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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (53 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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—Sí, sí —dijo Kinbervie con impaciencia, echando un vistazo a la orden judicial.

—En primer lugar, milord, la dirección correcta es Saint Vincent Place, ya que se encuentra en la esquina de George Square, donde Saint Vincent Street se convierte en Saint Vicent Place.

—¿Puedo ver el mandato judicial? —terció Aitchison con frialdad.

El juez se la pasó, diciendo:

—Señor MacDonald, ¿adónde quiere ir a parar?

—En realidad, milord, la señorita Baxter no tiene una cuenta en ese banco ni en ninguna sucursal del Bank of Scotland. Su banco es el National Bank of Scotland, que, como sin duda sabe, milord, es una institución diferente. El National está un poco más arriba, en la misma Saint Vincent Street, en un edificio más pequeño. Podría ser que al cursarse ese mandamiento judicial se cometiera un error comprensible: la mayoría de los ciudadanos de Glasgow, si se les pidiera que nombraran un banco en Saint Vincent Street, enseguida pensarían en el Bank of Scotland, aunque en realidad se encuentra en Saint Vincent Place. Comprensible o no, se ha cometido un error y es un error inexcusable. Este mandamiento judicial se ha cursado para un banco que no es.

—Milord —interrumpió Aitchison—. La prueba del libro mayor del banco demostrará con claridad que la señorita Baxter retiró grandes sumas de dinero en determinadas fechas. Es una parte esencial de los argumentos de la acusación.

—Sin duda —dijo el juez, que apenas podía dar crédito a sus oídos—. Señor MacDonald, ¿qué hay del policía que fue a buscar ese libro? Debió de comprobar los datos del mandato judicial.

—Al parecer no lo hizo, milord, y no hay duda de que este fue el mandato judicial que se presentó en el National.

—Por obra de un milagro, el hombre se dirigió al banco correcto —dijo Kinbervie con sequedad.

MacDonald asintió.

—Milord, es probable que actuara siguiendo instrucciones verbales de un superior. Y parece ser que el empleado del banco, sin duda nervioso ante la presencia de la policía, tampoco examinó la orden judicial como es debido.

Kinbervie alzó una ceja cáusticamente.

—Uno suele asumir, con ingenuidad al parecer, que los documentos policiales están libres de errores.

—En efecto, milord, pero lo que resulta de todo esto es que el libro fue confiscado sin la debida autorización legal y es, por tanto, inadmisible como prueba en este juicio.

Aitchison fingió aburrirse.

—Milord, no puede considerarse un error mayúsculo. ¿Qué importancia tiene si tenemos el libro adecuado?

—Le ruego que me dé un momento para considerarlo, señor fiscal —dijo Kinbervie, y procedió a examinar el mandato judicial en silencio.

Así pues, no me había equivocado al creer que algo le preocupaba a Caskie durante el receso. Después de examinar los documentos, debió de caer en la cuenta de qué le había hecho creer que yo era clienta del Bank of Scotland: el mandato judicial, al que (según averigüé más tarde) había echado un vistazo esa misma mañana. Al ser un veterano, versado en los detalles técnicos de la ley, esperaba que ese minúsculo error pudiera utilizarse en nuestro favor y nos permitiera desautorizar la prueba del banco. Pero ¿se dejaría persuadir el juez?

Al final, después de la debida consideración, Kinbervie alzó la vista.

—Señor fiscal, su prueba, a saber, el libro mayor, es del banco de la señorita Baxter, el National Bank, de Saint Vincent Street, ¿no es así?

—Sí, milord. Es del banco correcto y es el libro correcto, y puede hablar de ello el señor Ennitt, el empleado del banco.

La decepción empezó a pesar en mi estómago cuando Kinbervie continuó.

—Estará de acuerdo conmigo, señor fiscal, en que este mandato judicial no se refiere al National Bank of Scotland sino al Bank of Scotland.

—Así es, milord, pero…

—Señor fiscal, como bien sabe, hay reglas que seguir en estas cuestiones —continuó el juez, y luego, con un movimiento de la cabeza hacia MacDonald, alzó la voz para hacerse oír en toda la asamblea general—. Esta prueba ha sido obtenida de manera errónea, y es por tanto inadmisible en este tribunal y debe retirarse. Como imagino, señor fiscal, que su testigo iba a hablar solo del libro, no es necesario llamarlo de nuevo.

Tardé unos momentos en darme cuenta de que habíamos ganado el tanto.

Aitchison sabía cuándo estaba vencido. Con un gesto sobrio regresó a su mesa. Se hizo un silencio mientras miraba sus papeles, jugueteando con una mano distraída con las cintas de la parte posterior de su peluca. Los músculos de su mandíbula se retorcían y le rechinaban los dientes como si su cara fuera una caja de cambios.

Bueno, eso fue de verdad un golpe de suerte inesperado. El primer revés real para el fiscal: habíamos ganado una batalla crucial, una de las dos que tendríamos que ganar esa tarde, si queríamos tener alguna posibilidad de vencer. Por primera vez desde el día anterior experimenté un atisbo de esperanza.

