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Authors: Lars Kepler

Tags: #Intriga

La vidente (15 page)

BOOK: La vidente
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—Policía —responde una mujer con voz cansada.

—Sí, hola, me llamo Flora Hansen y me gustaría…

—Espere —dice la voz—. No le he oído.

—Sí —vuelve a empezar Flora—. Me llamo Flora Hansen y quiero dar una pista sobre el homicidio de la chica en Sundsvall.

Pasan unos segundos de silencio. Luego se vuelve a oír la voz cansada pero tranquila de la policía:

—¿Qué quiere explicar?

—¿Se cobra algo por las pistas? —pregunta Flora.

—No, lo siento.

—Pero yo… creo que he visto a la chica muerta.

—¿Quiere decir que estuvo allí cuando pasó? —pregunta rápidamente la mujer al otro lado de la línea.

—Soy médium espiritual —dice Flora con voz misteriosa—. Mantengo contacto con los muertos… y lo vi todo, pero creo… creo que se me aclararía la memoria si cobrara algo.

—Mantiene contacto con los muertos —repite hastiada la policía—. ¿Eso es una pista?

—La chica se estaba tapando la cara con las manos —dice Flora.

—Sí, lo pone en todos los periódicos —suelta impaciente la mujer.

De pronto el corazón de Flora se encoge de vergüenza. Podría vomitar otra vez. Un sudor frío comienza a bajarle por la espalda. No había pensado en lo que iba a decir, pero ahora comprende que tendría que haber dicho otra cosa. La prensa ya estaba en el súper cuando ella ha ido a comprar la comida y el tabaco para Hans-Gunnar.

—No lo sabía —susurra—. Sólo le cuento lo que vi… y vi muchas cosas más por las que a lo mejor estarían dispuestos a pagar.

—No pagamos por…

—Pero vi el arma homicida, a lo mejor creen que la han encontrado, pero se equivocan, porque yo vi…

—¿Sabe que llamarnos sin motivo puede ser punible? —la interrumpe la policía—. Le podría caer una multa. No quiero parecer enfadada, pero que sepa que me ha hecho perder el tiempo mientras alguien que sí que ha visto algo a lo mejor estaba intentando llamarnos.

—Sí, pero yo…

Flora apenas empieza a hablar del arma homicida cuando oye que se corta la llamada. Mira el teléfono y luego vuelve a marcar el mismo número.

46

La Iglesia sueca ha provisto a Pia Abrahamsson de un piso provisional en una gran casa de madera en la zona de chalets de Sundsvall. El apartamento es grande y hermoso, está amueblado con los muebles clásicos de Carl Malmsten y Bruno Mathsson. Los diáconos que le han hecho la compra la han animado varias veces a mantener una conversación privada con alguno de los pastores, pero Pia no se siente capaz.

Lleva todo el día conduciendo su coche de alquiler por la misma carretera, pasando por los mismos lugares, dando vueltas por Indal y metiéndose por los caminos forestales.

En varias ocasiones se ha topado con alguna patrulla de policías que le han pedido que volviera a casa.

Ahora está tumbada sobre la cama con la ropa puesta y mirando en la oscuridad. No ha dormido desde que Dante desapareció. El teléfono empieza a sonar. Estira el brazo para cogerlo, mira la pantalla y luego lo silencia. Son sus padres. No dejan de llamarla. Pia contempla la oscuridad de ese piso ajeno.

En su cabeza oye los llantos sin fin de Dante. Está asustado y pregunta por su mamá, quiere volver a casa con ella.

Tiene que levantarse.

Pia se pone la chaqueta y abre la puerta del piso. Cuando se mete en el coche percibe un sabor a sangre en la boca. Arranca. Tiene que encontrar a Dante. ¿Y si está en la cuneta de alguna carretera? A lo mejor se ha escondido debajo de un cartón. Puede que la chica lo haya dejado tirado en cualquier parte.

Las calles están vacías y oscuras. Todo el mundo parece estar durmiendo. Pia intenta ver algo más allá de lo que iluminan los faros.

Se detiene en el lugar donde le robaron el coche y se queda un rato quieta con las manos temblorosas aferradas al volante antes de dar media vuelta para volver por donde venía. Se mete en la pequeña población de Indal, donde se supone que habían perdido la pista del coche y de Dante. Muy despacio pasa por delante de un centro preescolar y se mete al azar por la calle Solgårdsvägen y sigue avanzando entre las sombrías casas unifamiliares.

Un movimiento debajo de una cama elástica la hace frenar de golpe y saltar del coche. Se mete en el jardín, tropieza con unos rosales de poca altura y se araña las piernas, va hasta la cama y descubre que no era más que un gato gordo escondiéndose en la oscuridad.

Se da la vuelta hacia la casa de ladrillo y observa las persianas bajadas mientras el corazón le palpita en el pecho.

—¡¿Dante?! —grita—. ¿Dante? ¡Soy mamá! ¿Dónde estás?

Tiene la voz rota y afónica. Dentro de la casa se encienden algunas luces. Pia continúa hasta la siguiente parcela y llama al timbre, golpea la puerta y sigue en dirección a una caseta más pequeña.

