Se había enamorado de la cocina a primera vista, cuando se la mostrara Miriam. Era tan amplia, que su pisito de soltera de Madrid habría cabido casi dos veces en ella. Las antiguas viviendas carecían de los problemas actuales de espacio y se podían permitir esos lujos.
Encontró, luego de abrir varios armarios, una taza en la que vertió leche y bendijo al inventor del microondas mientras observaba el recipiente que daba vueltas en el interior. Antes de que sonara el timbrazo que indicaba que la leche ya estaba en su punto, buscó algunas galletas y después se sentó a una mesa de cocina, cuadrada, desnuda, para engullir el fruto de su hurto.
El primer sorbo de leche llegó acompañado de una sorpresa.
—¿Insomnio,
acushla
?
Cristina se atragantó y comenzó a toser, enrojeciendo como la grana mientras miraba a Dargo con los ojos encendidos. Él, entre tanto, se acomodó en una esquina de la mesa y esperó hasta que ella recuperó el aliento.
—¡Joder, qué susto! —gruñó Cris—. Llevas dos días sin aparecer y ahora te presentas como un… un…
—¿…un fantasma? —Se le formaron unos hoyuelos encantadores en las mejillas.
—¡Muy gracioso! Si sólo has venido a burlarte, puedes regresar al infierno. —Le dio la espalda.
No pudo ver la mueca de dolor de Dargo, pero sí lo oyó decir:
—Allí he estado casi cinco siglos.
Se volvió hacia él justo cuando comenzaba a desvanecerse.
—¡Espera!
Dargo recuperó poco a poco su apariencia humana. Antes de conocer a Cristina se había materializado en muy pocas ocasiones y siempre como consecuencia de la ira, dando algún que otro susto a los incautos que tuvieron la desgracia de encontrarse con él, no más de diez o doce a lo largo de aquellos siglos, por lo que recordaba. Sin embargo, desde que aquella mujer pisara Killmarnock, materializarse y esfumarse se estaba convirtiendo en una costumbre casi cotidiana. No podía remediarlo, de todos modos. La presencia de ella provocaba el milagro… o la maldición. Cruzó los brazos sobre su poderoso pecho y se recostó con indolencia en una de las paredes.
—¿Y ahora qué?
—Quiero que me expliques qué has hecho con las dagas. ¿Por qué las robaste?
Dargo arqueó una ceja, lo que irritaba a Cristina, pues lo consideraba un gesto de sarcasmo.
—No sé de qué malditas dagas estás hablando.
—La Daga Roja del Herrero y la Daga Verde de… —trató de recordar— de Niamb. Se llaman así, ¿verdad? Rubíes y esmeraldas en su empuñadura. ¡Armas con leyenda, según nos contó Miriam! Estaban en la sala de armas. Siglo XIV.
—¡Esas dagas! ¿Qué diablos tengo yo que ver con ellas?
—Las has robado.
—¡¿Yo?!
Su exclamación sorprendida la hizo dudar por un segundo. Sólo por un segundo.
—El inspector asegura que las cámaras no grabaron nada. Y las dagas no han aparecido.
—Y esa «nada» debo de ser yo, supones…
—¿Quién si no? Tú eres el único que puede hacerlo sin ser filmado. O eso, o inutilizaste las cámaras.
Dargo bufó. Se separó de la pared y caminó hacia ella, con su andar seguro y felino que a Cris le provocaba un hormigueo en la boca del estómago. Apoyó las manos en la mesa y se inclinó hasta que su rostro estuvo tan cerca que ella bizqueó.
—Dime,
acushla
. Si yo hubiera querido robar las dagas que ahora pertenecen a mi tataratataratataranieto, ¿crees que me habría hecho falta hurgar en esas cámaras, artilugios del infierno que ni siquiera sé cómo funcionan? ¿Para qué, si puedo estar en la misma habitación que los mortales sin que noten mi presencia? ¿Para qué, si puedo ser invisible a vuestros ojos? Por otro lado, aunque a mí no me hubieran grabado…, deberían haberse visto las dagas moviéndose solas, ¿no? —elevó la voz.
