La Semilla del Diablo (14 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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Minnie, al traerle la bebida, le dijo:

—¡Pobrecita! No se desespere, querida; una sobrina mía que vivía en Toledo tuvo la misma clase de dolores y lo mismo le pasó a otras dos mujeres que yo conozco. Y sus partos fueron facilísimos y tuvieron niños muy guapos y sanos.

—Gracias —le contestó Rosemary.

Minnie se echó hacia atrás como ofendida.

—¿Qué le pasa? ¡Eso es tan cierto como el Evangelio! ¡Se lo juro por Dios, Rosemary!

El rostro se le contraía y se puso descolorido y triste; tenía un aspecto terrible.

Guy, por su parte, seguía insistiendo:

—¿De qué estás hablando? —decía—. Tienes un aspecto estupendo. Es ese corte de pelo lo que parece horrible. Es el mayor error que has cometido en tu vida.

El dolor se afirmó con una constante presencia, sin dar ningún respiro. Ella lo soportó y vivió con él, durmiendo unas pocas horas de noche y tomando una aspirina aun cuando el doctor Sapirstein le permitía dos. Se acabaron las salidas con Joan o con Elise, la clase de escultura o las compras. Hacía los pedidos de comestibles por teléfono y se quedaba en el apartamento, haciendo cortinas para el cuarto de los niños y comenzando, finalmente, a leer
La decadencia y caída del Imperio romano
. Algunas tardes venían Minnie o Roman y charlaban un rato con ella, preguntándole si quería algo. En una ocasión, Laura-Louise le trajo pan de jengibre. Aún no sabía que Rosemary estaba embarazada.

—¡Oh! ¡Que corte de pelo tan bonito, Rosemary! —le dijo—. Está usted muy guapa y muy a la moda.

Se asombró cuando le dijeron que no se encontraba nada bien.

Cuando Guy terminó con su trabajo, se quedó en casa la mayor parte del tiempo. Había dejado de estudiar con Dominick, su profesor de dicción, y ya no pasaba las tardes en el mundillo teatral y cinematográfico. Tenía dos buenos números comerciales en perspectiva para Pall Mall y Texaco, y los ensayos de
¿No la conozco a usted de algo?
fueron definitivamente aplazados para mediados de enero. Ayudaba a Rosemary a limpiar y jugaban a las cartas a dólar la partida. Él contestaba al teléfono, y cuando la llamada era para Rosemary, daba una excusa plausible.

Ella había pensado invitar a varios amigos a una cena el Día de Acción de Gracias; todos matrimonios jóvenes. Sin embargo, con aquel dolor continuo, y la constante preocupación por el bienestar de Andrew-o-Melinda, decidió no hacerlo, y acabaron por ir a casa de Minnie y Roman.

12

Una tarde de diciembre, mientras que Guy estaba haciendo el comercial de Pall Mall, Hutch la llamó por teléfono:

—Estoy a la vuelta de la esquina, en el City Center, comprando billetes para el espectáculo de Marcel Marceau —explicó—. ¿Os gustaría a ti y a Guy venir el viernes por la noche?

—No lo creo, Hutch —contestó Rosemary—. Hace días que no me encuentro bien. Y Guy tiene que hacer dos comerciales esta semana.

—¿Qué es lo que te pasa?

—Nada importante. Siento algunas molestias.

—¿Puedo subir unos minutos?

—¡Oh, sí! Me gustará verte.

Se apresuró a ponerse unos pantalones y un jersey, se pintó los labios y se cepilló el cabello. El dolor se agudizó, haciendo que por un instante tuviera que cerrar los ojos y apretar los dientes, y luego aminoró hasta su intensidad normal, y ella respiró agradecida, continuando su cepillado.

Hutch, al verla, puso ojos redondos de sorpresa y exclamó:

—¡Dios mío!

—El peinado me lo hizo Vidal Sassoon. Última moda —explicó.

—¿Qué es lo que te ha pasado? —preguntó él—. No me refería a tu cabello.

