Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (96 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Silbaba a Du Guesclin y proseguía su paseo.

Si Antoine no la hubiese abandonado por Mylène y los cocodrilos, si Iris no hubiese tenido la idea de escribir un libro, si no la hubiese obligado a ser la autora, nunca hubiese encontrado su lugar detrás de la niebla... Todas esas casualidades de la vida la habían construido. A veces contra su voluntad...

Y volvía a su casa, pensativa...

El señor Boisson había llamado a su puerta.

Se aburría. Le había cogido el gusto a sus visitas. Hay un montón de cosas que no le he contado, precisó. Mercadeaba con sus recuerdos como un vendedor de alfombras. Su mirada clara, dura, cayó sobre ella. Reclamaba su presencia. Quería ser de nuevo el centro del mundo. Su boca dibujaba una mueca violenta, imperiosa, su barbilla larga y estrecha decía que tenía derecho a un poco más de consideración. Exigía atención como un hombre que se sabe por encima de los demás. Había arrogancia en su forma de pedir. Algo en su voz que decía me lo debe..., y Joséphine tuvo ganas de contestarle yo no le debo nada, fue usted quien tiró la libreta negra a la basura, usted el que sintió vergüenza, el que no quería que ensuciase su imagen. Y soy yo la que quiere hacer de ello una hermosa historia... Tuvo ganas de añadir esa historia ya no le pertenece, ahora es mía.

Le respondió que estaba ocupada, que estaba trabajando en su libro y que le ocupaba todo el tiempo. Él se quedó en el umbral de la puerta e insistió:

—Usted me ha utilizado, usted ya no me necesita... ¡y ahora me rechaza! Eso no está bien, no está bien...

Y ella sintió un poco de vergüenza. Pensó que no le faltaba razón. Se dispuso a ceder, a decir de acuerdo, iré mañana.

Entonces él añadió con tono quejumbroso:

—No me queda mucho tiempo más de vida... Y usted lo sabe...

Y ella sintió unas ganas violentas de cerrar la puerta. No se atrevió a decirle la verdad: no quiero volver a verle porque mi Jovencito, el que está creciendo en este momento, es mucho más emotivo, más abierto y más generoso que usted... y no me gustaría que le influyese. Todavía es frágil...

Zoé y Hortense llegaron corriendo por la escalera. ¡El ascensor está estropeado! ¡El ascensor está estropeado! Se quedaron mirando al señor Boisson que se apartó al verlas y volvió a bajar a su casa arrastrando los pies.

Joséphine cerró la puerta y Zoé preguntó:

—Tiene aspecto contrariado... ¿Qué le has dicho?

—Le he dicho que no tenía tiempo de hablar con él, que estaba trabajando, y se ha puesto furioso...

—¡Guau, mamá! ¡Has conseguido decirle eso! ¡Ya no te reconozco! ¿Has comido carne de león o qué? —exclamó Zoé.

También envió a paseo a Iphigénie que preguntaba dos veces al día ¿está usted segura de que me quedo en mi portería, señora Cortès? ¿Está usted segura?

—Que sí, Iphigénie, lo votamos en la reunión de propietarios... El administrador se quedó hecho polvo. ¡No tiene ya nada que temer!

—Estaré segura cuando reciba una carta oficial —murmuró ella—. Sería un fastidio que...

Joséphine cerró la puerta suavemente.

Hortense preparaba su viaje a Nueva York y preguntó dónde estaban sus vaqueros preferidos... Quería saber si la tarjeta de crédito funcionaría allí, y mi teléfono ¿lo cojo o no? ¿Qué tiempo hace en Nueva York en verano? ¿Hay aire acondicionado en todas partes o no?

Joséphine respondía: ¡no tengo tiempo! ¡No tengo tiempo! ¡Arréglatelas sola! ¡Ahora ya eres mayor, Hortense!

