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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Lo más extraño (31 page)

BOOK: Lo más extraño
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Yo iba demasiado ligero de ropa. Elegante, eso sí, que era el traje que me habían hecho para la boda de mi hermana. Pero entonces era verano, y ahora notaba el frío de tal manera que iría más caliente con un traje del papel blanco en el que envuelven las chuletas los carniceros. Ansiaba llegar cuanto antes al salón de baile de San Pedro de Nós. El frío busca los sitios. Penetraba también por los fondos del pantalón y me hacía sentir vulnerable como si llevara faldas.

Menos mal que podía descansar la cabeza en el ancho y encuerado lomo de Ricardo Tovar. Mi cortavientos.

Ricardo Tovar y yo habíamos robado juntos la primera fruta. Robar, robar, eso no era robar. Íbamos a la fruta, como todos los chavales en uso de razón. En la noche de San Juan se daba bula. Pero el resto del año, había propietarios que se ponían rabiosos y eso ya era entrar en un juego peligroso. Nosotros teníamos mucha querencia por un cerezo de la huerta de Vións, a la vera del camino de Lesta. Este Vións era un hombre que ya metía miedo de lejos. Muy callado. Arrastraba el silencio. Había una marcialidad latente en todo lo que lo rodeaba. También en sus cultivos, ordenados de tal manera que parecían los patrones del sistema métrico decimal. El alineamiento de las coles y repollos, la perfecta formación de los maizales. Cuando acudía a un entierro, en la comitiva fúnebre, parecía que incluso le robaba el protagonismo al difunto y que todos los demás desfilaban como subalternos, en un espontáneo protocolo de alto a bajo, que situaba de solemne estandarte a Vións y de inevitable colista a Petiso de Cousadelo. El carácter severo y dominante de Vións había dado lugar a un celebrado cotilleo vecinal, que yo habría de entender años más tarde. Probablemente había sido invención de Petiso, de quien se decía que le faltaban dos milímetros para ser enano, pero que se defendía con una lengua larga y afilada como la navaja de un barbero. Se contaba que cuando Vións se acostó en la noche de bodas con su mujer y ella exteriorizó con voces cierto placer, «¡Así, más, más, más!», él la acalló imperioso y turbado: «¡Sobran comentarios, Magdalena!».

A nosotros, lo que nos atraía entonces era el cerezo de Vións. En el tiempo de Santa Isabel, nuestros ojos volaban como pájaros hambrientos hacia las tentadoras picotas. Atravesando la prohibitiva frontera del vallado, colgadas de las ramas del cielo, exclamaban: «¡Aleluya, golosos, aleluya!».

Durante años, nadie se había atrevido con las cerezas carnosas y relucientes como gemas de Vións. Él estaba al acecho, centinela, traspasando con la mirada paredes, vallas, losas y setos. Consideraba la posible profanación del frutal como una causa bélica, y dedicaba gran parte del tiempo a supervisar como un mariscal las líneas del frente. Inventó incluso un artefacto para espantar a los pájaros, un cordel que iba de la cabecera de su cama a la rama principal del cerezo, donde había sujetado dos campanillas de monaguillo. Así, no perdonaba ni a la hora de la siesta, en aquellos días calurosos, y tiraba del cordel cada poco tiempo para poner en fuga a los ladronzuelos alados.

Nosotros dos, Ricardo Tovar y yo, sellamos nuestra amistad en el deseo por aquel pecado capital. Éramos, como quien dice, un par de mirlos más hechizados por las cerezas prohibidas de Vións. A revolar, una y otra vez, por el camino de Lesta, orlado de dedaleras, siempre aromático de hinojo, dando picotadas en las moras de las salvajes zarzas. Nosotros dos, Ricardo Tovar y yo, esperábamos una oportunidad.