—¿Tan mal aspecto tengo? —le ayudó a quitarse el abrigo y el sombrero y los colgó, forzando una leve sonrisa.

—Tienes un aspecto terrible —dijo Hutch—. Has perdido yo que sé cuantos kilos y tienes unas ojeras que te envidiaría un panda. ¿No estarás haciendo una de esas dietas que recomienda la secta de los Zen?

—No.

—Entonces, ¿qué es? ¿Te ha visto algún médico?

—Será mejor que te lo diga. Estoy embarazada. Voy por el tercer mes.

Hutch se la quedó mirando, estupefacto.

—¡Eso es ridículo! —exclamó—. Las mujeres embarazadas ganan peso, no lo pierden. Y tienen aspecto saludable, no...

—Hay una pequeña complicación —explicó Rosemary, dirigiéndose hacia la sala—. Tengo articulaciones rígidas o algo así, y por eso sufro dolores que me tienen despierta casi toda la noche. Bueno, un dolor, que es continuo. Aunque no es nada grave. Probablemente cesará cualquier día.

—Nunca oí que eso de las «articulaciones rígidas» fuera un problema —dijo Hutch.

—Articulaciones pélvicas rígidas. Es bastante corriente.

Hutch se sentó en la mecedora de Guy.

—Bueno, te felicito —le dijo con tono dudoso—. Debes ser muy feliz.

—Lo soy —contestó Rosemary—. Los dos lo somos.

—¿Quién es tu tocólogo?

—Se llama Abraham Sapirstein. Es...

—Lo conozco —dijo Hutch—. Mejor dicho, he oído hablar de él. Intervino en dos partos de Doris.

Doris era la hija mayor de Hutch.

—Es uno de los mejores de la ciudad —explicó Rosemary.

—¿Cuándo lo has visto por última vez?

—Anteayer. Y me dijo lo mismo que yo te he dicho a ti. Es bastante corriente y probablemente cesará cualquier día. Claro que me ha estado diciendo eso desde que empezó...

—¿Cuánto has perdido de peso?

—Sólo un kilo y medio. Parece...

—¡Tonterías! Has perdido mucho más.

Rosemary sonrió.

—Hablas como la báscula del cuarto de baño —dijo—. Guy acabó por tirarla, porque me asustaba. No, sólo he perdido un kilo y medio y un poco de anchura. Y es perfectamente normal perder un poco durante los primeros meses. Luego ganaré.

—Eso espero —declaró Hutch—. Parece como si te chupara un vampiro. ¿Estás segura de que no tienes señales de pinchazos?

Rosemary sonrió.

—Bueno —dijo Hutch, retrepándose y sonriendo también—. Supongamos que el doctor Sapirstein sabe lo que hace. Debe de saberlo; por lo que cobra... A Guy le debe ir sensacional.

—Pues sí —contestó Rosemary—; pero nos hace un precio especial. Nuestros vecinos, los Castevet, son muy amigos suyos; me enviaron a él y nos cobra un precio más barato que a sus clientes de la alta sociedad.

—¿Es que eso quiere decir que Doris y Axel sí lo son? —preguntó Hutch—. Estarían encantados si lo fueran.

Sonó el timbre de la puerta. Hutch se ofreció para ir a abrir, pero Rosemary no se lo consintió.

—Me duele menos cuando me muevo —explicó, saliendo de la habitación.

Al acercarse a la puerta trató de recordar si había encargado algo que aún no le habían entregado.

Era Roman, quien parecía ligeramente amoscado. Rosemary sonrió y le dijo:

—Acababa de nombrarle hace un par de minutos.

—Espero que haya sido para mencionar algo favorable —contestó—. ¿Necesita algo de fuera? Minnie va a salir un momento y nuestro teléfono no funciona.

—No, nada —repuso Rosemary—. Gracias por preguntármelo. Ya pedí por teléfono esta mañana todas las cosas que necesitaba.

Roman miró más allá de ella por un instante, y luego, sonriendo, preguntó si Guy había ya vuelto a casa.