Zoé, sentada en cuclillas en una silla de la cocina, devoraba una rebanada de pan con crema de chocolate.

—¡Ouh! —dijo, imitando a Homer Simpson—. ¡Ya no reconozco a mi mamá! ¡Manda a paseo a todo el mundo!

Mylène había llamado una noche. He vuelto a Francia, señora Cortès, ya no aguantaba estar en China, sentía añoranza...

Había encontrado trabajo en una peluquería en Courbevoie, mi antigua peluquería, señora Cortès, ¿se acuerda? Donde le arreglaba las uñas a Hortense cuando era pequeña...

Y allí fue donde conoció a Antoine, pensaba Joséphine. Y él me dejó por ella...

Y volvía a ver la escena en la cocina de Courbevoie. Sabía que Antoine tenía una amante. Él se lo había dicho mientras ella pelaba patatas. Ella se había cortado y sangraba...

Ese día pensó que iba a morirse de pena, a morirse de miedo.

Y cuando él había vuelto a buscar a las niñas para llevarlas de vacaciones. Las primeras vacaciones que no pasaban juntos... Se marchaba con las niñas y con Mylène...

El codo de Mylène sobresaliendo de la ventana delantera del coche...

Volvía a ver el triángulo rojo que había dibujado...

El balcón desde el que había visto alejarse el coche que llevaba a sus dos hijas, a su marido y a la amante de su marido. Ese día se había dejado caer sobre el balcón del piso de Courbevoie y había gritado...

Maldecimos los sufrimientos, pero no sabemos, cuando los pasamos, que nos harán crecer y nos llevarán más lejos. No queremos saberlo. El dolor es demasiado fuerte para reconocer en él una virtud. Es cuando ha pasado el dolor cuando volvemos la vista atrás y comprobamos, asombrados, el largo camino que nos ha obligado a recorrer. Fue gracias a la marcha de Antoine que cambié de vida... Que comprendí que podía arreglármelas sola. Antes no existía, era la mujer de...

Si Mylène no hubiese aparecido metida en su bata rosa de manicura, seguiría siendo la amable señora Cortès que trabaja en el CNRS y a la que nadie respeta...

Mylène quería saber si, gracias a sus contactos, Joséphine podría conseguirle un puesto en una peluquería más lujosa.

—Debe de conocer usted alguna, uno de esos sitios caros y elegantes en los que se emperifollan las mujeres ricas... Me aburro en la pequeña peluquería de Courbevoie. He sido una mujer de negocios en China, ganaba mucho dinero, ¿sabe?, y ahora me encuentro vestida con una bata rosa haciendo uñas y extensiones. Reconocerá que no es muy apasionante...

—No, no sé de ninguna peluquería...

—Ah... —dijo Mylène, desanimada—. Yo pensé en cambio...

—Siento no poder ayudarla...

—Y... diga, señora Cortès, ¿no conocerá usted a alguien que quiera comprar un conjunto Chaumet? Es auténtico, lo compré en París, pensé que sería un modo de invertir mi dinero... Conseguí sacarlo de China. Me gustaría venderlo. Necesito dinero...

Joséphine repitió que no, que no conocía a nadie.

Mylène dudaba. Seguía con ganas de hablar.

Joséphine colgó. Hortense y Zoé preguntaron ¿quién era? ¿Quién era?

—Mylène Corbier... Quería que le buscase trabajo...

—¡Menuda cara tiene ésa! —dijo Hortense—. ¡Cuando pienso en todo lo que hizo!

—Es cierto... —admitió Joséphine.

—¡Vaya morro que tiene esa buena mujer!

—¡Eso no quita que mamá la haya dejado con la palabra en la boca! —exclamó Zoé—. ¡Ouh! ¡Me han cambiado a mi madre!

Hortense se volvió hacia Joséphine y dejó caer:

—Bueno, mamá, te estás volviendo presentable...

Y después, se dirigió a Zoé:

—¡Y tú, deja de hincharte de crema de chocolate! ¡Es malo para la salud y te salen granos!

