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Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

La última astronave de la Tierra (11 page)

BOOK: La última astronave de la Tierra
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—Gracias, señor.

—Por lo general inicio la conversación con mis estudiantes preguntándoles por sus notas, pero conozco bien, y me complace, tu informe.

—Gracias, señor.

Éste hablaba vacilante ahora.

—En ocasiones mi deber me resulta desagradable… y yo… bien… escucha, muchacho, nada puedo hacer en absoluto para suavizar lo que voy a decirte. Tu padre, tu bien amado e inteligente padre, murió anoche.

—¿Cómo?

—Hemorragia cerebral. Murió mientras dormía.

—¿Dónde está? ¿Dónde le han llevado?

—Ahora están disponiendo su cuerpo en la funeraria Sutro. Mañana le harán un funeral de Estado en la catedral de San Gauss. Naturalmente, quedas excusado de tus clases y estudios durante el resto de la semana.

Había compasión en el silencio que guardó ahora el decano. Finalmente, sugirió:

—Si necesitas el consuelo de tu fe, la capilla está abierta.

Haldane no deseaba el consuelo de la fe, pero la sugerencia actuó en su mente como una orden y salió del despacho mareado, cruzando el campus hacia la capilla.

En el interior en penumbra hacía un fresco agradable. Hizo una genuflexión y se arrodilló junto al altar sobre el que se alzaba el Crucifijo.

Intentó pensar en la agonía de Cristo en su asalto final contra Roma, pero Cristo había muerto en la cima de su victoria definitiva, una muerte cargada de significado a manos de los enemigos de la Iglesia. No había sido su hijo el que le atravesara el pecho.

Sin embargo, al salir de la capilla se sentía más en paz. Habla sido como un refugio en sombras en el que meterse a lamerse las heridas.

De nuevo en su cuarto se tumbó y dejó transcurrir las largas horas del día.

Luego vino Malcolm y le ofreció sus condolencias. Cuando los informativos televisados dieron la noticia de la muerte, otros estudiantes entraron a presentarle sus respetos. Mientras alguien le hablara no estaría a solas con sus pensamientos. Temía la noche, con su soledad.

Malcolm se ofreció a llevarle en coche al funeral, y aceptó.

Cuando él y Malcolm llegaron a la catedral de la calle Stockton, esta se hallaba abarrotada y la atmósfera cargada por el aroma de las flores. La mayor parte del público era de la clase que conocieran a su padre, pero también había acudido un grupo de proletarios a ver el cadáver que sería enterrado.

Haldane no les prestó atención cuando les hicieron entrar. Poco después de haberse sentado notó la presión de una mano en la suya y, al volverse, descubrió que Helix se había colocado junto a él. No lloraba, pero sus ojos estaban tristes.

Helix despertó la conciencia de Haldane, que advirtió entonces otras mujeres entre el público, algunas secándose francamente los ojos con el pañuelo. En una mezcla extraña con el dolor, acudió a su mente el pensamiento de que tal vez su padre se hubiese movido en otras áreas de las que él nada sabía.

Aunque la idea le divirtió, no logró consolarle, como tampoco le consolaban las flores, los amigos, ni las salmodias eventuales de los sacerdotes llevando a cabo los actos que los hombres utilizaran durante siglos para evitar la desesperación.

Al preceder la procesión que se acercó a contemplar los restos del difunto, observó que había la huella de una sonrisa en el rostro del cadáver. El mismo inicio de una sonrisa ligeramente sarcástica y muy divertida que viera mil veces en el rostro de su padre cuando alzaba los ojos del tablero de ajedrez tras efectuar un movimiento con el que creía atrapado a su hijo.

Una vez fuera, bajo el sol y el aire limpio y claro, Haldane aspiró profundamente y su pena quedó atrás al pronunciar unas palabras formularias:

—Helix, ¿puedo presentarte a Malcolm III, mi compañero de habitación?— y, volviéndose a Malcolm, dijo—: Helix conocía a mi padre.

—Siempre me alegra conocer a una poetisa —dijo Malcolm al advertir la A-7 cosida en la blusa—. No puedo evitar el hojear un libro de vez en cuando. Distingo un troqueo de un anapesto. ¿De modo que conociste a su padre? Yo nunca llegué a conocerle.

—Era un hombre adorable —dijo Helix utilizando el lenguaje funcional para llenar el silencio—. Su muerte ha sido una pérdida para la sociedad.

—Vamos todos a tomar una taza de café —sugirió Haldane.

—Yo no puedo —se excusó Malcolm—. Tengo una prueba esta tarde, y estoy empollando. He de volver antes de que se me olvide todo. Me alegro de haberte conocido, Helix.

Con un ademán, Malcolm desapareció.

—¿No había de llevarte allá en su coche? —preguntó Helix.

—Tengo la semana libre.

—Éste es el chico cuyos padres son los dueños del apartamento, ¿no?

—Sí.

—¿Sabe algo de nosotros?

—Claro que no… Le hablé de ti cuando te conocí en Punto Sur, pero se le habrá olvidado… Escucha, Helix. Papá sabía lo nuestro.

