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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ensayo, Otros

Los cuatro amores (11 page)

BOOK: Los cuatro amores
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Sólo entre compañeros hostiles, sostengo tímidamente ciertas opiniones y puntos de vista, medio avergonzado de confesarlos, y casi dudando de si, después de todo, son correctos o no. Pero al encontrarme de nuevo entre mis amigos, en media hora —en diez minutos— estas mismas opiniones y puntos de vista vuelven a ser indiscutibles. El criterio de este pequeño círculo, mientras estoy en él, supera el de mil personas ajenas a él: a medida que la amistad se fortalece, este efecto se producirá aun cuando mis amigos estén lejos. Pues todos queremos ser juzgados por nuestros iguales, por los hombres que son «nuestros predilectos». Sólo ellos conocen realmente nuestro pensamiento, y sólo ellos lo saben juzgar de acuerdo con las normas que admitimos plenamente. Son sus elogios lo que de verdad ambicionamos, y su crítica lo que de verdad tememos. Las pequeñas comunidades de los primeros cristianos sobrevivieron porque les interesaba exclusivamente el amor de los «hermanos», y hacían oídos sordos a la opinión de la sociedad pagana que les rodeaba. Pero un círculo de criminales, excéntricos o pervertidos sobrevive exactamente de la misma forma, haciéndose sordos a la opinión del mundo exterior, rechazándola como parloteo de entrometidos que «no entienden», de «convencionales», «burgueses», gente «del sistema», pedantes, mojigatos y farsantes.

Así pues, resulta fácil advertir por qué la autoridad arruga el ceño ante la amistad. Puede ser una rebelión de intelectuales serios contra un lenguaje vacío y ampuloso, destinado a captar aplausos y a ser aceptado por todos, o puede ser una rebelión de quienes defienden novedades dudosas contra nociones comúnmente aceptadas; de artistas verdaderos contra la fealdad de lo popular, o de charlatanes contra gustos elevados; de hombres buenos contra la maldad de la sociedad, o de hombres malvados contra el bien. Cualquiera que sea será mal recibida por los que mandan. En cada grupo de amigos hay una «opinión pública» sectorial que refuerza a sus miembros contra la opinión pública de la comunidad en general. Toda amistad, por tanto, es potencialmente un foco de resistencia. Los hombres que tienen verdaderos amigos son menos manejables y menos vulnerables; para las buenas autoridades son más difíciles de corregir, y para las malas son más difíciles de corromper. Por tanto, si nuestros jefes —por la fuerza o mediante la propaganda sobre la «camaradería», o bien haciendo veladamente que la intimidad y el tiempo libre resulten imposibles— lograran formar un mundo en el que todos fueran compañeros, no existirían los amigos; habrían suprimido así algunos riesgos, pero también nos habrían quitado lo que constituye la más sólida defensa contra la total esclavitud.

Los peligros son plenamente reales. La amistad, como la veían los antiguos, puede ser una escuela de virtud; pero también —ellos no lo vieron— una escuela de vicio. La amistad es ambivalente: hace mejores a los hombres buenos y peores a los malos. Analizar este punto sería una pérdida de tiempo. Lo que nos interesa no es explayarnos sobre la maldad de las malas amistades, sino tomar conciencia del posible peligro que encierran las buenas. Este amor, como los otros amores naturales, tiene una propensión congénita a sufrir una dolencia especial.

Es evidente que el elemento de separación, de indiferencia o de sordera, por lo menos en algunos aspectos, frente a las voces del mundo exterior, es común a todas las amistades, sean buenas o malas o simplemente inocuas. Aun así, la base común de la amistad es tan intrascendente como coleccionar sellos; su círculo, inevitablemente y con razón, ignora las opiniones de millones que creen que es una actividad tonta, y de miles que se han interesado por ella de una manera superficial. Los fundadores de la meteorología, inevitablemente y con razón también, ignoraron los juicios de millones que atribuían las tormentas a la brujería. En esto no hay ofensa. Y como sé que para un círculo de jugadores de golf, o de matemáticos, o de automovilistas, yo sería un extraño, reclamo igual derecho a considerarlos a ellos extraños al mío. Las personas que se aburren estando juntas deberían verse raras veces; quienes se interesan el uno por el otro, deberían verse a menudo.