Sin embargo, no disfrutaríamos del momento durante mucho tiempo. Aitchison recuperó las fuerzas y reanudó la ofensiva con la lectura de mi declaración. No digo que mereciera la pena leerla, ya que no había nada en ella que contribuyera a sostener la acusación; me había limitado a decir la verdad y, al oír mi propio testimonio leído en alto, me pareció que había ofrecido un parte ecuánime y elocuente. Tal vez el fiscal coincidiera con mi parecer, porque enseguida llamó a Ned Gillespie, un anuncio que me arrebató el aire, como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Llevaba semanas esperando ese momento. Por supuesto, con anterioridad al juicio era imposible saber con exactitud a quién haría subir Aitchison al estrado. Los testigos no pueden escoger entre declarar como testigo de la acusación o de la defensa, y, aunque el hecho de ser llamado por el fiscal no implica necesariamente que una persona hable mal del acusado, me había dolido ver el nombre de Ned en la lista de los testigos de la acusación, junto con personas como Esther Watson. Yo había intentado sonsacar al abogado si creía probable que llamaran a Ned, pero Caskie había parecido titubear al decir: «Su hombre Gillespie no sería el primero en mi lista, si yo fuera fiscal, pero tampoco sería el último».

Mientras esperábamos a que llegara Ned, una curiosa sensación de irrealidad pareció extenderse con sigilo por la sala del Tribunal Supremo. De pronto me hallaba a una proximidad insoportable de los presentes en la sala y al mismo tiempo me sentía muy lejana. Por primera vez reparé en unas cáscaras de cacahuetes en el suelo, cerca de mis pies, y una injustificable malicia me llevó a preguntar quién, estando en el banquillo de los acusados —qué asesino, qué infanticida, qué bruto…—, había tenido la sangre fría de comer frutos secos mientras veía desarrollarse ante él el juicio con el despreocupado interés de un espectador de circo. Empecé a marearme. Los rostros del público sentado en la galería daban vueltas a mi alrededor. Parecían crueles e inhumanos, como tallados en madera. ¿Gritaban de verdad? El clamor de voces era tan fuerte que ahogó los pasos de Ned al acercarse, pero enseguida se hizo el silencio cuando entró en la sala.

Si cierro los ojos, todavía puedo verlo. Si no lo hubieran llamado por su nombre, no habría reconocido a mi querido amigo. Su tez era del mismo color que las frías cenizas en una chimenea. Tenía el pelo casi completamente gris. Pese al frío que hacía en el edificio del tribunal, una capa pegajosa de sudor le cubría la piel. Caminaba despacio, con parsimonia, y no miró ni a izquierda ni a derecha cuando cruzó la sala hacia el estrado. Un oficial le pasó la Biblia y Ned bajó la vista al suelo e hizo alguna que otra mueca mientras le tomaban juramento. Para alguien que lo conociera, era de lo más desconcertante observarlo. Se me ocurrió que podía estar enfermo.

Aitchison le estaba haciendo una pregunta.

—Sí —respondió Ned—. En la Grosvenor Gallery. Tenía un cuadro en una exposición. Solo nos conocimos brevemente.

—Y luego volvió a encontrársela en Glasgow, en la Exposición Internacional de mayo de mil ochocientos ochenta y ocho.

—Sí. Entonces ya había hecho amistad con las mujeres de mi familia.

—¿Dónde residía ella en ese momento?

—A la vuelta de la esquina, en Queen’s Crescent.

—¿La misma Queen’s Crescent en la que secuestraron a su hija?

—Sí.

—¿Y cuándo se volvió permanente la estancia de la señorita Baxter en Glasgow?

—No lo sé. Creo que solo pensaba quedarse unos meses, pero pasó el tiempo y cada vez hablaba menos de regresar al sur.

—¿Y usted tuvo una relación estrecha con ella?

Ned arrugó la frente.

—Bueno, las mujeres de mi familia la tuvieron. Mi mujer pintó el retrato de Harriet, y, este…, estaba a menudo en casa, o en la acera de enfrente, con mi madre y mi hermana. Y, por supuesto, ese primer verano pasamos tiempos juntos en la Exposición Internacional.

—Entonces, si me permite que repita la pregunta, ¿tenían ustedes una relación estrecha?

—Solo en el sentido de que era amiga de mi mujer.

Aquí, por necesidad, Ned estaba siendo cauto y discreto. Por supuesto que éramos amigos íntimos, como tantos hombres y mujeres lo son hoy día, pero en aquella época habría parecido indecoroso comentar tal hecho. Además, después de la caricatura de Findlay que había aparecido en
The Thistle
, habían corrido todos esos rumores.

—¿Y… se encontraba a veces a la señorita Baxter por el parque o en la calle?

Ned reflexionó unos momentos antes de responder.

—Sí.

—¿Con qué frecuencia?

—Bastante a menudo. El alojamiento de Harriet estaba a solo unos minutos de nuestro edificio. Donde vivimos no se puede ir por la calle sin encontrarse con alguien conocido.