—¿Cómo es posible?

—Siguiendo sus razonamientos, llegó a conocer la verdad.

Un temor repentino cubrió los rasgos de la muchacha.

—Yo me vuelvo a las clases. Tú ve y recoge tus pertenencias. No pases la noche en el piso de tu padre, que te deprimirá. Ve a un hotel.

—No me preocupa ahora la seguridad —dijo él—. Tengo que hablarte. Reúnete conmigo en el apartamento.

Casi susurrando, dijo ella:

—Si me necesitas, no tengo alternativa. Allí estaré.

Mientras la miraba irse se sintió primitivamente solo entre el gentío de acompañantes que salían de la catedral y a los que tuvo que agradecer un golpecito en la espalda, la presión de una mano en su brazo o un murmurado «lo siento».

Helix le esperaba cuando llegó al apartamento. Le cogió de la mano y le llevó al sofá, donde Haldane estalló:

—Helix, ¡yo maté a mi padre!

—Tonterías. Las noticias dicen que murió de un ataque cerebral.

—Pero yo fui la causa.

Vacilante al principio, y luego con mayor rapidez, Haldane le contó la historia de su discusión con su padre. Ella le escuchaba en silencio mientras él seguía refiriéndole todos los detalles, sin callar nada.

—Cuando le asesté el golpe final al hablarle de la muerte de mi madre… eso le mató.

—Los dos estabais furiosos. No puedes culparte más a ti mismo que a él.

—A mí me correspondía la tarea de mantener la conversación serena. Yo era el suplicante, el hijo. Él podía haber cambiado de opinión y habernos ayudado. Ni una vez lanzó un edicto que prohibiera nuestras reuniones. Y tú habías despertado su primitivismo, de modo que él conocía su poder.

»Aunque él hubiera tirado a mi madre por la ventana, no sería más culpable que yo, puesto que yo le serví la cicuta.

—Tienes que dejar de decir eso, y has de dejar de creerlo —en la voz de Helix latía la seguridad—, porque no es cierto. Tuvisteis una discusión familiar, con cólera, sí, pero sin odio. Le dijiste, o más bien dejaste ver, que te proponías cometer un crimen contra el Estado. ¿Esperabas que él gritara de gozo? ¡Claro que no, tonto! Sufrió un shock, y el shock agudizó su condición, ya muy débil. Tu desprecio no le mató. Le mató su amor por ti, y eso fue un accidente.

—Estoy cansado —dijo Haldane—. Mortalmente cansado.

En cierto modo las palabras de Helix habían suavizado su impresión de culpabilidad, y de pronto se sentía como si llevara siglos sin dormir.

—Tiéndete, Haldane. Aquí, pon tu cabeza en mi regazo.

Mientras ella le acariciaba el pelo, Haldane siguió hablando:

—Yo le amaba. Y te amo a ti. Sin embargo, si un amor debía cancelar el otro, prefiero cancelado el suyo porque sin ti… Dicen que murió mientras dormía. No lo acepto. Ese ataque debió caer sobre su cerebro como un martillo… pero sería un golpecito suave en comparación con el golpe lanzado por mí.

Ella le dejaba hablar, y no como un hombre sino como un niño asustado, sin defensas.

Su confesión fue serenándose y ya casi se había dormido cuando el recuerdo del rostro de su padre flotó en su mente. Lo vio contraído de dolor y ahora su propio rostro se tensó de pena al gemir:

—¡Yo debía morir también!

Ella cogió un pañuelo y le secó la frente diciéndole suavemente:

—Querido muchacho, mi querido muchacho…

La tensión que latía en su voz luchaba contra las nuevas oleadas de culpabilidad que amenazaban la mente de Haldane, y Helix le sujetó cariñosamente la cabeza como para librarle de la tormenta interna.

Luego él advirtió que dejaba de acariciarle, pero sus ojos estaban cerrados y no vio el movimiento diestro de la mano libre de Helix, que se desabrochaba la blusa. Sólo sintió que ella se inclinaba, se acercaba más, y sintió también un roce suave en sus labios cuando ella dijo:

—Vamos, niño mío, aliméntate de la vida.

Y así llegó él a conocerla en su belleza y sencillez primitivas, y ese conocimiento fue muy distinto de todo lo que había conocido en su vida, o imaginando que llegaría a conocer.

Al día siguiente volvió a sus clases.

El sufrimiento perduró en él durante mucho tiempo, pero al remordimiento había sucedido un dolor sereno. Era como si los actos de Helix explicaran y justificaran la muerte de su padre.

Aún les quedaban cuatro meses antes de que regresaran los padres de Malcolm, y ella y Haldane aceptaron ese espacio de tiempo como aceptaran aquel martes de sentimientos encontrados. El no se saciaba nunca, y ambos revivían una y otra vez los antiguos encantos del romance. Eran novios, y utilizaban ese término.

Incluso cuando se agotaba la pasión a Haldane le encantaba hablar con Helix, acariciarla viendo las luces secretas de su ser salían al exterior.

