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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La voz de las espadas (40 page)

BOOK: La voz de las espadas
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De pronto, Glokta se resbaló y estuvo a punto de caerse de bruces, pero alguien le agarró del codo y lo mantuvo derecho. Era Jalenhorm, su rostro, grueso y honesto, seguía reflejando un profundo desconcierto.
Vaya, va a resultar que los hombres corpulentos sí que sirven para algo
. El joven oficial le ayudó a subir el resto de los escalones. Glokta no se sentía con fuerzas para rehusar su ayuda.
¿Qué mas da? Un hombre debe ser capaz de reconocer sus propias limitaciones. Más infamante es caerse de bruces. Si lo sabré yo
.

Al final de las escaleras se abría una espaciosa antecámara ricamente decorada, con el suelo enmoquetado y las paredes recubiertas de tapices de vivos colores. Dos guardas vestidos con los colores distintivos del Gremio de los Sederos custodiaban una gran puerta con las espadas desenvainadas. Delante de ellos estaba Frost, con las manos cerradas formando dos puños blancos. Nada más llegar al descansillo, Jalenhorm sacó su acero y, dando un paso adelante, se situó junto al albino. Glokta no pudo reprimir una sonrisa.
El torturador sin lengua y la flor de la caballería. Extraña alianza
.

—Traigo una orden de detención contra Kault firmada por el Rey en persona —Glokta levantó el documento para que los guardas pudieran verlo—. Los Sederos están acabados. No ganáis nada interponiéndoos en nuestro camino. ¡Entregad las espadas! ¡Tenéis mi palabra de que no se os hará ningún daño!

Los dos guardas se miraron el uno al otro sin saber qué hacer.

—¡Entregadlas!— gritó Jalenhorm arrimándose un poco más a ellos.

—¡Está bien! —Uno de los hombres se agachó y empujó la espada por el suelo. Frost la detuvo pisándola con el pie.

—¡Ahora tú! —le gritó Glokta al otro.

—¡Ya voy! —el guarda obedeció; arrojó el arma al suelo y levantó los brazos. Un segundo después, el puño de Frost se estrellaba contra su barbilla y lo estampaba contra la pared dejándolo fuera de combate.

—Pero... —gritó el primer guarda. Frost le agarró de la pechera y lo tiró por las escaleras. Cayó rodando, golpeándose una y otra vez contra los escalones, y finalmente se derrumbó inerte en el piso de abajo.
Sé muy bien lo que es eso
.

Jalenhorm, inmóvil y con la espada aún en alto, parpadeaba con incredulidad.

—Pero no había dicho que...

—Qué más da. Frost, busca otra entrada.

—Zí —el albino se alejó sigilosamente por el pasillo. Glokta le dio un tiempo y luego se inclinó hacia delante y probó a abrir la puerta. El pomo giró y, para su sorpresa, la puerta se abrió.

La sala era el colmo de la opulencia y tenía casi las dimensiones de un granero. El artesonado del techo estaba recubierto de pan de oro, los lomos de los libros de la biblioteca tenían piedras preciosas incrustadas y el descomunal mobiliario brillaba como un espejo. Todo era exageradamente grande, recargado y caro.
Bueno, tampoco hace falta tener buen gusto cuando se tiene dinero de sobra
. Había varios ventanales de un nuevo diseño —unos largos paneles de cristal separados por finas varillas de plomo— a través de los cuales se contemplaba una espléndida vista de la ciudad, la bahía y los barcos que navegan por ella. El Maestre Kault, ataviado con los fastuosos ropajes de su cargo, sonreía sentado tras un enorme escritorio dorado que había delante del ventanal del medio, ensombrecido parcialmente por un inmenso armario en cuyas puertas aparecían grabadas las armas del honorable Gremio de los Sederos.

Así que no ha escapado. Ya es mío, ya..
. Atada alrededor de una de las gruesas patas del armario había una soga. Glokta siguió con la mirada la serpenteante trayectoria de la cuerda por el suelo. El otro extremo estaba atado alrededor del cuello del Maestre.
Vaya, después de todo va a resultar que sí que tenía una vía de escape
.

