—Extravasación de aire —dijo—. Ha resultado en neumotórax.
—Doctor —intervino la enfermera—, podemos llevarlo al Centro Médico, allí le…
—¡No tenemos tiempo! —le espetó Rush mientras se ponía unos guantes de látex.
El buzo se agitó en la camilla y se llevó las manos a la garganta entre estertores.
Rush se volvió hacia los enfermeros.
—Con una aguja de aspiración no bastaría. Nuestra única opción es una toracoscopia. Denme el tubo torácico, ¡ya!
Logan contemplaba la escena con una mezcla de sorpresa y aprensión. Hasta ese momento Ethan Rush había sido el perfecto ejemplo de la calma y la seguridad. Pero ese Rush —sus rápidos y casi frenéticos movimientos, su impaciencia y su brusquedad dando órdenes— le resultaba completamente desconocido.
Mientras uno de los enfermeros se volvía hacia el carrito de reanimación, Rush frotó con yodo un área debajo del brazo izquierdo del buzo, le aplicó un anestésico local y, con un rápido gesto con el escalpelo, le hizo una incisión de cinco centímetros entre las costillas.
—¡Rápido con ese tubo torácico! —gritó por encima del hombro.
El enfermero lo sacó de su envoltorio esterilizado y se lo entregó. Rush se arrodilló junto al buzo e insertó con cuidado el tubo en el corte que había practicado. Comprobó que estuviera bien colocado, masculló algo y se levantó.
—Drenaje torácico —pidió.
Otro enfermero se acercó a paso ligero cargado con un soporte donde había un aparato de color blanco y azul que a Logan le recordó a un tensiómetro pero en grande. Tenía varios indicadores verticales, y dos tubos de plástico transparente sobresalían de la carcasa superior.
—¿Llave de paso de succión? —preguntó Rush.
—Lista.
—Llénelo dos milímetros.
—Sí, doctor.
El enfermero inyectó agua en el aparato, y Logan vio que la cámara de depósito se volvía azul. Entretanto, Rush conectó uno de los tubos al conducto de drenaje que había insertado en el tórax del buzo. Logan lo miró. Sus estremecimientos se habían vuelto más débiles y sus movimientos eran erráticos.
—Catéter conectado —dijo Rush—. Iniciamos succión. Presión negativa de veinte centímetros de agua.
Pulsó un interruptor del aparato y empezó a abrir la llave de paso. El líquido de la cámara de control de succión burbujeó al instante. Rush giró un poco más la llave de paso; el burbujeo aumentó. El catéter se llenó con una mezcla de agua y sangre.
—Si conseguimos extraer el fluido de la cavidad torácica lo bastante deprisa, es posible que los pulmones se vuelvan a hinchar —dijo Rush al enfermero técnico de urgencias—. No hay tiempo para operar.
En la vasta sala se hizo un silencio solo interrumpido por el zumbido del aparato y el gorgoteo del líquido que salía por el conducto.
Rush miraba al hombre tendido en la camilla y el drenaje torácico con una angustia creciente.
—Se está poniendo cianótico —murmuró—. Aumente la presión hasta cincuenta milímetros.
—Pero si el nivel es tan alto…
Rush se volvió rápidamente hacia el técnico.
—Maldita sea, hágalo.
A continuación rodeó la camilla, abrió la boca del buzo, inerte en ese momento, y empezó a hacerle el boca a boca. Pasaron quince segundos, treinta… Y entonces, de repente, el buzo se estremeció, tosió, escupió sangre y agua y luego aspiró una profunda y entrecortada bocanada de aire.
Rush se incorporó despacio. Miró al buzo y después el aparato.
—Bájelo a veinte —murmuró.
Recorrió con la vista las caras de los que se hallaban alrededor y luego se quitó los guantes.
—Vigile la cámara de recogida —le dijo a la enfermera—. Voy al Centro Médico a prepararlo todo para un examen a fondo.
Y sin decir más, dio media vuelta y salió de la sala a grandes zancadas.
★ ★ ★
Cuando llegó la hora de comer, Logan, que había estado merodeando por las instalaciones intentando orientarse, vio que sus pies lo habían llevado sin pretenderlo hasta el Centro Médico. Las instalaciones le parecieron demasiado grandes para las ciento cincuenta personas que integraban la excavación, pero entonces cayó en la cuenta de lo lejos que estaban de cualquier tipo de ayuda.
El lugar parecía tranquilo, casi soñoliento. Recorrió el pasillo central asomándose a las puertas abiertas: camas vacías y equipos sin usar. En el departamento de enfermeras una mujer estaba anotando algo en un sujetapapeles. Pasó ante una sala espaciosa con el rótulo observación. El buzo herido estaba allí, rodeado de distintos equipos de diagnóstico.
Logan siguió adelante y se detuvo en la siguiente habitación. Era el despacho de Rush; el médico se encontraba dentro, de espaldas a la puerta, hablando ante una grabadora digital.
