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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Los hombres sinteticos de Marte (23 page)

BOOK: Los hombres sinteticos de Marte
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Los terrenos del palacio que constituía nuestro destino cubrían un área de alrededor de treinta acres. La avenida que llevaba a ellos estaba flanqueada por las lujosas mansiones de los nobles junto con las mejores tiendas y hoteles de la urbe. Amhor es una ciudad pequeña, y la única del principado que puede aspirar a tal título, puesto que las demás son tan solo pueblos pequeños diseminados por todo su territorio. La principal actividad económica del principado no es otro que la cría de thoats y zitidars, animales marcianos de silla y de gran tiro, respectivamente. Ambas especies son también criadas para alimento, y Amhor exporta carne, cuero y otros productos de estos animales a las cercanas ciudades de Duhor, Fundal y Toonol.

Amhor es punto de reunión de todos los tratantes y abastecedores del país, gente profana y bulliciosa, grandes gastadores y siempre con la bolsa bien repleta. Un lugar no carente de atractivos excepto para conocerlo desde el interior de la jaula de un jardín zoológico, como por desgracia iba a ser mi caso.

Nuestro volador de suelo penetró por una de las puertas de la muralla que cercaba los terrenos del palacio. Una vez en el interior, pude ver a ambos lados de la avenida multitud de jaulas, pozos y cuevas conteniendo especímenes de la fauna del planeta, y ciertamente debía constituir un divertido e interesante espectáculo para los ciudadanos que recorrían la avenida, ya que aquella parte de los terrenos del palacio estaba abierta al público.

Pero la colección zoológica de Jal Had tenía una característica que la diferenciaba de los parques similares de otras ciudades barsoomianas; la inclusión en ella de varios tipos de humanos de Marte. Así que fui introducido en una jaula, pasando a formar parte del espectáculo como ejemplar exhibido en vez de como espectador. No obstante una vez dentro, procuré enterarme de la naturaleza de los seres que me rodeaban en mis mismas condiciones.

En la jaula de la izquierda estaba encerrado un gigantesco hombre verde, con largos colmillos de marfil y cuatro poderosos brazos; y en la de mi derecha un hombre rojo. Había también thoats, zitidars e incluso grandes monos blancos, feroces y peludas bestias lejanamente parecidas al hombre, que eran quizás las más terribles de todas las fieras marcianas.

No muy lejos de mí se hallaban enjaulados dos apts, los monstruos árticos del país de Okar. Esas grandes bestias cubiertas por blancas pieles, seis patas, cuatro de las cuales son cortas y pesadas, muy apropiadas para caminar sobre el hielo y la nieve. Las otras dos extremidades se proyectan hacia delante desde sus hombros todo a lo largo de su fuerte y poderoso cuello y terminan en unas manos blancas y sin pelo que les sirven para agarrar a sus presas. Según me comentó John Carter en cierta ocasión, la cabeza y la boca de un apt es muy similar a las de un animal terrestre llamado hipopótamo, exceptuando el hecho, de que de cada lado de la mandíbula inferior del apt salen dos fuertes cuernos que se curvan ligeramente hacia arriba hasta llegar a la altura de la frente. Sus dos grandes ojos se extienden en sendos alveolos ovales que van desde la parte alta del cráneo hasta las mismas raíces de los cuernos, de forma que estas armas brotan prácticamente de la parte de abajo de los ojos. Cada uno de dichos ojos está compuesto de varios millares de ocelos, como los de los insectos, pero en el caso del apt, cada ocelo dispone de su propio párpado, de manera que la bestia puede cerrar o abrir cuantas facetas de sus ojos desee.

