Authors: Leopoldo Alas Clarin
Como si se tratara de un personaje, el Magistral saludó a Celedonio doblando graciosamente el cuerpo y extendiendo hacia él la mano derecha, blanca, fina, de muy afilados dedos, no menos cuidada que si fuera la de aristocrática señora. Celedonio contestó con una genuflexión como las de ayudar a misa.
Bismarck, oculto, vio con espanto que el canónigo sacaba de un bolsillo interior de la sotana un tubo que a él le pareció de oro. Vio que el tubo se dejaba estirar como si fuera de goma y se convertía en dos, y luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente aquello era un cañón chico, suficiente para acabar con un delantero tan insignificante como él. No; era un fusil porque el Magistral lo acercaba a la cara y hacía con él puntería. Bismarck respiró: no iba con su personilla aquel disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana. El acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por detrás al Provisor y procuraba seguir la dirección del catalejo. Celedonio era un monaguillo de mundo, entraba como amigo de confianza en las mejores casas de Vetusta, y si supiera que Bismarck tomaba un anteojo por un fusil, se le reiría en las narices.
Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había visitado había subido a la montaña más alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según le convenía. Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era de poderosa atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras el acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que se había atrevido a acercarse, seguro de que no había peligro, el Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.
Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante.
Y bastante resignación era contentarse, por ahora, con Vetusta. De Pas había soñado con más altos destinos, y aún no renunciaba a ellos. Como recuerdos de un poema heroico leído en la juventud con entusiasmo, guardaba en la memoria brillantes cuadros que la ambición había pintado en su fantasía; en ellos se contemplaba oficiando de pontifical en Toledo y asistiendo en Roma a un cónclave de cardenales. Ni la tiara le pareciera demasiado ancha; todo estaba en el camino; lo importante era seguir andando. Pero estos sueños según pasaba el tiempo se iban haciendo más y más vaporosos, como si se alejaran. «Así son las perspectivas de la esperanza, pensaba el Magistral; cuanto más nos acercamos al término de nuestra ambición, más distante parece el objeto deseado, porque no está en lo porvenir, sino en lo pasado; lo que vemos delante es un espejo que refleja el cuadro soñador que se queda atrás, en el lejano día del sueño...». No renunciaba a subir, a llegar cuanto más arriba pudiese, pero cada día pensaba menos en estas vaguedades de la ambición a largo plazo, propias de la juventud. Había llegado a los treinta y cinco años y la codicia del poder era más fuerte y menos idealista; se contentaba con menos pero lo quería con más fuerza, lo necesitaba más cerca; era el hambre que no espera, la sed en el desierto que abrasa y se satisface en el charco impuro sin aguardar a descubrir la fuente que está lejos en lugar desconocido.
Sin confesárselo, sentía a veces desmayos de la voluntad y de la fe en sí mismo que le daban escalofríos; pensaba en tales momentos que acaso él no sería jamás nada de aquello a que había aspirado, que tal vez el límite de su carrera sería el estado actual o un mal obispado en la vejez, todo un sarcasmo. Cuando estas ideas le sobrecogían, para vencerlas y olvidarlas se entregaba con furor al goce de lo presente, del poderío que tenía en la mano; devoraba su presa, la Vetusta levítica, como el león enjaulado los pedazos ruines de carne que el domador le arroja.
Concentrada su ambición entonces en punto concreto y tangible, era mucho más intensa; la energía de su voluntad no encontraba obstáculo capaz de resistir en toda la diócesis. Él era el amo del amo. Tenía al Obispo en una garra, prisionero voluntario que ni se daba cuenta de sus prisiones. En tales días el Provisor era un huracán eclesiástico, un castigo bíblico, un azote de Dios sancionado por su ilustrísima.
Estas crisis del ánimo solían provocarlas noticias del personal: el nombramiento de un Obispo joven, por ejemplo. Echaba sus cuentas: él estaba muy atrasado, no podría llegar a ciertas grandezas de la jerarquía. Esto pensaba, en tanto que el beneficiado don Custodio le aborrecía principalmente porque era Magistral desde los treinta.