—El catéter fue insertado en la cavidad torácica y la presión del neumotórax aliviada antes de que el estado del paciente pudiera degradarse hasta un cambio mediastínico o una embolia respiratoria —explicaba—. Cualquiera de los dos habría supuesto el fallecimiento, pues en esas circunstancias habría sido imposible…
Rush se percató de que había alguien en el despacho. Apagó la grabadora y se dio la vuelta. Logan se sobresaltó al verlo: tenía el rostro ceniciento y los ojos enrojecidos e hinchados, como si hubiera estado llorando.
Rush esbozó una tímida sonrisa.
—Hola, Jeremy. Pasa y siéntate.
—Hiciste un buen trabajo —dijo Logan.
La sonrisa desapareció.
—Una manera interesante de inaugurar tu estancia aquí.
Logan asintió.
—Desde luego. Ser testigo de un accidente así…
—Accidente —repitió Rush—. Otro accidente… —Durante unos instantes pareció perderse en sus propios pensamientos, pero enseguida cambió de actitud y añadió de mejor humor—: Lamento que…, bueno, que me vieras de esa manera.
—Has salvado una vida.
Rush hizo un gesto con la mano como para quitarle importancia.
—Desde que tuve aquella experiencia con mi mujer he tratado exclusivamente a personas que han burlado a la muerte. Hoy ha sido la primera vez que he tenido que atender un caso de emergencia a vida o muerte desde hace…, supongo que desde que llevaron a Jennifer a aquella sala de urgencias. No sabía que me afectaría tanto. —Hizo una pausa y después miró a Logan—. No podría decirle esto a nadie más, Jeremy, pero espero que Porter Stone no cometiera un error al contratarme como médico jefe de la expedición.
—De error nada. Stone eligió a un médico magnífico. Espera y verás: esta será la única crisis médica que tendrás que atender. A partir de ahora todo irá a pedir de boca. Y hablando de boca, ¿qué tal si comemos algo antes de enfrentarme a esa Tina Romero?
Una sonrisa sincera cruzó el rostro de Rush.
—Dame cinco minutos para acabar el informe y seré todo tuyo.
E
L despacho de Christina Romero estaba en el sector Rojo, donde también se hallaban las dependencias médicas y los distintos laboratorios científicos. A Logan le recordó mucho a su despacho de Yale: ordenado y limpio, con hileras e hileras de libros organizados por autor y género en largas estanterías metálicas. El gran escritorio que ocupaba el centro de la habitación estaba lleno de libretas de notas y objetos varios, pero aun así parecía ordenado. Había más objetos guardados en contenedores y apilados contra la pared del fondo. En las demás paredes colgaban diplomas y algunos cuadros: una foto de un fresco egipcio, una copia de
Regulus
, de Turner, y un dibujo de la Esfinge curiosamente infantil.
Pero si el despacho le resultó vagamente familiar, la doctora Romero fue toda una sorpresa. Era delgada y muy joven; no pasaría de los treinta. Logan se dio cuenta de que había esperado encontrarse con una mujer mayor desaliñada, vestida con un traje de tweed, una versión femenina de Flinders Petrie. Romero no podría haber sido más diferente. Llevaba vaqueros y un jersey de cuello alto negro con las mangas subidas hasta los codos. Tenía el cabello negro y ondulado, largo hasta los hombros y peinado con raya en medio. El modo en que se le ahuecaba a ambos lados recordaba el típico peinado de los reyes egipcios. Cuando Logan llegó, ella estaba sentada a su escritorio concentrada en llenar una estilográfica en un tintero de tinta azul oscuro.
Logan llamó educadamente en el marco de la puerta. Romero dio un respingo y estuvo a punto de soltar la pluma.
—¡Mierda! —exclamó al tiempo que cogía un pañuelo de papel para absorber la tinta derramada.
—Lo siento —dijo Logan sin moverse de la puerta—. ¿Se ha manchado?
—No importa —contestó ella—. Podría haber estropeado esto. —Alzó la estilográfica para que la viera—. ¿Sabe lo que es? Una Parker Senior Duofold color amarillo mandarín de 1927, el primer año de su fabricación. Hay muy pocas. Mire, incluso tiene la decoración amarilla en el capuchón, antes de que fuera negra.
La agitó ante Logan como si fuera una batuta.
—Muy bonita. Pero yo siempre he preferido las Waterman.
Romero dejó la estilográfica y miró a Logan.
—¿Las bañadas en plata?
—No. Las Patrician.
—Oh.
Enroscó el capuchón y se guardó la pluma en el bolsillo de los vaqueros, luego se levantó y le dio la mano.
El contacto le dijo a Logan mucho más acerca de ella que el aspecto del despacho. Le retuvo la mano más tiempo del que era habitual en él.
—¿Qué desea? —preguntó ella—. No le había visto antes por aquí.
—Eso es porque llegué anoche. Soy Jeremy Logan.
—Logan. —Frunció el entrecejo.
—Teníamos una cita.
Ella sonrió.
—Ah, claro. Usted es el cazafantas… —Calló, pero en sus ojos verdes brillaba una chispa de humor.
