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Authors: John Norman

Los cazadores de Gor (25 page)

BOOK: Los cazadores de Gor
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Abandonamos la madera en la playa. Los hombres de Tyros la emplearían para sus hogueras y su baliza. Pero les serviría de poco.

Era casi la décima hora, la tarde goreana.

Rompí con mi pie una rama que colgaba de un árbol. Luego la arrastré hasta la playa y la arrojé en el montón de madera que Cara y Tina habían formado.

Les había desatado la cuerda que llevaban al cuello y habían trabajado con ardor. Ni siquiera tuve que utilizar el látigo.

—Estamos preparados —les dije.

El montón de ramas y madera se hallaba a algunos pasangs al sur del campamento de los hombres de Tyros.

Las muchachas, aunque cansadas, me sonrieron.

—Hacia el margen del bosque, esclavas —les dije.

Junto al límite del bosque, mientras contemplaba la playa, que se extendía a mis pies, encontré un fuerte y esbelto árbol, una de cuyas ramas colgaba a un metro y medio del suelo.

—Realizarás la primera guardia —le dije a Tina—. Deberás alertarme de la presencia de algún barco en el horizonte.

—Sí, amo —respondió.

La obligué a retroceder hasta el árbol.

—Coloca los brazos sobre tu cabeza, y dobla los codos —le dije.

Até cada muñeca por separado, con fuerza, contra el árbol, enrollando la fibra de atar dos veces alrededor del tronco. La muchacha permaneció así, de cara al mar, con sus muñecas atadas detrás, contra el árbol.

Con otro pedazo de fibra de atar la até al tronco por la cintura.

—Si te duermes te castigaré.

—Sí, amo.

Introduje en su boca algunos trozos de carne de tabuk que llevaba en mi bolsa y le di de beber.

Miré a Cara.

—No será necesario que me ates —dijo.

—Túmbate boca abajo —le dije— y cruza tus muñecas por detrás de la espalda, y también los tobillos.

—Sí, amo —respondió.

También a ella la até a un árbol, y le di de comer y de beber. Luego la dejé sobre las hojas, la ayudé a darse la vuelta y comprobé sus ataduras.

Me tumbé sobre las hojas para descansar. Alcé mis ojos hacia las ramas y, casi al instante, me dormí.

No me desperté hasta justo antes de la medianoche, para cambiar las posiciones de Tina y Cara.

Quería que Tina estuviera fresca y reposada. Se durmió incluso antes de que encadenara su cuello al árbol.

Desperté al anochecer. Liberé a Tina y a Cara. Miré las lunas. Las esclavas frotaban sus muñecas por donde la fibra de atar había dejado su huella.

Miré hacia el mar, a través de las vastas y plácidas aguas del Thassa, ahora brillantes a la luz de la luna. Los tres permanecimos juntos, en la playa, sobre la arena, entre las piedras, y contemplamos el Thassa.

Aquélla parecía ser la noche esperada.

—¡Qué hermoso es! —dijo Cara.

No se percibían velas en el horizonte.

Tomé agua de la cantimplora y comí un poco de tabuk.

Las esclavas me miraban. También ellas tenían hambre y sed.

—Arrodillaos —les dije.

Cuando acabé de beber, quedaba un poco de agua en la cantimplora. Se la pasé a Cara. Ella y Tina se la acabaron. Lo mismo hice con la carne de tabuk que quedaba. La partí por la mitad y di un trozo a cada una.

Miré hacia arriba. La luz de la luna no duraría más de un ahn. Me sentía satisfecho.

La playa estaba tranquila, la noche estaba en calma; el verano apenas había comenzado.

Tan sólo a lo lejos se observaban algunas nubes arrastradas en silencio por vientos distantes e inapreciables, como ríos, invisibles en el cielo, que rebasan sus orillas, inundando la noche, llevándose por delante los restos de la oscuridad, para extinguir los destellos de las estrellas, los veloces destellos de las tres lunas goreanas.

—Es la hora —dije a las esclavas.

Juntos emprendimos nuestro descenso hacia la playa, entre las piedras a través de la suave arena, hasta llegar al gran montón de leña que habíamos preparado anteriormente.

Saqué de mi bolsa una pequeña y suave piedra, y también un diminuto disco metálico.

Encendí una tea, y la arrojé al montón de leña.

Generalmente las galeras goreanas no navegan de noche, y, a menudo, permanecen cerca de la orilla durante la oscuridad.

Esperaba, no obstante, que la
Rhoda
y el
Tesephone
no instalarían un campamento en la playa, aunque tendrían que anclarse, debido a los peligros de las costas de Thassa y a la importancia de su misión. Si yo hubiera sido el comandante de ambos barcos, habría permanecido alejado de la costa, acercándome tan sólo para conseguir agua o alimento. Además, siguiendo la costumbre goreana, habría permanecido a la vista de la costa.

Existía por supuesto otra razón por la cual el comandante de la
Rhoda
y del
Tesephone
se mantendría cerca de la costa.