Había asimismo banths, calots, darseens, orluks, siths, soraks, ulsios y muchas otras bestias y hombres, entre ellos incluso un kaldane, uno de los extraños hombres—araña que habitan Bantoom. Pero en cuanto yo llegué y me encerraron en mi jaula me convertí en la pieza más popular de la exposición, sin duda por no haber en ella ejemplar que superara mi horrorosa fealdad. Quizás hubiera debido sentirme orgulloso por atraer más público que cualquiera otro de los monstruos reunidos por Jal Had para su colección zoológica. Espectadores boquiabiertos se agolpaban ante mi jaula, muchos de ellos hostigándome con largos bastones o arrojándome piedras y pellas de fango.

Al poco tiempo de estar allí, un cuidador se acercó con un cartel que tuve tiempo de leer antes de que lo colgaran de la parte alta de la jaula para beneficio e instrucción de la audiencia:

HORMAD DE MORBUS

HOMBRE BESTIA CAPTURADO EN LAS

TIERRAS SALVAJES DE LAS GRANDES

MARISMAS TOONOLIANAS

Llevaba ya unas dos horas en la jaula cuando un destacamento de la guardia de palacio apareció en la avenida y procedió a expulsar del zoo a todos los visitantes. Pocos minutos más tarde se escucho un toque de trompeta en el extremo más alejado de la avenida y, al mirar hacia alla, pude ver un grupo de hombres y mujeres que se aproximaban.

—¿Qué pasa ahora? —le pregunté al hombre rojo que ocupaba la jaula vecina.

El sujeto me miro con expresión de sorpresa como si no esperara que yo tuviera el don de la palabra.

—Es Jal Had que viene a verte —respondió al fin—. Debe de estar muy orgulloso de tenerte en su zoo, pues no creo que exista en el mundo otro ejemplar como tú.

—Pues quizás dentro de poco tiempo se entere de que sí los hay — dije—. Y seguramente para su mal, pues hay millones de seres parecidos a mí y sus jefes cuentan con ellos para invadir y conquistar todo Barsoom.

El hombre rojo se echo a reír con incredulidad, cosa que no hubiera hecho de saber todo lo que yo sabía.

Entretanto la comitiva real se estaba aproximando a nosotros, marchando Jal Had unos pasos delante de los demás. Era un hombre grueso de boca cruel y ojos astutos. Se detuvo al llegar ante mi jaula y me estuvo contemplando atentamente mientras los miembros de su séquito iba reuniéndose a su alrededor. Entonces vi que Janai formaba parte del grupo; me miré y pude ver como las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Espléndido —dijo Jal Had, una vez terminado su examen—. Estoy seguro de que no hay ejemplar igual en todo el mundo —se volvió hacia sus compañeros y les pregunto—. ¿Qué pensáis de él?

—¡Es maravilloso! —respondieron todos casi al unísono.

Tan solo Janai permaneció silenciosa. Jal Had fijo su mirada en la muchacha.

—¿Y qué piensas tú, amor mío? —preguntó.

—Siento mucha lástima por él —replicó ella—. Tor-dur-bar es mi amigo, y es una crueldad tenerle encerrado en una jaula.

—¿Es que quieres que deje a las bestias salvajes rondar en libertad por la ciudad? —preguntó el príncipe.

—Tor-dur-bar no es una bestia salvaje, sino un amigo bravo y leal. De no ser por él yo estaría ahora muerta, aunque después de todo quizás hubiera sido lo mejor para mí. Pero sin embargo le guardo eterno agradecimiento por los peligros y trabajos que ha sabido soportar por mí.

—Bueno, entonces le premiaremos —dijo magnánimamente Jal Had—. Haré que reciba las sobras de la mesa real.

De modo que así estaban las cosas. Yo, un noble de Helium, sería alimentado con las sobras de la mesa de Jal Had, príncipe de Amhor. Sin embargo me consolé a mí mismo con el pensamiento de que esas sobras serían probablemente mejores que la comida que se servía a las bestias del zoo, de modo que decidí tragarme mi orgullo y aceptarlas en su momento. Desde luego no tuve oportunidad de conversar con Janai, de modo que no pude enterarme de lo que le había ocurrido ni de que futuro le esperaba, aun en el caso en que ella misma lo supiera.