Don Fermín contemplaba la ciudad. Era una presa que le disputaban, pero que acabaría de devorar él solo. ¡Qué! ¿También aquel mezquino imperio habían de arrancarle? No, era suyo. Lo había ganado en buena lid. ¿Para qué eran necios? También al Magistral se le subía la altura a la cabeza; también él veía a los vetustenses como escarabajos; sus viviendas viejas y negruzcas, aplastadas, las creían los vanidosos ciudadanos palacios y eran madrigueras, cuevas, montones de tierra, labor de topo.... ¿Qué habían hecho los dueños de aquellos palacios viejos y arruinados de la Encimada que él tenía allí a sus pies? ¿Qué habían hecho? Heredar. ¿Y él? ¿Qué había hecho él? Conquistar. Cuando era su ambición de joven la que chisporroteaba en su alma, don Fermín encontraba estrecho el recinto de Vetusta; él que había predicado en Roma, que había olfateado y gustado el incienso de la alabanza en muy altas regiones por breve tiempo, se creía postergado en la catedral vetustense. Pero otras veces, las más, era el recuerdo de sus sueños de niño, precoz para ambicionar, el que le asaltaba, y entonces veía en aquella ciudad que se humillaba a sus plantas en derredor el colmo de sus deseos más locos. Era una especie de placer material, pensaba De Pas, el que sentía comparando sus ilusiones de la infancia con la realidad presente. Si de joven había soñado cosas mucho más altas, su dominio presente parecía la tierra prometida a las cavilaciones de la niñez, llena de tardes solitarias y melancólicas en las praderas de los puertos. El Magistral empezaba a despreciar un poco los años de su próxima juventud, le parecían a veces algo ridículos sus ensueños y la conciencia no se complacía en repasar todos los actos de aquella época de pasiones reconcentradas, poco y mal satisfechas. Prefería las más veces recrear el espíritu contemplando lo pasado en lo más remoto del recuerdo; su niñez le enternecía, su juventud le disgustaba como el recuerdo de una mujer que fue muy querida, que nos hizo cometer mil locuras y que hoy nos parece digna de olvido y desprecio. Aquello que él llamaba placer material y tenía mucho de pueril, era el consuelo de su alma en los frecuentes decaimientos del ánimo.
El Magistral había sido pastor en los puertos de Tarsa ¡y era él, el mismo que ahora mandaba a su manera en Vetusta! En este salto de la imaginación estaba la esencia de aquel placer intenso, infantil y material que gozaba De Pas como un pecado de lascivia.
¡Cuántas veces en el púlpito, ceñido al robusto y airoso cuerpo el roquete, cándido y rizado, bajo la señoril muceta, viendo allá abajo, en el rostro de todos los fieles la admiración y el encanto, había tenido que suspender el vuelo de su elocuencia, porque le ahogaba el placer, y le cortaba la voz en la garganta! Mientras el auditorio aguardaba en silencio, respirando apenas, a que la emoción religiosa permitiera al orador continuar, él oía como en éxtasis de autolatría el chisporroteo de los cirios y de las lámparas; aspiraba con voluptuosidad extraña el ambiente embalsamado por el incienso de la capilla mayor y por las emanaciones calientes y aromáticas que subían de las damas que le rodeaban; sentía como murmullo de la brisa en las hojas de un bosque el contenido crujir de la seda, el aleteo de los abanicos; y en aquel silencio de la atención que esperaba, delirante, creía comprender y gustaba una adoración muda que subía a él; y estaba seguro de que en tal momento pensaban los fieles en el orador esbelto, elegante, de voz melodiosa, de correctos ademanes a quien oían y veían, no en el Dios de que les hablaba. Entonces sí que, sin poder él desechar aquellos recuerdos se le presentaba su infancia en los puertos; aquellas tardes de su vida de pastor melancólico y meditabundo.—Horas y horas, hasta el crepúsculo, pasaba soñando despierto, en una cumbre, oyendo las esquilas del ganado esparcido por el cueto ¿y qué soñaba? que allá, allá abajo, en el ancho mundo, muy lejos, había una ciudad inmensa, como cien veces el lugar de Tarsa, y más; aquella ciudad se llamaba Vetusta, era mucho mayor que San Gil de la Llana, la cabeza del partido, que él tampoco había visto. En la gran ciudad colocaba él maravillas que halagaban el sentido y llenaban la soledad de su espíritu inquieto. Desde aquella infancia ignorante y visionaria al momento en que se contemplaba el predicador no había intervalo; se veía niño y se veía Magistral: lo presente era la realidad del sueño de la niñez y de esto gozaba.
Emociones semejantes ocupaban su alma mientras el catalejo, reflejando con vivos resplandores los rayos del sol se movía lentamente pasando la visual de tejado en tejado, de ventana en ventana, de jardín en jardín.
