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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (28 page)

BOOK: Las partículas elementales
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El fin de semana de Todos los Santos se fueron juntos a Soulac, a la casa de vacaciones del hermano de Annabelle. A la mañana siguiente de su llegada, fueron juntos a la playa. El estaba cansado, y se sentó en un banco mientras ella continuaba andando. El mar gruñía a lo lejos, se curvaba en un movimiento indistinto, gris, plateado. El romper de las olas sobre los bancos de arena formaba en el horizonte, bajo el sol, una bruma centelleante y maravillosa. La silueta de Annabelle, casi imperceptible en su chaquetón claro, se movía a lo largo de la orilla. Un pastor alemán ya viejo circulaba entre el mobiliario de plástico blanco del Café de la Plage; él también era difícil de ver, medio borroso a través de la bruma de aire, agua y sol.

Para cenar, ella hizo lubina a la plancha; la sociedad en la que vivían les concedía un pequeño extra sobre la estricta satisfacción de sus necesidades alimenticias; podían, por lo tanto, intentar vivir; pero lo cierto es que no les quedaban muchas ganas. Él sentía compasión por ella, por las inmensas reservas de amor que sentía estremecerse en ella, y que la vida había desperdiciado; sentía compasión, y quizá era el único sentimiento humano que todavía podía experimentar. En cuanto al resto, una reserva glacial había invadido su cuerpo; realmente ya no podía amar.

De regreso en París vivieron momentos felices, semejantes a los anuncios de perfume (bajar juntos a la carrera las escaleras de Montmartre; o quedarse quietos y abrazados en el Pont des Arts, súbitamente iluminados por los proyectores de los
bateaux-mouches
que daban media vuelta). También vivieron esas medio peleas de domingo por la tarde, esos momentos de silencio en los que el cuerpo se encoge entre las sábanas, esas zonas de silencio y aburrimiento en las que se deshace la vida. El estudio de Annabelle era oscuro, había que encender las luces a las cuatro de la tarde. A veces estaban tristes, pero sobre todo estaban serios. Tanto el uno como el otro sabían que estaban viviendo su última relación humana de verdad, y esta sensación hacía que cada uno de sus minutos fuera, en cierto modo, desgarrador. Sentían el uno por el otro un gran respeto y una inmensa piedad. No obstante, algunos días, atrapados por una magia imprevista, tenían momentos de aire fresco, de sol tonificante; pero lo más normal es que sintieran que una sombra gris se extendía en ambos, sobre la tierra que los sostenía, y en todas las cosas veían el final.

20

Bruno y Christiane también habían vuelto a París; lo contrario habría sido inconcebible. La mañana que volvió al trabajo, Bruno pensó en el médico desconocido que les había hecho ese regalo inaudito: dos semanas de baja injustificada; luego se encaminó a la rue de Grenelle. Al llegar se dio cuenta de que estaba moreno, en plena forma, y que la situación era ridícula; también se dio cuenta de que le daba exactamente igual. Sus colegas, sus seminarios de reflexión, la formación humana de los adolescentes, la apertura a otras culturas…, para él todo eso ya no tenía la menor importancia. Christiane le chupaba la polla y le cuidaba cuando estaba enfermo; Christiane era importante. En ese mismo momento supo que nunca volvería a ver a su hijo.