—Háblame de ti mismo —me ordenó Jal Had—. ¿Eres una simple monstruosidad aislada o hay otros semejantes a ti? ¿Tú padre o tu madre se parecían a ti?

—No tengo ni padre ni madre —dije—. Y efectivamente hay otros semejantes a mí. Millones de ellos.

—¿Que no tienes padre ni madre? —Se extrañó—. Pero supongo que alguna hembra habrá puesto el huevo del que has salido ¿no es cierto?

—Yo no he salido de ningún huevo —repliqué.

—Bueno —dijo Jal Had—. Veo que no sólo eres el monstruo más horroroso que jamás he visto, sino también el más grande embustero. Quizás una buena tanda de latigazos ten enseñen a no mentirle a Jal Had.

—No está mintiendo —intervino Janai—. Todo lo que ha dicho es cierto.

—¿Tú también? —El príncipe se volvió hacia ella—¿Tú también me tomas por un estúpido? Piensa que puedo hacer azotar a mis mujeres del mismo modo que a mis animales, si me dan motivo para ello.

—Eres tú el que está probando que en efecto eres un estúpido —no pude evitar el decirlo—, porque los dos te estamos diciendo la verdad Y no nos crees.

—¡Silencio! —aulló un oficial de la guardia—. Príncipe, ¿quieres que mate ahora mismo a esa bestia presuntuosa?

—No —replicó Jal Had—. Es un ejemplar demasiado valioso. Puede que más tarde ordene que le azoten.

Pensé, en el colmo de la furia, que no envidiaba a quien tuviera la temeridad de entrar en mi jaula para azotarme ¡A mí, que tenía fuerza suficiente para despedazar a un hombre ordinario!

Jal Had se había dado media vuelta y se alejaba ahora seguido por su séquito. Tan pronto como la comitiva real dejó la avenida, las puertas fueron abiertas nuevamente al público de modo que, hasta el anochecer, debí sufrir las miradas y los insultos de aquellas gentes. Ahora me daba cuenta de lo que deben sentir los animales de los parques zoológicos ante la multitud de papanatas boquiabiertos que acuden a verlos.

Después de que los últimos visitantes dejaron el zoo al llegar la noche, los animales fueron alimentados, pues sin duda Jal Had había descubierto que las bestias en cautividad comen mejor si no hay espectadores mirándolas mientras lo hacen; de modo que los animales pudieron alimentarse en paz y con toda comodidad permitida por sus jaulas. A mí no me dieron de comer al mismo tiempo que a los otros, sino que un poco más tarde un joven esclavo llegó del palacio de Jal Had con una cesta conteniendo lo que debían ser las sobras de la cena del príncipe.

El muchacho me contempló con temor y desconfianza mientras se aproximaba a mi jaula. Había en la parte frontal de la misma, cerca del techo, una pequeña ventana a través de la cual debía ser introducida la comida, pero el muchacho tenía evidentemente miedo de abrirla por temor a que yo pudiera agarrarle si lo hacía.

—No tengas miedo —le tranquilicé—. No pienso hacerte ningún daño; no soy una fiera salvaje.

Se acercó entonces y tímidamente abrió la pequeña ventana.

—No te tengo miedo —dijo.

Pero me di cuenta de que sí me lo tenía.

—¿De dónde eres? —le pregunté.

—De Duhor.

—El amigo de un amigo mío vive allí.

—¿Cual es su nombre? —me preguntó con curiosidad.

—Vad Varo.

—¡Ah, Vad Varo! Le conozco bien. Incluso iba a ser destinado a su departamento en cuanto terminara mi educación. Es el marido de Valla Día, nuestra princesa, y un gran guerrero. ¿Y quien es ese amigo común que los dos tenéis?

—John Carter, príncipe de Helium y Señor de la Guerra de Barsoom —contesté.

Sus ojos se abrieron como platos.