Y cuando se presentó la oportunidad, nosotros estábamos allí, en el momento y el lugar adecuados, posados en el mirador de una peña al lado del camino de Lesta. Fue un día de domingo, como hoy, pero de mañana hermosa y soleada como el naipe del as de oros. A Vións sólo lo podían echar de su fortaleza o Dios o el Demonio. Y llegó de improviso el gobernador de la provincia. Vións era el hombre de confianza del alcalde en el lugar. El gobernador, como suele suceder con los gobernadores, era un amante de la caza y la pesca. Las autoridades se presentaron con el capricho de cobrar un corzo aquel domingo y a Vións no le quedó otra que marchar de guía por la cordillera del Corisco. Y, además, tuvo que llevarse los perros. Antes de partir, como si olfatease la hecatombe, dejó instruida a su mujer para que agitase de vez en cuando las ramas del cerezo. Pero todos sabíamos que Magdalena, alegre y despreocupada, era el contrapunto de aquel hombre perfecto e insoportable.

El Miedo protege el cerezo. Y se había marchado el Miedo.

No lo pensamos mucho, Ricardo Tovar y yo. Allí estaban las picotas, docenas de pendientes celestes de un rojo violáceo, coreando: «¡Aleluya, chavales, aleluya!».

Sentados a horcajadas, catamos todo el sabor que podía llegar a condensar el demorado deseo. Hasta los mirlos se acercaron con confianza, como si fuésemos gente de su linaje, pero en gordo y capitán. Nos hartamos. Sólo quedaron, como recuerdo del tesoro, dos brillantes gemas en lo más alto.

Al día siguiente, subimos con aire inocente por el camino de Lesta. Justo cuando pasábamos al lado de la valla de Vións, escuchamos el sonido rugiente de una sierra y luego unas dentelladas de macheta. Y una risa demencial. El cerezo se derrumbó de repente y habría caído sobre nosotros de no ser por la valla que lo frenó un instante hasta que basculó hacia el camino. Fue una caída sin estruendo, de árbol con alas, pero que nos dejó mudos y aterrados. Todavía hoy, al recordarlo, siento los dientes de una sierra que me cercena por dentro, que me tronza por la cintura y me poda por las muñecas. Menos mal que estaba allí, a mi lado, la mano firme, salvadora, de Ricardo Tovar.

—¡Vosotros dos, canallas! —gritó Vións—. ¡Escuchadme bien! ¡Nadie, nunca más, volverá a comer mis cerezas! ¡Me cago en la infancia! ¡Carne de presidio!

Ya pasamos por delante de la Cruz de los Mártires de Carral. La lambretta corre ahora ligera cuesta abajo. Llevo las manos muy calientes en los bolsillos de la zamarra de Ricardo Tovar.

El pasado verano, habíamos ido en moto hasta A Coruña. La gran ciudad. A mí me parecía mucho viaje, pero Ricardo estaba muy animado, con esa energía alegre que lo empuja a los descubrimientos, ampliando cada vez más el radio de las incursiones. Y tira siempre de mí, de paquete de la aventura. Por ahora. Yo soy de los que tienen miedo. Tengo miedo de ir demasiado lejos, y tengo miedo de que Ricardo Tovar, algún día, pise el pedal de arranque, acelere, y me deje en tierra. Aquí. Para siempre. Sin preguntar con su sonrisa farrera: «¿Quieres venir, pasmón?».

—¿A Coruña? ¿Y a qué vais a Coruña, si es que llegáis allí? —preguntó mi madre con inquietud.

—Vamos a la Torre, señora —explicó Ricardo—. ¡El Faro de Hércules, digno de ver!

—Yo nunca lo vi —dijo mi madre, algo apenada.

—La he de llevar un día en la moto. ¡Como una señorita!

Mi madre se rió. Vestida de luto de arriba abajo, de su boca salió un pájaro con pintas rosas y blancas. Ricardo Tovar se ganaba de inmediato la confianza de la gente, sobre todo de las mujeres, siendo como es, echado para delante. Atrevido. Bromista. En el fondo, todo el mundo quiere reír, pero aquí pasan los días y el luto se contagia. Mandan los muertos. Y los enterradores.