Patrice, el hijo de Christiane, había dejado el apartamento hecho una verdadera mierda; estaba sembrado de trozos de pizza aplastados, latas de Coca-Cola, colillas que habían quemado el suelo. Ella dudó un momento, estuvo a punto de irse a un hotel; luego decidió ponerse manos a la obra y limpiar. Noyon era una ciudad sucia, poco interesante y peligrosa; Christiane se acostumbró a ir a París todos los fines de semana. Casi cada sábado iban a una discoteca para parejas: el 2+2,
Chandelles
. La primera noche en
Chris y Manu
le dejó a Bruno un recuerdo tremendamente vivo. Junto a la pista de baile había varias salas, bañadas en una extraña luz malva, con camas colocadas una al lado de otra. Por todas partes a su alrededor había parejas follando, acariciándose o lamiéndose. La mayoría de las mujeres estaban desnudas; algunas no se habían quitado la blusa o la camiseta, o sólo se habían subido el vestido. En la sala más grande había unas veinte parejas. Casi nadie hablaba; sólo se oía el zumbido del aire acondicionado y el jadeo de las mujeres que se acercaban al orgasmo. Bruno se sentó en una cama justo al lado de una morena alta de pechos grandes; un tipo de unos cincuenta años, que no se había quitado ni la camisa ni la corbata, la estaba lamiendo. Christiane le desabrochó el pantalón y empezó a hacerle una paja, mirando a su alrededor. Un hombre se acercó y le metió la mano bajo la falda. Ella la desabotonó y la falda resbaló hasta la moqueta; no llevaba nada debajo. El hombre se arrodilló y empezó a acariciarla mientras ella masturbaba a Bruno. Cerca de él, en la cama, la morena gemía cada vez más fuerte; él le cogió los pechos. Tenía una erección de caballo. Christiane acercó la boca, empezó a cosquillearle el surco y el frenillo del glande con la punta de la lengua. Otra pareja se sentó a su lado; la mujer, una pequeña pelirroja de unos veinte años, llevaba una minifalda de plástico negro. Miró a Christiane, que le seguía lamiendo; ella le sonrió, se levantó la camiseta para enseñarle los pechos. La otra se subió la falda revelando un coño muy poblado, también pelirrojo. Christiane le cogió la mano y la guió hasta el sexo de Bruno. La mujer empezó a masturbarle mientras Christiane acercaba otra vez la lengua. En unos pocos segundos, sorprendido por un espasmo de placer incontrolable, Bruno eyaculó en su cara. Se enderezó de inmediato, la cogió en sus brazos. «Lo siento», dijo. «Muchísimo.» Ella le besó, se apretó contra él; él sintió su esperma en las mejillas. «No pasa nada», dijo con dulzura, «nada en absoluto.» «¿Quieres que nos vayamos?», propuso ella un poco más tarde. Él asintió con tristeza; su excitación había desaparecido por completo. Se vistieron deprisa y se marcharon enseguida.

Durante las semanas siguientes consiguió controlarse un poco mejor y ése fue et comienzo de una buena época, una época feliz. Ahora su vida tenía un sentido, limitado a los fines de semana con Christiane. Descubrió un libro en la sección de salud de la FNAC escrito por una sexóloga norteamericana, que intentaba enseñar a los hombres a controlar la eyaculación con una serie de ejercicios progresivos. Se trataba, en esencia, de tonificar un pequeño músculo en forma de arco situado justo encima de los testículos, el músculo pubococcígeo. En principio, con una contracción violenta de ese músculo justo antes del orgasmo, acompañada de una inspiración profunda, se podía evitar la eyaculación. Bruno empezó a hacer los ejercicios; era una meta que merecía un poco de paciencia. Cada vez que salían se quedaba estupefacto al ver hombres, a veces mayores que él, que penetraban a varias mujeres por turno, que se dejaban masturbar y mamar durante horas sin perder la erección. También le intimidaba comprobar que la mayoría tenía el rabo mucho más grande que él. Christiane le repetía que daba igual, que a ella no le importaba en absoluto. Él la creía, ella estaba obviamente enamorada; pero también le parecía que la mayor parte de las mujeres que encontraba en las discotecas se quedaban un poco decepcionadas cuando sacaba el pene. Nunca le dijeron nada, la cortesía de todo el mundo era ejemplar, el ambiente amistoso y educado; pero había miradas que no engañaban, y poco a poco se daba cuenta de que tampoco estaba del todo a la altura en el aspecto sexual. Sin embargo, tenía momentos de placer inauditos, fulgurantes, al borde del desvanecimiento, que le arrancaban verdaderos alaridos; pero eso no tenía nada que ver con la potencia viril, estaba relacionado más bien con la delicadeza, la sensibilidad de los órganos. Por otra parte, acariciaba muy bien; Christiane se lo decía y él sabía que era verdad; era raro que no consiguiera llevar a una mujer al orgasmo. A mediados de diciembre se dio cuenta de que Christiane había adelgazado un poco, que la cara se le había cubierto de manchas rojas. Ella le dijo que la enfermedad de su espalda no mejoraba, que se había visto obligada a aumentar la dosis de medicamentos; la delgadez y las manchas eran sólo los efectos secundarios de la medicación. Cambió de tema muy deprisa; él vio que se sentía incómoda y se quedó con una sensación de malestar. Desde luego, ella era capaz de mentir para no preocuparle; era demasiado dulce, demasiado cariñosa. Por lo general, el sábado por la noche cocinaba ella, y cenaban muy bien; después iban a una discoteca. Ella llevaba faldas abiertas, blusitas transparentes, ligueros, a veces un body abierto en la entrepierna. Tenía el coño suave, excitante, y se humedecía enseguida. Pasaban noches maravillosas, como él nunca había soñado vivir. A veces, cuando la penetraban en cadena, el corazón de Christiane se volvía loco, latía demasiado deprisa; de golpe empezaba a sudar muchísimo, y Bruno se asustaba. Entonces lo dejaban; ella se acurrucaba en sus brazos, le besaba, le acariciaba el pelo y el cuello.