Tenía que observar una señal. No podía perder de vista la baliza, la cual, en algún lugar de aquella costa solitaria y arenosa, señalaría la posición de Sarus y sus hombres, Hura, sus mujeres y sus esclavas cautivas.

Incluso manteniendo sus barcos a una distancia de diez o más pasangs vería nuestra señal, una llama en medio de la oscuridad de la noche. Y, al verla, sin duda la tomaría por la baliza de Sarus.

Miré a Tina. Su piel reflejaba la luz de la gran hoguera.

—¿Puedes resultar atractiva a los hombres? —le pregunté.

—Sí, amo —dijo.

—Mantén la llama viva.

—Sí, amo.

—Ven conmigo —dije a Cara.

La llevé hacia los árboles, a algunos centenares de metros del límite del bosque.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó.

Le até las muñecas por detrás de la espalda, apoyándola contra un árbol. Luego la despojé de sus andrajos y los rasgué, formando tiras. La amordacé con fuerza.

Ella me miraba.

La dejé allí.

Regresé al límite del bosque. Débilmente, a lo lejos, en el agua, pude ver dos focos de luz.

En voz baja llamé a Tina, desde las sombras del bosque. Se dio la vuelta y, confiadamente, caminó hacia mí.

De repente, en medio de la oscuridad, la cogí por los brazos y la empujé violentamente contra un árbol.

—¿Cuál es el deber de una esclava? —le pregunté.

—Absoluta obediencia —contestó atemorizada.

—¿Qué eres?

—Una esclava.

Miré hacia el mar. Los dos faros se hallaban ahora próximos.

—Arrodíllate —ordené a Tina.

Lo hizo inmediatamente, atemorizada, hasta rozar el suelo con su cabeza.

A unos cuatrocientos metros de la costa se detuvieron los faros. Apareció entonces un tercer faro, menos intenso que los otros dos.

Saqué mi látigo de mi cinturón y rocé el hombro de Tina con él. Alzó sus ojos, asustada.

—Por favor, no me golpees —susurró.

Yo sostenía el látigo delante de ella.

—Besa el látigo —le ordené.

Lo hizo, y me miró suplicante.

—Absoluta obediencia —le dije.

—Sí, amo —susurró aterrada—. Absoluta obediencia.

—Aquí están tus instrucciones —le dije.

—Sólo es una muchacha —gritó el joven, saltando del bote.

—¡Protegedme, amos! —sollozó Tina. Llevaba su hombro izquierdo al descubierto, y la túnica rasgada hasta la cintura.

Emergió de entre la oscuridad, y se arrodilló en la húmeda arena ante el hombre vestido de amarillo que había saltado desde la embarcación. Llevaba una espada.

Otros hombres dejaron el bote y echaron una ojeada a su alrededor. Algunos hombres permanecían en los remos. Eran, en total, dieciséis hombres de Tyros, incluyendo al que llevaba el timón.

—¡Protégeme, amo! —sollozaba Tina. Permanecía arrodillada, temblando.

El hombre, con el filo de su espada, le hizo levantar la cabeza, para contemplarla.

Enfundó la espada y, tomándola por el cabello, la obligó a levantarse y a colocarse junto a la hoguera. Examinó el collar de la joven.

—Una muchacha de Bosko de Puerto Kar —dijo riendo. Se apartó de ella para examinarla.

—Bosko de Puerto Kar tiene buen ojo para las esclavas —dijo.

—Mantente erguida, muchacha —dijo otro hombre.

Tina obedeció, y ellos la examinaron.

—Fui robada a Bosko por el terrible Sarus de Tyros —dijo sollozando.

Los hombres se miraron entre sí. Tina parecía no entender aquella tácita comunicación.

—Escapé de él —dijo llorando—, pero en el bosque había panteras y eslines. Fui perseguida. Fue un milagro que escapara con vida —de nuevo cayó sobre la arena y besó los pies del hombre—. No puedo vivir en el bosque —sollozó—. ¡Tomad a una pobre esclava, amos!

—Dejadla aquí para que muera —dijo riendo uno de los hombres.

La muchacha temblaba.

—¿Construiste tú esta baliza? —preguntó otro.

—Sí, amo —dijo ella—. Quería llamar la atención de cualquier barco que pasara.

—¿Prefieres los brazaletes de un amo a los dientes de un eslín? —preguntó uno de los hombres de Tyros.

—Cualquier cosa antes que ser devuelta al terrible Sarus —suplicó. Alzó la cabeza—. No lo conocéis, ¿verdad?

—¿Quién es? —preguntó el líder, vestido con la túnica amarilla de Tyros. El hombre situado detrás sonrió.

—He sido afortunada al encontraros —dijo Tina.

Los hombres se echaron a reír.

—¿La llevamos con nosotros? —preguntó el jefe a sus hombres, riendo.

Uno de ellos, de repente, de un solo golpe, rasgó su túnica de esclava. La muchacha comenzó a llorar, mientras su belleza quedaba al descubierto.

—Quizá —dijo otro de los hombres.

—Incorpórate —ordenó otro.

Tina se enderezó.

