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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (13 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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Adelardo Taormina, la Mogambo, me confesó que no podía soportar ni un minuto más la repentina rigidez de aquellos búlgaros que, al desnudarse y caer sobre la cama, se quedaban petrificados en la postura en la que caían, fuera la que fuese, incluidos algunos ejemplos de contorsionismo estático verdaderamente preocupantes. En consecuencia, la Mogambo había decidido regresar a una abstinencia sublimada y refugiarse en sus lirismos gráficos, de los que habían nacido una serie de exquisitos dibujos pronto exhibidos en una galería de postín y entre los que no faltaban algunos de títulos tan añorantes como
Ladronzuelo búlgaro desnudo se lava las manos para purificarse tras un pequeño robo en un bulevar de París
, o
Joven emigrante del Este de Europa espera a la intemperie la llegada de un ángel protector
. Y tampoco lo de Vicente Murcia, la Tiralíneas, era mucho más excitante: aseguraba haber encontrado su media naranja en una especie de bisnieto de Rosalía de Castro que le quería por su madurez vital y por la agradable abundancia de sus formas, y no para que le comprase un coche, como Kardan, un búlgaro al que por lo visto angustiaba como a un novicio un pecado mortal el estar desmotorizado. Claro que peor era lo de Aldo Neri, la Regina, siempre recién llegado de una fantástica fiesta organizada por él en Sotogrande, pero atormentado desde hacía algún tiempo por la persecución a la que le sometía una de las loquilagartas de la Puerta del Sol, un uruguayo dueño de una pensión clandestina e indignado porque el relaciones públicas de la alta sociedad le había birlado, según él, un búlgaro apoteósico, motivo por el cual el uruguayo buscaba continuamente venganza, bien por el retorcido método de insertar en
Segundamano
anuncios reclamando chicos jóvenes para cuidar a anciano impedido a cambio de excelente retribución, y dando como teléfono de contacto el de la Regina, con lo cual el teléfono de la Regina —su instrumento de trabajo— estaba bloqueado todo el tiempo, bien enviándole peculiares anónimos con todo tipo de amenazas y que terminaban diciendo: «Esto es un anónimo. Firmado: Juan Simeoni, el uruguayo». Eso había llevado a Aldo Neri, la Regina, a apartarse casi radicalmente de la conexión búlgara. Menos tajante era el comportamiento de la Marquesa Viuda, quien iba por ahí haciéndose lenguas de las virtudes objetivas de Kyril para consolarse de no haber podido repetir con él desde que yo le había concedido la beca y había decidido reemprender, entre búlgaro y búlgaro, sus veleidades heterosexuales y aristocráticas, marcándose como objetivo nada menos que la caza y captura de una de las Infantas de España, lo que sin duda debía de ocuparle mucho tiempo y le impedía atender su mitad probúlgara con la frecuencia y dedicación que quisiera. Caso aparte y llamativo era el de la Clementina, dócil dama de compañía de Gildo, que no perdonaba una sola tarde en la Puerta del Sol, pero había descubierto que salían más baratas sus experiencias místicas, incluidas no pocas apariciones de san Tarsicio en tanga, por lo que hacía meses que los búlgaros, bíblicamente hablando, se habían convertido para él en unos perfectos desconocidos. Así las cosas, sólo la Molokai y yo nos manteníamos fieles a la, por otra parte, cada vez más exigua oferta búlgara, el dermatólogo con su estilo promiscuo y acelerado, y yo con el reposo y la exigencia de quien ha asentado su interés, su afecto y sus ingresos en un alegre y cariñoso rufián búlgaro que había tenido la fortuna de dar con el empleo perfecto: el de chófer oficial del coche fantasmal de un caballero subyugado.

La oferta búlgara, como he dicho, menguaba a la velocidad a que mengua todo lo magnífico. Muchos de los chicos habían encontrado, en efecto, un trabajo, por lo general despiadado, que les permitía sobrevivir con resignación. Si reaparecían alguna tarde por la Puerta del Sol era sólo para encontrarse con sus paisanos y presumir un poco, a veces por el sencillo método de rechazar proposiciones deshonestas, de ir abriéndose camino. Otros se habían convertido en indeseables, bien porque no habían mejorado lo más mínimo su gama de servicios, bien porque las loquicotorras defraudadas habían difundido la especie de que, incapaces de perseverar en un oficio decente, se habían transformado en elementos peligrosos. Además, las estrictas instrucciones recibidas por los consulados españoles en los países del antiguo bloque socialista, en el sentido de extremar hasta lo intolerable las exigencias para conceder visados, impedían que la oferta se renovase con el consiguiente nerviosismo, primero, y desánimo, después, de la demanda. Cierto que la aparición de aquel búlgaro de la gabardina hizo que la concurrencia de jóvenes compatriotas aumentase y que se dejaran ver de nuevo, obligados por la necesidad de disponer como fuera de un precontrato, algunos que habían desertado hacía tiempo del mercado de valores de la Puerta del Sol. Uno de los que regresaron, ante la inicial alarma de Kyril, fue Emil Markov.