21

Naturalmente, allí tampoco, había salida. Los hombres y las mujeres que van a las discotecas para parejas renuncian rápidamente a la búsqueda del placer (que pide delicadeza, sensibilidad, lentitud) en beneficio de una actividad sexual fantasmagórica, bastante poco sincera en el fondo, de hecho directamente calcada de las escenas de
gang bang
del porno «de moda» que emitía Canal +. En homenaje a Karl Marx, que colocó en el centro de su sistema, cual mortífera entelequia, el enigmático concepto de «baja tendencial del porcentaje de beneficio», sería tentador postular, en el corazón del sistema libertino en el que Bruno y Christiane acababan de entrar, la existencia de un principio de baja tendencial del porcentaje de placer; pero sería somero e incorrecto a la vez. El deseo y el placer, que son fenómenos culturales, antropológicos, secundarios, no explican a fin de cuentas la sexualidad; lejos de ser factores determinantes, están sociológicamente determinados. En un sistema monógamo, romántico y amoroso, sólo pueden alcanzarse a través del ser amado, que en principio es único. En la sociedad liberal en la que vivían Bruno y Christiane, el modelo sexual propuesto por la cultura oficial (publicidad, revistas, organismos sociales y de salud pública) era el de
la
aventura
. Dentro de un sistema así, el deseo y el placer aparecen como desenlace de un proceso de
seducción
, haciendo hincapié en la novedad, la pasión y la creatividad individual (cualidades por otra parte requeridas a los empleados en el marco de la vida profesional). La desaparición de los criterios de seducción intelectuales y morales en provecho de unos criterios puramente físicos empujaba poco a poco a los aficionados a las discotecas para parejas a un sistema ligeramente distinto, que se podía considerar el fantasma de la cultura oficial: el sistema
sadiano
. Dentro de este sistema todas las pollas están tiesas y son desmesuradas, los senos son de silicona, los coños siempre van depilados y rezumantes. Las clientes habituales de las discotecas por parejas, a menudo lectoras de
Connexion
o
Hot Video
, tenían un objetivo muy simple cada noche: que las empalaran muchas pollas enormes. Lo normal era que su siguiente etapa fuesen los clubs sadomasoquistas. El placer es cosa de costumbre, como seguramente habría dicho Pascal si le hubieran interesado este tipo de asuntos.