—No, no volverá por lo menos hasta las seis —explicó Rosemary.

Como el pálido rostro de Roman seguía aguardando con su sonrisa interrogadora, añadió:

—Está aquí un amigo nuestro —la sonrisa interrogadora siguió—. ¿Quiere conocerlo?

—Sí que me gustaría —dijo Roman—. Si no molesto...

—Claro que no —Rosemary le indicó que entrara.

Llevaba una chaqueta a cuadros blancos y negros sobre una camisa azul y una ancha corbata de tejido de Paisley. Pasó por su lado y entonces se fijó, por primera vez, en que tenía las orejas perforadas; por lo menos la oreja izquierda lo estaba.

Lo siguió hasta la entrada de la sala.

—Le presento a Edward Hutchins —dijo. Y a Hutch, que se levantaba sonriente le dijo—: Te presento a Roman Castevet, el vecino del que acabo de hablarte. Estaba diciendo a Hutch —agregó, dirigiéndose a Roman— que usted y Minnie me enviaron al doctor Sapirstein.

Los dos hombres se estrecharon las manos y se saludaron. Hutch dijo:

—Una de mis hijas fue también atendida por el doctor Sapirstein. En dos ocasiones.

—Es un hombre muy inteligente —afirmó Roman—. Lo conocimos la pasada primavera y se ha convertido en uno de nuestros mejores amigos.

—Siéntense, ¿quieren? —les pidió Rosemary. Ambos hombres se sentaron y Rosemary se sentó al lado de Hutch.

Roman preguntó:

—Así que Rosemary le habrá dado la buena noticia, ¿verdad?

—Sí, me la ha dado —contestó Hutch.

—Hemos de procurar que tenga el máximo de descanso —declaró Roman—, y que esté totalmente libre de preocupaciones y ansiedades.

—Eso sería un cielo —corroboró Rosemary.

—Su aspecto me alarmó un poco —dijo Hutch, mirando a Rosemary mientras sacaba su pipa y una bolsita a rayas para tabaco.

—¿De veras? —preguntó Roman.

—Pero ahora que sé que está al cuidado del doctor Sapirstein, me siento considerablemente aliviado.

—Sólo ha perdido uno o dos kilos —dijo Roman—. ¿Verdad, Rosemary?

—Así es —repuso Rosemary.

—Y eso es normal en los primeros meses de embarazo —continuó diciendo Roman—. Después ganará, probablemente, mucho más.

—Eso creo —dijo Hutch llenando su pipa.

Rosemary explicó:

—La señora Castevet me prepara una bebida vitamínica todos los días, con un huevo crudo, leche y unas hierbas que ella cultiva.

—Todo eso está de acuerdo con las instrucciones del doctor Sapirstein —explicó Roman—. Él se inclina a sospechar de las píldoras de vitaminas comercialmente preparadas.

—¿De veras? —preguntó Hutch, guardándose en el bolsillo la bolsita de tabaco—. No imagino que haya nada menos sospechoso; son fabricadas con gran seguridad bajo todas las precauciones imaginables.

Frotó dos fósforos como si fueran uno y dio una chupada a su pipa, dejando escapar nubéculas de aromático humo blanco. Rosemary le puso un cenicero al lado.

—Cierto —replicó Roman—; pero las píldoras comerciales pueden pasarse muchos meses en un almacén o en el estante de un farmacéutico y perder buena parte de su potencia original.

—Sí; no había pensado en ello —repuso Hutch—. Puede ocurrir.

Rosemary terció:

—Me gusta la idea de tomarlo todo fresco y natural. Apostaría a que las madres en estado masticaban pedacitos de raíz de tanis hace ya muchos siglos, cuando nadie había oído hablar todavía de las vitaminas.

—¿Raíz de tanis? —preguntó Hutch.

—Es una de las hierbas que componen la bebida —explicó Rosemary—. ¿Es una hierba? —se quedó mirando a Roman—. ¿Puede una raíz considerarse una hierba?

Pero Roman estaba observando a Hutch y no la oyó.