—Nuestra protección tiene un precio —dijo el líder contemplándola.

—Por favor —dijo Tina.

—Sería una lástima que una belleza como la tuya fuera despedazada por los eslines.

Tina escuchó en silencio.

—Prefiero despedazarla yo mismo —dijo el hombre.

La muchacha temblaba.

—Túmbate en la arena ante mí —le ordenó el jefe. Se quitó la espada y la arrojó a un lado.

Tina yacía delante de él, en la arena, con una de sus rodillas levantadas y el rostro vuelto hacia un lado.

—Cada uno de nosotros —dijo el hombre— va a ponerte a prueba, para saber si vales la pena. Si alguno no queda satisfecho, te dejaremos aquí para los eslines.

—La esclava comprende, amo —dijo ella.

—¿Cómo vas a portarte?

—Magníficamente.

El hombre presionó sus labios contra los de la muchacha. Vi cómo los brazos de ésta, como si lo desearan, rodeaban su cuello.

Los hombres reían.

Pocos de ellos advirtieron un tronco, a algunos metros en el agua, moviéndose contra la marea, hacia las oscuras formas de la costa.

Mi tarea en el
Rhoda
no me llevó mucho tiempo.

Transcurrido medio ahn la abandonaba de nuevo, descendiendo por un lado. Tampoco esta vez los hombres de Tyros se apercibieron del tronco que se movía hacia la costa.

Ahora Tina se hallaba arrodillada al lado del líder de los hombres de Tyros. Las manos de la joven asían la pierna del hombre, con su oscura melena suelta sobre sus hombros, y presionaba su mejilla contra el muslo. Sus ojos estaban alzados hacia él.

—¿Te ha complacido Tina? —preguntó la joven.

—¿Cómo la habéis encontrado? —preguntó el líder a sus hombres.

Se oyeron exclamaciones de entusiasmo.

—Te llevaremos con nosotros, esclava.

Los ojos de Tina brillaban.

—¡Gracias, amo! —exclamó.

—Tus deberes serán pesados. Deberás complacernos cuando lo deseemos, y cuando no sea así, deberás preparar y servir la comida a los esclavos.

—Muy bien, amo.

—¿Sigues considerándote afortunada?

—Por supuesto, amo.

—Te habríamos llevado con nosotros aunque no nos hubieras complacido como lo has hecho —le dijo él.

—¡Me habéis engañado! —exclamó Tina.

—¿Sabes quién es mi capitán? —le preguntó él.

—No.

—Sarus de Tyros —dijo.

—¡No!

—Sí —rió—. Y le serás devuelta dentro de uno o dos días.

La joven trató de incorporarse y huir, pero él la sujetó por el pelo arrojándola a uno de sus hombres.

—Ata a la esclava —ordenó.

Tina fue tendida boca abajo sobre la arena y atada de pies y manos. A continuación, cogida por los brazos, la condujeron ante el jefe.

—Eres una esclava fugitiva —dijo—. No te envidio.

Ella le miró con horror.

—Arrojadla al bote —ordenó él.

Así lo hicieron.

—A la galera —gritó.

Algunos hombres empujaron el bote hacia el agua. Luego, ellos mismos junto con el jefe, subieron a la embarcación.

Mientras el bote avanzaba hacia el
Rhoda
y el
Tesephone
, pasó junto a un tronco que flotaba en el agua, llevado por la corriente hacia la orilla.

Vi la luz de la embarcación hacerse cada vez más pequeña en la distancia.

Alcanzada la orilla, dejé el tronco sobre la arena, a unos cien metros de distancia, entre las grandes rocas, oculto de la luz de la baliza.

Tina tenía una noche, o quizás dos, para hacer su trabajo.

Desde las sombras del bosque contemplé los faros. La embarcación había alcanzado al
Rhoda
. Su luz se apagó. A continuación se apagaron también los otros dos focos.

Esta noche los dos barcos se alejarían uno o dos pasangs de la costa. Allí permanecerían hasta el amanecer. No sería sensato aproximarse de noche a una costa extraña. Además, había oído que no esperaban encontrarse con Sarus hasta pasados uno o dos días. Así pues, no llevaban prisa. Por otra parte, yo esperaba que aquella noche hubiera motivo de celebración en ambos barcos. Habían permanecido mucho tiempo en el mar sin acercarse a tierra, excepto para tomar provisiones y agua y esto sólo en lugares solitarios. Los hombres se desesperarían al sentir la suavidad del cuerpo desnudo de una mujer en sus brazos, al sentir la caricia de sus labios y de su lengua, a oírla gritar de placer. Ahora Tina estaba entre ellos.

Sabía lo que tenía que hacer.

19. LA EMPALIZADA DE SARUS DE TYROS

—¿Quién va? —exclamó el guardián.

Permanecí en la oscuridad de la playa, vestido con la túnica amarilla de Tyros.

Su lanza, asida por ambas manos, estaba encarada hacia mí.

—Soy tu enemigo —le dije—. Quisiera hablar con Sarus.

—¡No te muevas!

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