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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (8 page)

BOOK: La tierra en llamas
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—Acudirá a mi reclamo. Le tenderé una celada y, sin pensárselo dos veces, se abalanzará sobre nuestras espadas.

—¿Vais a serviros de la mujer? —se interesó Alfredo, con un ligero estremecimiento.

—Todo el mundo dice que está muy unido a ella, mi señor.

—Lo sé; pero seguro que tiene otras rameras a su disposición —dijo el rey.

—No será ése el único motivo para que acuda a Fearnhamme, mi señor, pero sí una buena razón, de peso.

—Las mujeres trajeron el pecado al mundo —comentó en voz tan queda que apenas llegué a oírle. Apoyado contra las estacas de roble del parapeto, dirigió la mirada hacia la aldea de Godelmingum, unos pocos kilómetros al este de donde estábamos. Tras pedir a sus habitantes que la abandonaran, en su lugar, había enviado a cincuenta de los míos que se mantenían alerta y nos avisarían en cuanto los daneses se dejasen ver—. Confiaba en que ya hubiesen dado por perdido este reino —añadió en tono quejumbroso.

—Siempre han soñado con apoderarse de Wessex —le dije.

—Sólo le pido a Dios —continuó, haciendo caso omiso de la perogrullada que yo acababa de soltar— que mi hijo llegue a reinar en un Wessex en paz.

Guardé silencio. Ninguna ley establecía que un hijo debiera suceder a su padre en el trono; de haberla habido, Alfredo nunca habría sido rey de Wessex. Había sucedido a su hermano como rey, pero su hermano tenía un hijo, Etelwoldo, que soñaba con ser rey de Wessex a toda costa. Cuando murió su padre era un niño, pero ahora que ya andaba por los treinta, era un hombre dotado de una vitalidad embriagadora, nunca mejor dicho. El rey suspiró hondo y, al cabo, recuperó el temple.

—Eduardo os necesitará a su lado como consejero —dijo.

—Será para mí un honor, mi señor —contesté.

No le gustó el tono protocolario de mi respuesta. Noté cómo se revolvía por dentro, y me dispuse a escuchar una más de sus reprimendas habituales. Sin embargo, continuó en voz baja y cargada de dolor:

—Dios me ha colmado de bendiciones, lord Uhtred. Cuando accedí al trono, se me antojaba imposible que pudiéramos plantar cara a los daneses. Hoy, con la ayuda de Dios, de Wessex hemos hecho un reino. Tenemos iglesias, monasterios, escuelas, leyes. Hemos levantado una nación a la medida de los preceptos divinos, y me resisto a creer que, por voluntad suya, todo esto haya de desaparecer cuando me dispongo a comparecer ante Él.

—Ojalá que sea dentro de muchos años —dije en el mismo tono ceremonioso que había empleado hacía un momento.

—No digáis sandeces —refunfuñó molesto. Se estremeció, cerró los ojos un instante y, cuando habló de nuevo, su voz sonó aún más queda y melancólica—. Noto cómo la muerte me ronda, me acecha como una emboscada: sé que está ahí, y que no tengo forma de evitarla. Me llevará por delante, acabará conmigo, pero no me gustaría que acabase con Wessex de paso.

—Si tal es la voluntad de vuestro dios —repuse con aspereza—, ni Eduardo ni yo podemos hacer nada por evitarlo.

—No somos marionetas en manos de Dios. Somos instrumentos suyos; tendremos el destino que nos hayamos merecido —replicó enojado, mientras me observaba con disgusto; nunca me había perdonado que dejase de lado el cristianismo y abrazase de nuevo mi antigua religión—. ¿Acaso vuestros dioses no os otorgan una recompensa si os habéis portado bien en la vida?

—Mis dioses son veleidosos, mi señor —había escuchado tal palabreja de labios del obispo Erkenwald, quien la había esgrimido contra mí como un insulto; una vez que me enteré de su significado, reconozco que me hizo gracia. Así es: mis dioses son caprichosos.

—¿Cómo podéis venerar a dioses tan mudables? —se interesó Alfredo.