—¡Inquisidor Glokta! —Kault soltó una chirriante risa nerviosa—. ¡No sabe cuánto me alegro de que por fin nos conozcamos! ¡He oído hablar mucho de sus investigaciones! —dicho aquello, tiró del nudo de la soga para asegurarse de que estaba bien atado.

—¿Le aprieta el cuello de su traje, Maestre? ¿No sería mejor que se lo quitara?

Kault soltó otro chillido de júbilo.

—¡Oh, no creo que sea necesario! ¡Muchas gracias, pero no tengo la intención de responder a ninguna de sus preguntas! —por el rabillo del ojo Glokta vio entreabrirse una puerta que había en un lateral. Un instante después, unos enormes nudillos blancos se doblaban sobre el marco.
Frost. Todavía hay una posibilidad de atraparlo. Tengo que hacer que siga hablando
.

—No hay ninguna pregunta que hacer. Lo sabemos todo.

—¡No me diga! —dijo el Maestre dejando escapar una risita. El albino penetró sigilosamente en la sala, pegado a las sombras de la pared y oculto a los ojos de Kault por la mole del armario.

—Sabemos lo de Kalyne. Ese pequeño trato que tenían con él.

—¡Imbécil! ¡No había ningún trato! ¡Era demasiado honrado para poder comprarle! ¡Jamás quiso aceptar ni un marco de mí! —
En tal caso cómo es que..
. Kault sonreía con una sonrisa enfermiza—. El secretario de Sult —dijo soltando otra risita—. ¡En sus propias narices, sí, y también en las suyas, inútil lisiado! —
Idiota, idiota. ¡Era el secretario quien pasaba la información, había visto la confesión, estaba al tanto de todo! Siempre me dio mala espina ese lameculos. Kalyne era leal entonces
.

Glokta se encogió de hombros.

—Todos cometemos errores.

El Maestre hizo una mueca de desdén.

—¿Errores, dice? ¡No ha hecho usted otra cosa, maldito imbécil! ¡Ni siquiera sabe en qué bando está! ¡Ni siquiera sabe qué bandos existen!

—Yo estoy con el Rey, y usted no. No necesito saber nada más —Frost ya había llegado al armario y estaba pegado a él mirando intensamente con sus ojos rosáceos y tratando de asomarse por el recodo sin que le viera Kault.
Un poco más de tiempo, sólo un poco más...

—¿Qué es lo que sabe usted, maldito tullido? ¿Unos pequeños trapicheos con los tributos, algún que otro soborno sin importancia, es de eso de lo que somos culpables?

—De eso y de otro asunto insignificante: los nueve asesinatos.

—¡No teníamos elección! —chilló Kault—. ¡Jamás la tenemos! ¡Había que pagar a los banqueros! ¡Ellos nos prestaron el dinero y nosotros teníamos que devolvérselo! ¡Llevamos años pagándoles! ¡Esas malditas sanguijuelas de Valint y Balk! ¡Se lo dimos todo, pero siempre querían más!

¿Valint y Balk? ¿Unos banqueros?
Glokta repasó con la mirada la ridícula opulencia de la sala.

—No parece que esté usted con el agua al cuello.

—¡No parece! ¡No parece! ¡Todo esto es polvo! ¡Mentiras! ¡Todo es propiedad de los banqueros! ¡Hasta nuestras propias personas! ¡Les debemos miles, qué miles, millones de marcos! —Kault se rió para sí—. Pero me imagino que ya no podrán cobrárselos, ¿no?

—Supongo que no.

Kault se inclinó hacia delante, y la soga descendió sobre el escritorio y se deslizó sobre su cubierta de cuero.

