparece en el bullicio de disfraces y gritos que invade la Piazza Navona.

Primera parte

3 de noviembre de 1875, miércoles

Capítulo 1

En el segundo piso del Palazzo Braschi, sede del Consejo de Ministros, del Ministerio del Interior y de un núcleo de funcionarios de Seguridad Pública, el agente de guardia estaba inmerso en la lectura.

Tenía sobre la mesa unas grandes hojas impresas con abigarradas columnas y seguía las palabras con el dedo, moviendo los labios como un escolar. Estaba tan absorto que ni siquiera reaccionaba ante el volumen del discurso airado del superintendente de Seguridad Pública Lorenzo Panicacci. En otro momento habría aguzado el oído, por aburrimiento, si no ya por curiosidad: pero en este caso no había discusión que valiese entre Panicacci y sus inspectores, ni siquiera aunque estuviera precedida, como había ocurrido poco antes, por unas extrañas idas y venidas de delegados de Seguridad Pública que tomaban declaraciones.

El dedo avanzaba rápido por las líneas, la mente le volaba lejos. El guardia estaba rendido a la novela por entregas del momento.

Los temibles ojos del doctor Bellacuccia, que habían visto villanías de todo tipo, se habían vuelto grandes, grandísimos, fijos; parecían dos afiladísimos puñales que penetraban en el cerebro, o incluso en el corazón del inspector Sperelli, quien, por mucho que lo intentara, no conseguía escapar a su extraño poder magnético. ¡Era una mirada como la que adoptan algunas terribles serpientes del Lejano Oriente, con la que dejan petrificados incluso a tigres o leopardos!

La mano del inspector, con la que agarraba el revólver, se abrió por fin, desprovista de fuerza. ¡La situación se invertía! Cuando parecía que al final la ley triunfaba sobre el maléfico doctor, sus poderes hipnóticos habían convertido una derrota en victoria. ¿Era invencible, pues, aquel demonio de hombre? ¿Cuánto tiempo más oprimiría a Roma, corazón del bello reino de Italia, en una red de engaños y chantajes?

Sperelli no podía apartar la mirada de aquellos ojos que parecían adquirir un tamaño enorme, hasta que una voz, aparentemente lejanísima, le acarició el oído, dulce como la resaca del mar: «Ahora, dormid».

El doctor Bellacuccia se veía obligado a hacer gala de todos sus recursos: o conseguía que el inspector perdiera la memoria, ahora que había descubierto su identidad secreta como oscuro autor de mil intrigas, o se vería obligado a abandonar la partida y perderlo todo.

Lo que quedaba fuera de toda cuestión para el doctor Bellacuccia era acabar con el inspector, porque…

—Agosti, ¿qué sucede ahí dentro?

El guardia levantó la vista de la novela y miró con aire confuso al hombre robusto que tenía delante, de espesa barba y cabello blanco, pobladas cejas y mirada torva: el delegado Oreste Scialoja.

—Señor delegado… ¿Qué sucede dónde? Ah, sí. No sé, parece que están discutiendo con ganas. Era la habitual reunión semanal de los inspectores, hoy es miércoles, pero luego se ha presentado un delegado, no recuerdo de qué sucursal, con un informe urgentísimo… y desde ese momento, fíjese cómo están las cosas. El toscano está que suelta espumarajos por la boca.

—¿Y no has oído de qué se trata?

—No. Estaba leyendo.

—Estabas leyendo —repitió el hombre, con una mueca de incredulidad.

Miró unos segundos más la puerta cerrada, mesándose la barba, pensativo, y luego se despidió con un gesto y se alejó por el pasillo, mientras un escalofrío le recorría los huesos, como el presagio de una gripe.

El guardia resopló y volvió enseguida al punto en que había dejado La novela del momento,
El misterio del doctor Bellacuccia
, sin imaginar que, al otro lado de la puerta del despacho del superintendente, se hablaba precisamente de aquella novela.

* * *

De pronto, el inspector de Seguridad Pública Corrado Archibugi vio la mosca.

Había sobrevivido a aquel frío terrible de principios de noviembre, insólito para Roma, y había encontrado refugio en el despacho de Panicacci. La mosca era el único ser vivo, aparte de Panicacci, que no intentaba huir de aquella sala lo antes posible. «Quizá —pensó Archibugi mientras la voz del superintendente tronaba en protesta por tanta ineficacia y negligencias—, quizá porque está medio atontada por el frío. Será por eso». Efectivamente, la mosca se movía trazando movimientos circulares amplios y relajados, como si estuviera en las últimas.