—Sí, pero me consuela...

Zoé veía cómo cambiaba su madre y se inquietaba.

¿Y si pronto deja de quererme?

¿Y si el libro ocupa todo el espacio y ya no queda nada para mí?

Afortunadamente, estaba Gaétan...

Había venido a pasar un día en París. Ida y vuelta para matricularse en un instituto.

Su madre buscaba piso. Había encontrado un trabajo de vendedora en una tienda de relojes de la calle de la Paix y parecía radiante. Él decía ojalá dure, ojalá dure, con aspecto preocupado. Decía vamos a vivir en un estudio pequeño, comeremos pasta y arroz, no tendremos mucho dinero, pero no importa...

Se habían vuelto a ver...

Habían quedado cerca de la estación de Montparnasse.

Él la esperaba, enorme, flotando dentro de su jersey violeta con cremallera. Había vuelto a crecer... Ya no le reconocía. Había avanzado hacia ella, la había besado. Ella se había deshinchado como un globo de feria rojo al que se le suelta el nudo y tuvo la sensación de echarse a volar. Arrastrada hasta lo alto de la torre Montparnasse desde donde él quería ver París, arrastrada por el ascensor de la torre que te produce un tapón en los oídos, arrastrada hasta el enorme helado de chocolate y frambuesa que habían comido a dos manos, arrastrada por su risa brusca y su mirada tímida... Arrastrada hacia Montmartre y las tiendas de telas y lazos multicolores, con lunares, a rayas, arrastrada por los jardines del Palais-Royal donde habían hundido sus pies cansados en la fuente, arrastrada por el batido de kiwi y naranja que habían tomado en Le Paradis du Fruit de Les Halles. París a toda velocidad, con él. Sus piernas inmensas trepando por las escaleras mecánicas del metro como un gigante, y ella, pequeñita, que le seguía corriendo. Es como yo lo imaginaba, dulce, divertido, amable, audaz, sonriente. Habían hablado del curso siguiente, de todo lo que harían, de los sitios de París por los que pasearían. Él le enseñaba la ciudad como si les perteneciera. Ella le escuchaba, sin cansarse, levantando los ojos hacia él. Tenía ganas de decirle más, más proyectos. Más besos... Habían corrido para no perder el tren de vuelta, ella le había besado, y treinta segundos antes de que se marchara el tren, había subido y le había dicho entonces ¿es seguro, nos vemos cuando empiece el curso? Él le había dicho seguro, seguro y ella había vuelto a bajar al oír que el tren arrancaba.

Si el libro se comía a su madre, no estaría sola, Gaétan estaría con ella...

Y dio un mordisco a su rebanada de pan con crema de chocolate.

* * *

Becca estaba muy ocupada.

Se marchaba por la mañana temprano, volvía tarde por la noche. Se negaba a decir dónde iba y cuando Philippe o Alexandre le preguntaban, ella respondía
not your business!
Hablaré cuando tenga algo que deciros, pero, por ahora, es inútil...

Annie había vuelto a la cocina y a quejarse de que sus piernas la hacían sufrir. Se marchaba a pasar tres semanas en Francia, con su familia, y había pedido cita con un flebólogo.

—Tengo la impresión de que mi cuerpo está cambiando —decía mirándose las piernas como si fueran dos piezas independientes.

—Todos estamos cambiando —respondía Philippe con expresión misteriosa.

Alexandre se marchaba de vacaciones: iba un mes a Portugal a casa de un amigo cuyos padres tenían una casa en Oporto. Extendía en el suelo grandes mapas de Europa para localizar el lugar a donde iba. Calculaba los kilómetros, las etapas que harían en coche... Nos pararemos aquí, y aquí, y aquí... Annie decía que era demasiado joven para marcharse sin su padre. Philippe le respondía que no había peligro.

