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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (27 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Por suerte, obtuve contestación a esa carta: una breve respuesta, tengo que reconocerlo, pero respuesta al fin. Sí, Merlinsfield seguía estando disponible, y sí, Ramsay estaría encantado si me instalaba allí. Eso, en pocas palabras, era casi todo lo que contenía la parte principal de la carta. Sin embargo, a modo de posdata, había añadido: «El albañil sigue reparando el tejado. Te agradecería que lo vigilaras y me informaras enseguida si es un holgazán. Sospecho que dormirá entre las vigas si le dejas. No puedo despedir a ese bruto porque es un pariente político lejano de los Tuites. Lo contraté como favor, ¡qué poco podía imaginármelo! Por cierto, me voy a Suiza unos meses. Puedes ponerte en contacto conmigo, como siempre, a través de mi administrador».

Yo no tenía ni idea de quiénes eran los Tuites: seguramente alguna familia prominente de la localidad cuyo favor mi padrastro quería granjearse.

De cualquier modo, unos días después fui a visitar Merlinsfield, que resultó ser una vieja finca situada cerca de las orillas de un lago. Del albañil aquel día no vi ni rastro, y tuve ocasión de explorar yo sola el lugar, después de recoger la llave en casa de Donald Deuchars, el viejo criado, que vivía con su mujer, Agnes, en la casita que había junto a la verja. Merlinsfield tenía más acres de lo que yo había imaginado. En el centro se hallaba el edificio principal, una bonita mansión construida en piedra, con gabletes escalonados. Junto a la casa había una gran torre, con una habitación de dimensiones considerables en el piso superior. Había varias edificaciones anexas, y la propiedad se hallaba en condiciones habitables, con la excepción de unos pocos rincones húmedos aquí y allá. Me emocionó, en particular, la habitación de la torre, ya que parecía dominar el campo, tanto por el norte como por el este. Desde la ventana orientada al norte se veía cómo el viento rizaba la superficie del lago y sacudía los arbolillos de la orilla. En la pared había una gran chimenea y el techo era alto. No pude evitar pensar que una habitación así sería un estudio de pintura perfecto, y al instante decidí aceptar el ofrecimiento de mi padrastro.

Desde entonces había vivido parte de la semana en Merlinsfield, sin apartar la vista del albañil, cuyo nombre era McCluskey. Con la aprobación de Ramsay, y con la idea de instalarme en la casa durante el verano, contraté a otro hombre para que pintara unas cuantas habitaciones. Incluso obtuve permiso de mi padrastro para aumentar el tamaño de las ventanas de la torre, a fin de que entrara toda la luz posible. Mientras yo costeara las obras, Ramsay no mostró reparos en cualquier mejora que quisiera hacer en la estructura. Donald y Agnes habían supervisado los avances del albañil, pero eran ancianos y frágiles, y no se podía esperar que lo vigilaran y apremiaran. Con mis palabras de aliento, McCluskey trabajó a un ritmo más rápido, y yo tenía grandes esperanzas en que las obras y las reformas hubieran terminado hacia mediados de mayo.

Es cierto que invité a Ned y a Annie a pasar allí un día en abril. Alquilé un coche de punto y pasamos el día juntos. Yo quería que vieran la casa, con los primeros narcisos en flor, y me pareció, además, una oportunidad para sacar a las niñas de Glasgow y dejar que corrieran por el bosque y los prados que había junto al lago. Por desgracia, el día amaneció encapotado y triste. Sibyl se mostró irritable; se peleó con Rose durante todo el trayecto y luego, en la orilla del lago, tiró piedras al agua de un modo malintencionado. Annie también parecía infeliz ese día. Afirmó que le dolía la cabeza, y que hasta los graznidos de los cuervos la irritaban. En cambio a Ned le encantó la casa. Quedó muy impresionado, tanto con la propiedad como con las obras que estaba haciendo en la torre y las habitaciones de invitados. Sobre todo le gustó la vista desde la ventana del estudio; no paraba de lanzar exclamaciones y de decir que le recordaba algunas vistas del campo de los alrededores de Cockburnspath.

A media tarde, salió milagrosamente el sol. Annie y yo nos sentamos sobre una manta en la orilla del lago mientras Ned corría por el prado, alentando a las niñas a que lo persiguieran, para que disfrutaran al máximo del aire puro y el ejercicio físico. Rose siempre estaba más contenta al lado de Annie, y al final se acercó y se sentó con nosotras sobre la manta, donde se acurrucó junto a ella como una gatita, recibiendo feliz sus besos. Sin duda Annie no era consciente de que, cuando miraba a Rose, su hija predilecta, un particular brillo suavizaba su mirada: la luz del amor, de la adoración total, que nunca aparecía cuando miraba a Sibyl. Un rato antes habíamos cogido unos narcisos para llevárnoslos a Stanley Street, y Rose no paraba de sostener las flores contra el cuello de su madre, para ver si la luz dorada de los pétalos se reflejaba debajo de su barbilla. Por alguna razón esa imagen le hizo gracia a Rose y no paró de reírse.