Alrededor de la catedral se extendía, en estrecha zona, el primitivo recinto de Vetusta. Comprendía lo que se llamaba el barrio de la
Encimada
y dominaba todo el pueblo que se había ido estirando por Noroeste y por Sudeste. Desde la torre se veía, en algunos patios y jardines de casas viejas y ruinosas, restos de la antigua muralla, convertidos en terrados o paredes medianeras, entre huertos y corrales. La Encimada era el barrio noble y el barrio pobre de Vetusta. Los más linajudos y los más andrajosos vivían allí, cerca unos de otros, aquellos a sus anchas, los otros apiñados. El buen vetustente era de la Encimada. Algunos fatuos estimaban en mucho la propiedad de una casa, por miserable que fuera, en la parte alta de la ciudad, a la sombra de la catedral, o de Santa María la Mayor o de San Pedro, las dos antiquísimas iglesias vecinas de la Basílica y parroquias que se dividían el noble territorio de la Encimada. El Magistral veía a sus pies el barrio linajudo compuesto de caserones con ínfulas de palacios; conventos grandes como pueblos; y tugurios, donde se amontonaba la plebe vetustense, demasiado pobre para poder habitar las barriadas nuevas allá abajo, en el Campo del sol, al Sudeste, donde la Fábrica Vieja levantaba sus augustas chimeneas, en rededor de las cuales un pueblo de obreros había surgido. Casi todas las calles de la Encimada eran estrechas, tortuosas, húmedas, sin sol; crecía en algunas la yerba; la limpieza de aquellas en que predominaba el vecindario noble o de tales pretensiones por lo menos, era triste, casi miserable, como la limpieza de las cocinas pobres de los hospicios; parecía que la escoba municipal y la escoba de la nobleza pulcra habían dejado en aquellas plazuelas y callejas las huellas que el cepillo deja en el paño raído. Había por allí muy pocas tiendas y no muy lucidas. Desde la torre se veía la historia de las clases privilegiadas contada por piedras y adobes en el recinto viejo de Vetusta. La iglesia ante todo: los conventos ocupaban cerca de la mitad del terreno; Santo Domingo solo, tomaba una quinta parte del área total de la Encimada: seguía en tamaño las Recoletas, donde se habían reunido en tiempo de la Revolución de Septiembre dos comunidades de monjas, que juntas eran diez y ocupaban con su convento y huerto la sexta parte del barrio. Verdad era que San Vicente estaba convertido en cuartel y dentro de sus muros retumbaba la indiscreta voz de la corneta, profanación constante del sagrado silencio secular; del convento ampuloso y plateresco de las Clarisas había hecho el Estado un edificio para toda clase de oficinas, y en cuanto a San Benito era lóbrega prisión de mal seguros delincuentes. Todo esto era triste; pero el Magistral que veía, con amargura en los labios, estos despojos de que le daba elocuente representación el catalejo, podía abrir el pecho al consuelo y a la esperanza contemplando, fuera del barrio noble, al Oeste y al Norte, gráficas señales de la fe rediviva, en los alrededores de Vetusta, donde construía la piedad nuevas moradas para la vida conventual, más lujosas, más elegantes que las antiguas, si no tan sólidas ni tan grandes. La Revolución había derribado, había robado; pero la Restauración, que no podía restituir, alentaba el espíritu que reedificaba y ya las Hermanitas de los Pobres tenían coronado el edificio de su propiedad, tacita de plata, que brillaba cerca del Espolón, al Oeste, no lejos de los palacios y
chalets
de la Colonia, o sea el barrio nuevo de americanos y comerciantes del reino. Hacia el Norte, entre prados de terciopelo tupido, de un verde obscuro, fuerte, se levantaba la blanca fábrica que con sumas fabulosas construían las Salesas, por ahora arrinconadas dentro de Vetusta, cerca de los vertederos de la Encimada, casi sepultadas en las cloacas, en una casa vieja, que tenía por iglesia un oratorio mezquino. Allí, como en nichos, habitaban las herederas de muchas familias ricas y nobles; habían dejado, en obsequio al Crucificado, el regalo de su palacio ancho y cómodo de allá arriba por la estrechez insana de aquella pocilga, mientras sus padres, hermanos y otros parientes regalaban el perezoso cuerpo en las anchuras de los caserones tristes, pero espaciosos de la Encimada. No sólo era la iglesia quien podía desperezarse y estirar las piernas en el recinto de Vetusta la de arriba, también los herederos de pergaminos y casas solariegas, habían tomado para sí anchas cuadras y jardines y huertas que podían pasar por bosques, con relación al área del pueblo, y que en efecto se llamaban, algo hiperbólicamente, parques, cuando eran tan extensos como el de los Ozores y el de los Vegallana. Y mientras no sólo a los conventos, y a los palacios, sino también a los árboles se les dejaba campo abierto para alargarse y ensancharse como querían, los míseros plebeyos que a fuerza de pobres no habían podido huir los codazos del egoísmo noble o regular, vivían hacinados en casas de tierra que el municipio obligaba a tapar con una capa de cal; y era de ver cómo aquellas casuchas, apiñadas, se enchufaban, y saltaban unas sobre otras, y se metían los tejados por los ojos, o sean las ventanas. Parecían un rebaño de retozonas reses que apretadas en un camino, brincan y se encaraman en los lomos de quien encuentran delante.