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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (21 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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—Entonces intente usted recordar la época anterior a la guerra —aconsejó Miller—. Piense en las grandes escaladas… en el Himalaya. Ha de haber visto usted su retrato en la Prensa una, dos o cien veces. —Miró a Mallory y añadió—: Claro que entonces era más guapo. Le recordará usted. Se llama Mallory, Keith Mallory, de Nueva Zelanda.

Mallory no dijo nada. Estaba mirando a Louki, su confusión, el gracioso fruncimiento de sus párpados, su cabeza ligeramente ladeada. Luego, de pronto, algo pareció despertar en la memoria del hombrecillo, y su rostro se iluminó con una gran sonrisa que borró toda huella de sospecha. Avanzó unos pasos y tendió la mano en un cordial saludo de bienvenida.

—¡Por el cielo que tiene razón! ¡Mallory! ¡Claro que conozco a Mallory! —Cogió la mano de Mallory y la estrechó con gran entusiasmo—. Es tal como dice el americano. Necesita usted afeitarse… Y, además, parece más viejo.

—Me siento viejo —dijo Mallory sombrío. Y señalando a Miller con un movimiento de cabeza, dijo—: Le presento al cabo Miller, un ciudadano americano.

—¿Otro escalador famoso? —preguntó Louki interesado—. ¿Otro tigre de las montañas?

—Escaló el acantilado del Sur como nadie lo hizo jamás —respondió Mallory sinceramente. Miró el reloj y luego fijó sus ojos en los de Louki—. Tenemos más hombres en el monte, y necesitamos ayuda, Louki. Ayuda urgente. ¿Sabe el peligro que corren si les pescan ayudándonos?

—¿Peligro? —Louki movió una mano en señal de desdén—. ¿Peligro para Louki y Panayis, los zorros de Navarone? ¡Imposible! Somos los fantasmas de la noche. —Subió un poco más su mochila—. Vamos. Llevaremos estos víveres a sus amigos.

—Un momento —dijo Mallory colocándole una mano en el brazo—. Hay que considerar dos cosas más. Necesitamos fuego… estufa y combustible, y además…

—¡Fuego! ¡Una estufa! —Louki le miraba incrédulo—. Esos amigos suyos… ¿qué son? ¿Una partida de viejas?

—También necesitamos vendajes y medicinas —continuó Mallory sin impacientarse—. Uno de nuestros amigos está herido de gravedad. No estamos seguros, pero desconfiamos de que pueda salvarse.

—¡Panayis! —rugió Louki—. ¡Vuelta al pueblo! —ordenó hablando ahora en griego. Dio sus órdenes rápidamente, pidió a Mallory que describiera la situación del refugio, se aseguró de que Panayis le comprendía, y luego permaneció un momento indeciso, atusándose una guía del bigote. Al fin, miró a Mallory.

—¿Podrían ustedes encontrar esa cueva regresando solos?

—Sólo Dios lo sabe —confesó Mallory con franqueza—. Honradamente, creo que no.

—Entonces, tendré que acompañarles. Yo confiaba… Verá, será una carga muy pesada para Panayis…, le he dicho que trajera también ropa de cama… y no creo…

—Yo iré con él —ofreció Miller. Recordó sus agotadores trabajos en el caique, la escalada del acantilado, su marcha forzada por las montañas—. El ejercicio me sentará bien.

Louki tradujo la oferta a Panayis, que escuchaba taciturno, al menos en apariencia, a causa de su completo desconocimiento del inglés, y tropezó con un torrente de protestas. Müler le miró atónito.

—¿Qué diablos le pasa? —le preguntó a Mallory—. No parece muy contento de mi oferta.

—Dice que puede y quiere hacerlo solo —tradujo Mallory—. Cree que tú retrasarás su marcha por los montes. —Y movió la cabeza con simulado asombro—. ¡Como si hubiera un hombre capaz de retrasar la marcha de Dusty Miller!