Mientras, Ned siguió jugando a pillar con Sibyl. En cierto momento, la cogió en brazos, le dio la vuelta y fingió que se tambaleaba bajo su peso. Para mi sorpresa y satisfacción, vi que la niña se reía: algo insólito en ella.

—Mira a Sibyl —murmuré.

Pero Annie se limitó a frotarse la frente.

—¿A qué hora crees que volveremos, Harriet? Pronto se hará de noche.

Me atrevería a decir que mencionamos la posibilidad de vivir todos juntos allí, o de pasar los meses de verano, pero sería exagerado pensar que se hizo una proposición seria al respecto. Todos sabíamos que Annie estaba decidida a alquilar una casa de campo junto al mar, o a volver a Cockburnspath, si los inquilinos se marchaban en agosto, como Peden había insinuado que harían. Era evidente que Merlinsfield no entraba siquiera en sus planes. Yo no estaba resentida con ella, como se ha insinuado hace poco a raíz de la publicación, a principios de este año, de ese disparate de panfleto,
Famosas parodias del sistema judicial escocés
de Bruce Kemp. No tengo ninguna intención de honrar esa publicación haciendo más alusiones a ella, puesto que nada le gustaría más a su autor que yo le diera publicidad aquí; pero diré, de pasada, que ese capítulo en particular no es más que una alucinación de mal gusto, escrita por una persona amargada y presuntuosa que sufre un serio trastorno.

Pero esto es anecdótico. La gente siempre está lanzando invitaciones aquí y allá con el firme convencimiento de que no las aceptarán. «Tienen que venir a tomar el té», dicen. «Sí, cómo no. Iremos», es la respuesta. Pero ambas partes saben que tal encuentro nunca se producirá.

11

Ahora debo escribir sobre temas escabrosos, sucesos que, aun después de todos estos años, me causan un tenue dolor angustioso detrás del esternón. Se ha dicho y escrito mucho sobre lo ocurrido el 4 de mayo de 1889: un día cálido y, en general, lluvioso. Como hay muchas versiones disponibles —por ejemplo, en la serie
Juicios célebres de Gran Bretaña
de Hodge—, no es mi intención ocupar el limitado espacio de estas memorias con una innecesaria reproducción maquinal de todos los detalles. Aun así, soy consciente de que nunca he tenido la oportunidad de ofrecer mi versión de los acontecimientos. Así las cosas, creo que podría tener interés dar algunos trazos de mi visión de lo ocurrido.

El 4 de mayo cayó en sábado y pasé la mayor parte de la mañana en la ciudad, en los grandes almacenes Pettigrew & Stephens, buscando cristalería. En el viejo aparador de Merlinsfield solo había una cantidad limitada de copas desiguales que estaban agrietadas y opacas, y que por más que se limpiaran era imposible que quedaran pulidas, por lo que decidí comprar un pequeño juego de copas para mi propio uso y para los invitados que pudieran visitar la casa.

Era una mañana calurosa y radiante, y el aire llevaba consigo la promesa del verano. Me proponía hacer una visita a los Gillespie ese día. Pero mientras encargaba las nuevas copas, me fijé en que en la sección de ofertas había una elegante vajilla y juego de té con el interior dorado, completados con fuentes, platos de entremeses, salsera, etcétera, y no pude evitar pensar en Annie y Ned, quienes desde la primera tarde que fui a tomar el té a su casa, hacía casi un año, utilizaban siempre la misma vajilla de porcelana desportillada. En realidad, solían andar escasos de tazas y platitos para el pan, de modo que, de forma impulsiva, compré la vajilla y pedí que la entregaran en el domicilio de los Gillespie. En lugar de dejar que llegara el paquete sin previo aviso, decidí pasar por su casa para decirles que iban a recibir un pedido la semana siguiente.

Después de tomar el té en el café de señoras del Panorama, aproveché que hacía buen tiempo para ir andando a South Woodside, y llegué a Woodland Road hacia las dos y media. Al acercarme al número 11, reparé en las dos pequeñas figuras que tenía ante mí: Sibyl y Rose, que caminaban con paso inseguro hacia Carnarvon Street. No había nada extraño en ello, ya que Annie seguía tratando a Sibyl como si fuera una niña normal, dejándola a cargo de su hermana pequeña y permitiéndoles deambular por la calle a su antojo. Como aún no había contratado a otra doncella, Annie tenía que ocuparse de las tareas domésticas, y ahora que el tiempo había empezado a mejorar, a menudo mandaba a las niñas a la vuelta de la esquina de Queen’s Crescent, pese a la resistencia de Ned a dejarlas jugar fuera sin que nadie las vigilara. Todos estábamos acostumbrados a ver a las niñas trotando por el barrio o jugando en los jardines. De cualquier modo, doblaron la esquina y desaparecieron de mi vista, y no volví a pensar en ellas.

