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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

La reina suprema (21 page)

BOOK: La reina suprema
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Arturo se volvió hacia Ginebra, diciendo:

—Ahora, mi reina, tienes que ir a descansar. Es preciso que estés lista para partir al amanecer.

Ginebra apretó los puños. «Por esta vez, por esta única vez, dame valor para hablar.» Y dijo claramente:

—No. No, señor, no partiré al amanecer, ni hacia Camelot ni hacia ningún rincón de la tierra.

Las mejillas del rey adquirieron otra vez el color encendido que señalaba su enfado.

—¿Por qué, señora? Cuando el país está en guerra no es posible demorarse. Me gustaría permitirte descansar uno o dos días, pero tenemos que darnos prisa para que estéis todas en lugar seguro antes de que lleguen los sajones. Cuando llegue la mañana, Ginebra, tu caballo estará listo. Si no puedes cabalgar, viajarás en una litera o en una silla, pero tendrás que viajar.

—¡No lo haré! —exclamó Ginebra con fiereza—. Y no podrás obligarme, como no sea atándome a la montura.

—Dios no lo permita —dijo Arturo—. Pero ¿qué pasa, señora? —Pese a su preocupación, trataba de mantener un tono alegre—. Tengo legiones dispuestas a obedecer mis órdenes, ¿tendré que enfrentarme a un motín en mi hogar?

—Tus hombres pueden obedecerte porque no tienen mis motivos para permanecer aquí —dijo Ginebra desesperadamente—. No iré siquiera hasta la orilla del río, señor… ¡antes de que nazca nuestro hijo!

«Ya está dicho. Aquí, delante de todos estos hombres.»

Y Arturo comprendió. Pero en vez de expresar júbilo, pareció consternado.

—Ginebra… —dijo. Y se interrumpió.

Lot rió entre dientes.

—¿Conque estáis embarazada, señora? ¡Vaya, mis felicitaciones! Pero eso no os impide viajar. Morgause montaba hasta que el caballo ya no podía cargarla. Nuestras parteras dicen que el aire fresco y el ejercicio son saludables para las embarazadas.

Y cuando mi yegua favorita está preñada la monto hasta seis semanas antes del parto.

—Yo no soy una yegua —respondió fríamente Ginebra—. He abortado dos veces. ¿Querrías exponerme otra vez a eso, Arturo?

—Pero tampoco puedes quedarte aquí. Es imposible defender debidamente este lugar —advirtió Arturo preocupado—. ¡Y en cualquier momento marcharemos con el ejército! Tampoco es justo retener a tus damas y arriesgarlas a caer en manos de los sajones.

Ginebra miró a las señoras.

—¿Ninguna de vosotras se quedará con su reina?

—Yo me quedaré, prima, si Arturo lo permite —dijo Elaine.

Y Meleas añadió:

—También yo, si a mi señor no le molesta, aunque nuestro hijo ya está en Camelot.

—No, Meleas, vos tenéis que estar con vuestro hijo —aseveró Elaine—. Yo soy su prima y puedo soportar lo que ella soporte, incluso vivir en un campamento militar. —Se acercó a la reina para cogerle la mano—. Pero ¿no podríais viajar en una litera? Camelot es mucho más seguro.

Lanzarote se inclinó ante ella, diciendo en voz baja:

—Os ruego que vayáis con las otras señoras, mi señora. En pocos días, cuando lleguen los sajones, esta región puede quedar en ruinas. En Camelot estaréis cerca de vuestra casa paterna. Y en Avalón, a un día de viaje, está mi madre, que es notable como curandera y partera. Si mando por mi madre, ¿iréis?

Ginebra inclinó la cabeza, tratando de no llorar. Incluso Lanzarote trataba de instarla a obedecer. Recordó lo horrible del viaje; ahora estaba a salvo, entre muros, y no quería salir jamás. Quizá cuando estuviera más fuerte, cuanto tuviera a su hijo sano y salvo en los brazos… entonces quizá se atreviera a viajar. Pero ahora no. ¡Y Lanzarote le ofrecía la compañía de aquella bruja maligna! ¿Cómo podía permitir su presencia cerca de su hijo?

