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Authors: Carlo Collodi

Tags: #Clásico, Cuento, Ensayo

Las aventuras de Pinocho (13 page)

BOOK: Las aventuras de Pinocho
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Mientras tanto Pinocho, levantándose furioso del suelo, dio un buen salto y cayó en el lomo del pobre animal. El salto fue tan bonito que los niños, dejando de reír, empezaron a chillar:

«¡Viva Pinocho!», al mismo tiempo que prorrumpían en una interminable salva de aplausos.

En ese momento el burro levantó de improviso las dos patas traseras y, con una violenta cabriola, lanzó al pobre muñeco sobre un montón de grava, en medio de la carretera.

Nuevamente estallan las carcajadas; pero el hombrecillo, en vez de reírse, sintió tanto amor por aquel inquieto asnillo que, de un beso, le arrancó limpiamente la mitad de la otra oreja. Después le dijo al muñeco:

—Vuelve a montar y no tengas miedo. Ese burro tenía algún grillo en la cabeza; pero le he dicho unas palabritas al oído y espero que se volverá manso y razonable.

Pinocho montó y el carro empezó a moverse; pero mientras los burros galopaban y el carro corría sobre los guijarros del camino real, el muñeco creyó oír una voz débil y apenas inteligible, que le dijo:

—¡Pobre mentecato! Has querido hacer las cosas a tu manera, pero ya te arrepentirás.

Pinocho, casi atemorizado, miró a derecha e izquierda para averiguar de dónde salían esas palabras, pero no vio a nadie: los burros galopaban; el carro corría; los niños dormían en el interior del carro; Mecha roncaba como un lirón y el hombrecillo, sentado en el pescante, canturreaba entre dientes:

Todos de noche duermen,

yo no duermo jamás…

Al cabo de medio kilómetro, Pinocho oyó la consabida vocecilla débil, que le dijo:

—¡Métetelo en la cabeza, tonto! Los niños que dejan de estudiar y vuelven las espaldas a los libros, a las escuelas y los maestros, para dedicarse por entero a los juegos y diversiones, ¡sólo pueden tener mal fin!… ¡Lo sé por experiencia …, y te lo puedo decir! Día vendrá en que llorarás también tú, como hoy lloro yo… ¡pero entonces será tarde!…

Ante estas palabras, oscuramente bisbiseadas, el muñeco, más asustado que nunca, saltó de la grupa de su cabalgadura y agarró a su burro por el hocico.

¡Imagínense cómo se quedó cuando advirtió que su burro lloraba… y lloraba exactamente igual que un niño!

—¡Eh, señor Hombrecillo! —gritó entonces Pinocho al dueño del carro—. ¿Sabe lo que ocurre? Este burro llora.

—Déjalo llorar; ya tendrá tiempo de reírse.

—¿Acaso le ha enseñado también a hablar?

—No, aprendió por sí solo a farfullar unas palabras, porque durante tres años estuvo con una compañía de perros amaestrados.

—¡Pobre animal!

—Vamos, vamos —dijo el hombrecillo—, no perdamos el tiempo viendo llorar a un burro. Sube a caballo y sigamos; la noche es fresca, y el camino, largo.

Pinocho obedeció sin chistar. El carro reanudó su carrera; y por la mañana, al despuntar el alba, llegaron al País de los Juguetes.