—No lo sé —titubeó ella.
—No lo sabes porque no tiene lógica, tesoro. ¿Y dónde se supone que las he escondido? ¿En mi féretro? ¿Con qué motivo?
Ella le sostuvo su airada mirada e insinuó:
—¿Para que aparezcan en la habitación de alguien en particular?
—¡Por san Patricio, señora! —Alzó los brazos al cielo.
Dargo comenzó a caminar por la cocina, yendo y viniendo, lanzando improperios en voz baja, con las manos entrelazadas a la espalda.
A Cristina le pareció magnífico en su cólera. Sus ojos penetrantes como los de un tigre, su cuerpo erguido, tensos los músculos. Al enfadarse se convertía en un ser tangible, perfecto y avasallador, y la luz proyectaba sobre su rostro claros y sombras. ¡El gran señor feudal, irritado y protector!
—Miedo me da imaginar lo que estás pensando —dijo él de pronto—. Es por ese idiota americano, ¿verdad? ¿Crees que he robado mis propias armas para inculparlo?
—¿No es así?
Dargo se desvaneció y reapareció un segundo después a su lado, con tal celeridad que ni siquiera le dio tiempo a reaccionar. Antes de poder remediarlo la había tomado por los brazos y levantado del asiento. ¡Y la estaba sacudiendo de tal forma que le entrechocaron los dientes! ¡Por todos los santos del cielo, la estaba tocando realmente!
—¡Señora mía! —tronó—, si yo quisiera deshacerme de ese estúpido petimetre que babea mientras te devora con los ojos el culo y el escote, no recurriría a semejante pantomima. —De pronto se dio cuenta de que la estaba zarandeando, de que sus manos tocaban la carne de ella. La soltó de golpe y retrocedió, poniendo distancia entre los dos, aturdido por la intensidad del deseo que lo había invadido al sentir su tacto—. Simplemente me aparecería unas pocas veces ante sus narices y lo obligaría a precipitarse al vacío. ¡Fin del capítulo y fin de ese idiota! ¡Punto!
El argumento era impecable, pero ella estaba tan azorada como él mismo por el contacto. ¡Era el primer contacto real! Se obligó a pensar en otra cosa para no volverse loca, a disimular el ansia que la consumía, como a él. Se dejó caer en la silla y asintió. Un fantasma no necesitaba acumular pruebas delictivas contra nadie si quería deshacerse de él. Simplemente podría volverlo loco y empujarle al suicidio o, como mal menor, ponerlo en fuga con el rabo entre las piernas.
Cristina reparó en su semblante airado y presintió, sin embargo, que la cólera de Dargo no se alimentaba exclusivamente de su acusación. Era algo más profundo y más impetuoso.
Está celoso…
—¡Estás celoso!
Los ojos gatunos y verdes del espectro se achicaron. Se quedaron clavados en su boca, en el jugoso y gordezuelo labio inferior. Cristina, sin poder remediarlo, se humedeció los labios con la punta de la lengua, notando que la proximidad de él la agitaba, despertando de nuevo su deseo. Cuando apartó la mirada de la boca de Cris y la clavó en sus ojos, el corazón de la joven se turbó.
—Celoso —repitió él con una voz extraña, sonora y calmada, envolvente e hipnótica—. Nunca tuve celos. De hecho, nunca supe qué sentían los demás cuando hablaban de ello. —Guardó un silencio largo e inquietante—. Pero,
acushla
, si albergar irritación cuando alguien te mira es tener celos, los tengo. Si desear estrangular a cualquiera que se atreva a sonreírte es tener celos, los tengo. Si rezar para alejar de mí esta ansia de abrazarte, besarte y poseerte hasta perder el sentido es tener celos… ¡los tengo, condenación! —estalló.