—¿Es que conoces personalmente a John Carter? ¡Ah! ¿Quién no ha oído hablar de él, del mejor espadachín de todo Barsoom? ¿Pero cómo puede ser que alguien como tú conozca a John Carter?

—Puede parecerte extraño —admití—, pero te aseguro que John Carter es mi mejor amigo.

—¿Pero cómo has llegado a conocerle? —terció en la conversación el hombre rojo de la jaula contigua—. Yo soy de Helium y sé que en todo el imperio no hay ninguna criatura parecida a ti. Creo que eres una gran embustero; me mientes a mí, mientes a Jal Had y ahora estas mintiendo a ese joven esclavo. ¿Qué es lo que piensas ganar con todas esas mentiras? ¿Es que no sabes que los verdaderos barsoomianos tienen a gala ser un pueblo sincero?

—No estoy mintiendo a nadie —dije.

—¿Puedes describirme a John Carter? —tanteó el hombre rojo.

—Tiene el cabello negro y los ojos grises, y la piel más clara que tú — le repliqué—. Procede del planeta Jasoom y está casado con Dejah Thoris, la princesa de Helium. Cuando llegó a Barsoom fue capturado por los hombres verdes de Thark. Ha luchado en Okar, el país de los hombres amarillos en el lejano Norte, también ha combatido contra los themas del Valle de Dor…, y sus hazañas se han desarrollado todo a lo largo y a lo ancho de Barsoom. Cuando le vi por última vez, ambos estábamos en Morbus, en las Grandes Marismas Toonolianas.

El hombre rojo me miró con sorpresa.

—¡Por mi primer antepasado! —exclamó—. Desde luego conoces muchas cosas acerca de John Carter. Puede que, después de todo, estés diciendo la verdad.

El joven esclavo me miraba también con atención. Pude ver que le había impresionado fuertemente y esperé que podría ganar su confianza e incluso convertirle en amigo mío. Ciertamente no me vendría mal tener un amigo dentro del palacio de Jal Had, príncipe de Amhor.

—Así que has visto personalmente a John Carter —dijo—. Has estado ante él, le has hablado… ¡Ah, debe de ser maravilloso!

—Puede que algún día visite Duhor —le dije—. Y en el caso en que tú estés allí, puedes decirles que has conocido a Tor-dur-bar y que te has portado bien con él. Entonces John Carter será amigo tuyo también.

—Me portaré contigo tan bien como pueda —prometió—, y si necesitas alguna cosa que yo pueda proporcionarte, no tienes más que pedírmela.

—Bueno, hay algo que puedes hacer, efectivamente, por mí —dije.

—¿De qué se trata?

—Acércate para que pueda decírtelo al oído —vi que vacilaba—. Vamos, no tengas miedo, te prometo que no te haré ningún daño.

Se acercó a los barrotes de la jaula.

—¿De qué se trata? —volvió a preguntar.

Me arrodillé y acerqué mis labios a su oreja.

—Me interesa mucho todo lo que puedas saber acerca de la muchacha que vino conmigo, Janai. Quiero estar informado de todo lo que le ocurra en el palacio de Jal Had.

—Te contaré todo aquello de que pueda enterarme —dijo.

Tras lo cual, como se le hiciera tarde, tomó su cesta vacía y se alejó hacia el palacio.

CAPÍTULO XXV

Un asesino en el Zoo

Los siguientes días transcurrieron monótonamente, animados tan sólo por las conversaciones mantenidas con el hombre rojo de la jaula contigua y por las visitas, dos veces al día, del joven esclavo de Duhor, cuyo nombre era Orm-O.

Legué a desarrollar una gran amistad con el hombre rojo de Helium. Me dijo que su nombre era Ur Raj, y entonces recordé que le había conocido varios años antes. Era de Hastor, una ciudad en la frontera del imperio heliumita, y había sido padwar a bordo de una de las naves de guerra estacionadas allí. Le pregunté si se acordaba de un oficial llamado Vor Daj, y dijo que le recordaba muy bien.

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