—No se trata de eso.

—Pero si acabáis de decir…

—Son caprichosos y se complacen en serlo —le interrumpí—. Mi obligación no consiste en adorarlos, sino en procurarles diversión; si así lo hago, obtendré mi recompensa en la vida futura.

—¿Procurarles diversión? —repitió extrañado.

—¿Qué tiene de raro? ¿Acaso no tenemos gatos, perros y halcones para nuestro disfrute? Los dioses nos crearon con idéntica finalidad. ¿Para qué os creó vuestro dios?

—Para servirle —afirmó con determinación—. Si fuera un gato al servicio de Dios, me dedicaría a cazar los ratones del mal. Ésa sería mi obligación, lord Uhtred, en eso consistiría mi deber.

—Pues yo creo que el mío pasa por derrotar a Harald y rebanarle la cabeza, porque entiendo que eso complacerá a mis dioses.

—Vuestros dioses son crueles —comentó estremecido.

—Los hombres son crueles —repliqué—. Los dioses nos hicieron a su semejanza. Algunos son bondadosos; otros, despiadados. Igual nosotros. Si a los dioses así les place, será mi cabeza la que acabe rodando por el suelo a manos de Harald —añadí, al tiempo que acariciaba el amuleto del martillo.

Alfredo compuso una mueca de desagrado.

—Dios os hizo instrumento suyo. No sé por qué os eligió precisamente a vos, un pagano, pero el caso es que así lo decidió y debo reconocer que me habéis servido con lealtad.

Se expresó con tanta vehemencia que me pilló desprevenido. Incliné la cabeza a modo de reconocimiento y musité:

—Gracias, mi señor.

—Por eso os pido que, del mismo modo, sirváis a mi hijo —añadió.

Tenía que haber imaginado que ahí era adonde quería ir a parar. Con todo, la petición me sorprendió. Guardé silencio un momento, tratando de pensar una respuesta adecuada.

—Juré serviros, mi señor, y así lo he hecho; pero también tengo mis propias batallas que librar —acabé por decir.

—Bebbanburg —dijo con acritud.

—Es mío —repuse con firmeza—; antes de morir, me gustaría que mi estandarte ondease sobre sus puertas y que mi hijo fuera lo suficientemente fuerte para defenderlo.

Volvió a mirar los incendios que provocaba el enemigo. Reparé en los resplandores lejanos y dispersos, y me imaginé que Harald todavía no había convocado a los suyos. En aquella región devastada, su tiempo le llevaría reunirlos a todos; razón de más para pensar que la batalla no se libraría al día siguiente, sino un día más tarde.

—Bebbanburg —continuó Alfredo—, un islote de ingleses rodeado de un mar de daneses.

—Así es, mi señor —repuse, fijándome en la reverencia con que pronunciaba el vocablo «ingleses», término que designaba a todos los pueblos que, desde el mar, habían recalado en aquellas tierras, ya fuesen sajones, anglos o jutos, pero que, en boca de Alfredo y en aquel momento, era un claro indicio de la medida de sus ambiciones.

—La mejor forma de conservar Bebbanburg —añadió— pasa por que esté rodeado de más tierra inglesa.

—¿Os referís a expulsar a los daneses de Northumbria?

—Tal es la voluntad de Dios —respondió—, y me gustaría que mi hijo fuera capaz de semejante hazaña.

Me miró a los ojos y, durante un momento, no fue el rey, sino el padre, quien me habló.

—Ayudadle, lord Uhtred —me suplicó—. Vos sois mi
dux bellorum,
mi señor de los ejércitos; con vos al frente, mis hombres confían en alcanzar la victoria. Expulsad, pues, a los enemigos de Inglaterra, recuperad vuestras propiedades y haced que mi hijo reine con tranquilidad en el trono que Dios le tiene reservado.

No trataba de adularme; lo decía como lo sentía. Yo era el señor de la guerra de Wessex, en efecto, y orgulloso estaba de mi condición. Entraba en combate revestido de oro, de plata y de orgullo. Debería de haberme dado cuenta que mi actitud no era del agrado de los dioses.