Emil había desaparecido durante unas semanas. Kyril me dijo que se había marchado a Valencia para participar en un campeonato de atletismo, invitado por un club deportivo de Vallecas al que había acudido ofreciendo sus antiguas marcas de campeón europeo juvenil de lanzamiento de jabalina; yo lo sabía, porque el propio Emil me lo había contado, lleno de ilusión por prosperar gracias a sus méritos atléticos. Me pareció dispuesto a cualquier cosa para aprovechar la oportunidad que se le presentaba —hace poco leí la noticia de la muerte de un futbolista rumano mientras entrenaba con su equipo alemán, como consecuencia del consumo obsesivo de estimulantes ante el temor de que no le renovaran el contrato— y me pidió dinero para comprar algunos productos que necesitaba. No volví a saber de él hasta que Kyril me dijo, con tono de advertencia, que había vuelto, vivía en casa de una mujer bastantes años mayor que él, había empezado a trabajar como seguridad —pero sin contrato— en una discoteca para parejas maduras, contactó con Kyril para intentar la venta de un coche en situación «no muy legal», según la expresión que los búlgaros utilizaban para describir sus actividades irregulares, y necesitaba, como todos, el dichoso precontrato; la novia entrada en años estaba dispuesta a poner el dinero. La novia de Emil no era un caballero como yo, y evitaba implicarse personalmente en la engorrosa documentación laboral que exigían las autoridades españolas.

—En el coche tengo un periódico que habla de mí —me dijo Emil cuando nos encontramos, en el salón de juegos de Montera.

Fuimos a su coche y me enseñó un periódico antiguo de Valencia en cuyas páginas deportivas se daba cuenta de los resultados del campeonato de atletismo en el que Emil había participado. Había quedado tercero en el lanzamiento de jabalina y junto a su nombre aparecía una marca conmovedoramente mediocre. Eso era todo. Meses más tarde, algunos periódicos de Madrid se extenderían en otro tipo de detalles sobre Emil, Kyril y una abundante compañía de búlgaros y polacos.

También me preguntó Emil si yo conocía a alguien a quien le interesara un audi en buen estado, aunque con la documentación un poco dudosa. Cuando Kyril lo supo, prometió partirle la boca a Emil por hablar demasiado. A la hora de la verdad, no le partió la boca y llegaron a un fraternal acuerdo para el desarrollo de sus actividades empresariales. Después de todo, pensé yo, un raquítico contrato como el que me permitía disponer de chófer no debía bloquear la iniciativa privada.

—Hay que pagar el apartamento —decía Kyril—. Y tengo que comprarme la cadena de oro.

Lo que yo le pagaba por tenerme a punto la caja de cambios, aunque llamativo, no bastaba para tantos y tan tenaces proyectos de consumo. Por otro lado, casi todas las ocurrencias comerciales que hasta entonces había tenido Kyril se habían manifestado finalmente inviables o insufribles. Para especular con el cambio del dólar hacía falta acaparar dólares, y además el dólar en este soñoliento país cambiaba poco y despacio. La exportación de piedras para mecheros tropezaba con similares inconvenientes: nadie sabía dónde se fabricaban, y sacar provecho a la diferencia de precio implicaba una inversión inicial que yo, desde luego, consideraba un desatino. Por último, la oportunidad de trabajar en un
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, fornicando con una bulliciosa compatriota en pases de tarde y noche, se había presentado, en efecto, y Kyril me estuvo anunciando durante días su debú, creo que con la esperanza de que yo no pudiese soportarlo y aumentase drásticamente tanto el importe de la beca como la insensata compensación contractual por sus servicios como chófer. Por desgracia para Kyril, la idea de verle explotado y radiante en un
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no se me antojaba excesivamente inaguantable, e incluso había algo de revancha en permitirle ejercer de semental por horas con una compañera artística que no era Kalina, a quien Kyril, por descontado, pensaba mantener alejada de sus desmanes y calamidades. La verdad, no me parecía justo que a Kalina se lo ocultase todo y a mí me lo restregase por la cara, como si yo no tuviese estómago ni corazón. Por tanto, si la solución era que se metiese con la complaciente y esforzada búlgara en uno de aquellos cochambrosos cubículos para disfrute de mirones huidizos y onanistas, adelante. A los dos nos serviría de penitencia.

—¿No te importa?

—Claro que me importa, Kyril. Pero si vas a ganar tanto dinero como dices, no tengo derecho a prohibírtelo.

