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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Otros, #Viajes

Lugares que no quiero compartir con nadie (2 page)

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
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Pierdo mucho el tiempo pero me justifico a mí misma aferrándome a la idea de que el vagabundeo es un alimento para la escritura. Creo que desde 2004 tenemos los papeles cambiados. A mí lo que de verdad me gustaría es que él se quedara en casa, escribiendo, cocinando, que también le gusta, escuchando los debates de la radio pública, y tener yo la obligación de irme a dar clases con una cartera colgada al hombro. Tener un horario. Me gustaría tener un horario en Nueva York, como tuve en Madrid hace años, y viajar en el metro con esa cara que se le pone a la gente cuando tiene un horario y lo ha cumplido y se queja de la vida rutinaria. En cambio, yo siempre tengo la cara del que se ha escapado de la escuela y, para colmo, no ha hecho los deberes. Me gustaría tener un horario y no tener que sufrir este frío criminal del mal denominado semestre de primavera, pero la cosa se ha dado así.

Llegué a la ciudad en 2004 y no creo que me acostumbre jamás a llevar esta vida repartida, pero como hay gente que afirma que envidia mi suerte y que qué afortunada soy pudiendo disfrutar de los dos mundos y que así te quitas de España que está insoportable últimamente, no suelo quejarme. Tampoco me quejo ante aquellos que consideran este ir y venir un esnobismo para que siga torturándoles la idea de que mi vida es una fiesta permanente.

He conseguido disfrutar y padecer un estado continuo de nostalgia que duele y satisface casi a un tiempo. Lo peor es que cuando decida volver definitivamente a Madrid, porque un día volveré, dado que no me veo de vieja del Upper West apoyada en el andador Broadway arriba Broadway abajo, cuando vuelva a Madrid echaré de menos estos años errantes. Y tal vez entonces no me quede más remedio que separarme de mi marido porque él no encuentra ningún problema a un futuro Broadway arriba Broadway abajo, pero claro, carece de imaginación prospectiva como para verse a sí mismo con el andador. No nos parecemos. Yo soy capaz de visualizar la escena de mi fallecimiento: la habitación en penumbra, rodeada de mis seres queridos, yo pronunciando unas extraordinarias últimas palabras. A veces, en el colmo de la imaginación torturada, hasta me las preparo. Pero ese cuarto de moribunda nunca está en esta ciudad.

Eso sí, paradójicamente, cuando vaya con mi andador por alguna calle de Madrid recordaré estos años como los mejores de mi vida, a pesar de la ansiedad (que tal vez entonces ya habrá desaparecido) o de estos inviernos endemoniados que ya no puedo soportar y que tantas tardes me encierran en casa contra mi voluntad. Sí, a veces creo que vivo construyendo ese recuerdo: el de este tiempo en que escribo novelas o artículos en Nueva York. El de este tiempo en que a cada rato he de presentarme con la concisión con que se presenta el alcohólico a la Asociación de Alcohólicos Anónimos. Soy Elvira y escribo, y gracias a este raro oficio puedo permitirme esta vida de ritmo sincopado. Soy novelista, soy cronista de un periódico. ¿Sobre qué escribo cada semana? Sobre nada, escribo sobre nada, salgo a la calle y vuelvo a casa y escribo.

Puede que entonces, cuando haya regresado, recuerde cuánto se parecía esta contestación al espíritu de la serie «Seinfeld», que aún vemos todas las noches sabiéndonos como nos sabemos casi todos los capítulos de memoria. Recordaré ese capítulo en el que Jerry Seinfeld y George Costanza están presentando su proyecto de comedia en la televisión y a la pregunta de los directivos sobre de qué versarán las aventuras de la serie los dos amigos responden: «Pues de nada.» Los ejecutivos de la tele no pueden entender que exista una comedia sin argumentos; no les cabe en la cabeza que la vida, a menudo, carece de argumentos, salvo que llegue la muerte para escribir un fin desconsiderado y definitivo. En mi caso, esa «nada» viene a ser todo aquello de lo que casi nunca escribe un corresponsal.

Cuando todo esto sean recuerdos, pensaré (apoyada en mi andador para evocarlos mejor) que esta ciudad es única para escribir sobre nada, para dejar que la literatura que nace de ella sea el resultado de emprender un camino recto del ojo al papel. Estas páginas, por ejemplo, caerán en manos de esos lectores caprichosos a los que de vez en cuando les gusta leer aventuras escritas a vuela pluma, sin principio ni fin, como la misma vida, pero he de confesar que el secreto de esta crónica es que está escrita para mí, para esa persona que yo seré en un futuro; escribo con la voluntad de atrapar algo de este presente que según escribo ya se me va escapando de las manos.

Leeré, en estas páginas escritas para la mujer que ha de vivir definitivamente en Madrid porque no quiero ser como esos escritores que se dejan la vida en aeropuertos, que voy a Queens los martes a ver a un psiquiatra que asegura no saber nada sobre mí pero al que yo no creo del todo porque estoy convencida de que el doctor Carulla le habrá hecho un resumen o un retrato. No creo en el secreto de confesión, ni de los curas ni de los psiquiatras. No cuadra con la condición humana: todos nos contamos casi todo. Leeré que el doctor me preguntó en la primera sesión si recordaba el momento en que empezó la ansiedad y que yo le respondí que la primera vez en que fui consciente de ella (aunque en aquel pasado no hubiera sabido ponerle nombre) fue cuando tenía nueve años. Y me recordaré a mí misma emboscada en este plumas azul, con los pies colgando y la sensación de que van a encontrarme piojos, explayándome sobre mi infancia, sobre los hechos que yo creo que contribuyeron a marcarme el carácter. Un autorretrato de mi niñez que mientras lo esbozo cobra extrañeza: los viejos temores infantiles cobrando vida en un pequeño cuarto que da a Justice Avenue cuarenta años después. Recordaré al doctor diciéndome, sin que en absoluto suene desconsiderado, que ya poco se puede arreglar de todo aquello, que conviene que nos centremos en aliviar esta desazón crónica.