—¡Eso digo yo! —Louki bufaba de cólera. Se volvió de nuevo hacia Panayis, cortando el aire con el índice para acentuar sus palabras. Miller miró receloso a Mallory.

—¿Qué le está diciendo ahora, jefe?

—Sólo la verdad —contestó Mallory—. Que debería sentirse muy honrado de tener la oportunidad de ir con Monsieur Miller, el famoso escalador americano. —Mallory sonrió—. Ésta noche Panayis se sentirá picado en su amor propio… Decidido a demostrar que un navaronés puede escalar tan bien y tan rápido como cualquiera.

—¡Santo Dios! —gimió Miller.

—Cuando regreséis, no te olvides de echarle una mano a Panayis en los tramos más empinados.

Una repentina ventolera cargada de nieve ahogó, por fortuna, la respuesta de Miller.

El viento iba aumentando poco a poco. Un viento duro que arrojaba la espesa nieve contra las caras inclinadas, y arrancaba lágrimas de los ojos semicerrados. Una nieve espesa, mojada, que se derretía al menor contacto y se escurría por cualquier abertura de su ropa hasta empaparlos y dejarlos helados. Una nieve viscosa, pegajosa, que dejaba capa tras capa en las suelas de sus botas haciéndoles andar a varias pulgadas del suelo, con los músculos doloridos a causa del peso de la nieve. La visibilidad era tan escasa que no merecía este nombre. Caminaban envueltos, tragados más bien, por una especie de ovillo impenetrable gris y blanco, permanente y sin rasgos característicos: Louki ascendía en diagonal por el declive con la despreocupada seguridad del hombre que pasea por un sendero de su jardín.

Louki parecía tan ágil como una cabra, e igualmente incansable. Su lengua no se mostraba menos activa que sus piernas. Hablaba sin cesar, como un hombre al que encanta entrar de nuevo en acción, sin importarle qué acción, siempre que fuera contra el enemigo. Le habló a Mallory de los últimos tres ataques sobre la isla y de cómo habían fallado. Los alemanes parecían estar sobre aviso en cuanto al ataque por mar; habían estado esperando el Servicio Especial de Barcos y los comandos con todas las armas que tenían y los habían destrozado, mientras que los dos grupos aerotransportados habían corrido la peor de las suertes, siendo entregados al enemigo por error de juicio, por una serie de inesperadas coincidencias. O cómo Panayis y él habían escapado con vida por un pelo, en ambas ocasiones. Panayis había sido capturado en la última, pero había logrado matar a sus dos guardas y huir sin ser reconocido. De la posición de las tropas germanas y puestos de control en toda la isla: de la colocación de bloques en los dos únicos caminos y, por fin, de lo poco que él conocía del interior de la fortaleza de Navarone. Panayis, el moreno, podría decirle mucho más que él, pues había estado dos veces dentro de ella, y en una ocasión, durante una noche entera. Los cañones, los controles, los cuarteles, los cuartos de oficiales, los depósitos de armas y municiones, los puestos de guardia. Sabía dónde estaba todo, pulgada a pulgada.

Mallory silbó por lo bajo. Aquello era mucho más de lo que él había esperado. Aún tenían que escapar de la red de sus perseguidores, llegar a la fortaleza e introducirse en ella. Pero una vez dentro… y Panayis tenía que saber cómo se entraba… Sin darse cuenta, Mallory aumentó la zancada y dobló el espinazo sobre el declive.

—Su amigo Panayis debe de ser alguien —dijo lentamente—. Cuénteme más de él, Louki.

—¿Qué más puedo decirle? —Louki movió la cabeza entre una nube de copos de nieve—. ¿Qué sé yo de Panayis? ¿Qué sabe nadie de Panayis? Que tiene la suerte del diablo, el arrojo de un loco, y que antes se hará el león compañero de la oveja, antes perdonará el lobo al rebaño, que él respire el mismo aire que los alemanes. Todos sabemos eso, y no sabemos nada de Panayis. Lo único que sé es que doy gracias a Dios de no ser alemán, teniendo a Panayis en la isla. Mata furtivamente, de noche, con cuchillo o puñal y por la espalda. —Louki se santiguó—. Sus manos están empapadas de sangre.

