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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Drama, Relato

Los confidentes (21 page)

BOOK: Los confidentes
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Ese mismo día, más tarde, y después de una siesta, también hablo con el patólogo, y me dice que al cuerpo lo movieron para bajarlo de la montaña metido en la bolsa de plástico, y por tanto, lo que recibió en el laboratorio de patología era muy diferente de lo que indicaban los primeros informes. El patólogo me cuenta que encontró la mayoría de los órganos irreconocibles «en cuanto tales órganos» debido al impacto devastador y a los severos daños y quemaduras que sufrió mi padre. Dado que el cuerpo es irreconocible, la identificación se hizo a partir de los dientes postizos. La dentadura original de mi padre quedó destrozada en un accidente de coche cuando tenía veinte años, me entero.

En el vuelo de vuelta a Los Ángeles voy sentado junto a un viejo que no deja de tomar Bloody Marys y de murmurar para el cuello de su camisa. Cuando el avión inicia el descenso me pregunta si es la primera vez que visito Los Ángeles y yo le digo que sí y el hombre asiente con la cabeza y me coloco los auriculares y oigo a Joan Jett y the Blackhearts cantando
¿Me quieres tocar?
y me pongo tenso cuando el avión atraviesa la niebla para aterrizar. Cuando me levanto, para sacar mi bolsa del compartimiento de encima de los asientos, se me cae el encendedor en el regazo del viejo y éste me lo da, sonriendo y, sacando un poco la lengua, me ofrece un papel en una película pornográfica protagonizada por unos negros muy guapos. Lo único que llevo en la bolsa es un par de camisetas, un par de vaqueros, un traje, un ejemplar de GQ, una carta sin abrir de mi padre, que nunca me mandó, la pipa de agua para fumar maría y un puñado de cenizas en un pequeño recipiente negro; lo demás lo he apostado en una mesa de blackjack del casino del Caesars Palace. Cierro el compartimiento de arriba. El viejo, arrugado y borracho, me guiña el ojo y dice:

–Bienvenido a Los Ángeles.

–Gracias, colega -le digo yo.

Abro la puerta del apartamento y entro y pongo la televisión y dejo la bolsa en el fregadero. No está Martin. Abro una botella de zumo de albaricoque y manzana de la nevera y me siento en la terraza esperando a que lleguen Martin o Christie. Me levanto, abro la bolsa y saco el GQ y lo leo en la terraza y luego termino el zumo. El cielo se oscurece. Me pregunto si habrá llamado Spin. No oigo que Martin abre la puerta. Oigo ruidos de que sacan cubitos de hielo de la nevera.

–Tío, vaya calor que hizo hoy -dice Martin, con una toalla de playa en la mano y un balón de voleibol.

–¿De verdad? – le pregunto-. Oí que había nevado.

–¿Jugaste en el casino?

–Perdí casi veinte mil dólares. Estuvo bien.

Al cabo de un rato Martin dice:

–Llamó Spin.

Yo no digo nada.

–Está todo jodido, Graham -dice Martin-. Deberías haberle llamado.

–Bueno -digo yo-. Le llamaré.

–Tenemos reserva en Chinois a las nueve.

Le miro.

–Estupendo.

La música del televisor llega hasta la terraza. Martin se vuelve y entra en el apartamento.

–Voy a tomar una granada, luego me daré una ducha, ¿vale?

–Sí. Vale. – Yo dejo también la terraza y trato de encontrar el número de Spin, pero luego sigo a Martin al cuarto de baño y más tarde encuentro los vaqueros Guess de Christie al lado de la cama de Martin y debajo de ellos hay una bayoneta.