Y ya cuando salimos de la aldea, Ricardo Tovar hizo relinchar el motor en la primera recta, luego desaceleró un poco, volvió la cabeza para mirar por encima del hombro y gritó: «¡Vamos a pintar la caña de verde! ¡Iuuuuhuhu!».

Parecía que nunca íbamos a llegar, pero todo cambió con el aroma del mar. El pesado viaje se hizo corto. El tiempo sólo miraba hacia delante. La propia moto cobró nuevas fuerzas cuando comenzó a respirar el paisaje en salazón de la ría del Burgo. Y era cierto que la brisa marina te iba poseyendo como una pócima. De repente, y fue algo así como una ilusión, vi a mi madre con un traje de lunares mirando hechizada el cartel de una película,
Camarote de lujo
creo que era, en la fachada de un cine. La moto siguió su camino. Un guardia municipal dirigía el tráfico y nos dio el alto. Juraría que era Vións, por fin uniformado. Ahora no nos dejará pasar, pensé. Nos va a hacer vomitar los huesos de las cerezas uno por uno. Pero el policía bajó el brazo y silbó con indiferencia. En la Dársena, los barcos pesqueros tenían los colores con los que yo pintaría mi aldea parda, si me dejasen. Al aparcar, que fue por allí, se me ocurrió pensar que había algo de barca en la moto de Ricardo, que quizás había sido lancha en otro tiempo y que se transformó, como hacen algunos bichos, para poder navegar por tierra.

—¿Qué te pasa? ¿Estás mareado?

El viaje me había cambiado la cabeza. La manera de ver. De andar. De hablar. Pero Ricardo Tovar seguía siendo el mismo. Un tipo resuelto que no se amilanaba ante nada. Como si no llevase tierra mansa en la suela de los zapatos.

—¿Dónde está la Torre?

—¡Olvídate de la Torre, que nadie se la lleva!

—Entonces, ¿adónde vamos?

—¡Vamos a la perdición, compañero!

El sitio de la perdición era un callejón llamado calle de la Florida, al que se entraba por una escalinata desde la plaza de María Pita. Había mujeres a la puerta de cada bajo, con faldas entubadas, muy ceñidas, y tacones altos. Señalo eso en primer lugar porque yo llevaba la vista baja. Había oído hablar de putas, de golfas, de pendangas, de furcias, de zorras, de rameras. O también, más veladamente, de mujeres de la vida o echadas a perder. Casi siempre con desdén y asco, mezclado, en el caso de los hombres, con el brillo de un vino turbio en los ojos. Lo que más me confundía era lo de «mujeres alegres», esa consideración de la alegría como un pecado. El cura había hablado en algún sermón dominical de Sodoma y Gomorra, ciudades destruidas por Dios con una lluvia de azufre y fuego en castigo por tanto vicio como allí había. «Y es que el Señor tuvo que tomar medidas, claro, porque la cosa ya estaba pasando
de castaño a oscuro.
» Aunque la gente le adulaba como estaba mandado, a don Manuel, el párroco, no se le daba mucho mérito como predicador, sobre todo desde que se le había ocurrido comparar el misterio de la Santísima Trinidad con la planta del nabo. Nabo, nabiza y grelo. Tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Explicó que san Patricio había convertido a los irlandeses con el ejemplo del trébol. Pero, como dijo en confianza mi tía Coronación, una cosa es el trébol y otra, el nabo.

—¡Viene aquí a adoctrinarnos como si fuésemos negritos del Congo! A nosotros, que ya éramos cristianos antes de Cristo. Lo que tiene este cura es gula. ¡Aun haría un caldo de pichón con el Espíritu Santo, Dios me perdone!