Este país no se parecía a ningún otro país del mundo. Su población estaba compuesta exclusivamente por niños. Los mayores tenían catorce años, los más jóvenes apenas llegaban a los ocho. En las calles había una alegría, un estrépito y un vocerío como para volverse loco. Bandas de chicuelos por todas partes; unos jugaban a los dados, otros al tejo, otros a la pelota, unos montaban en velocípedos y otros en caballitos de madera; unos jugaban a la gallina ciega, otros al escondite; otros, vestidos de payasos, comían estopa encendida; unos recitaban, otros cantaban, otros daban saltos mortales, otros caminaban con las manos en el suelo y las piernas por el aire, unos rodaban el aro, otros paseaban vestidos de generales con un gorro de papel y un sable de cartón; reían, chillaban, llamaban, aplaudían, silbaban, imitaban el cacareo de la gallina cuando pone un huevo… En suma, un verdadero pandemonium, una algarabía, un endiablado alboroto, como para ponerse algodones en los oídos, so pena de quedarse sordos. En todas las plazas se veían teatrillos de lona, atestados de niños de la mañana a la noche, y en todas las paredes de las casas se leían inscripciones al carbón de cosas tan pintorescas como éstas: ¡Vivan los jugetes! (en vez de juguetes), no queremos más hescuelas (en vez de no queremos más escuelas), abajo Larin Mética (en vez de la aritmética), y otras maravillas por el estilo.

Pinocho, Mecha y todos los otros niños que habían hecho el viaje con el hombrecillo, en cuanto pusieron los pies en la ciudad se adentraron en aquella barahúnda y en pocos minutos, como puede imaginarse, se hicieron amigos de todos. ¿Cabe mayor felicidad?

En medio de tanto jolgorio y tan variada diversión, pasaban como rayos las horas, los días y las semanas.

—¡Ah! ¡Qué hermosa vida! —decía Pinocho cada vez que, por azar, topaba con Mecha.

—¿Ves cómo yo tenía razón? —replicaba este último— ¡Y pensar que no querías venir! ¡Y decir que se te había metido en la cabeza regresar a casa de tu Hada para perder el tiempo estudiando!… Tienes que convenir en que si hoy te ves libre del fastidio de los libros y de las escuelas, me lo debes a mí, a mis consejos, a mis instancias! Sólo los verdaderos amigos saben hacer estos grandes favores.

—Es cierto, Mecha. Si hoy soy un niño verdaderamente contento te lo debo a ti. ¿Sabes lo que decía, en cambio, el maestro, hablando de ti? Me decía siempre: «No te juntes con ese pícaro de Mecha, porque Mecha es un mal compañero y sólo puede aconsejarte mal»…

—¡Pobre maestro! —replicó el otro, meneando la cabeza—. Sé muy bien que la tenía tomada conmigo y que se complacía en calumniarme, ¡pero yo soy generoso y lo perdono!

—¡Alma grande! —dijo Pinocho, abrazando afectuosamente a su amigo y dándole un beso en medio de los ojos.

Hacía ya cinco meses que duraba esta buena vida de jugar y divertirse durante todo el día, sin echarse a la cara ni un libro, ni una escuela, cuando una mañana, Pinocho, al despertarse, recibió una desagradable sorpresa que lo llenó de malhumor.

XXXII

A Pinocho le salen orejas de burro y después se convierte en un borriquillo de verdad y empieza a rebuznar.

¿C
UÁL FUE ESTA sorpresa?

Se lo diré yo, mis queridos y pequeños lectores: la sorpresa fue que a Pinocho, al despertarse, se le ocurrió, naturalmente, rascarse la cabeza; y al rascarse la cabeza advirtió…

¿Adivinan qué es lo que advirtió?

Advirtió con grandísimo asombro que sus orejas habían crecido más de un palmo.

Ustedes saben que el muñeco, desde su nacimiento, tenía unas orejas pequeñísimas; tan pequeñas que ni siquiera se veían a simple vista. Imagínense, pues, cómo se quedó cuando advirtió que sus orejas se habían alargado tanto durante la noche que parecían dos cepillos.

Inmediatamente fue a buscar un espejo, para poder verse; pero al no encontrar un espejo, llenó de agua la palangana del lavabo y, mirándose en su interior, vio lo que nunca había querido ver: es decir, vio su imagen embellecida por un magnífico par de orejas de asno.

¡Los dejo imaginarse el dolor, la vergüenza y la desesperación del pobre Pinocho!

Empezó a llorar, a chillar, a golpearse la cabeza contra las paredes; pero cuanto más se desesperaba, más crecían sus orejas, crecían y se volvían peludas en la punta.