Al día siguiente estamos en Carny's y Martin toma una hamburguesa con queso y no consigue creer que una ex novia mía salga en la portada de
People
de esta semana. Le digo que yo tampoco me lo puedo creer. Termino unas patatas fritas, tomo un trago de Coca-Cola y le digo a Martin que me apetece colocarme. Martin también se acostó con la chica de la portada del
People
de esta semana. Me fijo en que un Mercedes rojo pasa lentamente bajo el calor, con un chico sin camisa al volante, con el que también se ha acostado Martin, y durante un instante mi reflejo y el de Martin destellan en el costado del coche. Martin empieza a quejarse de que todavía no ha terminado el vídeo de los English Prices, que Leon crea problemas, que el aparato del humo todavía no funciona, que probablemente nunca funcionará, que Christie es bollera, que el amarillo es su color favorito, que recientemente se ha hecho amigo de un tipo que se llama Roy.

–¿Por qué ruedas esas cosas? – pregunto.

–¿Vídeos? ¿Por qué?

–Sí.

–No lo sé. – Me mira y luego mira los coches que pasan por Sunset-. No todo el mundo tiene un papá y una mamá ricos. Quiero decir una mamá. Y… -le da un trago a mi Coca-Cola-, no todo el mundo trafica con drogas.

–Pero tus padres están forrados -protesto.

–Forrados se puede interpretar de muchas maneras, colega -dice Martin.

Suspiro, agarro una servilleta de papel.

–Eres un auténtico… enigma.

–Oye, Graham. Me molesta tener tu casa tomada por asalto. Pagas la cuenta en Nautilus, en Maxfield's. Todo eso.

Pasa otro Mercedes rojo.

–Oye -está diciendo Martin-. Después de estos dos próximos vídeos seré famoso.

–¿Famoso?

–Sí, famoso -dice él.

–¿Cómo de famoso? ¿Muy famoso? ¿O sólo famoso a medias? – pregunto.

–Puede que famoso de verdad -dice él-. Los English Price son muy buenos. Saldrán mucho en la MTV. Serán teloneros de Bryan Metro.

–¿Sí? – pregunto-. ¿Son buenos?

–Claro que sí. Leon es una estrella.

–¿Te acostaste con Christie mientras yo estaba fuera? – pregunto.

Me mira, y gruñe:

–Tío, claro que me acosté con ella.

Christie y yo estamos haciendo cola para ver una película en Westwood. Casi son las doce de la noche y hace mucho calor y Westwood está abarrotado. Las aceras están tan llenas de gente que de hecho la cola se funde con los que pasan por la calle y con los del otro extremo de la cola que salen de las zapaterías y de los sitios donde venden helado de yogur y pósteres. Christie toma un helado italiano y me cuenta que Tommy se encuentra actualmente en Delaware y que fue a Monty y no a Tommy a quien encontraron apuñalado en San Diego, no en México, desangrado, no a Tommy, como le habían contado, porque recibió una postal con una foto de Richard Gere de Tommy y que a Corey lo encontraron metido en un barril metálico enterrado en el desierto. Me pregunta si Delaware es un estado y le digo que no estoy seguro pero que de lo que sí estoy seguro es de que esta mañana vi a Jim Morrison en un lavacoches de Pico. Tomaba una soda sin meterse con nadie. Christie termina el helado y se limpia los labios con una servilleta de papel, y se queja de sus hombreras.

Dos personas de delante de nosotros están hablando de una detención por drogas que hubo en Encino ayer por la noche, y de que se acerca implacablemente el año nuevo. Me fijo en una chica hispana que cruza la calle, en dirección al cine. Mientras cruza la calle con pasos largos y decididos, un Rolls-Royce descapotable negro casi la atropella, pero frena. Los de la acera contemplan la escena en silencio. Una chica, tal vez, dice «oh no». El conductor del Corniche, un tipo bronceado, sin camisa y con una gorra de marino, que fuma un puro, grita:

–Mira por donde andas, hispana de mierda.