—¡No podemos seguir así de ningún modo!

Archibugi estaba de acuerdo: no podían. ¿Cuándo se decidiría por fin a dejarles trabajar? ¡Él y los otros dos inspectores llevaban allí bloqueados media hora! Y menos mal que era una emergencia, tan grave que había provocado que saltara la reunión semanal impuesta por Panicacci hacía unos meses: si no, no habría modo de salir de allí antes del mediodía.

—Que yo, un superintendente de la Seguridad Pública, tenga que enterarme de las cosas…

La mosca se había posado sobre el vidrio que protegía un retrato de Joseph Fouché, colgado en la pared a espaldas de Panicacci. El insecto apenas conseguía mantenerse sobre el cristal, y resbaló hacia el lado inferior del marco, donde se puso a caminar lentamente adelante y atrás. Fouché, con el rostro sombrío, hundido, los labios finos apretados, como encerrando el secreto de su alma, parecía mirar fijamente a la mosca, entrecerrando los ojos, maldiciéndola con la mirada. ¿O sería que Fouché miraba en realidad hacia abajo, a Panicacci?

Archibugi se peinó los tupidos y oscuros bigotes, recordando el día en que Panicacci había «presentado» el cuadro: lo había visto en París, según había explicado medio oculto tras el humo de la pipa, e inmediatamente había sentido el impulso de comprarlo como estímulo para «nuestra actividad cotidiana de defensores de la ley y del Estado, en nombre de nuestro querido rey Víctor Manuel». En aquella ocasión, a Archibugi casi se le escapó decir que, en realidad, en su tiempo se decía de Fouché que «primero se ocupa de lo que le importa, y luego de todo lo que no le importa», y que para sobrevivir como ministro de la Policía bajo tantos patrones y tantas banderas, la única actividad cotidiana a la que se había tenido que dedicar era a reunir información que pudiera usarse para chantajes o intimidaciones, en vez de a defender el Estado. Pero había preferido dejarlo correr y limitarse a pensar que en aquel mismo momento seguía habiendo gente como Fouché, en el mismo edificio en que convivían diversos poderes. Porque Joseph Fouché en el fondo era como Don Juan: no un hombre, sino más bien un modelo, una idea, un tipo de persona.

—Dígame entonces, si ese señor… ¿Cómo se llamaba?

En pie, junto a la puerta, el delegado de Seguridad Pública Eugenio De Matteis, corpulento y expresivo como un campesino menos tonto de lo que quisiera parecer, sacó pecho, metió la barriga y puntualizó:

—Fabio Petrocchi,
dottor
Panicacci.

—Pues si ese Petrocchi esta mañana no hubiera prestado declaración espontáneamente, y digo espontáneamente…

Archibugi, que había, posado la mirada por un instante en De Matteis y sus rosadas y gordinflonas mejillas, volvió a fijarla en Fouché: la mosca había desaparecido. Entonces empezó a recorrer con la vista todo el despacho: la librería llena de textos de jurisprudencia, el escritorio de Panicacci cubierto de papeles, pipas y hebras de tabaco, las paredes, la ventana desde la que se veía la cúpula de Sant'Agnese, que se elevaba sobre los tejados bajo un sol helado. Nada.

En el transcurso de la búsqueda, los ojos de Archibugi se cruzaron con los de sus colegas, todos alrededor de la mesa de reuniones. El inspector Ettore Calistri estaba frente a él, en diagonal, de modo que sólo le ofrecía una cuarta parte de su rostro a Panicacci, sentado tras el escritorio. El codo sobre la mesa, la mejilla hundida en la mano, los ojos escondidos tras los dedos: una posición estratégica ideal para dormitar.

Junto a Archibugi, a su vez, estaba el anciano inspector Onorato Quadraccia, con los brazos cruzados y su consabido abrigo negro puesto, a pesar del calor de la estufa, los ojos inexpresivos clavados en Panicacci sólo para guardar las apariencias, pero en realidad entretenido en alimentar alguno de sus múltiples odios hacia la humanidad. Una silla vacía esperaba al inspector Terenzio Sabbatini, que siempre llegaba tarde.