Podía haber cierto punto de acidez en ella.

En una ocasión en que Haldane la felicitaba por asuntos puramente técnicos, Helix dijo:

—Alguien ha de tomar la iniciativa, cariño. Si yo no me hubiera aprovechado de tu dolor para seducirte, aún estaríamos en el sofá sólo cogidos de la mano.

Él le preguntó por qué le disgustaba tanto John Milton.

—No me gusta el tono de indignación moral que utiliza. De vez en cuando se justifica un pecado, y siempre hay un argumento en favor del diablo. Ese hombre era un estadista antes de que existiera un Estado. No es más que un apologista de los sociólogos.

El tiempo parecía correr hacia el último sábado en que estarían juntos.

El primer sábado de abril, cuando aún les quedaban tres, Haldane llegó al apartamento y descubrió que ella ya estaba allí. Generalmente llegaba él primero para buscar micrófonos y llevar flores, flores que habían llegado a ser tan importantes para el espíritu que ellos habían recreado.

En el exterior dominaba la neblina producida por unas tormentas intermitentes y Helix siguió mirando tristemente por la ventana, dejándole que arreglara él las flores.

Podía comprender su tristeza. Porque la compartía. Habían retirado todo calendario visible de la sala o de la cocina, y se habían puesto de acuerdo para no mencionar el tiempo.

Al terminar con las flores se acercó a ella, le pasó los brazos en torno y dijo:

—Ahora sé lo que significa aquella frasecita de «el potro de la opresión del tiempo».

Había lágrimas en los ojos de Helix. También ella le pasó el brazo por la cintura y, casi cansadamente, fue con él al sofá.

—De acuerdo, cariño, sé que sólo nos quedan tres días más, pero no podemos pasárnoslos sentados aquí como dos viejos consolándose de la catástrofe de la mortalidad.

En vez de volverse hacia él con su antiguo ardor, Helix se limitó a cogerle una mano y siguió mirando por la ventana.

De pronto habló, y había una tristeza infinita en su voz:

—«Puesto que estás torturado en el potro de la opresión del tiempo, yo te mataré, amado mío, como mi bendición final». Haldane, estoy embarazada.

—¡Dios mío! —el brazo que tenía en tomo a ella se quedó rígido de pronto y luego cayó desmayadamente.

Creyó sentir la presencia física del Estado.

Una cosa era pelear con dragones en una época lejana y soñada, con una lanza afilada, montado a caballo y con cota de malla. Y otra muy distinta hallarse ahora, sin armas ni armadura, con el dragón enroscado en la misma habitación y respirando fuego.

Helix estaba atrapada. Aquella muchacha de piel suave y huesos frágiles llevaba en sí misma la prueba de una conspiración que les destruiría a ambos.

—¿Estás segura?

—Segura.

Haldane se puso en pie y empezó a recorrer la habitación.

—Hay drogas.

—Pídelas en una farmacia y te arrestarán allí mismo.

—¿Quién era aquel francés, Thoreau, que tuvo la idea de que corriendo a cuatro patas provocaba el aborto?

—Era Rousseau —dijo ella—, y lo que eso hacía era facilitar el parto.

—Si pudiéramos meterte en una centrifugadora…

—No, a menos que vayas a otro planeta.

Haldane se sentó en el sofá, respirando agitadamente.

—Tal vez un trampolín…

—Y ¿qué se diría de una profesional que actuara como una artista de circo?

Haldane meditó por un instante. Helix podía hacer un viaje al Parque del León de Mar y subir a la montaña rusa. Si alzara el cuerpo, echándolo a la vez hacia atrás, para conseguir la perpendicular total del útero…

—Creo… —dijo, observando por primera vez que, si el tigre de brocado se resbalara hacia adelante, no tropezaría con la cabeza de corzo estilizado que formaba la base de la lámpara. Le daría exactamente en el ojo.

—¿Qué crees?

—Creo que todo lo que digamos o hagamos será académico —se puso en pie y se dirigió a la lámpara, la cual levantó.

En la base hueca de la misma, y sobre una mesita, había un pequeño objeto metálico, no más grande que una tarántula pero mucho más mortal. Todos los sonidos de la habitación habían sido recogidos y llevados a un amplificador distante.

¿Dónde estallan los oyentes? ¿A una manzana de distancia?

¿A media manzana? ¿En el mismo edificio?

Estuvieran donde estuviesen, le habrían oído alzar la lámpara. Y agarrar violentamente el micrófono, llevarlo hasta la ventana y lanzarlo por ella. También oirían el estallido cuando se estrelló en la acera, ocho pisos más abajo.

—No debías haberío hecho —dijo ella—. Ahora te acusarán por destruir uno propiedad del Estado. Ellos harán que lo lamentes y que te arrepientas.

Agitado por oleadas de cólera y temor que luchaban violentamente por vencerse, Haldane quedó en pie ante ella, exteriormente sereno pero preparando ya su última voluntad y testamento para el único ser que amaba.

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