La gente consideraba que don Manuel, en el fondo, menospreciaba su inteligencia y que rebajaba a propósito la calidad del sermón. Así que el público le correspondía con una impaciencia inmóvil cuando se demoraba en la prédica. Pero yo notaba que se retomaba la atención cuando hablaba de esos casos escandalosos como los de Sodoma y Gomorra. Estaba claro que lo que allí había era mucho vicio. El primer significado de vicio, en nuestra tierra, es el no trabajar o no amar al trabajo como a ti mismo. Estaba claro que los de Sodoma y Gomorra no tenían callos, al menos en las manos. No daban un palo al agua. Pero debía haber mucho más, otras razones, para que Dios los bombardease hasta borrarlos del mapa. En este particular, se esperaba un detallado relato acusatorio que nunca llegó. En palabras de don Manuel, «los de Sodoma pensaban que todo era Jauja, pero, claro, luego les salió el tiro por la horma del zapato». El desenlace era bastante confuso. Dos ángeles se habían presentado en la casa de Lot. Los de Sodoma querían ver aquella novedad. «Ver… ¡y tocar!», especificaba don Manuel. Lot se negó, pero ¡le ofrecía sus dos hijas vírgenes a cambio! Al fin, avisados por los ángeles, y con la advertencia de no mirar hacia atrás, Lot y sus familiares huían, mientras la ciudad era destruida. Pero la mujer de Lot no obedeció. Volvió la vista hacia el lugar de la tragedia y, al instante, quedó convertida en estatua de sal. «La perdió esa curiosidad tan femenina», resolvía don Manuel. La imagen de la estatua de sal hacía olvidar todo lo anterior. El merecido castigo por la desobediencia a Dios cerraba el caso. Pero, aun así, desde aquellos días de la infancia, me quedó en el magín una pregunta que me acompaña hasta hoy.

¿Por qué miró hacia atrás la mujer de Lot, qué dejaba en Sodoma?

O, de otro modo: ¿Por qué Dios no permitió que mirase hacia atrás?

Por la calle de la Florida, yo trataba de mirar únicamente de frente y no atender los reclamos, los bisbiseos, los susurros, los gestos de ven-ven de la perdición. Porque yo, que había oído hablar de ella, nunca la había visto. Todavía era bien de día, pero la calle estrecha y ensombrecida olía a noche de verano, a lecho de río seco. Las mujeres traspasaban las puertas con cortina de cuentas y, desde el fondo de los locales, rojas lámparas estiraban la luz hasta verterla con un ardor de ida y vuelta. Quería estar y no estar allí. Ser aguerrido como Tovar, pispar sin miedo, y tener en la lengua su presteza de juglar, pero me asqueaba formar parte de un rebaño de apariencia mansa, con olfato de lobo en la penumbra.

—¿Y no sería mejor ir a picar algo? —sugerí, acobardado.

—¡En eso estamos, compañero! —respondió Tovar, dándome un codazo.

Como si hubiese escuchado, bajo la gran pamela de un rótulo en que se leía
Venus,
una madama nos fotografió con un guiño de ojos y nos capturó con un lazo de humo, lanzado lentamente por un cráter carmín.

—¿Buscáis caramelos, criaturas?

—¡De leche y miel! —soltó Tovar al vuelo.

—Aquí dentro los hay de todos los sabores. ¡Hasta de café!

Nos miró de arriba abajo. Lanzó otro aro de humo. Un diente hacía juego con la boquilla dorada. A pesar del maquillaje carnavalesco, había en ella un poso atractivo, el que sugería la dura talla de sus arrugas.

—¿Tenéis con qué?

—¡Somos soñadores! —exclamó Tovar.

—¡Pues a mirar escaparates en la calle Real!

—¡Somos capitalistas, señora!

—¿De qué banco?

—¡Del de América, of course!

—Venga, pasad. ¡El pico lo tienes de oro, de tratante!

Ya dentro del local, mientras nuestros ojos se acostumbraban a las tinieblas de la profana sacristía, por fin ella se fijó en mí.

—¿No seréis menores?

—Yo ya libré de la mili, señora —atajó Tovar.

—¡Por cara bonita!

—Afirmativo. Y él por mudo. Dos auténticos
cowboys,
señora.

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