—¡Dante! —grita con todas sus fuerzas.

Camina entre todas las casas de la calle Solgårdsvägen llamando a gritos a su hijo, golpea las puertas de los garajes, abre las puertecillas de las casitas de juguete en los jardines, se mete por la maleza, cruza una cuneta y vuelve a salir a la carretera de Indalsvägen.

Un coche frena haciendo chirriar los neumáticos, Pia retrocede un paso y cae de bruces. Levanta la cabeza y descubre a una mujer policía que se le acerca corriendo.

—¿Cómo estás?

La agente ayuda a Pia y ésta mira a la mujer de nariz fuerte y trenzas rubias.

—¿Lo has encontrado? —pregunta Pia.

El otro agente se acerca y le dice que la llevarán a casa.

—Dante tiene miedo a la oscuridad —dice Pia, y se percata de lo ronca que tiene la voz—. Soy su madre, pero no tenía paciencia con él, le obligaba a volver a la cama cuando venía a buscarme. Estaba allí de pie en pijama y me decía que tenía miedo, pero yo…

—¿Dónde has dejado el coche? —pregunta la mujer policía mientras coge a Pia del antebrazo.

—¡Súeltame! —grita Pia y se libera de un tirón—. ¡Tengo que encontrarlo!

Golpea a la agente en la cara y suelta un grito desesperado mientras los dos policías se le echan encima y la reducen sobre el asfalto. Lucha por soltarse, pero los agentes le esposan las manos a la espalda y la mantienen inmovilizada. Pia rasca la barbilla en el pavimento, se abre una herida y empieza a llorar desesperada como una cría pequeña.

47

Joona Linna piensa en la ausencia de testigos: nadie parece saber nada de Vicky, nadie ha visto nada. Conduce por la maravillosa carretera entre campos ondeantes y lagos que centellean hasta que llega a una casa blanca de piedra. En el porche hay un limonero en una maceta gigante con algunos frutos verdes.

Joona llama a la puerta, espera un rato y da la vuelta a la casa.

Nathan Pollock está sentado en uno de los muebles blancos de jardín debajo de un manzano. Tiene la pierna enyesada y ha adelgazado.

—¿Nathan?

El hombre se queda de piedra y vuelve la cabeza para mirarlo.

—Joona Linna, ¿de verdad eres tú?

Nathan lleva el pelo recogido en una coleta plateada que le cae sobre un hombro. Viste pantalones negros y un jersey de punto. Nathan Pollock pertenece a la Comisión Contra el Crimen, un grupo compuesto por seis expertos que prestan su ayuda en los casos de homicidio más difíciles que acontezcan en cualquier punto del país.

—Joona, lamento muchísimo el expediente de Asuntos Internos, no tendría que haberte dejado entrar en el cuartel general de la Brigada.

—Fue mi propia decisión —dice Joona, y toma asiento.

Nathan niega lentamente con la cabeza:

—Tuve una real bronca con Carlos porque la estén tomando contigo de esta manera.

—¿Fue entonces cuando te rompiste la pierna? —pregunta Joona.

—No, eso fue una leona enfadada que se metió en el jardín —responde Nathan con una sonrisa que le deja el diente de oro a la vista.

—O puede que se cayera de la escalera cuando estaba cogiendo manzanas —sugiere una voz aguda detrás de los dos policías.

—Matilda —dice Joona.

Se levanta y le da un abrazo a una mujer pecosa de pelo grueso y castaño.

—Comisario —sonríe ella y se sienta con ellos—. Espero que hayas traído algo de trabajo para mi querido marido antes de que se ponga otra vez con los sudokus.

—Me parece que algo tengo —dice Joona despacio.

—¿En serio? —sonríe Nathan y se rasca el yeso.

—Estuve observando la escena del crimen y vi los cuerpos, pero no tengo acceso a ningún informe ni a los análisis de las pruebas…

—¿Por eso del expediente?

—El caso no es mío, pero me gustaría oír qué piensas.

—Ahora sí que lo has hecho feliz —dice Matilda mientras acaricia a su marido en la mejilla.

—Qué alegría que hayas pensado en el pobrecito de mí —dice Pollock.

—Eres el más audaz de todos los que conozco —responde Joona.

Se vuelve a sentar y poco a poco empieza poniéndolo al día de todo lo que sabe sobre el caso. Al cabo de un rato Matilda opta por dejarlos solos. Pollock escucha atentamente, de vez en cuando infiere una pregunta aclaratoria acerca de algún detalle, asiente con la cabeza y le pide a Joona que continúe.

Un gato de tonos grises aparece restregándose contra las piernas de Nathan. Los pájaros cantan en las copas de los árboles mientras Joona describe las estancias y las posiciones de los cuerpos, las salpicaduras, los charcos y los rastros de sangre, las huellas de zapato y la sangre incrustada. Nathan cierra los ojos y sigue concentrado en las observaciones de Joona sobre el martillo debajo de la almohada, el edredón ensangrentado y la ventana abierta.