—Quiero que prestéis juramento de lealtad a mi hijo —dijo Alfredo, en voz baja y también tajante.

Aunque se me llevaban los demonios, pregunté con todo el respeto:

—¿Qué clase de lealtad, mi señor?

—Quiero que sirváis a Eduardo con la misma lealtad que a mí.

Así que Alfredo pretendía atarme para siempre a Wessex, a ese reino cristiano tan alejado de mi hacienda en el norte; en Bebbanburg, una ciudadela erigida sobre una enorme peña en el mar del Norte, había pasado los diez primeros años de mi vida. Cuando por primera vez fui a la guerra, mi padre dejó el fortín al cuidado de un tío mío, y ese pariente me lo había robado.

—Prestaré juramento ante vos, mi señor, no ante otro —repuse.

—Ya tengo vuestro juramento —replicó el rey, con aspereza.

—Y lo mantendré —añadí.

—¿Y qué pasará cuando yo falte? —me preguntó con amargura.

—Entonces, mi señor, volveré a Bebbanburg, lo recuperaré y pasaré el resto de mis días a la orilla del mar.

—¿Y si una amenaza se cerniera sobre mi hijo?

—En ese caso, Wessex saldría en su defensa, igual que yo ahora.

—¿Qué os induce a pensar que sois vos quien me defendéis? —me echó en cara visiblemente molesto—. ¿Cómo os atrevéis a llevar mi ejército a Fearnhamme, si ni siquiera tenéis la certeza de que Harald vaya a presentar batalla en esos contornos?

—Lo hará —repuse.

—¡Eso no podéis saberlo!

—Le obligaré a hacerlo —insistí.

—¿Cómo? —quiso saber.

—Los dioses lo harán por mí —le dije.

—¡Estáis chalado! —concluyó.

—Si no os fiáis de mí —repuse altivo—, vuestro yerno estará encantado de serviros como señor de vuestros ejércitos, aunque quizá prefiráis poneros vos mismo al frente, o darle una oportunidad a Eduardo.

Se estremeció, pero de ira en aquella ocasión. Cuando me respondió, el tono de su voz era conciliador, sin embargo.

—Sólo quería saber por qué estáis tan seguro de que el enemigo reaccionará como suponéis.

—Porque los dioses son caprichosos —repliqué con arrogancia—, y estoy en condiciones de ofrecerles un bonito espectáculo.

—¿Cómo es eso? —preguntó con un gesto de cansancio —Harald es un necio, pero un necio enamorado —le expliqué—. Tenemos a su amada. La llevaré a Fearnhamme, y él morderá el anzuelo, porque no puede vivir sin ella. Aun en el caso de que no tuviera a esa mujer en mis manos, tened por seguro que también acudiría —concluí.

Pensé que iba a burlarse de mí. Sin embargo, sopesó lo que acababa de decirle y juntó las manos como si se dispusiera a orar.

—No sé si creeros. Pero el hermano Godwin me asegura que nos conduciréis a la victoria.

—¿El hermano Godwin? —tenía curiosidad por saber más acerca de aquel singular monje ciego.

—Habla con Dios —respondió Alfredo, muy seguro de lo que decía.

A punto estuve de soltar una carcajada, pero pensé que, efectivamente, por medio de señales y portentos, los dioses se ponen en comunicación con nosotros.

—¿Es ese fraile quien os inspira todas las decisiones que tomáis, mi señor? —le pregunté, decepcionado.

—Dios me ayuda en todo lo que emprendo —respondió Alfredo, desafiante, antes de darse media vuelta al escuchar la campana que llamaba a los cristianos a la oración en la nueva iglesia de Æscengum.

Porque los dioses son caprichosos, y yo estaba a punto de ofrecerles un bonito espectáculo. Igual que Alfredo estaba en lo cierto al afirmar que yo era un necio.

* * *

¿Qué quería Harald? O ya puestos, ¿qué buscaba Haesten? En cuanto a éste, el más listo y ambicioso de los dos, la respuesta no podía ser más sencilla: quería tierras, aspiraba a ser rey.

