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Authors: Maxwell Grant

Tags: #Misterio, Crimen, Pulp

La Sombra Viviente (19 page)

BOOK: La Sombra Viviente
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—¿No ves que podías haberte hecho daño si te llegas a caer?

—Es que quería dar un paseo —replicó el chiquillo.

—Si por casualidad encontramos un bache hubieras salido despedido.

—Le aseguro que me agarré muy fuerte, señor.

—Bueno. ¿Dónde vives, chiquillo?

—A una milla de aquí.

—Entonces, sube conmigo y te llevaré a casa.

—Muchas gracias, señor.

El chiquillo se sentó junto a Vincent, que le observaba con curiosidad. La cara y manos del muchacho estaban muy sucias y sus ropas mostraban infinidad de remiendos.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó.

—Doce.

—Pues ya tienes edad para pedir a los automovilistas que te lleven por favor.

—¡Cómo se ve que usted no tiene necesidad de pedirlo! Le aseguro que hay pocos tan amables como usted!

En aquel momento pasaron frente a la posada, pero Vincent siguió adelante sin detenerse, interesado por la charla del chiquillo.

—Por eso me cuelgo de las ruedas de recambio —siguió el muchacho—. Es la única manera de viajar gratis. Nadie se para cuando levanto la mano.

—¿Y si pasan de largo al llegar a tu casa? ¿Qué haces?

—Nadie llega hasta mi casa. Siempre tengo que terminar el viaje a pie.

—¿No me has dicho que está sólo a una milla?

—Sí, pero hay que meterse por una carretera infame que ningún auto sigue.

El muchacho era hablador, y, satisfecho de que «una persona mayor» le prestara atención, se apresuró a explicarle todas sus aventuras.

—Para no romperme la cabeza, siempre me subo a autos que van despacio, como el de usted. Así cuando llega la hora de saltar no da ningún trabajo. Mi auto preferido es el de un viejo que parece una tortuga conduciendo. ¡Parece mentira que un tío tan rico vaya despacio!

—¿Te refieres al señor Bingham, el abogado? —preguntó, con súbito interés, el joven.

—Sí, ese vejestorio es. Su auto parece un cangrejo. Pero en cambio, ayer estuvo a punto de matarme.

—¿Cómo fue eso?

—Pues cuando llegamos frente a casa se puso a correr tanto, que creí que se había vuelto loco.

—¿Y qué hiciste?

—Pues, ¡cualquiera se tiraba! Tuve que acompañarle.

—¿Dices que eso fue ayer?

—Sí… No, no fue ayer. Fue anteayer por la tarde.

—¿Y dónde te llevó?

—Hasta el final de ese camino tan malo que le dije antes. Creí que no podría saltar nunca. ¡Fíjese usted que iba trepado a un auto guiado por un loco! Porque el viejo estaba loco; nunca le vi correr tanto. Bueno, pues, cuando llegamos al final del camino, torció por otra carretera, entonces salté y tuve que irme a pie a casa.

—¿Por qué carretera torció? Hay dos.

—Por la izquierda, la que lleva a Herkwell. ¡Eh, señor! Pare, que hemos llegado a mi casa.

Harry dejó al muchacho frente a una casucha que pedía a gritos unas cuantas reparaciones. Seguidamente, en lugar de regresar a la posada, siguió adelante en dirección a Herkwell. Estaba contento del rumbo que tomaban los acontecimientos.

La Sombra estaría satisfecho.

CAPÍTULO XXIX
LA TRETA DE JOHNNY EL «INGLÉS»

Johnny el «Inglés» se detuvo a la puerta de su casa y miró, inquisitivamente, a ambos lados de la calle. Los sucesos de los últimos días le tenían preocupado. El incidente del chófer, el del restaurante, el choque del auto que estuvo a punto de costarle la vida; la extraña coincidencia de hallar en el mismo sitio a dos enemigos tan poderosos que, a pesar de su inferioridad numérica, consiguieron vencerle a él y a sus hombres, logrando escapar cuando su captura parecía inminente.

También se unía a su preocupación la visita del extraño personaje. Aquella sombra que se metió hasta su habitación. ¡La Sombra! Cuántas veces se rió él de aquel ser a quien había calificado siempre de fantástico.

Pero aquel sábado a las tres de la tarde, Johnny el «Inglés» ya no se reía de La Sombra, y, desde la puerta de su casa, buscaba temerosamente algún rastro del enemigo.

Por fin se decidió, y, saliendo a la calle, corrió a una avenida cercana, volviéndose a mirar hacia atrás de cuando en cuando. Convencido de que nadie le seguía, subió a un auto y dio la dirección de una casa que sabía deshabitada.

Al llegar allí despidió al taxi y llamó durante unos minutos a la puerta de la casa, mientras con el rabillo del ojo vigilaba atentamente los alrededores.

Por fin, ya más tranquilo, alquiló otro taxi y le dio la dirección de una casa de los barrios bajos.

Una vez dentro del auto, Johnny se frotó la barbilla, satisfecho de su treta. Si el chófer del otro taxi era un servidor de sus enemigos, éstos quedarían engañados, yendo a buscarle a una casa vacía.

