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Authors: Javier Sierra

Las puertas templarias (21 page)

BOOK: Las puertas templarias
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—¿Y el peligro?

—Nunca se supo si el peligro estaba en el Arca o en su contenido, pero por si acaso, desde que descubrimos las tablas en Jerusalén, no se ha acercado nadie a ellas con ningún objeto de metal encima ni con fuego.

—¿Con fuego?

—¡Ah! —exclamó—, ¿no leísteis lo que sucedió a Nadab y Abiú, dos de los hijos de Aarón, hermano de Moisés y responsable último del Arca después de su construcción?

Gondemar sacudió la cabeza.

—Si hubierais estudiado el
Levítico
, habríais visto que estos dos infelices prendieron un fuego frente al Arca que no gustó al Señor, y éste dejó salir de la caja de la Alianza una llama que los devoró allí mismo. La llama salió de la plancha de oro que cubría el Arca y que no fuimos capaces de encontrar bajo La Roca.

—Recuerdo el relato del propiciatorio, en efecto.

—¿Y qué creéis que provocó ese fuego devorador? ¡Las tablas!

—Quizás hayan perdido su poder —sugirió Gondemar.

—¿Os arriesgaríais vos a comprobarlo? Los judíos aún creen que el Arca estaba rodeada de protecciones sobrenaturales: echaba chispas capaces de calcinar a sus porteadores, e incluso a veces se elevaba sin necesidad de llevar a nadie cerca. Hasta se dice que arrojaba por los aires a todos los que se le acercaban demasiado
[36]
.

—Nada de eso ha sucedido con estas tablas.

—A Dios gracias.

JANUA COELI
[37]

La caravana entró en Chartres atravesando el puente viejo sobre el Eure a eso de las cinco de la tarde. Los caballos presentaban un aspecto deplorable, con las pezuñas enfangadas y la piel empapada de sudor. Tampoco sus jinetes se libraban de aquella impresión nefasta. De hecho, hasta los soldados de a pie acusaban en sus rostros la fatiga de un viaje de más de tres mil quinientos kilómetros desde Jerusalén. Eran héroes, sin duda, pero su pesado avance no resplandecía con el mismo orgullo de los cruzados de Urbano II, paladines de hazañas aún recientes en la memoria de todos.

Nadie, pues salió a recibirles. ¿Se debía tal vez a que sus cotas de malla no relucían lo suficiente? ¿O quizás porque casi todo el mundo estaba preparándose para el banquete de Reyes?

—Que no os afecten estas cosas, mi querido Gondemar —mascullo el gigante Godofredo, mientras se apeaba del caballo—. Creedme que es mejor así, llegar sin levantar pasiones y marchar antes de que éstas aparezcan.

Gondemar se acarició las barbas tratando de disimular su decepción e imitó a su compañero, guiando a su cabalgadura con un tirón de sus bridas.

Bien pensado, aquel frío recibimiento era lógico. Ya era
vox populi
que Tierra Santa estaba bajo control desde hacía meses —los predicadores no cesaban de vanagloriarse de ello en cada uno de sus oficios—, y todas las clases sociales, desde los siervos de la gleba a los nobles de más alto linaje, se habían acostumbrado ya al ir y venir de soldados procedentes de las rutas de Asia.

Las conversaciones palaciegas no tenían como eje las hazañas de tal o cual caballero, ni siquiera habían tenido tiempo de percatarse de la astuta acción del abad de Claraval al conseguir el reconocimiento eclesiástico a «su» pequeña orden de caballeros-monje. Sólo les saciaban ya los relatos que hablaban de las riquezas de Egipto o África, y planeaban oscuras empresas comerciales que dominaran ese lado del Mediterráneo.

Pero ¿justificaba tanta mediocridad la ausencia de un comité de recepción? ¿Dónde estaban el obispo Bertrand y el abad de Claraval? Los guías de la caravana se miraron extrañados. ¿No era precisamente Bernardo de Claraval quien esperaba su llegada como agua de mayo? ¿No era el sapientísimo abad de la Champaña el hombre que llevaba dos semanas enviando heraldos para cerciorarse del buen estado de la carga y el mismo que contaba los días para su llegada? ¿Y por qué tampoco estaba allí para recibirles su fiel compañero de armas Jean de Avallon, avanzadilla de tan sagrada misión?

Naturalmente, nadie supo decirles gran cosa. Después de varios circunloquios inútiles, lo único en claro que sacaron los caballeros es que los frailes blancos del sur y aún los benitos de
L’Hopitot
estaban empeñados en alguna tarea importante desde hacía varios días, pues muchos los veían ir y venir de aquí para allá, al amanecer de cada jornada, dando gritos como si buscaran cualquier cosa o persona de la mayor importancia.

Andrés de Montbard fue el primero en recelar. Guió los carruajes hasta dejarlos bajo la torre del obispo y, acompañado de sus cuatro compañeros, se dirigió a pie hacia el atrio de la abacial. Si en algún lugar podrían darle cuenta de lo que estaba sucediendo, sin duda era allí. Aunque fuera sólo un fraile, al menos habría un responsable de la fe que recibiría a su comitiva y le explicaría las razones de la ausencia de fray Bernardo.