Mallory se estremeció involuntariamente. La oscura, sombría silueta de Panayis, el recuerdo de su cara vacía de expresión, los ojos ensombrecidos por la capucha comenzaban a fascinarle.

—Algo más debe de haber —arguyó Mallory—. Después de todo, los dos son navaroneses.

—Sí, sí, eso es verdad.

—La isla es pequeña, y han vivido aquí toda su vida…

—¡Ah, pero ahí es donde el mayor se equivoca! —El ascenso de Mallory era, desde luego, idea de Louki, y, a pesar de las protestas del ascendido, Louki estaba dispuesto a mantenerlo—. He pasado muchos años en tierras extranjeras, ayudando a Monsieur Vlachos. Monsieur Vlachos —continuó Louki orgullosamente— es un importante funcionario del Gobierno.

—Lo sé —asintió Mallory—. Es cónsul. Ya le conozco. Es un hombre estupendo.

—¡Le ha conocido! ¿A Monsieur Vlachos? —No podía caber la menor duda en cuanto a la alegría que la voz de Louki reflejaba—. ¡Me alegro! ¡Estupendo! Es un gran hombre. ¿Le conté a usted que…?

—Estábamos hablando de Panayis —le recordó Mallory con suavidad.

—¡Ah, sí, Panayis! Como iba diciendo, estuve fuera mucho tiempo. Cuando regresé, Panayis se había ido. Su padre había muerto, su madre volvió a casarse, y Panayis se fue a vivir a Creta con su padrastro y dos hermanastras más pequeñas. Su padrastro, mitad pescador, mitad labrador, murió luchando contra los alemanes cerca de Candía. Éste fue el principio. Panayis cogió la barca de su padre, ayudó a escapar a muchos aliados y fue cogido por los alemanes y colgado de las muñecas en la plaza del pueblo, donde su familia vivía, no lejos de Casteli. Fue azotado hasta dejarle las costillas y la espina dorsal al aire, y creyéndole muerto le dejaron para que sirviera de escarmiento. Luego incendiaron el pueblo y la familia de Panayis… desapareció. Lo comprende usted, ¿verdad, mayor?

—Lo comprendo —contestó Mallory sombríamente—. Pero Panayis…

—Tenía que haber muerto. Pero es duro, más duro que el nudo de un algarrobo. Los amigos lo desataron durante la noche, y lo llevaron al monte hasta que se restableció. Y más tarde volvió a aparecer en Navarone, Dios sabe cómo. Yo creo que fue pasando de isla en isla en una lancha de remos. Nunca ha dicho por qué volvió. Yo creo que le causa mayor placer matar en la isla donde nació. No sé qué decirle, mayor. Lo único que sé es que la comida, el sueño, el sol, las mujeres y el vino, no representan nada para él. —Louki volvió a santiguarse—. Me obedece, porque soy el mayordomo de la familia Vlachos, pero incluso yo le tengo miedo. Matar, seguir matando y volver a matar es lo único que parece impulsarle. —Louki dejó de hablar un momento, y olfateo el aire como un sabueso que busca una huella fugitiva; luego, sacudió la nieve de sus botas y siguió en tangente colina arriba. La absoluta seguridad con que el hombrecillo avanzaba era asombrosa.

—¿Cuánto falta aún, Louki?

—Sólo doscientas yardas, mayor. —Louki sopló la nieve de su espeso y oscuro bigote—. No sentiré en absoluto haber llegado.

—Ni yo. —Mallory se acordó casi con cariño del miserable y frío albergue de las rocas, plagado de goteras. Al salir del valle el frío había aumentado, y el viento arreciaba, intensificando su velocidad con creciente mugido. Tenían que echarse sobre él, empujar con fuerza para obtener algún proceso en su marcha. De pronto, se detuvieron, escucharon, y se miraron, las cabezas inclinadas contra la nieve que les azotaba. Estaban rodeados de vacía blancura y silencio. No se veía señal de lo que había ocasionado el repentino ruido.