—Tiene que aprender a arreglárselas solo... Y además, Annie, piense un poco, no estará abandonado. Conozco a los padres de su amigo y están muy bien...

Ella respondía que no sabía nada de ellos. Los había visto en las reuniones de padres del liceo francés, no es lo que ella consideraba «conocer». Añadía que Alexandre era aún pequeño...

—¡No es pequeño! Tiene quince años y medio...

—¡El mundo ahora es muy peligroso!

—¡Pero Annie, deje de tener miedo por todo!

—¿Por qué no va usted con él?

—Primero, no he sido invitado, y después porque me parece bien que viva su vida solo durante un mes.

—Espero que no le pase nada... —suspiraba ella con aire de mal augurio.

Por la noche cenaban los cuatro en la cocina.

Becca seguía muda sobre lo que había hecho durante el día. Annie decía que su tarta de puerros estaba demasiado salada...

Alexandre preguntaba qué había pasado con Dottie y por qué se había marchado. La echaba de menos...

Philippe respondía que había encontrado trabajo y que estaba muy bien así, pásame un trozo de pan, Alex.

Entonces no estaba enamorado de verdad, pensaba Alexandre observando a su padre, ni siquiera parece triste... Parece incluso más contento que antes. Quizás su presencia le pesaba. Quizás está enamorado de otra... Como yo. Cambio todos los días de enamorada, no consigo amar a una sola. Sí, pero él es mayor, debería saber lo que quiere... ¿Sabemos exactamente lo que queremos cuando nos hacemos viejos, o hay que esperar a estar a punto de morir para saberlo? ¿Cuándo sabré que amo a alguien para siempre? ¿Debo mentir a Salika cuando me pregunta si la quiero? ¿Podría darse cuenta de que miento? ¿Cuando mentimos nos parecemos a esos vendedores de coches de ocasión que se ven en la tele? Mientras tanto, su padre parecía feliz y eso era lo que más le importaba. Dottie se había marchado, un buen día, adoptando una expresión alegre que parecía una expresión fúnebre de tan forzada que era. Había cogido su equipaje rosa y violeta y les había deseado buena suerte triturando la empuñadura de la maleta y jugando con las etiquetas. Le gustaba Dottie. Le había enseñado a jugar al backgammon y a beber zumo de naranja con un chorrito de vodka a escondidas...

Y entonces, una noche, Becca habló.

Esperó a que Philippe y ella estuviesen solos en el salón. Los ventanales estaban abiertos al parque. Hacía bueno y la noche era tranquila. Philippe había anulado una cena. No tenía ganas de salir.

—Ya no me gusta salir. Tengo cada vez menos ganas de ver gente... ¿Es grave, doctora Becca? Voy a terminar como un viejo bobo...

Becca había adoptado una expresión maliciosa y había dicho que le parecía muy bien. Su proyecto estaba a punto, ahora podía hablar.

—He encontrado... Al noreste de Londres... Una pequeña iglesia con grandes dependencias vacías... El pastor está de acuerdo en que utilicemos las zonas comunes... He buscado durante mucho tiempo. Quería encontrar un barrio donde tuviese sentido fundar un refugio...

—¿Y qué quiere hacer allí?

—Un refugio para mujeres solas. Ellas son las que más sufren en la calle. Las golpean, las roban y las violan cuando son jóvenes. Les dan palizas cuando son viejas. Les rompen los dientes. No saben defenderse... Empezaremos con unas quince camas y, si todo va bien, lo ampliaremos... También habrá un comedor. Una comida caliente al mediodía y una comida caliente por la noche. Pero buena comida, no esa cosa blanda y sosa que te ponen en un plato de cartón. Me gustaría que hubiese fruta y verduras frescas. Carne de verdad, no pasada... Me gustaría servir a la gente, no que hiciesen cola como números. Poner manteles blancos en las mesas. Lo tengo todo organizado en mi cabeza. ¿Me está escuchando?

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