—Sois muy amable, Lanzarote —dijo tercamente—, pero no iré a ninguna parte hasta que haya nacido mi hijo.

—¿Tampoco a Avalón? —propuso Arturo—. Nuestro hijo y tú estaríais allí más seguros que en ningún otro lugar.

Ginebra se persignó estremecida.

—¡Dios y la Virgen me libren! —susurró.

—Escúchame, Ginebra… —Pero el rey suspiró, derrotado—. Que así sea. Si el peligro del viaje te parece mayor que el permanecer aquí, no seré yo quien te obligue a partir.

Gaheris se mostró iracundo:

—¿Vais a permitirle actuar así, Arturo? ¡Tendríais que subirla al caballo y ponerla en marcha, lo quiera o no!

Arturo negó con la cabeza con aire fatigado.

—Calma, primo. Se nota que no eres hombre casado. Haz lo que te plazca, Ginebra. Elaine puede quedarse contigo también una criada, una partera y tu sacerdote. Nadie más El resto tiene que partir al amanecer. Y ahora ve a tu alcoba, Ginebra. ¡No tengo tiempo para esto!

Ginebra le presentó la mejilla para el obligado beso; no tenía la sensación de haber obtenido una victoria.

Las demás mujeres partieron al amanecer. Meleas quería quedarse junto a la reina, pero Griflet no lo permitió.

—Elaine no tiene esposo ni hijos. Vos, mi señora, os iréis.

Y Ginebra creyó detectar desprecio en la mirada que le dedicó.

Arturo dejó claro que la mayor parte del castillo era ahora un campamento militar; Ginebra tendría que permanecer en sus habitaciones vacías, con Elaine y la criada, compartiendo con su prima la cama que llevaron de otra habitación. Arturo pasaba las noches con sus hombres y mandaba preguntar por ella una vez al día; por lo demás, casi no lo veía.

Al principio esperaba todos los días verlos salir al encuentro de los sajones, pero los días y las semanas se sucedieron sin noticias. Llegaban mensajeros solitarios y más ejércitos, pero Ginebra, reducida a su alcoba y al pequeño jardín trasero, sólo recibía las noticias dispersas que le llevaban la criada y la partera. El tiempo se le hacía pesado; por la mañana tenía náuseas; más tarde paseaba sin sosiego por el jardín, imaginando a los sajones frente a la costa y pensando en su hijo. Le habría gustado coserle ropa, pero no tenía lana para hilar y se habían llevado el telar grande.

Pero aún tenía el telar pequeño que había llevado a Tintagel, con sedas, lana hilada y elementos para bordar, y comenzó a tejer una bandera. Cierta vez, Arturo le había prometido que, cuando le diera un hijo varón, podría pedirle cualquier cosa que estuviera a su alcance. Pensaba pedirle que cambiara el estandarte pagano del Pendragón para izar la cruz de Cristo. Así todo el país sería tierra cristiana y la legión de Arturo, un ejército protegido por la Virgen María.

Pensó un dibujo muy hermoso: azul, con hebras de oro y sus valiosas sedas carmesíes para la capa de la virgen. Como no tenía otra ocupación, se dedicaba a él de la mañana a la noche. Con la ayuda de Elaine aparecía velozmente entre sus dedos. Y en cada puntada de este estandarte pondré una oración para que Arturo vuelva indemne y para que éste sea un país cristiano, desde Tintagel hasta Lothian…»

Una tarde recibió la visita del venerable Taliesin. Vaciló antes de permitir que el anciano pagano se acercara a ella mientras gestaba al hijo de Arturo, pero al ver sus ojos bondadosos recordó que, por ser padre de Igraine, sería bisabuelo del recién nacido.

—Que el Eterno os bendiga, Ginebra —dijo Taliesin extendiendo los brazos en el gesto de la bendición.