—¿De tanis? —volvió a preguntar Hutch—. Nunca oí hablar de eso. ¿Estás segura de que no es anís o raíz de lirio de Florencia?

—Tanis —dijo Roman.

—Aquí tienes —dijo Rosemary, sacándose su amuleto—. Se supone que da la buena suerte. Agárrate, porque hay que acostumbrarse al olor.

Le alargó el amuleto, inclinándose hacia adelante para acercarlo más a Hutch.

Él lo olfateó y se echó hacia atrás, haciendo ostentosas muecas.

—Y tanto que sí —dijo—; pero no parece ninguna raíz —aseguró—; parece más bien un verdín o un hongo —miró a Roman—. ¿Se conoce por otro nombre? —preguntó.

—Que yo sepa, no —respondió Roman.

—Miraré en la enciclopedia y descubriré todo acerca de ella —dijo Hutch—. Tanis. ¡Qué bola más bonita para contenerla! ¿Es algún amuleto? ¿Dónde lo has conseguido?

Con una rápida sonrisa a Roman, Rosemary respondió:

—Me lo dieron los Castevet —y volvió a meterse el amuleto en su seno.

Hutch dijo a Roman:

—Usted y su esposa parece que se están tomando más interés por Rosemary que el que se tomarían sus propios padres.

Roman contestó:

—La queremos mucho, y a Guy también.

Echó hacia atrás su silla y se levantó.

—Tendrán que excusarme, pues he de irme ahora —dijo—. Mi esposa me está esperando.

—No faltaba más —contestó Hutch levantándose también—. Ha sido un placer conocerle.

—Nos veremos de nuevo, estoy seguro —afirmó Roman—. No se moleste, Rosemary.

—No es molestia —fue con él hasta la puerta del apartamento. Ahora se fijó en que tenía perforada la oreja derecha también, y que en su cuello tenía pequeñas cicatrices como una bandada de pájaros lejanos—. Gracias de nuevo —le dijo.

—No se merecen —repuso Roman—. Su amigo, el señor Hutchins, me ha sido simpático; parece muy inteligente.

Rosemary le dijo mientras abría la puerta:

—Sí que lo es.

—Me ha alegrado conocerle —aseguró Roman.

Con una sonrisa y un saludo con la mano se alejó por el pasillo.

—Adiós —le dijo Rosemary, respondiendo a su saludo.

* * *

Hutch estaba de pie junto al estante de los libros.

—Esta habitación es magnífica —comentó—. La has arreglado muy bien.

—Gracias —contestó Rosemary—. Eso fue hasta que mi pelvis intervino. Roman tiene las orejas perforadas. Ahora me he fijado por primera vez.

—Orejas perforadas y ojos penetrantes —replicó Hutch—. ¿A qué se dedicaba antes de ser un rentista retirado?

—Pues a un poco de todo. Y ha estado en todas las partes del mundo. De veras, en todas partes.

—Tonterías. No hay nadie que haya estado en todas partes. Si no es mucha indiscreción, ¿puedo preguntar a qué ha venido a verte?

—A preguntarme si necesitaba algo de fuera. El teléfono de la casa no funciona. Son unos vecinos fantásticos. Si les permitiera, vendrían hasta a hacerme la limpieza.

—¿Qué aspecto tiene ella?

Rosemary se lo explicó.

—Guy se ha hecho muy amigo de ellos —dijo—. Creo que para él se han convertido en una especie de padres.

—¿Y tú?

—Yo no estoy segura. A veces les estoy tan agradecida que les besaría, y a veces me resultan pesados, como si fueran demasiado amistosos y entrometidos con sus ganas de ayudar. Pero ¿cómo puedo quejarme? ¿Recuerdas el gran apagón?

—¿Cómo quieres que lo olvide? Me pilló en un ascensor.

—¡No!

—Sí, de veras. Cinco horas en total oscuridad con tres mujeres y un tipo de la Sociedad John Birch que estaban seguros de que habían tirado una bomba atómica.

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