Ante el ruido de aquellos gritos agudísimos entró en la habitación una hermosa Marmotilla que vivía en el piso superior; al ver al muñeco con semejante desvarío, le preguntó presurosa:

—¿Qué tienes, querido convecino?

—Estoy enfermo, Marmotilla mía, muy enfermo… ¡y enfermo con una enfermedad que me da miedo! ¿Entiendes algo de pulsos?

—Un poquito.

—Mira a ver si por causalidad tuviera fiebre.

La Marmotilla alzó la pata derecha y tras haber tomado el pulso a Pinocho, le dijo suspirando:

—Amigo mío, lamento tener que darte una mala noticia…

—¿Qué es?

—Tienes una mala fiebre…

—¿Qué fiebre es ésa?

—Es la fiebre del asno.

—¡No entiendo de esas fiebres! —respondió el muñeco, que desgraciadamente había comprendido.

—Entonces te la explicaré yo —agregó la Marmotilla—. Has de saber que dentro de dos o tres horas ya no serás un muñeco, ni un niño…

—¿Y qué seré?

—Dentro de dos o tres horas te convertirás en un verdadero borriquillo, como ésos que tiran del carrito y llevan las coles y las lechugas al mercado.

—¡Oh! ¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí! —gritó Pinocho, agarrándose con las manos ambas orejas y tirando y estirándolas rabiosamente, como si fueran las orejas de otro.

—Querido mío —replicó la Marmotilla, para consolarlo—, ¿qué le vas a hacer? Es tu destino. Está escrito en los decretos de la sabiduría que todos los niños haraganes que, aburridos de los libros, las escuelas y los maestros, pasan sus días entre juegos y diversiones, tarde o temprano acaban transfomándose en pequeños asnos.

—Pero, ¿de verdad ocurre eso? —preguntó sollozando el muñeco.

—¡Por desgracia es así! Y hora es inútil llorar. ¡Tenías que pensarlo antes!

—Pero la culpa no es mía; la culpa, créeme, Marmotilla, es de Mecha…

—¿Y quién es ese Mecha?

—Un compañero de la escuela. Yo quería volver a casa, yo quería ser obediente, yo quería continuar estudiando y sacando buenas notas… pero Mecha me dijo: «¿Por qué quieres aburrirte estudiando? ¿Por qué quieres ir a la escuela? Vente conmigo al País de los Jueguetes; allí no estudiaremos más, allí nos divertiremos de la mañana a la noche y estaremos siempre alegres».

—¿Y por qué seguiste el consejo de ese falso amigo, de ese mal compañero?

—Porque… Porque, Marmotilla mía, soy un muñeco sin juicio… y sin corazón. ¡Oh!, si hubiese tenido una pizca de corazón no habría abandonado a la buena Hada, que me quería como una madre y había hecho tanto por mí… Y a estas horas ya no sería un muñeco… sino un chico cuerdo, como hay tantos… ¡Oh!…. pero si encuentro a ese Mecha, ¡ay de él! Se las voy a decir de todos los colores…

E hizo ademán de salir. Pero cuando estuvo en la puerta se acordó de que tenía orejas de burro y, avergonzado de enseñarlas en público, ¿qué es lo que inventó? Cogió un gran gorro de algodón y, metiéndoselo en la cabeza, se lo encasquetó hasta la punta de la nariz.

Después salió y se dedicó a buscar a Mecha por todas partes.

Lo buscó en las calles, en las plazas, en los teatrillos, en todos los lugares; pero no lo encontró. Preguntó por él a todos quienes se encontró en la calle, pero nadie lo había visto.

Entonces, fue a buscarlo a su casa; llegado ante la puerta, llamó.

—¿Quién es? -preguntó Mecha desde dentro.

—¡Soy yo! -contestó el muñeco.

—Espera un poco y te abriré.

Media hora después se abrió la puerta; imagínense cómo se quedó Pinocho cuando, al entrar en el cuarto, vio a su amigo Mecha con un gran gorro de algodón en la cabeza que le llegaba hasta la nariz.