Ginebra hizo la señal de la cruz; luego se preguntó si no lo habría ofendido, pero Merlín pareció tomarlo como un simple intercambio de bendiciones.

—¿Cómo sobrelleváis el encierro, señora? —preguntó observando la habitación—. ¡Vaya, si esto parece una mazmorra! Habríais estado mejor en Camelot, en Avalón o en la isla de Ynis Witrin, donde al menos tendríais aire fresco y podríais hacer ejercicio.

—Tomo suficiente aire en el jardín —respondió Ginebra, mientras resolvía hacer ventilar la habitación y la cama aquel mismo día.

—No dejéis de caminar al aire libre todos los días, hija mía, aunque esté lloviendo; el aire cura todos los males —y añadió con gentileza—: Arturo me dio la buena nueva y me regocijo con vos. No son muchos los que viven tanto como para conocer a sus bisnietos. —La cara vieja y arrugada parecía refulgir de benevolencia—. Si algo puedo hacer por vos, ordenádmelo, señora. ¿Tenéis alimentos recientes o sólo raciones militares?

Ginebra le aseguró que recibía diariamente un cesto de buenas provisiones, pero no dijo que le apetecía muy poco. Luego le contó que el último acto de Igraine había sido revelarle lo de su hijo.

—Señor —preguntó mirándolo con ojos atribulados—, ¿sabéis dónde mora Morgana, que no acudió siquiera al lecho de su madre moribunda?

Él negó lentamente con la cabeza.

—Lo siento; no lo sé.

—¡Pero es escandaloso que Morgana no diga a sus parientes adonde ha ido!

—Como es sacerdotisa de Avalón, es posible que haya iniciado algún viaje mágico o que se haya recluido en busca de la videncia —aventuró Taliesin, también preocupado—. Morgana es una mujer adulta y no necesita la autorización de nadie para ir y venir.

Se lo tendría bien merecido si terminaba mal por la terquedad con que obraba a su antojo, pensó Ginebra. Pero bajó la mirada para que el druida no viera su enfado, a fin de que no cambiara la buena opinión que tenía de ella. Merlín no se percató, pues Elaine le estaba enseñando el estandarte.

—Ved cómo pasamos nuestros días de prisión, buen padre.

—Crece con celeridad — comentó Merlín, sonriente— Ya se puede ver el bello dibujo.

—Y mientras lo tejo, rezo —aclaró Ginebra desafiante—. Con cada puntada tejo una plegaria para que Arturo y la cruz de Cristo triunfen sobre los sajones y sus dioses paganos. ¿No me regañaréis por ello, señor Merlín. aunque comprometisteis a Arturo a combatir bajo un estandarte pagano?

Taliesin respondió mansamente:

—Las plegarias nunca sobran, Ginebra. La vaina de
Escalibur
fue hecha por una sacerdotisa que incluyó en ella oraciones y hechizos para su protección. Habréis notado, sin duda, que aun cuando lo hieren sangra poco.

—Preferiría que estuviera protegido por Dios, no por brujerías —se acaloró la reina.

El anciano sonrió.

—Dios es uno: lo demás es sólo la expresión que le dan los ignorantes para poder entenderlo, como esta imagen de vuestra Virgen, señora. Nada sucede en el mundo sin la bendición del Uno, que nos dará la victoria o la derrota, según Él lo ordene. El dragón y la Virgen son, por igual, símbolos de nuestra súplica a lo que nos supera.

—Pero ¿no os enfadaría que se reemplazara el estandarte del Pendragón por el de la Virgen? —preguntó Ginebra desdeñosa.

Merlín alargó una mano arrugada para acariciar las sedas brillantes.

—¿Cómo podría condenar algo tan bello y hecho con tanto amor? Pero hay quienes aman ese estandarte tanto como vos la cruz. La gente pequeña necesita de su dragón como símbolo de la protección del rey. ¿La privaríais de sus cosas sagradas, señora?