La chica, ajena a todo, se dirige tranquilamente al otro lado de la calle. Me seco el sudor de la frente y veo que la chica, sin perder la calma, se dirige a una palmera y se apoya en ella, tiene la camiseta en la que está escrito CALIFORNIA empapada de sudor, sus pechos se destacan debajo del algodón, del cuello le cuelga una cruz de oro, pequeña, y como no se da cuenta de que la miro continúo con los ojos clavados en la suave cara tostada y en los ojos negros inexpresivos y en la tranquila y aburrida expresión, y ahora se aparta de la palmera y avanza hacia donde estoy yo, todavía mirando, paralizado, y se dirige hacia mí lentamente, y el viento ardiente sopla, la multitud se aparta un poco, el sudor de su cara se le seca cuando llega junto a mí y dice, abriendo mucho los ojos, con un susurro:


Mi hermano.

Yo no digo nada, me limito a devolverle la mirada.


Mi hermano
-vuelve a susurrar ella.

–¿Qué? – dice Christie-. ¿Qué quieres? ¿La conoces, Graham?

-Mi hermano
-dice la chica una vez más, y luego se aleja. La pierdo de vista entre la multitud.

–¿Quién era? – pregunta Christie cuando la cola empieza a avanzar hacia el cine.

–No lo sé -le digo, mirando hacia donde se ha ido la chica, que desde luego merecía la pena que la siguiera.

–La verdad… están invadiendo la ciudad -dice Christie-. Probablemente esté muy pasada. – Entrega su entrada y me tiende la mía. Las personas que hablaban de la detención por drogas y del año nuevo miran a Christie como si la reconocieran.

–¿Qué dijo? – pregunto.

–¿Mi
hermano?
Creo que es una especie de enchilada de pollo con mucha salsa -dice Christie-. A lo mejor es un taco, ¿quién sabe? – Se encoge de hombros, incómoda-. Estas hombreras me están matando y hace tanto calor…

Entramos al cine y nos sentamos y empieza la película y después de la película, circulando en coche por Wilshire, de vuelta al apartamento, llegamos a otro semáforo en rojo y en una parada de autobús hay cinco punkies mexicanos que llevan camisetas con cruces negras y calaveras de color azufre pintadas en ellas y nos miran a los dos, que vamos en el BMW descapotable de Christie, y yo les devuelvo la mirada y una vez en el apartamento nos ponemos a follar y Martin nos mira parte del tiempo.

Esta noche Martin dice algo sobre un club nuevo que abrieron en Melrose, conque vamos a Melrose en el descapotable de Martin, que Nina Metro le regaló por Halloween, y Martin conoce al dueño del club y entramos gratis sin problemas. Dentro hay mucha animación, la gente baila, ponen todo el tiempo un vídeo con la escena de la ducha de
Psicosis
en las pantallas de encima de la barra y esnifamos algo de coca en el cuarto de baño y conozco a una chica que se llama China que me dice que me parezco a Billy Idol, sólo que en más alto, y me doy de nances contra Spin.

–Oye, ¿qué ha sido de ti? – pregunta, gritando por encima de la música, mientras mira cómo apuñalan una y otra vez a Janet Leigh.

–En Las Vegas -le digo-. Brasil. Dentro de un tornado.

–¿Sí? ¿Tienes algo? – pregunta.

–Claro. Lo que quieras -le digo.

–¿Sí? – dice, alejándose-. Tengo que hablar con China. Creo que Madonna está aquí.

–¿Madonna? – le pregunto-. ¿Dónde?

No me oye.

–Estupendo. Te llamaré el viernes. Iremos a Spago

–Yo no tengo prisa -digo yo.

Me despido con la mano y termino bailando con Martín y dos chicas rubias a las que conoce, que trabajan en RCA, y luego volvemos todos al apartamento de Wilshire y nos colocamos de verdad y nos turnamos con tres chicos que estudian en un instituto que conocimos afuera, esperando en un aparcamiento, al otro lado de la calle del club de Melrose.