Resultó que Ned también había salido a alrededor de la una. Annie no sabía adónde había ido, y me pregunté si el hecho de que lo admitiera reflejaba la situación en que se hallaba su matrimonio, aunque tal vez llega un momento en ciertas parejas en que uno deja de preocuparse por las idas y venidas del otro. Cuando llegué, Annie acababa de limpiar el suelo del vestíbulo: las alfombras estaban enrolladas, y la escoba había causado lo que Ned describiría como una tormenta de polvo. Insistiendo en que no quería molestarla, le comenté que el lunes recibirían un paquete de Pettigrew. Pensé que se alegraría al enterarse de que les había comprado una vajilla, pero más bien pareció irritarla.

—Es muy amable. Pero es demasiado.

—Estaba regalada. Aunque no tiene ninguna tara.

Deslizó la escoba por el suelo.

—No me importa que le haga regalos a las niñas de vez en cuando, pero debe dejar de comprarnos cosas a Ned y a mí.

—Quizá a él no le importe una vajilla nueva.

—No, creo que él me daría la razón… No debería gastar dinero en nosotros.

—De acuerdo. Si no la quiere veré si puedo anular el pedido.

—No se enfade, Harriet, por favor. Es muy amable, pero… no nos lo merecemos. No quisiera parecer grosera o desagradecida, sino…

—No se preocupe, tiene toda la razón. Ha sido una tontería comprarla sin consultarles. Mire, no anularé el pedido pero me la llevaré a Merlinsfield. No me irá mal tener una vajilla presentable allí.

—Buena idea. Ahora, si no le importa, debo continuar. —Señaló el montón de polvo y las alfombras fuera de sitio.

—¡Deje que le ayude! —exclamé.

Pese a sus protestas, estuve encantada de ponerme un delantal y blandir el recogedor.

Al principio Annie estuvo callada, pero luego, mientras trabajábamos, empezó a interrogarme, como a veces hacía, sobre mi vida en Londres, refiriéndose en particular a los solteros que conocía. Una vez confirmó que yo no sentía ninguna inclinación romántica por algún caballero inglés, apuntó más cerca.

—¿Cuánto tiempo cree que se quedará en Glasgow? —me preguntó—. Puesto que su hogar está en Londres, supongo que si conociera a alguien aquí, a algún caballero agradable…, no tendría por qué ser joven, tal vez un hombre entrado en años, un viudo…

—Annie, perdone que la interrumpa, pero puedo asegurarle que no va a ocurrir nada parecido. No habrá ningún viudo agradable. En primer lugar, tendría que estar interesada en tener algo más que una amistad con un hombre y ese no es mi caso.

—Pero ¿qué hay del matrimonio?

—Santo cielo, no. —Me reí—. Los hombres están muy bien, pero nunca me someteré a uno, ni físicamente ni de otro modo. Solo me gustan en un sentido platónico. Por ejemplo, ya sabe lo interesada que estoy por la obra de Ned, pero eso es todo. ¡No tengo ningún deseo de tener un idilio con ningún hombre!

—Ah —respondió Annie.

Y no pude evitar reparar en la expresión de su rostro; no puedo decir que sonriera, pero parecía más alegre.

—¿Qué ocurre?

—Nada.

Pero mientras la observaba, inclinada sobre la escoba, se hizo evidente que se sentía aliviada; el ambiente también parecía menos tenso.

Pasamos la siguiente media hora barriendo los suelos y luego la ayudé a sacar las alfombras pequeñas a la calle para sacudirlas. Fuera, la ciudad seguía impregnada de la atmósfera de mayo, y la omnipresente combinación de humo y calima suavizaba y debilitaba los rayos de sol. Al sacudir las alfombras contra las rejas metálicas se levantaban nubes de polvo. Pasaron pocos transeúntes por la calle, porque Stanley Street era una vía poco transitada; de hecho solo la utilizaban los residentes, unos pocos tenderos y alguna que otra persona que tomaba un atajo entre calles principales. Al otro lado de la calzada un perro olisqueó las ruedas de un carruaje detenido mientras el cochero dormitaba con las riendas en las manos. En el número 14, la doncella de Elspeth, Jean, salió con un cubo y empezó a fregar los escalones del portal. La saludé con la cabeza y ella retorció el cepillo en respuesta.

Seguí con la mirada al perro mientras subía correteando la calle y fue entonces cuando divisé a Sibyl. Ella aún no nos había visto, e iba brincando por la acera con los ojos clavados en el suelo, en apariencia ajena al mundo. A mi lado, Annie acabó de sacudir la alfombra y se volvió para seguir mi mirada, y en ese momento Sibyl levantó la vista y nos vio. Tal como lo recuerdo, la expresión de la niña cambió. Dejó de saltar y dio un traspié. Su rostro sufrió una transformación: el sereno contento fue reemplazado, momentáneamente, por una expresión de angustia, rayana en la culpabilidad. Luego pareció recobrarse, y mientras se acercaba a nosotros asumió una de sus actitudes habituales, un simulacro de inocente aburrimiento. No se veía a su hermana por ninguna parte y supuse que no tardaría en aparecer trotando con paso inseguro detrás de ella. Pero Annie, con el sexto sentido que caracteriza a las madres, se puso alerta de inmediato.

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