Sin embargo, no estaba muy seguro del éxito. Miró la ventanilla trasera del auto y vio otro coche, un automóvil verde que le iba siguiendo. Johnny ordenó al conductor de su taxi que se dirigiera a la calle Ochenta y Seis.

El auto verde tomó la misma dirección.

El «Inglés» dio una nueva orden y el taxi se dirigió entonces hacia la calle Ochenta y Cinco.

El otro automóvil imitó la maniobra.

—¡Muy listos! —murmuró Johnny—, pero yo soy más listo.

Al llegar a la plazoleta de Colón, el hombretón dejó el taxi y se metió en una droguería, donde trabajaba un amigo suyo; habló un rato con él y después salió, dirigiéndose a la estación del metro, donde tomó un billete para la calle Cuarenta y Dos.

Al salir del subterráneo metióse en un rascacielos y subió hasta el piso decimoquinto. Tres hombres entraron con él en el ascensor. Al llegar al piso en cuestión, uno salió tras Johnny el «Inglés».

Este miró a su alrededor, y de pronto, simulando haberse equivocado de piso, llamó al ascensor. Advirtió que el otro hombre iba de puerta en puerta, como buscando un número del que no estaba muy seguro.

Johnny entró en el ascensor y regresó a la planta baja, saliendo a la calle, donde se apresuró a coger otro taxi, que dejó varias manzanas más allá.

«Esta vez le he dejado plantado en el piso quince» —dijo para sí el «Inglés».

De repente le asaltó un desagradable pensamiento.

«¿Y si, por casualidad, eran dos los que me seguían? No se me había ocurrido esto. Podía haber uno arriba y otro en la calle, esperándome.»

Siguió Broadway adelante. Metióse en un estanco, donde compró unos cuantos puros. Encendió uno y dio pensativamente algunas chupadas. Por fin le asaltó una idea. Y, en consecuencia, metióse en la cabina telefónica del establecimiento y marcó un número.

—¿Eres tú, Kennedy?

—Sí, soy yo, Johnny el «Ingles».

—Sí, estoy bien. Esta noche salgo de la ciudad. Me voy a Buffalo a ver cómo marcha uno de mis restaurantes. No volveré hasta dentro de una semana.

—…

—No, no podré hacerlo.

—…

—Me gustaría mucho, pero no tengo tiempo. El tren sale a las ocho.

—…

—No, aún no he sacado el billete.

—…

—Bueno, ya que insistes, iré.

—…

—Hasta ahora, pues. Adiós.

El rostro de Johnny él «Inglés» reflejaba una profunda satisfacción cuando salió del estanco. Con paso indiferente se dirigió a la calle Cuarenta y Dos y luego a la Treinta y Tres. Cuando llegó a la estación del Hudson tomó un billete para Newark.

El vagón estaba lleno y el hombretón miró curiosamente a su alrededor, como si sospechara que entre los pasajeros que le rodeaban había varios enemigos suyos.

El «Inglés», que era un observador muy agudo, eliminó en seguida a los que no le parecieron sospechosos. Sólo le preocuparon tres y durante el viaje no apartó la vista de ellos.

«¿Quién diablos andará metido en este asunto? —se preguntó—. No puede ser la poli. No es tan lista. Quizá se trate de otra banda. Pero ¿quién?»

¡La Sombra! Otra vez este nombre. ¡El ser invisible a quien nadie conocía!

Algunos gángsters le hablaron de La Sombra, pero le dijeron muy poco.

Otros aseguraban haber oído su voz, llegada hasta ellos por los etéreos caminos de la radio. Decían que en el estudio, todo el mundo guardaba el más absoluto secreto. Que el invisible personaje tenía una habitación llena de colgaduras negras, sumida en tinieblas, desde donde enviaba sus mensajes.

El Hampa decidió hacer un esfuerzo para descubrir la identidad de La Sombra. La Sombra, cuya siniestra voz tan bien conocían los radioyentes.

Se colocaron espías a la entrada de la estación emisora. Mucha gente entró en el edificio, pero nadie respondía a la idea que se habían forjado todos de La Sombra.

Un ladrón que en sus tiempos de persona decente fue mecánico, logró introducirse en la estación, pero allí también La Sombra era un mito. Sólo se conocía su voz.

Cada jueves por la noche, el espía de los gángsters se situaba frente a la habitación que se suponía destinada a La Sombra. Sin embargo, jamás vio entrar a nadie en ella.

¿Sería, acaso que La Sombra tenía un micrófono conectado con la estación y hablaba desde su casa? Nadie lo sabía. Alguna vez oíase su terrible risa. Pero nada más.

El tren de Johnny el «Inglés» llegó a su debido tiempo a Newark. Al salir de la estación, el hombretón alquiló un taxi y se hizo conducir al aeropuerto.

La tarde tocaba a su fin, cuando Johnny el «Inglés» llegó al aeródromo. Pagó el importe de la carrera y dirigiose rápidamente hacia un hangar. Un aviador salió a su encuentro.