Archibugi pensó que, si él y los otros inspectores estaban distraídos de un modo tan evidente ante su superior, teniendo en cuenta además el horrendo delito del que se hablaba en la declaración que descansaba sobre la mesa de Panicacci, debía de ser porque aquella pérdida de tiempo y aquellas charlas estériles no tenían sentido en aquel contexto sangriento. Aquello no era más que un modo de mantener los nervios controlados. De oponer resistencia al sinsentido.

—Y menos mal que nuestro delegado aquí presente, el delegado…

—De Matteis,
dottore
. Sucursal de la comisaría de…

—Y menos mal que nuestro delegado De Matteis ha comprendido enseguida…

—Enhorabuena, De Matteis —gruñó Quadraccia, sin apartar la vista de Panicacci.

El superintendente se quedó observando por un momento al anciano inspector, intentó comprender la intención de la frase, no entendió y, dado que temía a Quadraccia, confirmó, dubitativo:

—Sí, enhorabuena, De Matteis, por haber comprendido inmediatamente el calado de esta declaración, que si no…

¡Ahí estaba! Archibugi posó la mirada sobre la superficie de la mesa de reuniones, mientras Panicacci seguía con sus arengas y De Matteis permanecía tieso frente a la puerta. La pequeña mota negra que formaba la mosca destacaba claramente sobre la superficie brillante de la mesa, iluminada por la luz del sol que entraba por la ventana.

—¿Qué voy a decir, qué puedo decir, cuando el señor comisario me llame para…?

La mosca había rodeado el codo sobre el que se apoyaba toda la estrategia del somnoliento Calistri, había alcanzado el centro de la mesa, donde la luz del sol dibujaba las vetas de la madera. Hacía calor, la estufa estaba al rojo. Archibugi empezó a luchar contra sus parpados, que amenazaban con cerrarse…

¡Paf!

Archibugi abrió los ojos como platos, el codo de Calistri resbaló. Donde antes estaba la mosca, ahora estaba abierta la mano larga y huesuda del inspector Quadraccia. La mano se levantó lentamente y dejó a la vista una mancha pegajosa sobre la mesa. Quadraccia se limpió la mano con el abrigo.

—Tiesa —dijo, sin ninguna inflexión en la voz.

Calistri, con los ojos enrojecidos, intervino:

—Tampoco ha sido un gran golpe, Homilías. Ya estaba medio muerta.

—¿Por qué no vuelves a dormirte, querido Ettore? Aquí aún estamos escuchando a nuestro estimado amigo.

Archibugi seguía el diálogo, preparándose para la tormenta. Efectivamente, Lorenzo Panicacci había interrumpido su discurso, incrédulo ante aquel motín, con los ojos fuera de las órbitas, el rostro congestionado y los quevedos colgando del cordón fijado al cuello de la chaqueta. Fouché miraba al superintendente como si quisiera dejar clara la distancia que lo separaba de un inepto como él.

—Inspector Quadraccia… —arrancó Panicacci, severo.

—Esa mosca me distraía.

Panicacci consideró la pueril excusa. Sabía que el viejo inspector era un hombre difícil: una vez que le había reñido por haber dado una somanta de palos a un sospechoso, él le había respondido con su habitual mala educación: «La mierda no se palea con cucharilla de plata»; después, se había dado media vuelta y había dejado solo a su superior, alimentando una úlcera. No, mejor no insistir. Panicacci cambió de objetivo, cada vez más nervioso.

—¿Y usted, Calistri? Usted que estaba durmiendo, ¿qué me dice?


Dottor
Panicacci, ante todo, yo no dormía. Y en cualquier caso, la reunión semanal de los inspectores ha sido anulada cuando ha entrado el delegado De Matteis con su declaración, que, con todo respeto, no me incumbe en absoluto. Como mucho incumbe a Corrado, por lo que se ha visto hasta ahora…

Quadraccia mantenía el abrigo bien cerrado con los brazos cruzados sobre el pecho.

Archibugi se estiraba los bigotes, pero, por lo demás, permanecía inmóvil.

Panicacci miró a derecha e izquierda, pasando revista a «sus hombres», incluida la silla vacía de Sabbatini; después se dirigió a De Matteis, como en busca de comprensión, pero el delegado no se atrevió a tomar partido; el superintendente rebufó y se pasó una mano por la frente. Sentía clavados los ojos implacables de Fouché. Se dejó caer en la silla, como desprovisto de toda voluntad.

—Está bien, quitaos de en medio. Si hasta ahora no he conseguido crear un mínimo de espíritu de equipo, nunca lo conseguiré.

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