Cuatro mantos blancos atravesaron en diagonal la plaza empedrada presidida por el templo macizo de Nuestra Señora, internándose a toda velocidad a través de su puerta este.

Ninguno de los templarios se percató, pero a una prudente distancia —la misma que había mantenido durante casi dos semanas—, Rodrigo, el celoso «espía» de Raimundo de Peñafort, observaba atentamente cada uno de aquellos movimientos. Aunque estaba rechoncho, Rodrigo se había encaramado sobre uno de los pajares que daban a la plaza, tratando de no perder de vista los carromatos, sus celosos protectores y las tablas.

Poco podía imaginar, colgado de aquel frágil tejado de tablas y cuerdas, el brusco giro que estaban a punto de tomar los acontecimientos. Aunque desconfiado por naturaleza y atento a cualquier movimiento que pudiera suponer una amenaza personal para él, el espantadizo centinela del obispo de Orléans apenas tuvo tiempo de percatarse de lo que comenzaba a ocurrir. O mejor aún, a ocurrirle.

Fue en un abrir y cerrar de ojos. Mientras vigilaba al último de los templarios, el anciano Foulques de Angers, persignándose frente al crismón del templo, una descarga le sacudió hasta la médula. Una corriente de frío glacial hizo crujir sus huesos, paralizándole por completo.

El de Angers no pudo oír el chasquido de las tablas del granero, a un centenar de pasos por detrás de él.

Pero Rodrigo se asustó. Nunca le había sucedido algo así; una sensación cosquilleante se hizo con el control de su cuerpo en cuestión de segundos, inundándolo por completo y nublándole la vista. Tembló. La respiración se le desacompasó y el ritmo cardiaco siguió de cerca aquella irregularidad. Algo —pensó buscando sus primeras oraciones— no funcionaba como debiera. Fue como si un millón de hormigas escalaran a la vez por sus piernas, dejando impresas sus afiladas patas sobre la piel.

Primero se asustó; se levantó de un brinco y comenzó a sacudirse creyendo que el Diablo se le estaba metiendo dentro. Después, cuando el cosquilleo remitió, volvió a tumbarse sobre el tejado, boca arriba, tragando aire a espuertas e intentando ordenar sus ideas. Se llevó la mano a la frente y comprobó que estaba sudando.

El más anciano de los templarios había entrado en el templo y no podía verle. ¿Y si pidiera ayuda? ¿A quién? ¿A la guardia apostada para proteger las tablas?

Con los ojos perdidos en aquel cielo plomizo, Rodrigo se estremeció. Las «hormigas» que le mordían las piernas venían de la iglesia y «tiraban» de él hacia su interior. ¿Cómo explicarlo? De repente sabía que la causa de aquel mal no estaba dentro de él, sino tras la abacial ¡y no sabría decir por qué!

En aquel arrebato, no obstante, se escondía algo aún peor: el mal —fuera éste lo que fuese— le «estaba llamando» al templo. «Date prisa —creyó oír —o no llegarás.»

El aragonés no pudo resistirse por mucho más tiempo. Obediente como un cordero asustado, se incorporó sobre su frágil atalaya y, de un salto, se encaminó hacia la iglesia. ¿Qué poderoso hechizo era aquel que le obligaba a abandonar así de torpemente una clandestinidad tan bien calculada? ¿De dónde emergía ahora el valor para enfrentarse a lo que fuera con tal de penetrar en un recinto férreamente custodiado por los hombres del conde Hugo? Rodrigo, dominado por la voz que le reclamaba, cruzó por delante de los carros de los cruzados y penetró en el atrio con decisión.

Las estatuas le sonrieron.

Nada más atravesar el primer umbral, sintió que había tomado la decisión correcta. El intenso picor que había estremecido su cuerpo, comenzó a esfumarse como si fuera un mal recuerdo. En su lugar sólo quedaba un golpeteo constante en los oídos, que tenía cautiva aún su voluntad. Al parecer, no era el único en tenerla secuestrada. Allá dentro, cerca del ábside circular del recinto, el punto mágico donde los antiguos representaban la bóveda celeste, las siluetas blancas de Andrés de Montbard, Gondemar de Anglure, Godofredo Saint Omer y el venerable Foulques de Angers —a quienes conocía bien por haber seguido muy de cerca sus maniobras— se recortaban contra el fondo de piedra gris.

Ninguno se inmutó. Cubiertos con sus mantos albos y sus botas de punta rígida, los templarios parecían aguardar alguna instrucción antes de mover un músculo.

¿Oraban?

Rodrigo no hizo ademán de averiguarlo. Los cuatro —mejor aún, los cinco— estaban allí, quietos como estatuas, esperando la llegada de «algo». El mozo se unió en silencio al corro, y como ellos, colocó sus manos sobre los oídos, tratando de protegerse de un silbido agudo que parecía nacer justo bajo aquel techo abovedado.