—¿Busca usted criminales, Glokta? ¿Quiere traidores? ¿Enemigos del Rey y del Estado? ¡Busque en el Consejo Cerrado! ¡Busque en el Pabellón de los Interrogatorios! ¡Busque en la Universidad! ¡Busque en los bancos, Glokta! —en ese momento vio a Frost, que acababa de salir de detrás del armario y se encontraba a no más de cuatro zancadas de él. Los ojos de Kault se dilataron en un gesto de sorpresa y se levantó de golpe de la silla.

—¡Cógele! —aulló Glokta. Frost se abalanzó sobre el escritorio y agarró el dobladillo de la toga del Maestre mientras éste se giraba y se precipitaba hacia el ventanal.
¡Ya es nuestro!

Se oyó el ruido estridente de un tejido que se desgarraba y Frost se quedó con un trozo del traje de Kault en las manos. Por un instante, la figura de Kault pareció quedar paralizada en el aire mientras el costoso cristal se hacía añicos en torno a él, arrojando una lluvia de esquirlas que centelleaban en el aire. Luego desapareció y la soga se tensó de un golpe seco.

—¡Puzzzz! —siseó Frost contemplando el ventanal roto.

—¡Se ha tirado! —Jadeó Jalenhorm con la boca abierta.

—Muy perspicaz —Glokta se acercó renqueando al escritorio y cogió de las manos de Frost el trozo del vestido del Maestre. Visto de cerca, no parecía tan fastuoso: muchos colorines pero muy mal tejido.

—¡Quién lo iba decir! Un tejido de pésima calidad —murmuró Glokta. Luego se acercó al ventanal y se asomó por el hueco. Unos seis metros más abajo, la cabeza del Maestre del honorable Gremio de los Sederos se mecía lentamente en el aire mientras su toga bordada en oro aleteaba agitada por una leve brisa.
Ropas baratas y ventanas caras. Si el tejido hubiera sido más resistente, le habríamos cogido. Y si las ventanas hubieran tenido más plomo, también. A veces la vida depende de esos pequeños detalles
. Una multitud horrorizada comenzaba a congregarse en la calle: señalaban hacia arriba, parloteaban y levantaban la vista para contemplar al ahorcado. Una mujer soltó un chillido.
¿De miedo o de excitación? Suenan igual
.

—Teniente, ¿quiere hacer el favor de bajar a dispersar a esa muchedumbre? Luego podemos soltar a nuestro amigo y llevárnoslo —Jalenhorm le miró sin comprender—. Muerto o vivo, la orden del Rey se ha de cumplir.

—Desde luego —el corpulento oficial se limpió el sudor de la frente y, avanzando con paso vacilante, se dirigió a la puerta.

Glokta volvió a asomarse al ventanal y echó un vistazo al cadáver que se balanceaba en el vacío. El eco de las últimas palabras del Maestre Kault aún resonaba en su cabeza.

¡Busque en el Consejo Cerrado! ¡Busque en el Pabellón de los Interrogatorios! ¡Busque en la Universidad! ¡Busque en los bancos, Glokta!

Tres señales

West cayó de culo y uno de los aceros se le escapó de las manos y resbaló por los adoquines.

—¡Un toque perfecto! —gritó el Mariscal Varuz— ¡Un toque decisivo! ¡Así se lucha, Jezal, así se lucha!

West empezaba a estar harto de perder. Era más fuerte, más alto y tenía mejor alcance que Jezal, pero aquel gallito de mierda era rápido. Jodidamente rápido y, encima, cada vez lo era más. Ya se sabía prácticamente todos los trucos de West, y, a ese paso, no tardaría en ganarle siempre. Jezal también lo sabía. Mientras le tendía la mano para ayudarle a levantarse, su semblante lucía una irritante sonrisa de suficiencia.

—¡Esto empieza a marchar! —Varuz, encantado, le propinó un golpecito en la pierna con su vara—. Parece que a lo mejor tenemos entre nosotros a un campeón, ¿eh, comandante?

—Es muy probable, señor —dijo West mientras se frotaba la magulladura que se había hecho en el codo al caerse. Miró de soslayo a Jezal, que estaba saboreando el comentario elogioso del Mariscal.

—¡Pero no debemos dormirnos en los laureles!