El peligro de las buenas amistades consiste en que esta indiferencia o sordera parcial respecto a la opinión exterior, aunque necesaria y justificada, puede conducir a una indiferencia o sordera completas. Los ejemplos más espectaculares de esto pueden verse, no en un círculo de amigos, sino en una clase teocrática o aristocrática. Sabemos lo que los sacerdotes de la época de Nuestro Señor pensaban sobre la gente corriente. Los caballeros de las crónicas de Froissart no tenían ni simpatía ni misericordia con «los forasteros», los rústicos o labriegos. Pero esta lamentable indiferencia se entremezclaba estrechamente con una buena cualidad: existía verdaderamente entre ellos un elevado código de valor, de generosidad, cortesía y honor. Para el patán ordinario, cauto y avaro, este código era sencillamente una tontería. Los caballeros, al mantenerlo, no tenían en cuenta esa opinión, y así tenía que ser. No les importaba «ni un bledo» lo que aquél pensara. Si no hubiera sido así, nuestro código actual se habría visto empobrecido y vulgarizado. Pero esa costumbre de no importarles «ni un bledo» se desarrolla en una clase social. Desatender la voz del campesino cuando realmente debe serlo, hace más fácil prescindir de ella cuando clama justicia o clemencia. La sordera parcial, que es noble y necesaria, alienta a la sordera total, que es arrogante e inhumana.

Un círculo de amigos no puede oprimir el mundo exterior como puede hacerlo una poderosa clase social; pero está sujeto, en su escala, al mismo peligro. Puede llegar a tratar como «extraños», en un sentido general y denigrante, a los que lo eran propiamente sólo respecto a un asunto determinado. Así como una aristocracia puede crear a su alrededor un vacío a través del que no le llega voz ninguna. Los miembros del círculo literario o artístico que partió, con razón quizá, desechando las ideas del hombre corriente sobre arte o literatura pueden llegar a desechar igualmente sus ideas de que están obligados a pagar sus deudas, a cortarse las uñas y a comportarse civilizadamente. Sean cuales sean los fallos del círculo —y no hay círculo que no los tenga—, se convierten así en incurables. Pero eso no es todo. La sordera parcial y defendible estaba basada en una especie de superioridad —aunque fuese solamente un conocimiento superior respecto a los sellos—. El sentido de superioridad quedará entonces ligado al de sordera completa. El grupo despreciará e ignorará a quienes estén fuera de él. Se habrá convertido, de hecho, en algo muy semejante a una clase social. Una
coterie
es una aristocracia que se nombra a sí misma.

Dije antes que en una buena amistad cada miembro del grupo se siente con frecuencia inferior frente al resto. Ve que los demás son maravillosos, y se considera afortunado de hallarse entre ellos. Pero, desgraciadamente, el «ellos» y «lo suyo» es también, desde otro punto de vista, el «nosotros» y «lo nuestro». De este modo, la transición desde esa sensación de inferioridad individual al orgullo corporativo es muy fácil.

No estoy pensando en lo que se podría llamar orgullo social o «arribista»: una complacencia por conocer y por hacer saber que uno conoce a gente distinguida. Esto es algo bastante distinto. El arribista desea vincularse a cierto grupo porque está considerado como una «elite»; los amigos están en peligro de considerarse a sí mismos una «elite» porque están ya vinculados. Buscamos personas a quienes admiramos por ser como son, y luego nos asombramos, alarmados o encantados, al oír que hemos llegado a ser una aristocracia. No es que lo llamemos así. El lector que haya conocido la amistad probablemente se sentirá inclinado a negar con cierto énfasis que su círculo pueda ser culpable de semejante absurdo. Yo siento lo mismo. Pero en estos asuntos es mejor no empezar por nosotros mismos. Sea lo que sea en lo que se refiere a nosotros, pienso que todos hemos advertido esa tendencia en determinados círculos a los que somos ajenos.