—¿También oyó usted algo? —murmuró Mallory.

—Soy yo. —Mallory se volvió al oír aquella grave voz detrás de él y vio la voluminosa figura blanca que surgía de entre la nieve—. El carro del lechero rodando por una calle adoquinada, no hace tanto ruido como vosotros. Pero la nieve apagaba vuestras voces y no estaba seguro.

Mallory le miraba con curiosidad.

—¿Qué haces aquí, Andrea?

—Leña —explicó Andrea—. Andaba buscando leña. Me hallaba en lo alto del Kostos al caer el sol, cuando cesó de nevar por un momento. Hubiera jurado que había visto una vieja choza en una hondonada, no lejos de aquí… Era cuadrada y destacaba, oscura, sobre la nieve. Así que…

—Tiene razón —interrumpió Louki—. Es la cabaña del viejo Leri, el loco. Leri tenía un rebaño de cabras, era cabrero. Todos le advertimos que tuviera cuidado, pero sólo escuchaba a sus cabras. Murió en su choza, en un desprendimiento de tierras.

—El viento es malo… —murmuró Andrea—. El viejo Leri nos tendrá calientes esta noche. —Se detuvo repentinamente al abrirse la hondonada a sus pies. Saltó al fondo con la seguridad de una cabra. Silbó dos veces una doble nota alta, escuchó con suma atención la respuesta, y ascendió con rapidez por la hondonada. Con el fusil bajo, Casey Brown los recibió a la entrada de la cueva y apartó la lona para que entraran.

La humeante bujía, que se derretía por un lado a causa de la helada corriente, llenaba los rincones de la cueva de oscuridad y temblorosas sombras con su oscilante llama. Casi tocaba a su fin, y su mecha lagrimeante se inclinaba hasta tocar la roca. Despojado de su traje de nieve, Louki encendió otro trozo de vela en la moribunda llama. Durante un momento, ambas bujías unieron sus llamas, y Mallory pudo ver claramente a Louki por primera vez: un hombre pequeño, sólido, vestido con chaqueta azul oscuro ribeteada de negro en las costuras, extravagantemente recamada en el pecho, bien ajustada al cuerpo por la roja
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o faja; y, más arriba, la sonriente cara morena, el magnífico mostacho que se desplegaba al aire como una bandera. Un D'Artagnan en miniatura espléndidamente adornado de armas. La mirada de Mallory subió a los ojos acuosos, oscuros y tristes, siempre cansados, y su sorpresa apenas tuvo tiempo de aflorar antes de que el cabo de la vela diese un último resplandor y se apagase y Louki se hundiera de nuevo en la sombra.

Stevens se hallaba estirado en la bolsa de dormir, su respiración era rápida y trabajosa. Estaba despierto cuando ellos llegaron; pero, después de rehusar cualquier clase de alimento o bebida, se volvió del otro lado y se sumió en un sueño intranquilo, sobresaltado. Parecía no sufrir ningún dolor, y Mallory pensó que era una mala señal, la peor… Deseó que regresara Miller cuanto antes…

Casey Brown engulló las últimas escasas migas de pan con un trago de vino, se puso en pie, entumecido, apartó la lona y escudriñó el exterior tristemente. La nieve continuaba cayendo. Se estremeció, dejó caer la lona, cogió el transmisor, se lo echó al hombro, y recogió un rollo de cuerda, una linterna y una manta para tapar el transmisor. Mallory consultó su reloj: faltaban quince minutos para la medianoche. Se acercaba la hora de comunicar con El Cairo.

—¿Vas a probar otra vez, Casey? Esta noche no es adecuada ni para los perros.

—Estamos de acuerdo —dijo Brown malhumorado—. Pero creo que es mejor que lo haga, señor. La recepción es mucho mejor de noche. Subiré por la colina e intentaré eliminar la interferencia de aquella maldita montaña. Si tratara de hacerlo de día, me descubrirían en seguida.

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