Era tan satisfactorio para ella que se mostrara airado en una confesión tan íntima, que la asaltó una dicha repentina. Aunque le estaba vedado, Dargo se había enamorado de ella. O la deseaba. Eso ya era suficiente. Cris quería abrazarse a su fuerte cuello, embriagarse con la suavidad de su largo cabello negro, suelto a la espalda.
—¿Quién dice que debas rezar para no desearme?
Se puso de puntillas y aguardó, con el corazón en un puño, hasta que la boca de Dargo provocó una explosión en la suya. Un instante después, la tendía sobre la mesa y arrancaba la bata de su cuerpo. ¡Volvía a suceder! Su febril imaginación y el poder de la mente del fantasma la arrastraban, una vez más, a un paraíso que no podía rechazar.
Una de las zapatillas se perdió bajo la mesa y la otra quedó colgada del dedo gordo de su pie.
Dargo le subió hasta el cuello el sujetador, sin entretenerse siquiera en quitárselo, y tomó posesión de uno de sus pechos, acariciando el pezón entre el pulgar y el índice hasta convertirlo en un dardo duro y sensible. Su mano se deslizó luego con extrema lentitud y se detuvo entre los dos cuerpos. Un tironcito y se deshizo del trocito de tela que cubría la entrada a la cueva de sus deseos.
Hicieron el amor de forma salvaje, furiosa, como si él quisiera que ella pagara por lo que les estaba sucediendo, como si la culpara de su pasión, de sus celos y de su irreprimible hambre de ella. Fue una cópula increíble en la que ambos dominaron y se sometieron, revolcándose como dos dementes sobre la mesa. Dos locos atacados por la misma enfermedad. Dos locos fabulando un éxtasis que sólo sucedía en sus mentes.
Dargo necesitaba poseer aquel cuerpo de mujer para seguir sintiéndose vivo. Producía en él el mismo efecto cada vez que estaban juntos. Era su puente a la vida, la droga que lo alejaba de la muerte.
Cristina lo necesitaba también, porque quería olvidar que él no le pertenecía, que nunca podría pertenecerle por que no existía.
Como en la ocasión anterior, al verla asombrada y exhausta tras finalizar el coito, Dargo renegó entre dientes, le pidió perdón y se evaporó.
El amanecer encontró a Cristina llorando otra vez en silencio, con la cabeza entre los brazos, apoyada sobre la mesa de la cocina de Killmarnock. Nunca antes había llorado tanto en su vida.
E
l viento helado que le azotaba el rostro y le alborotaba la cabellera resultó una bendición después de las horas de sueño inquieto. Sólo cuando el alba despuntaba había vuelto a la cama, carcomida por la culpa y diciéndose a sí misma que seguramente así no ayudaba a Dargo en nada. Si el destino la había llevado hasta Irlanda para acabar con la maldición de un fantasma, ella no sabía si enamorarse de él era el mejor camino. Debería haber asumido aquello como una misión para devolver a Dargo Killmar la paz de la eternidad. La noche anterior supo que él sufría, como ella. Intuía que Dargo, prisionero entre dos mundos, entre la vida y la muerte, luchaba y vacilaba entre ambos.
Cristina sabía que nunca llegarían a unirse físicamente. Que si conseguía desentrañar el misterio y lo ayudaba a encontrar la reliquia para poner fin a la maldición, Dargo se desvanecería en la nada. Desaparecería. Regresaría definitivamente a su tumba y se reuniría con sus antepasados. Esta idea la desasosegó, y se preguntó si, cuando él ya no estuviera, podría seguir sintiendo sus manos, su boca y su cuerpo haciéndole el amor. La posibilidad de perderlo la volvía loca.