Ginebra pensó en las hadas de Avalón y de las lejanas colinas de Gales que habían llegado con sus hachas de bronce, incluso con pequeños dardos de pedernal, y con el cuerpo embadurnado de pintura. Le estremecía de horror que gente tan salvaje combatiera junto a un rey cristiano. Merlín, al ver que temblaba, equivocó el motivo.

—Aquí hace un frío húmedo —dijo—. Tenéis que tomar más el sol. —Pero de inmediato comprendió—. Querida hija, recordad que este país es para todos los hombres, cualesquiera que sean sus dioses. Si combatimos contra los sajones no es porque no adoren a la misma divinidad que nosotros, sino porque quieren incendiar nuestras tierras y llevarse todo lo que nos pertenece. Peleamos por defender la paz de este suelo, señora, cristianos y paganos por igual.

Pero Ginebra seguía temblando. Taliesin se despidió, diciéndole que le mandara aviso si necesitaba algo.

—Kevin, el bardo, ¿está en el castillo, señor Merlín? —preguntó Elaine.

—Creo que sí. Haré que venga a tocar para vosotras.

—Nos gustaría —dijo la muchacha—, pero en realidad pensaba pedirle prestada su arpa… o la vuestra, señor druida.

El anciano vaciló.

—Kevin no presta su arpa: dice que «su señora» es una amante celosa. —Sonrió—. En cuanto a la mía, está consagrada a los dioses y no puedo permitir que otros la toquen. Pero la señora Morgana dejó la suya en su habitación. ¿Queréis que os la envíe, Elaine? ¿Sabéis tocar?

—Poco, pero así mantendremos las manos ocupadas cuando estemos cansadas de bordar.

—Tocarás tú —dijo Ginebra—. A mí siempre me ha parecido indecoroso que las mujeres toquen el arpa.

—Por indecoroso que sea —insistió su prima—, no quiero enloquecer encerrada aquí. Además, no hay nadie que me vea, aunque baile desnuda como Salomé.

Ginebra soltó una risita aniñada; luego puso cara de escándalo: ¿qué pensaría Merlín? Pero el anciano rió de buena gana.

—Os enviaré la lira de Morgana, señora. ¡Y en verdad no veo nada indecoroso en la música!

Aquella noche Ginebra soñó que las serpientes tatuadas de Arturo cobraban vida y reptaban por su estandarte, dejándolo sucio y viscoso… Despertó jadeando y con arcadas; durante todo aquel día no tuvo fuerzas para abandonar el lecho. Por la tarde llegó Arturo, preocupado.

—Creo que este encierro no te hace ningún bien, señora dijo—. ¡Ojalá estuvieras sana y salva en Camelot! He recibido noticias de la baja Britania, donde los reyes han hecho naufraga a treinta barcos sajones. Dentro de diez días nos pondremos en marcha. —Se mordió el labio—. Reza, Ginebra, para que podamos llegar sanos y salvos.

Se sentó en la cama para cogerle la mano, pero ella rozó con un dedo las serpientes de su muñeca y se apartó con una exclamación horrorizada.

—¿Qué pasa, Ginebra? —susurró Arturo envolviéndola en sus brazos—. ¡Pobre! Este encierro te ha enfermado. ¡Ya lo temía!

Ginebra se esforzó por dominar el llanto.

—Soñé… soñé… ¡Oh, Arturo! —suplicó arrojando a un lado las mantas—. No soporto que ese horrible dragón lo cubra todo, como en mi sueño. ¡Mira lo que he hecho para ti! —Lo llevó hasta el telar, caminando descalza—. Está casi terminado; dentro de tres días estará listo.

Arturo la estrechó contra sí.

—Lamento que tenga tanta importancia para ti, Ginebra. Lo llevaré a la batalla bajo el estandarte del Pendragón, si quieres, pero no puedo faltar al juramento que hice.

—Dios te castigará por respetar un voto hecho a los paganos antes que a Él. Nos castigará a ambos.

Arturo apartó las manos que se aferraban a él.

—Estás descompuesta y angustiada. No me extraña, en este lugar. Y ya es demasiado tarde para enviarte a Camelot, aunque quisieras ir. Trata de mantener la calma.

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