En el fondo, con su polla de trece centímetros y sus espaciadas erecciones (nunca había tenido erecciones muy largas, salvo en la más temprana adolescencia, y el tiempo de latencia entre dos eyaculaciones había aumentado sobremanera desde entonces: cierto que ya no era tan joven), Bruno estaba fuera de lugar en ese tipo de sitios. Sin embargo, estaba muy contento de tener a su disposición más coños y bocas de los que había soñado en toda su vida; eso se lo debía a Christiane. Los momentos más dulces seguían siendo aquellos en que ella acariciaba a otras mujeres; sus compañeras siempre se quedaban encantadas con la agilidad de su lengua, la habilidad de sus dedos para descubrir y excitar el clítoris; por desgracia, cuando querían devolverles el favor, solía llegar la decepción. Desmesuradamente dilatadas por las penetraciones en cadena y el uso brutal de los dedos en la vagina (a menudo muchos dedos, a veces la mano entera), tenían el coño casi tan sensible como un bloque de manteca de cerdo. Obsesionadas por el ritmo frenético de las actrices del porno institucional, le masturbaban con brutalidad, como si su polla fuera un insensible pedazo de carne, con un ridículo movimiento de pistón (la omnipresencia de la música tecno, en detrimento de ritmos de una sensualidad más sutil, también desempeñaba un papel en el carácter excesivamente mecánico de sus servicios). Bruno eyaculaba deprisa y sin placer real; para él, entonces, la noche se había acabado. Todavía se quedaban allí media hora o una hora; Christiane se dejaba follar en cadena intentando, por lo general en vano, reanimar su virilidad. Al despertarse, volvían a hacer el amor; las imágenes de la noche volvían, suavizadas, a la mente medio dormida de Bruno; entonces vivían momentos de una ternura extraordinaria.

Lo ideal habría sido en el fondo invitar a algunas parejas escogidas, pasar la velada en casa, charlar amistosamente e intercambiar caricias mientras tanto. Bruno tenía la íntima certeza de que terminarían por ese camino; tenía que volver a hacer los ejercicios de tonificación muscular recomendados por esa sexóloga norteamericana; su relación con Christiane, que le había dado más alegría que cualquier otro acontecimiento de su vida, era una relación importante y seria. Al menos era lo que pensaba a veces, cuando la miraba vestirse o ajetrearse en la cocina. Pero la mayor parte del tiempo, mientras estaba lejos de él durante la semana, sentía que estaba metido en una farsa barata, que la vida le estaba gastando una última y sórdida broma. La desgracia sólo alcanza su punto más alto cuando hemos visto, lo bastante cerca, la posibilidad práctica de la felicidad.

El accidente ocurrió una noche de febrero, mientras estaban en
Chris y Manu
. Bruno estaba tendido en un colchón en la sala central, con unos cojines bajo la cabeza, mientras Christiane se la chupaba; él le había cogido la mano. Ella estaba arrodillada encima de él, con las piernas muy abiertas, ofreciendo la grupa a los hombres que se colocaban detrás de ella, se ponían un preservativo y la penetraban por turno. Ya se habían sucedido cinco hombres sin que ella les dedicase una mirada; con los ojos entrecerrados, como en un sueño, pasaba la lengua por el sexo de Bruno, exploraba centímetro tras centímetro. De repente lanzó un breve y único grito. El tipo que tenía detrás, un cachas de pelo rizado, siguió penetrándola concienzudamente, con fuertes caderazos; tenía la mirada vacía y un poco distraída. «¡Pare! ¡Pare!», gritó Bruno; o creyó que había gritado, porque la voz no le salía y sólo había emitido un débil chillido. Se levantó y empujó con brusquedad al tipo, que se quedó pasmado, con el sexo erecto y los brazos colgando. Christiane se había caído de lado, y tenía la cara retorcida de dolor. «¿Puedes moverte?», le preguntó él. Ella negó con la cabeza; él se precipitó al bar, pidió el teléfono. La ambulancia llegó diez minutos después. Todos los participantes se habían vestido; en un silencio total, observaron a los enfermeros levantar a Christiane y depositarla en una camilla. Bruno subió a la ambulancia y se sentó a su lado; estaban muy cerca del Hotel-Dieu. Esperó varias horas en el pasillo con suelo de linóleo, luego llegó el enfermero de guardia: Christiane dormía, su vida no corría peligro.

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