—¡Hola! ¿Qué tal, Kennedy? —exclamó el «Inglés».

—Bien, ¿y tú, Johnny?

—Aquí me tienes, como te prometí. Pensé que te alegraría.

—¡Ya lo creo que me alegra! Llegas a tiempo de dar una vuelta.

—¿Cuánto costará?

—Para ti, nada, Johnny.

El hombretón miró inquisitivamente a las personas que estaban en el campo de aviación. Ninguna de ellas se parecía a los sospechosos del tren. Sin embargo, Johnny siguió adelante con la treta proyectada.

—Bien, Kennedy. Cuando quieras.

Los dos hombres penetraron en un avión de aspecto muy veloz.

—Volaremos durante diez minutos, Johnny —explicó el aviador.

Poco después el aeroplano volaba sobre el aeropuerto.

Ya en el aire, Johnny se inclinó hacia Kennedy y con amplitud de ademanes, trató de explicar algo a su compañero. Este debió de comprenderle, pues movió afirmativamente la cabeza.

Entretanto, en el campo, uno de los pilotos comentaba, hablando con un compañero:

—Es curioso. Kennedy habrá cambiado de parecer respecto al vuelo de diez minutos. Parece que se dirige a algún sitio determinado y que tiene mucha prisa.

El avión se dirigía directamente hacia el Norte. Poco a poco su silueta se fue haciendo menos visible, hasta desaparecer por completo.

En aquel momento, un hombre, cuyo rostro desaparecía entre el alto cuello del abrigo, salió de uno de los hangares, miró hacia el punto por donde acababa de desaparecer el aeroplano y soltó una extraña carcajada.

Anochecía; llegaba la hora en que las sombras se baten sobre la tierra.

CAPÍTULO XXX
TERMINA LA PISTA

El auto corría por la carretera cercana al estuario de Long Island. Harry Vincent era el conductor del vehículo. Iba tras otra pista.

En Hekwell logró el rastro de Ezekiel Bingham. Un hombre lo había visto pasar, y como los autos eran raros en aquel pueblo, pudo indicar al joven todos los detalles que éste necesitaba. Según aquel hombre, el automóvil de Bingham siguió el camino muy poco frecuentado y Harry se metió por él.

Poco después descubrió en la arcillosa tierra las huellas de los neumáticos del coche del abogado. Eran unas marcas muy particulares y fue un feliz descubrimiento para el joven, pues al llegar a una bifurcación del camino, gracias a ellas pudo seguir certeramente la pista del viejo Bingham.

Así llegó hasta cerca del estuario, deteniéndose en una estación de servicio para proveerse de gasolina. Le preguntó al encargado si había visto un auto de las características del de Bingham.

—Cada día pasan centenares le autos por aquí —dijo riendo el hombre—, y no puedo llevar la cuenta de todos.

—Pensé que podía haberse detenido aquí para proveerse de nafta.

El mecánico movió negativamente la cabeza, y preguntó:

—¿Busca algún auto robado?

Vincent contestó con un gruñido.

—No trato de meterme en sus asuntos —dijo el hombre,— pero quizá pudiera ayudarle.

—¿Cómo?

—Pues, verá. Si el auto llegó hasta aquí, tiene usted una probabilidad de encontrarlo. A una milla del puesto la carretera se bifurca. Le aconsejo que tome la de la izquierda.

—¿Por qué?

—Porque en ella se encuentra el garaje de Smithers. Tiene unos letreros enormes anunciando sus servicios. Ningún auto deja de detenerse allí. Ese Smithers tiene la costumbre de anotar las matrículas de todos los autos que pasan por su garaje.

—¿Para qué?

—Es que tiene la idea de que todo auto que pasa por allí una vez, pasará siempre, y en cuanto tiene unos cuantos números anotados, se entera del nombre de los propietarios de los coches y les envía una circular ofreciéndoles sus servicios.

—No está mal la idea.

—No sé. A mí me parece que es perder el tiempo. Pero para usted es muy útil, pues si el auto que le interesa ha pasado por el garaje de Smithers, él podrá decírselo.

Harry dio las gracias al mecánico y le permitió acabar de llenar el depósito de gasolina.

Cuando llegó a la bifurcación indicada, torció a la izquierda. Poco después llegaba al garaje Smithers. Este era un fornido hombretón.

Inmediatamente acudió a la llamada de Vincent.

—¿El señor Smithers?

—Servidor de usted.

—Quisiera pedirle un favor.

Y Vincent explicó que buscaba un automóvil que suponía había pasado por el garaje y le dio el número de la matrícula del auto de Bingham.

Smithers le miró suspicazmente.

—¿Para qué quiere saberlo? —preguntó.

—Me han encargado que siga su pista.

—¿Con qué objeto?

—Con uno muy importante, eso es todo.

—¿Y por qué supone usted que yo tengo la matrícula de ese auto?

—Porque sé que anota las matrículas de todos los coches que pasan por su garaje.

Había tanta firmeza en las palabras del joven, que Smithers pensó que Vincent podía ser un representante de la Ley. A pesar de esto, aún vaciló unos instantes.

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