Voy en coche al Beverly Center y ando por allí, mirando las tiendas de ropa, hojeando las revistas de las librerías, y hacia las seis me siento en un restaurante desierto del piso más alto del centro comercial y pido un vaso de leche y unas pastas, que no como, sin saber por qué las pedí. A las siete, después de que hayan cerrado la mayoría de las tiendas, decido ir a una de las películas de uno de los catorce minicines del piso más alto del centro comercial, no demasiado lejos de donde estoy sentado. Saco la entrada y compro unos gofres y me siento en una de las pequeñas salas y veo una película, aturdido. Cuando se termina la película decido volver a ver la primera parte porque no me acuerdo de lo que pasó antes de que empezara a prestar atención. Después de ver nuevamente los primeros cuarenta minutos voy a un cine parecido pero más pequeño, sin importarme que me pueda ver alguno de los acomodadores, y me quedo sentado allí a oscuras, respirando lentamente. Hacia las doce de la noche estoy casi seguro de que he estado en todos los cines durante cierto tiempo, de modo que me marcho. Llego a la puerta por donde entré y la encuentro cerrada con candado y doy la vuelta y me dirijo al otro extremo del centro comercial y también encuentro cerrada la salida. Voy al segundo piso y encuentro cerradas con candado las dos salidas. Bajo por las escaleras mecánicas, que no funcionan, hasta el primer piso y llego a un extremo del centro comercial y lo encuentro cerrado. Pero encuentro el otro extremo abierto y salgo y me dirijo adonde he aparcado el coche y me subo al Porsche y pongo la radio.

Estoy esperando solo en un semáforo de la esquina de Beverly con Doheny, y pongo la radio más alta. Un chico negro sale corriendo del aparcamiento del supermercado Hughes de la esquina de Beverly y pasa junto a mi coche. Le siguen dos dependientes de la tienda y un guardia de seguridad. El chico tira algo a la calle y se pierde en la oscuridad de West Hollywood, seguido por los tres hombres. Me quedo sentado dentro del Porsche, muy quieto, mientras el semáforo se pone verde, y pasa un espinardo rodante. Me apeo del coche, con cuidado, y me dirijo al cruce y miro qué es lo que ha dejado caer el chico. No vienen coches por ninguna de las cuatro calles que se cruzan aquí y tampoco se oye nada, a no ser el zumbido de las luces fluorescentes de la calle y los Plimsouls que suenan en la radio y recojo lo que ha dejado caer el chico. Es un paquete de solomillo y lo examino atentamente bajo la luz de un neón. Veo que algo del jugo se ha salido del plástico que lo envuelve y se me desliza por el brazo hacia la muñeca, manchando el puño de la camisa blanca de Commes des Garçons que llevo puesta. Vuelvo a dejar el trozo de carne en el suelo, con cuidado, me limpio la mano en la culera de los pantalones vaqueros, luego me subo al coche. Bajo el volumen de la radio y el semáforo se vuelve a poner verde y llego a otro que está en amarillo, y ahora en rojo, y apago la radio y pongo una cinta y conduzco de vuelta a mi apartamento de Wilshire.

10

LOS SECRETOS DEL VERANO

Estoy en Powertools tratando de ligarme a una puta del Valley, una rubia con una pinta cojonuda, y ella parece decidida pero no ha bebido bastante, sólo hace como si estuviera borracha, pero va a por mí, como hacen todas, y dice que tiene veinte años.

–Vaya, vaya -le digo-. Muy bien. Pareces joven de verdad. – Aunque sé que no puede tener más de dieciséis años, puede que incluso quince si Júnior está trabajando a la puerta esta noche, y que es muy excitante si uno considera lo que podría pasar-. Me gustan las jóvenes -le digo-. No demasiado jóvenes. ¿De diez años? ¿De once? Para nada. Pero ¿de quince? – digo-. Oye, sí, está muy bien. Podría terminar en la cárcel, pero ¿qué más da?

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