Bajó a desayunar, a eso de las diez de la mañana. Las ojeras le llegaban hasta la barbilla y estaba demacrada. Ni si quiera el maquillaje pudo disimular las huellas de la mala noche que había pasado. Parnell, que hacía más de una hora que deambulaba por el castillo, salía de la biblioteca cuando ella se topó con él.
—¡Vaya cara! —exclamó al verla—. No ha podido dormir, ¿verdad? Sin ánimo de ofender, señorita Ríos, no tiene usted muy buen aspecto.
—Apenas pegué ojo —respondió—. Un par de cafés cargados harán maravillas.
—Ya desayuné, pero la acompaño, si me lo permite.
Sí, pensó Cris. Necesitaba la compañía de un ser vivo, de carne y hueso, completamente real, a quien pudiera tocar, para evitar que su mente acabara trastornada del todo. Echó de menos a Alba en aquellos momentos, pero ni por asomo la metería en aquel lío. Accedió a la propuesta de Tyron cuando él mencionó los hermosos caballos de las cuadras y le pareció una idea fantástica salir a cabalgar.
—¿Cree usted que nos permitirán hacerlo? —dudó él, con un gesto de asco al tomarse el café que se sirvió sólo por acompañarla—. Me han dicho que lord Killmar es muy remiso a permitir que nadie monte sus sementales.
—Despidió a dos mozos por eso, sí. Pero ahora no está en condiciones de prohibir nada. No creo que a Miriam le importe que ejercitemos un poco a los animales.
—No lo había pensado. —Ella se dio cuenta de que Tyron resultaba de veras atractivo y muy agradable. Se preguntó la causa por la que no le había caído en gracia en un primer momento, cuando cualquier mujer estaría encantada de ser el objeto de sus atenciones—. ¿No es cruel el destino? Un hombre que lo tiene todo y ahora se debate entre la vida y la muerte. La señora Kells dijo esta mañana que han llegado noticias sobre su estado. Sigue igual y, al parecer, los médicos están perplejos. Es un caso tan extraño…
—A pesar de la ciencia, se sabe muy poco sobre el coma.
—Me pregunto si sentirá algo una persona en ese estado.
—Supongo que no. ¡Sería horrible! No me encuentro en condiciones de charlar sobre ese tema. —Se levantó—. Lo lamento. Disculpe.
—Entonces olvidemos el asunto y vayamos a cabalgar. Hay un pueblecito cercano que es precioso. Muy pintoresco. Antiguamente, pertenecía al feudo de los Killmar.
Cristina subió en busca de un grueso chaquetón para protegerse del frío. Cuando bajó, Tyron le sonrió con dulzura.
—Es increíble, pero cuanta más ropa lleva encima, más bonita parece —bromeó.
—¿Nunca habla en serio? —rió ella.
—Procuro no hacerlo, es malo para la salud. Me va a perdonar, pero no quiero regresar sin una foto suya. Me encanta presumir ante mis amigos. Déme un minuto y regreso. No le importa, ¿verdad?
Subió a la carrera hacia el piso superior y ella caminó hacia la salida principal. El día había amanecido espléndido, aunque frío, y prometía seguir así. La vista del jardín que rodeaba el castillo era tan encantadora, que Cristina perdió la noción del tiempo hasta que Tyron apareció junto a ella, encandilado como un chiquillo y mostrando una cámara digital de última generación.
Rob en persona se encargó de dar instrucciones a los mozos de las cuadras para que ensillasen a dos de los mejores sementales. El de Tyron era un caballo de color mostaza y el de Cristina un pinto. Cuando se disponía a montar, un relincho a su espalda la hizo descubrir un hermoso caballo negro zaino. Hacía mucho que no cabalgaba, pero algo la impulsó a pedir que ensillasen aquel magnífico ejemplar. Dargo habría tenido uno similar, pensó, admirando el animal. No lo imaginaba en otro tipo de montura.
—¿Va a caballo con frecuencia? —preguntó Parnell, acomodándose sobre la silla, luego de ayudarla a montar a ella.