—Vamos a ver —susurra Pollock—. Se trata de un nivel de violencia exagerado, pero no hay mordeduras, tampoco empezaron a descuartizarla…

Joona no dice nada, deja que Pollock construya su propio razonamiento.

Nathan Pollock ha elaborado un gran número de perfiles de homicidas y hasta la fecha nunca se ha equivocado.

El método para definir al autor de un crimen consiste en interpretar el homicidio en cuestión como una metáfora de la disposición psíquica del homicida. El pensamiento lógico sugiere que la vida interior de una persona se refleja de alguna manera en su vida exterior. Si un crimen es caótico, la psique del asesino también resulta caótica y este caos sólo se puede ocultar si el homicida es un ermitaño.

Joona ve que los labios de Nathan Pollock se mueven mientras avanza en sus cavilaciones. De vez en cuando susurra algo para sí o se estira la coleta sin darse cuenta.

—Creo que puedo visualizar los cuerpos… y los dibujos de las salpicaduras —dice—. Tú ya sabes todo esto…, que la mayoría de asesinatos ocurren en el momento de la rabia. Después, con la sangre y el caos, llega el pánico. Entonces es cuando sacas la radial y las bolsas de basura… o empiezas a resbalar en la sangre con el mocho y dejas pistas por doquier.

—Pero aquí no.

—Este asesino no ha intentado ocultar nada.

—Yo también lo he observado —afirma Joona.

—El crimen es muy violento pero metódico, no es un castigo que haya ido demasiado lejos, sino que en ambos casos la intención era matar…, nada más. Las dos víctimas están encerradas en espacios pequeños, no pueden huir… La violencia no está cargada de odio, sino que más bien recuerda a una ejecución, a una matanza.

—Creemos que el homicida es una adolescente —dice Joona.

—¿Una adolescente?

Joona se cruza con la mirada estupefacta de Nathan y le enseña una foto de Vicky Bennet.

Nathan suelta una carcajada y se encoge de hombros:

—Discúlpame, pero lo dudo muchísimo.

Matilda aparece de nuevo con té y buñuelos rellenos de confitura y se sienta a la mesa. Nathan sirve tres tazas.

—¿No crees que una adolescente sea capaz de hacer esto? —pregunta Joona.

—Sería la primera vez que lo veo —sonríe Nathan.

—No todas las niñas son buenas —dice Matilda.

Nathan señala la foto:

—¿Es conocida por su agresividad?

—No, más bien todo lo contrario.

—Entonces estáis persiguiendo a la persona equivocada.

—Estamos seguros de que ayer secuestró a un niño de cuatro años.

—Pero no lo ha matado.

—No, que nosotros sepamos —dice Joona y coge un buñuelo.

Nathan se reclina en la silla y mira al cielo.

—Si la niña no es considerada violenta, si no está castigada, si no ha sido objeto de alguna investigación similar anterior, yo dudo que sea ella —dice antes de clavar la mirada en los ojos de Joona.

—Pero ¿y si fuera ella de todos modos? —insiste Joona.

Nathan niega con la cabeza y sopla el té.

—No encaja —responde—. Acabo de leer un trabajo de David Canter… Como ya sabes, él elabora los perfiles centrándose en el papel que el homicida le otorga a la víctima durante el crimen. Yo también le he dado vueltas a esa idea de que el asesino utiliza a la víctima como una especie de adversario en un drama interior.

—Sí…, se podría decir así —dice Joona.

—Y según el modelo de David Canter, la cara tapada significa que el asesino quiere quitarles el rostro a las víctimas, convertirlas simplemente en un objeto… Los hombres que pertenecen a ese grupo emplean a menudo una violencia exagerada…

—¿Y si simplemente estuvieran jugando al escondite? —interrumpe Joona.

—¿A qué te refieres? —pregunta Nathan sin soltar la mirada gris de su compañero.

—La víctima cuenta hasta cien y el asesino se esconde.

Nathan sonríe y se da unos segundos para asimilar la idea.

—Entonces se trata de buscar…

—Sí, pero ¿dónde?

—El único consejo que te puedo dar es que busques en lugares antiguos —dice Pollock—. El pasado refleja el futuro…

48

La policía judicial es la única policía operativa en Suecia con potestad para combatir el crimen con violencia, tanto a nivel nacional como internacional.

El jefe del cuerpo, Carlos Eliasson, está junto a la ventana en la octava planta mirando a vista de águila las empinadas cuestas del parque Kronoberg.

No sabe que en este preciso instante Joona Linna camina por una de las vías peatonales que atraviesan el parque después de una breve visita al viejo cementerio judío.

Carlos se vuelve a sentar a su mesa y no ve al comisario de la judicial con el pelo revuelto cruzando la calle Polhemsgatan y yendo directamente al vestíbulo acristalado de la comisaría.

Joona pasa junto a una banderola que explica el rol de la policía judicial en un mundo diferente. Benny Rubin está encogido delante del ordenador y en el despacho de Magdalena Ronander se oyen voces de una conversación acerca de una nueva colaboración con la Europol.

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