La tontería de siempre. Logan ya estaba acostumbrado.
—Yo prefiero el término «enigmatólogo».
—Enigmatólogo. Sí, eso le da un aire de respetabilidad. —Tina lo miró de arriba abajo con una mezcla de escepticismo y velada hostilidad—. Bueno, ¿dónde están? ¿En esa bolsa que lleva?
—¿Dónde están qué?
—Sus cosas. Ya sabe: el detector de ectoplasmas, la bola de cristal y la varilla. Seguro que tiene una varilla de radiestesia en alguna parte.
—Nunca llevo. Pero sepa que las bolas de cristal pueden ser muy útiles; no necesariamente con fines adivinatorios, sino para ayudar a vaciar la mente de distracciones antes de la meditación; aunque naturalmente todo depende de las impurezas del cristal y de su índice de refracción.
Romero pareció sopesar aquellas palabras un momento y después dijo:
—¿Por qué no pasa y se sienta?
—Gracias. —Logan entró, tomó asiento en una de las sillas que había ante el escritorio y dejó su bolsa en el suelo.
—Lo siento, no pretendía ser frívola, pero es que nunca había conocido a un… enigmatólogo.
—Como la mayoría de la gente. Nunca me falta conversación en las fiestas.
Tina se apartó el pelo de la cara y se recostó en su asiento.
—¿Y qué hace, exactamente?
—Más o menos lo que dice la palabra. Investigo fenómenos que se hallan más allá de los límites normales de la experiencia humana.
—¿Se refiere a cosas como los poltergeist?
—A veces. Pero normalmente se trata de actividades físicas o científicas que no pueden ser fácilmente explicadas mediante las disciplinas tradicionales.
Ella entornó los ojos.
—¿Y se dedica a eso en exclusiva?
—También doy clases de historia en Yale.
Aquello pareció interesarla.
—¿Historia egipcia?
—No, básicamente historia medieval.
Su interés desapareció tan deprisa como había surgido.
—Vale.
—Ya que estamos jugando a las preguntas, ¿por qué no me cuenta un poco de usted?
—Claro. Me licencié en egiptología en la Universidad de El Cairo. —Señaló los diplomas que colgaban en la pared—. Estudié con Nadrim y Chartere. Fui ayudante de ambos en las excavaciones de Kefrén VI.
Logan asintió. Era un currículo impresionante.
—¿Este es su primer proyecto con Porter Stone?
—El segundo.
Logan cambió de postura en la silla.
—El doctor Rush me dijo que usted me pondría al corriente de los antecedentes. Qué encontraron en Hieracómpolis cuando estudiaban el Templo de Horus. Cómo lograron localizar la tumba en este lugar en concreto.
Romero se metió las manos en los bolsillos.
—¿Y para qué quiere saberlo?
Logan interpretó aquello como un: «¿Por qué debería perder el tiempo explicándoselo?». Sin embargo contestó:
—Porque podría ayudarme en mi investigación.
Ella permaneció callada. Después se inclinó despacio hacia delante.
—Seré breve. Porter halló algo llamado «ostracón» y…
—Me enseñó una reproducción exacta.
—Bien, eso nos ahorrará explicaciones. Gracias al ostracón y a distintas investigaciones académicas, Stone averiguó que Narmer había utilizado Hieracómpolis como punto de partida para la construcción de su tumba. —Lo miró a los ojos—. Sabe quién era Narmer, ¿no?
Logan asintió.
—El primer rey de un Egipto unificado —dijo ella.
—Tengo entendido que hay ciertas discrepancias al respecto. En el pasado, los expertos creían que el mérito de la unificación de Egipto correspondía al rey Menes.
—Muchos especialistas, entre los que me incluyo, creen que Menes y Narmer eran la misma persona. —Lo miró con los ojos entornados—. Así pues, tiene conocimientos sobre el antiguo Egipto.
Logan se encogió de hombros.
—En mi trabajo conviene saber un poco de todo.
—¿Y hasta dónde llega su erudición, exactamente?
Logan señaló la foto del fresco egipcio.
—Lo suficiente para saber que eso pertenece al período Amarna.
—¿De verdad? ¿Qué le hace pensarlo?
—Lo nutrido de la escena, la superposición de los cuerpos, el énfasis en las formas femeninas: los pechos, las caderas. Nada de eso aparece en el arte egipcio anterior.
Romero lo observó largamente y una sonrisa se abrió paso despacio en su rostro.
—Muy bien, señor cazafantasmas, está claro que es usted algo más que una cara en las portadas de las revistas.
Touché
.
Logan le correspondió con una amplia sonrisa.
—Bien —prosiguió ella—. Con la ayuda de análisis geofísicos y de técnicas de sondeo aéreo por control remoto logramos localizar lo que parecía una cantera con fines funerarios. Fue una sorpresa, porque los primitivos egipcios, también los nobles y la realeza, solían enterrar a sus muertos en pozos de arena. A partir de ahí, March inició una excavación por zonas.