En cierta ocasión asistía yo a una conferencia donde dos eclesiásticos, obviamente muy amigos, empezaron a hablar de «energías increadas» distintas de Dios. Yo pregunté cómo podían existir cosas increadas, excepto Dios, si es que el Credo estaba en lo cierto al llamarlo «Creador de todas las cosas visibles e invisibles». Su respuesta consistió en mirarse entre ellos y reír. No tenía nada en contra de su risa, pero quería también una respuesta con palabras. No era una risa irónica o desagradable, en absoluto; sino que indicaba muy bien lo que alguien expresaría al decir: «¿A que es simpático?» Era como la risa de amables adultos cuando un
enfant terrible
hace el tipo de pregunta que no debe hacerse. Es difícil imaginar lo inofensiva que era, y con cuánta claridad transmitía la impresión de que ellos eran plenamente conscientes de vivir en un plano superior al del resto de nosotros; la impresión de que se encontraban entre nosotros como caballeros entre rústicos, o como adultos entre niños. Es muy posible que tuvieran una respuesta a mi pregunta, pero que comprendieran que yo era demasiado ignorante para entenderla, Si hubiesen contestado escuetamente «Sería muy largo de explicar», yo no les estaría atribuyendo ahora el orgullo de la amistad, El intercambio de miradas y la risa constituyen el punto determinante: la personificación auditiva y visible de una superioridad corporativa que se da por sentada y es evidente. La casi total inocuidad, la ausencia de todo deseo aparente de herir o mofarse (eran jóvenes muy simpáticos) subrayan realmente su actitud olímpica. Había aquí un sentido de superioridad tan seguro que podía darse el lujo de ser tolerante, cortés, sencillo.

Este sentido de superioridad corporativa no siempre es olímpico, es decir, sereno y tolerante; puede ser titánico: obstinado, agresivo y amargo. En otra ocasión, habiendo dado yo una conferencia a un grupo de universitarios, seguida de un correcto debate, un joven de expresión tensa, como la de un roedor, me interpeló de tal manera que tuve que decirle: «Perdone, pero en los últimos cinco minutos, y por dos veces, me ha llamado usted mentiroso; si no puede discutir un tema de otra manera, me veré obligado a marcharme». Yo esperaba que él haría una de estas dos cosas: o perder la calma y redoblar sus insultos, o sonrojarse y disculparse. Lo sorprendente fue que no hizo nada de eso. Ninguna nueva alteración vino a agregarse a la habitual
malaise
de su expresión. No repitió directamente que yo estaba mintiendo, pero, aparte de eso, siguió como antes. Era como chocar contra una pared; estaba protegido contra el riesgo de toda relación propiamente personal, fuera amistosa u hostil, con alguien como yo. Detrás de esas actitudes hay, casi con seguridad, un círculo de tipo titánico de autoarmados caballeros templarios, perpetuamente en pie de guerra para defender a su admirado Baphomet. Nosotros, para quienes somos «ellos», no existimos como personas; somos especímenes, especímenes de varios grupos de edades, tipos, opiniones, o intereses, que deben ser exterminados. Si les falla un arma, cogen fríamente otra. En el sentido humanamente corriente, no están en relación con nosotros, sino que cumplen una tarea profesional: pulverizarnos con insecticida (le oí a uno usar esta expresión).