—Entiendo. ¿Y usted se encontró con la señorita Baxter bastantes más veces de las que podrían explicarse como una simple coincidencia?

—No. Como he dicho, éramos vecinos. Era algo normal.

Aitchison puso una de sus caras de ligera incredulidad hacia el jurado y luego observó:

—Usted personalmente debió de encontrarse alguna vez a la señorita Baxter cuando estaba solo.

Ned frunció el entrecejo.

—¿Qué pretende insinuar, señor?

—Nada. Solo me gustaría saber si alguna vez se tropezó por casualidad con la señorita Baxter cuando estaba solo.

Como si hiciera un esfuerzo por contener su temperamento, Ned apretó la mandíbula y respondió con tono tenso:

—Sí.

Sus modales fueron bruscos, pero vi que solo se hallaba en un estado muy emocional y ansioso.

—¿Con qué frecuencia? ¿Una…, dos veces? ¿Media docena de veces? ¿Cincuenta?

—Diría que una docena de veces.

—¿Una docena? ¿No le parecen muchas, señor Gillespie?

—¿Se propone insistir mucho en ello o hablamos de algo más relacionado con la muerte de mi hija?

Sorprendido, como todos, el juez tosió y carraspeó antes de intervenir.

—Señor Gillespie. Nos consta que está muy afectado, pero tenga la amabilidad de responder las preguntas del señor fiscal. Seré yo el que dicte el ritmo en esta sala y no precisaré su ayuda.

Ned puso cara contrita.

—Le pido disculpas, milord.

¡Pobre Ned! Era solo la tensión lo que le hacía mostrarse tan impaciente e irritable. En otras circunstancias habría aplaudido su réplica a Aitchison, porque estaba harta de ver cómo testigo tras testigo trataba a ese hombre con aduladora deferencia.

Kinbervie hizo un gesto hacia el fiscal.

—Por favor, continúe.

—Gracias, milord. Bien, señor Gillespie, ¿no le pareció una coincidencia conocer a la señorita Baxter en Londres, y encontrarla, varios meses después, en Glasgow, viviendo a tres minutos de su casa?

—Fue una casualidad…, pero las casualidades existen.

—¿Y nunca le molestó ni le agobió la señorita Baxter?

Ned apretó los labios y volvió de fruncir el entrecejo.

—A veces sí. Llegó un momento en que a mi mujer le empezaron a cansar sus visitas. Pero Harriet siempre era muy amable y servicial. Rechazarla o evitarla habría sido incómodo, hasta grosero. Y es una señora soltera que vive en circunstancias solitarias. Nuestra impresión era que tal vez se sentía sola en Glasgow y tratamos de hacer que se sintiera a gusto.

—¿No fue alrededor de la época en que hicieron amistad con la señorita Baxter cuando empezó a empeorar la conducta de su hija mayor, Sibyl?

—Por esa época, sí, aunque siempre ha sido una niña traviesa. Pasó por un período difícil, pero ahora se está portando mucho mejor.

—¿Y esa mejora en su conducta cuándo empezó?

—Humm…, ha estado mucho mejor en los pasados meses.

—Un período que coincide, con bastante exactitud, con la reclusión de la señorita Baxter en prisión, ¿no le parece?

Ned se limitó a poner cara atribulada, de modo que Aitchison continuó sin esperar una respuesta.

—¿Cómo se llevaban Sibyl y la señorita Baxter?

Ned se encogió de hombros.

—Sibyl es una niña. Se llevaban bastante bien. Harriet siempre era amable con ella y le hacía regalos.

—Ah, sí, los numerosos regalos de la señorita Harriet Baxter. ¿Y usted, señor Gillespie, qué piensa sobre su hija…, sobre Sibyl?

El rostro de Ned se ensombreció. Hubo un momento de silencio, y cuando habló, la voz sonó entrecortada, embargada por la emoción.

—Significa todo para mí.

Aitchison reconoció el dolor de Ned con una respetuosa inclinación de la cabeza.

—Es comprensible, señor Gillespie, es comprensible. —Guardó silencio un momento y bebió un sorbo de agua antes de continuar—: Pero ¿alguna vez le pareció que su afecto por su hija o por su mujer podía haber irritado a la señorita Baxter?

—No le sigo.

—Permítame expresarlo de forma más clara: ¿alguna vez sospechó que la señorita Baxter podía tener celos de Sibyl, de su mujer o, de hecho, de cualquiera que estuviera unido a usted o recibiera su afecto?

Aquí me volví para mirar a MacDonald, esperando que se pondría en pie, pero vi horrorizada que no hacía nada. Se limitó a quedarse sentado. Aitchison continuó con el interrogatorio de forma coercitiva, su voz llena de falsa preocupación.

—Señor Gillespie, el treinta y uno de diciembre de mil ochocientos ochenta y ocho celebraron la Nochevieja en su piso y la señorita Baxter figuró entre los invitados, ¿no es cierto?

—Sí.

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