Me había llamado por teléfono para decirme que quería verme. A los diez minutos, se presentó en mi casa muy acicalado y me abrazó como si estuviera a punto de emprender un viaje lleno de peligros. Sin duda, su intención era impresionarme, que yo fuera consciente de la dimensión de su sacrificio. Me advirtió que no se me ocurriera presentarme en el
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para martirizarme con su actuación, porque me mataría allí mismo. Estaba muy nervioso y creo que sólo le faltó suplicarme que hiciera algo, que le pidiese que no fuera, que le metiera en el bolsillo del pantalón cinco o diez mil pesetas, porque eso sería suficiente para que él considerase que no merecía la pena caer tan bajo. Pero no hice nada de eso. Kalina, en mi lugar, habría montado seguramente un escándalo de gemidos, lágrimas, amenazas, reproches e insultos en cirílico. Sin embargo, un caballero debe demostrar entereza y respeto hacia el ajeno albedrío incluso en los momentos más desgarradores. Así que le dejé ir, y sufrí como un prisionero de la mezquindad humana los desvarios de la imaginación, y lamenté no haber tenido la grandeza de espíritu y la liquidez suficientes para salvar a Kyril de aquel piélago de obscenidad, y me mesé las sienes plateadas, mordí con mucha desesperación los cojines del sofá, me hice una tila, llamé a Kalina para calmar la repentina sospecha de que Kyril me había mentido —pero Kalina estaba sola y en babia—, decidí correr a un cajero automático y plantarme luego en el
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para rescatar a Kyril de las miradas febriles de una clientela repulsiva, dejando de paso a la asquerosa búlgara despatarrada e inatendida, y ya me había enjaretado las gafas de sol para entrar de incógnito en aquel antro de explotación de la mujer y el hombre por los hombres cuando sonó otra vez el timbre de la puerta, abrí, tuve un vahído, saqué fuerzas de flaqueza, palpé, me aseguré de que era de nuevo Kyril en persona —humillado, arrepentido, incapaz de hacerse rico con su cuerpo, impaciente por confesarme su fracaso y pedirme perdón— y miré el reloj: sólo había pasado media hora desde que había salido de mi casa. Me abrazó como si acabara de volver de un viaje lleno de peligros. Le metí en el bolsillo del pantalón las quince mil pesetas que tenía en la cartera. Luego, mientras él me lo agradecía, tuve por un momento la impresión de que decenas de ojos nos observaban con libidinosa fruición y se me ocurrió que Kalina nunca disfrutaría una fantasía tan emocionante y que alguna ventaja tenía que tener el conocer las más hirientes traiciones de mi chófer. Y eso que aquella traición no se había consumado, porque Kyril me contó que, ya desnudo en el camerino del
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, cuando oyó que anunciaban con adjetivos muy lujuriosos su nombre y el de la búlgara por la megafonía del local, notó que estaba a punto de liarse a puñetazos con todo bicho viviente, que se asfixiaba de vergüenza, que si no salía de allí a toda prisa reventaría de un ataque al corazón, que tenía que ir a verme y contármelo todo, para que yo no dejase de ser su amigo, para que yo no dejase de quererle, y que aquélla no era forma, ni siquiera en pleno capitalismo, de hacerse millonario. Por eso no le quedaba más remedio que hacerse socio de Emil y encontrar, de momento, a alguien interesado en un audi en buen estado, aunque con la documentación algo dudosa.

A Emil y Kyril se unieron en seguida Alex, el rubiasco tenebroso a quien su empeluquinado protector, la Rizos, le había comprado un audi nuevo y, éste sí, con los papeles en regla, y Kasi, el marido de la Milesposas —así llamado por su condición de funcionario del Ministerio del Interior—, quien había optado por regalar a su búlgaro una moto como la de Kyril, pero blanquiazul y de la casa Honda. Todos ellos —Emil, Kyril, Alex, Kasi— tenían lo elemental de la vida razonablemente resuelto y, desde luego, la locomoción más que razonablemente resuelta, pero querían más, tenían cuentas pendientes con sus ambiciones más personales y apremiantes, el amor propio les exigía prosperar por sus propios medios, sin la ayuda tal vez generosa, pero demasiado correcta, de sus pusilánimes mentores. Tampoco esta vez Kyril quiso proporcionarme demasiados detalles sobre sus proyectos, aunque no pudo evitar darme algunos indicios.

—Déjame los papeles que tienes para poner la moto a mí nombre.

—¿Tienes ya el dinero para pagar las multas?

—No.

Sin más explicaciones. Comprendí que la moto no la pondríamos a su nombre jamás. Y que aquellos papeles, abundantemente fotocopiados, podían cumplir otra misión en otro tipo de vehículos. De todas formas, preferí convencerme de que todo era confuso y resultaba ininteligible y, aunque seguía viendo a Kyril con una asiduidad casi conyugal, no hice más preguntas ni él solicitó más colaboración. Tal vez por eso me alarmó tanto encontrar a Alex una noche en Ajedrez, con la cara llena de hematomas y magulladuras, un brazo vendado, cojeando y quejándose de un dolor en los riñones que no acababa de desaparecer.

—¿Qué demonios te ha pasado, Alex? ¿Has tenido un accidente? ¿Te has peleado con alguien? —la última pregunta la hice achicando la boca, como temiendo conocer la respuesta.

Alex me miró con una resignación algo infantil, como si todo fuera producto de una travesura.

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