Mis dos simpáticos clérigos y mi no tan simpático roedor tenían un alto nivel intelectual. También lo tenía el famoso grupo del período eduardiano que llegó hasta la asombrosa fatuidad de llamarse a sí mismo «Las almas»; pero el mismo sentimiento de superioridad colectiva puede apoderarse de un grupo de amigos mucho más vulgares. En ese caso la prepotencia será mucho más descarnada. En el colegio hemos visto hacer eso a alumnos «antiguos» ante uno nuevo, o a soldados veteranos ante uno novato; otras veces, a un grupo bullicioso y grosero tratando de llamar la atención de los demás en un bar o en un tren. Esas personas hablan con un lenguaje de jerga y de forma esotérica a fin de llamar la atención, y demostrar así al que no pertenece a su círculo que está fuera de él. Es cierto que la amistad puede ser «en torno» a casi nada, aparte del hecho de ser excluyente. Hablando con un extraño, cada miembro del grupo se deleita llamando a los demás por sus nombres de pila o por sus motes, aunque el extraño no sepa a quién se refiere, y precisamente por eso. Conocí a uno que era todavía más sutil. Simplemente, se refería a sus amigos como si todos supiéramos —teníamos que saberlo— quiénes eran. «Como me dijo una vez Richard Button…», empezaba diciendo. Eramos todos muy jóvenes, y jamás nos hubiéramos atrevido a admitir que no habíamos oído hablar de Richard Button. Resultaba obvio, para cualquiera que fuese alguien, que se trataba de un nombre familiar, «no conocerlo significaba demostrar que uno no era nadie». Sólo mucho tiempo después vinimos a caer en la cuenta de que ninguno había oído hablar de él. (Tengo ahora la sospecha de que algunos de estos Richard Button, Hezekiah Cromwell y Eleanor Forsyth existían tanto como Caperucita Roja; pero durante más de un año nos sentimos completamente intimidados.)

De esa manera podemos detectar el orgullo de una amistad —ya sea olímpica, titánica o simplemente vulgar— en muchos círculos de amigos. Sería temerario suponer que nuestro propio círculo de amigos está a salvo de ese peligro, porque es justamente en el nuestro donde más podemos tardar en reconocerlo. El peligro de ese orgullo, en efecto, es inseparable del amor de amistad. La amistad es excluyente. Del inocente y necesario acto de excluir al espíritu de exclusividad hay un paso muy fácil de dar y, desde ahí, al placer degradante de la exclusividad. Si esto se admite, la pendiente hacia abajo se hará cada vez más pronunciada. Puede ser que nunca lleguemos a ser titanes o, simplemente, groseros; pero podríamos —lo que en cierta manera es peor— volvernos «Las almas». La visión común que en un primer momento nos unió puede desvanecerse. Seremos una
coterie
que existe por ser eso,
coterie
, una pequeña aristocracia autoseleccionada, y por lo tanto absurda, que se refocila a la sombra de su autoaprobación corporativa.

A veces, un círculo en esas condiciones empieza a derivar al mundo de lo práctico; convenientemente ampliado para poder admitir nuevos miembros, cuya participación en el interés común original es insignificante, pero a quienes se les hace sentir, en un sentido vago, «hombres justos», llega a ser un verdadero poder en el medio en que se mueve. El ser miembro de dicho círculo llega a tener cierta importancia política local, aunque la política en cuestión sea sólo la de un regimiento o de un colegio o el recinto de una catedral; la manipulación de comités, la captación de empleos (para hombres justos) y el frente unido contra los pobres se convierte ahora en su principal ocupación; y quienes se juntaban antes para hablar de Dios o de poesía, se reúnen ahora para hablar de cátedras o de empleos. Adviértase la justicia de su destino. «Polvo eres y en polvo te convertirás», dijo Dios a Adán. En un círculo que ha degenerado en un aquelarre de manipuladores, la amistad vuelve a ser el simple compañerismo práctico, que fue su origen. Ahora sus miembros forman un tipo de organismo semejante al de las primitivas hordas de cazadores. Cazadores, que eso es precisamente lo que son, no la clase de cazadores que profundamente respeto.

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