—¡No señor! —dijo enfáticamente Jezal.

—Claro que no —remachó Varuz—. El comandante West es sin duda un espadachín muy capaz, y es un privilegio para usted tenerle de compañero, pero, en fin —añadió sonriéndole a West—, la esgrima es cosa de jóvenes, ¿eh, comandante?

—Desde luego, señor —masculló West—. Cosa de jóvenes.

—Bremer dan Gorst, es de suponer, será un contrincante de otro tipo, como también lo serán los demás participantes en el Certamen de este año. Sin la astucia de los veteranos, pero con todo el vigor de la juventud, ¿eh, West? —West sólo tenía treinta años y se sentía bastante vigoroso, pero no tenía sentido ponerse a discutir. Era consciente de que nunca había sido el espadachín más dotado del mundo—. Hemos hecho grandes progresos en este último mes, grandes progresos. Si mantiene la concentración, tiene posibilidades de ganar. ¡Muchas posibilidades! ¡Felicidades! Les veré a los dos mañana —y, dicho aquello, el anciano Mariscal se alejó muy ufano por el patio soleado.

West fue a recoger el acero caído, que estaba tirado sobre los adoquines junto al muro. Aún le dolía el costado y le costó trabajo agacharse para recogerlo.

—Yo también tengo que irme —gruñó mientras se enderezaba, procurando disimular su malestar.

—¿Algún asunto importante?

—El Mariscal Burr quiere verme.

—¿Habrá guerra, entonces?

—Puede. No lo sé —el comandante miró a Jezal de arriba abajo. Por alguna razón trataba de evitar mirar a West a la cara—. ¿Y tú? ¿Qué planes tienes para hoy?

Jezal se puso a juguetear nerviosamente con sus aceros.

—Mmmm, no tengo ningún plan... nada realmente —respondió lanzándole una mirada furtiva. Era sorprendente que a alguien que jugaba tan bien a las cartas se le diera tan mal mentir.

West sintió un hormigueo de inquietud.

—Ardee no formará parte de tu falta de planes, confío.

—Mmm..

El hormigueo se transformó en una gélida palpitación.

—¿Y bien?

—Quizás —soltó Jezal—, bueno... sí.

West dio un paso adelante y se pegó al joven.

—Jezal —se oyó decir lentamente con los dientes apretados—. Espero que no tengas la intención de tirarte a mi hermana.

—Oye, un momento...

La palpitación se convirtió en estallido. Las manos de West se clavaron en los hombros de Jezal.

—¡Óyeme

!—le espetó—. No quiero verte jugar con sus sentimientos, ¿entendido? ¡Ya le hicieron daño una vez y no quiero que nadie se lo vuelva a hacer! ¡Ni tú, ni nadie! ¡No lo permitiré! No quiero que la añadas a tu lista de trofeos, ¿me oyes?

—¡Vale! ¡Vale! —dijo Jezal, que había empalidecido—. ¡No ando detrás de ella! Somos amigos, eso es todo. ¡Me cae bien! ¡No conoce a nadie aquí y... en fin, puedes confiar en mí... no hay nada malo en ello, de verdad! ¡Ay! ¡Suéltame!

West se dio cuenta de que estaba apretando el brazo de Jezal con todas sus fuerzas. ¿Qué le había pasado? Sólo pretendía tener unas palabras con él y ahora resultaba que había ido demasiado lejos. ¡Ya le hicieron daño una vez... maldita sea! ¡Cómo podía habérsele escapado eso! Soltó a Jezal y se echó hacia atrás, tragándose su rabia.

—No quiero que vuelvas a verla, ¿entendido?

—Eh, un momento West, quién eres tú para...

La rabia de West se reavivó.

—Jezal —masculló—, soy amigo tuyo y como amigo te lo pido —volvió a dar un paso adelante y se pegó aún más a Jezal—. Pero también soy su hermano y, como hermano, te prevengo: ¡Mantente alejado de ella! ¡No respondo de mí si no lo haces!

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