Pronto, lo inevitable se desencadenó. Justo en el centro de los templarios, una columna de luz se hizo visible sin previo aviso. Brillante, cegadora, blanca como la luna, aquella luz pulsante brotó del suelo proyectándose hacia la techumbre de madera. Refulgía como el fuego, pero a diferencia de éste, aquel pilar ígneo presentaba un aspecto compacto, casi sólido.

—«La gloria de Yahvé parecía a los hijos de Israel como un fuego devorador sobre la cumbre de la montaña» —murmuró Foulques, el debilitado anciano, citando de memoria el capítulo 24 del
Éxodo
.
[38]
También él parecía en trance. Luego prosiguió—: «Moisés penetró dentro de la nube, y subió a la montaña, quedando allí cuarenta días y cuarenta noches.»

—«Harás un arca de madera de acacia...» —comenzó a recitar Andrés groseramente,
[39]
solapándose a la última frase de su compañero.

—«Harás un propiciatorio de oro puro...» —retomó Foulques.
[40]

—«Harás de madera de acacia una mesa de dos codos de largo» —se sumó de inmediato Gondemar, citando del capítulo 25 del
Éxodo
.
[41]

—«Harás un candelabro de oro puro» —Godofredo de Saint Omer, como no podía ser de otra forma, cerró el coro.
[42]

Los cuatro confundieron sus frases haciendo que a cada nuevo versículo la columna ganara en intensidad. El zumbido y el murmullo de sus entonaciones pronto se fundieron en uno, haciendo que las piedras grises del ábside comenzaran a perder su rigidez. De repente daba la impresión de que se tornaban blandas, inconsistentes, como gigantescas piezas de cera a punto de derretirse. Era evidente que aquello, fuera lo que fuese, no había hecho más que comenzar.

Rodrigo, mientras tanto, había dejado perder su mirada en el centro de la pilastra de fuego; era como un sol que no quemaba la vista. La luz, en cualquier caso, no era completamente blanca. En el eje de la columna apenas era visible una especie de aspa surcada de caminos curvos que giraban en el mismo sentido que el agua en los remolinos de los ríos. Un laberinto impreso en la columna del que de pronto vio emerger tres sombras de aspecto vagamente humanas.

Las figuras se dibujaron en su iris, creciendo más y más hasta hacerse muy cercanas y cubrir la anchura del tronco de luz que palpitaba frente a él. Con las pupilas dilatadas y los ojos rojos, sin pestañear, Rodrigo aguardó. Era incapaz de mover un músculo, de articular palabra, ni siquiera de sentir el duro suelo de piedra bajo sus mocasines de piel.

Luego llegó el trueno. Fue seco. Rotundo. Salvaje.

Toda la iglesia tembló y Rodrigo, que estaba en el centro del ábside, sintió el impacto de su furia contra el pecho. Jamás había notado una opresión como aquella. Se quedó sin respiración, notando —con lo poco que le quedaba de dominio sobre su conciencia— cómo el peso de su cuerpo salía proyectado hacia atrás con una violencia musitada. Si Satanás en persona le hubiera abofeteado no se hubiera sentido tan frágil como en ese instante.

Un segundo después, magullado y empotrado entre las sillas de la nave, el «espía» pudo levantar su cuello y contemplar una escena que difícilmente podría olvidar.

Envueltos en una luz anaranjada muy suave, tres figuras —dos hombres jóvenes, uno de ellos ataviado con el mismo manto de los templarios, y un anciano de cabellera gris y aspecto descuidado— fueron vomitados por la columna, cayendo desmayados nada más atravesar aquel «umbral».

No perdieron aquella luminosidad de inmediato. Aún tumbados como muertos en el suelo, el brillo naranja permaneció hasta ir desapareciendo poco a poco. Andrés de Montbard fue el primero en reaccionar.

—¡Es Jean de Avallon! —exclamó.

—¡Y Gluk, el druida! —remató Gondemar, que abrió sus ojos como si acabara de salir de un sueño profundo.

Al principio nadie se fijó en Rodrigo, hasta que, con Gluk, Felipe y Jean incorporados sobre una de las banquetas de madera adosadas al ábside, el gigante de Saint Omer clavó sus ojos en él.

—¿Quién es ése? —rugió.

Rodrigo, algo aturdido por el golpe, trató de levantarse y explicarse, pero las palabras no acudieron a su garganta.

PÓRTICO NORTE

Michel había dejado su Suzuki aparcado en Orléans y se subió al BMW de Letizia para completar el viaje hasta Chartres. Ambos sabían lo que les esperaba: una amable ciudad provinciana, cuya vida giraba desde hacía nueve largos siglos alrededor de su famosa cerveza y de un edificio único en el mundo: su espléndida catedral gótica, obra de un arquitecto anónimo dotado de un genio innovador y sorprendente.

Tardaron menos de lo esperado en llegar, así que, al distinguir las agujas del templo, les sobró tiempo para dejar el coche en el parking más cercano al
centre ville y
premiarse con un exquisito
Pavé ramsteak au rochefort
por 88 francos cada uno. El
Café de la Serpent
era el refugio ideal para los «exploradores» de catedrales. Al menos, eso les dijeron en la modesta oficina de turismo de la villa.

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