A la vista de aquel gorro Pinocho casi se sintió consolado y pensó para sí: «¿Estará mi amigo enfermo con mi misma enfermedad? ¿Habrá cogido también él la fiebre del asno?»

Fingiendo no haber advertido nada, le preguntó sonriendo:

—¿Cómo estás, querido Mecha?

—Perfectamente; como un ratón en un queso parmesano.

—¿Lo dices en serio?

—¿Por qué iba a decirte una mentira?

—Perdóname, amigo; entonces, ¿por qué llevas en la cabeza ese gorro de algodón que te tapa las orejas?

—Me lo ha recomendado el médico, porque me hice daño en esta rodilla. Y tú, querido muñeco, ¿por qué llevas ese gorro de algodón encasquetado hasta la nariz?

—Me lo ha recomendado el médico, porque me he despellejado un pie.

—¡Oh! ¡Pobre Pinocho!

—¡Oh! ¡Pobre Mecha!

Tras estas palabras se produjo un larguísimo silencio, durante el cual los dos amigos no hicieron otra cosa que mirarse uno al otro en son de chunga.

Por último el muñeco, con una voz meliflua y aflautada, le dijo a su camarada:

—Sácame de una duda, mi querido Mecha: ¿has tenido alguna enfermedad en las orejas?

—¡Nunca!… ¿Y tú?

—¡Nunca! Pero desde esta mañana tengo una oreja que me hace sufrir mucho.

—Lo mismo me pasa a mí.

—¿A ti también?… ¿Y qué oreja te duele?

—Las dos. ¿Y a ti?

—Las dos. ¿Será la misma enfermedad?

—Me temo que sí.

—¿Quieres hacerme un favor, Mecha?

—¡Encantado! De todo corazón.

—¿Me dejas ver tus orejas?

—¿Por qué no? Pero antes quiero ver las tuyas, querido Pinocho.

—No; tú debes ser el primero.

—¡Qué listo! Primero tú y después yo.

—Bueno —dijo entonces el muñeco—, hagamos un pacto de buena amistad.

—Oigamos el pacto.

—Quitémonos los dos el gorro al mismo tiempo. ¿Aceptas?

—Acepto.

—¡Preparados, pues!

Y Pinocho empezó a contar en voz alta:

—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!

Al oír la palabra «tres», los dos niños cogieron los gorros y los tiraron al aire.

Y entonces aconteció una escena que parecería increíble, de no haber sido cierta. Aconteció que Pinocho y Mecha, cuando se vieron aquejados ambos por la misma desgracia, en lugar de sentirse mortificados y doloridos, empezaron a agitar sus orejas desmesuradamente grandes y, tras hacer mil muecas, acabaron con una sonora risotada.

Y rieron, rieron, rieron hasta más no poder, pero, en lo mejor de las risas, Mecha se detuvo de pronto y, tambaleándose y mudando de color, le dijo a su amigo:

—¡Socorro, Pinocho, socorro!

—¿Qué te pasa?

—¡Ay de mí! No consigo mantenerme derecho sobre las piernas.

—Ni tampoco yo lo consigo —gritó Pinocho, llorando y tambaleándose.

Y mientras decían así se doblaron a cuatro patas y, caminando con las manos y los pies, empezaron a girar y a correr por la habitación. Y mientras corrían, sus brazos, se convirtieron en patas, sus caras se alargaron y se convirtieron en hocicos y sus espaldas se cubrieron con un pelaje gris claro, salpicado de negro.

Pero, ¿saben cuál fue el peor momento para aquellos dos desventurados? El peor momento, y el más humillante, fue cuando sintieron que detrás empezaba a brotarles la cola.

Abrumados entonces por la vergüenza y el dolor, trataron de llorar y lamentarse de su destino. ¡Nunca lo hubieran hecho! En vez de gemidos y lamentos, salieron rebuznos de asno; y, rebuznando sonoramente, hacían los dos a coro:

—¡I-a, i-a, i-a!

Entonces llamaron a la puerta y una voz dijo, desde fuera:

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