Los hombres del norte habían ido a Inglaterra en busca de reinos; los más afortunados se habían sentado en un trono. Del norte había venido el rey de Northumbria, al igual que el de Anglia Oriental, y Haesten no se conformaba con menos. Aspiraba a ceñirse una corona, disfrutar de riquezas y mujeres, ostentar la dignidad regia. Sólo dos lugares podían ofrecerle tales cosas: Mercia y Wessex.

Carente de rey y rodeada de guerras por todas partes, Mercia ofrecía mejores posibilidades. El norte y el este del territorio estaban en manos de poderosos
jarls
daneses, que disponían de su propia guardia personal de guerreros bien adiestrados y atrancaban las puertas de sus lugares de residencia al caer la noche, mientras que el sur y el este eran tierras sajonas. Los sajones que allí vivían todo lo fiaban a la protección que les dispensaba mi primo Etelredo, y éste estaba en condiciones de proporcionársela gracias a los cuantiosos bienes que había heredado y al constante apoyo de su suegro, el rey Alfredo. Mercia no formaba parte de Wessex, pero seguía las pautas marcadas por ese reino, de modo que, por detrás de Etelredo, siempre estaba presente la larga mano de Alfredo. Por gusto, Haesten bien podría haber puesto los ojos en Mercia, empresa para la que habría encontrado aliados tanto en el norte como en el este del territorio, pero, a la postre, se hubiera visto abocado a enfrentarse con los ejércitos de la Mercia sajona y del Wessex de Alfredo. Y Haesten era hombre precavido. Había asentado su campamento en un inhóspito lugar de la costa de Wessex, y no había provocado ningún altercado de consideración. Se mantenía a la espera, convencido de que Alfredo le ofrecería dinero con tal de que se marchara, como así había sido; mientras, al acecho, cuantificaba los desmanes que las tropas de Harald pudieran causar.

Muy probablemente, Harald también aspiraba a un trono, pero, por encima de todo, soñaba con adueñarse de cualquier cosa de relumbrón, ya fuera plata, oro o mujeres. Era como un niño que, cuando ve algo que le gusta, chilla y patalea hasta que lo consigue. Mientras con codicia acumulaba fruslerías, el trono de Wessex bien podría ir a parar a sus manos, pero no era ése el objetivo que perseguía. Se había dejado caer por Wessex atraído por sus riquezas, y se dedicaba al saqueo y al pillaje. Haesten, mientras tanto, se mantenía a la expectativa. Creo que, en el fondo, Haesten confiaba en que las aguerridas hordas de Harald debilitasen la posición de Alfredo, de forma que él pudiera hacer su entrada en escena y erigirse en dueño y señor del territorio. En sus maquinaciones, Wessex era como un toro, y los hombres de Harald,
terriers
sedientos de sangre que atacaban en manada; aunque muchos perdieran la vida en el empeño, entre todos extenuarían a la res y allanarían el camino a Haesten, el mastín que remataría la faena. De modo que, si quería disuadirlo, antes tenía que derrotar a las más poderosas huestes de Harald. No podía consentir que el toro perdiese empuje y, para evitarlo, tenía que acabar con los
terriers,
peligrosos y bravos pero también indisciplinados. Tenía que tentarlos con una pieza realmente apetitosa, y eso era lo que tenía pensado hacer, sirviéndome de la incomparable belleza de Skade.

A la mañana siguiente, cuando advirtieron la presencia de un nutrido grupo de daneses, los cincuenta hombres que había apostado en Godelmingum se retiraron de la aldea, cruzaron el río y galoparon hasta Æscengum mientras, desde la otra orilla, el enemigo atisbaba los vistosos estandartes que ondeaban en el muro oriental de la ciudadela, pendones cargados de cruces y santos, toda la parafernalia de la corte de Alfredo. Para cerciorarme de que el enemigo se percataba de la presencia del rey tras los muros de la ciudadela, pedí a Osferth que, revestido con una espléndida capa y portando una reluciente diadema de bronce en la cabeza, con paso majestuoso, se dejase ver en lo alto de la muralla.

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