En el fondo, siento alivio al verme liberada de la obligación del buceo en el pasado. Yo buceo sola y a menudo demasiado. También buceo en las aguas del futuro, que es más difícil. Y desearía carecer de imaginación prospectiva, para evitarme, como Antonio, una mente que siempre avanza dos o tres pasos más allá de lo que está ocurriendo. Lo que yo desearía en la vida es saber nadar por la superficie.

No tengo problemas en tomar medicación, le digo respondiendo a su pregunta, no es un tabú para mí. Soy relativamente aficionada a la farmacopea. Con mi amigo Lorenzo, boticario y científico de NYU, en donde investiga el estrés postraumático, suelo tener jugosas conversaciones sobre las bondades de la química. Me gusta leer los prospectos y en vez de médicos prefiero visitar al farmacéutico. Tengo un boticario de confianza en Madrid y la suerte de contar con Lorenzo aquí, que acierta con la píldora perfecta en cuanto le describo tres síntomas, e incluso me las trae a casa en mano, como si fuera el coreano que reparte comida china, a cambio de una cena y una copa de vino, una vez que él ha dejado a sus ratas blancas de ojos rojos dormidas dentro de sus jaulas y nosotros hemos dejado macerando la última página de un texto hasta el día siguiente.

Confío en los milagros de la botica, siempre y cuando, el doctor y yo estamos de acuerdo, esa medicación no me alivie de tal manera la ansiedad que anule mi necesidad de escribir.

Cuando el doctor puso fin a aquella primera sesión di un pequeño salto para poner los pies en el suelo. Nos estrechamos la mano y nos citamos para la siguiente semana. Cuando salí ya era noche cerrada en Justice Avenue. Mis ojos no veían entonces lo que han visto mucho después. Las primeras veces la zona me pareció tan hostil, una especie de autopista más que de avenida urbana con edificios a ambos lados, que no fui capaz de contemplar el barrio real que tenía ante mis ojos: la mezcla asentada de chinos e hispanos que hace que los letreros tornen de los caracteres chinos al alfabeto español de manera intermitente. Elmhurst. Según han ido pasando las semanas, aquel lugar inhóspito, feo y muerto se convirtió en un barrio, en un barrio como el que había sido el mío durante mi adolescencia. Siempre me pasa. En cuanto me familiarizo con un barrio periférico se me convierte en Moratalaz y Justice Avenue se transformó en Moratalaz en el momento en que mis ojos se acostumbraron a él: empecé a ver niños que volvían de la escuela, a ancianas que los llevaban de la mano, a vecinos hablando a las puertas de un economato chinesco y a gente que salía del metro con cara de derrota tras el día de trabajo. Gente con horario. Un barrio.

De vuelta a Manhattan voy haciendo memoria de mi conversación de hoy con Gasca. Antonio me preguntará qué le he contado. Cuando se trata de cualquier otra especialidad de la medicina se suele preguntar por lo que el médico te ha dicho, cuando vas al psiquiatra lo que intriga o inquieta es lo que el paciente le ha contado. Yo, como siempre, aprovecharé para introducir mi conocida tabla de reivindicaciones y le diré que le he confesado al doctor que no me gusta este semestre de primavera en el que me muero de frío, y que para sentirme ligada a una ciudad tendría que tener un horario. Y que él me ha comprendido muchísimo.

Salgo del metro y pongo el pie en Lexington. Es como si volviera a una ciudad en la que viví hace años. De hecho, así es. En 2004 vivimos en el Upper East. No en el Upper East distinguido. En el Upper East romo y tristón que linda con Harlem. Hay toda una mística construida por los turistas europeos con respecto a Harlem. Supongo que en nuestra mente aparece el barrio vivo, popular, canalla y musical que fue la patria de los músicos negros que venían del sur a Nueva York. Pero ese Harlem, si alguna vez existió tal y como nosotros lo imaginábamos, ya no existe, aunque ciertas asociaciones vecinales tratan de recuperar el orgullo perdido y promover lazos sociales que la droga o la misma pobreza habían roto. Es cada vez un barrio más seguro y, poco a poco, va prosperando y dignificándose el comercio, pero no deja de ser algo tristón, y cuando tiene verdadera bulla es porque se trata de una zona ruidosa dominada por puertorriqueños o dominicanos.

Recuerdo a nuestro amigo el hispanista Bill Scherzer comentar con ironía el empeño que tenían los españoles en visitar Harlem. Harlem, lo que fuera de Harlem, como si el nombre del barrio contuviera en sí un montón de promesas que se harían realidad nada más pisar la frontera invisible que lo separa de Manhattan. En una ocasión le dije que tenía la intención de visitar Mount Morris Park, porque acababa de leer la memoria novelada,
A merced de una corriente salvaje
, de Henry Roth, y uno de los volúmenes,
Una estrella brilla sobre Mount Morris Park
, hablaba de la aspereza que envolvió su niñez en esta zona del este de Harlem, entonces, en los años veinte, habitada por inmigrantes irlandeses e italianos. Bill me miró sorprendido, «¿A Mount Morris Park, por qué?» No hay que extrañarse por su extrañeza, ¿cuántos de nosotros hacemos una excursión por placer o curiosidad a las periferias de nuestras ciudades? De cualquier manera, pasado el tiempo, visité Mount Morris Park, uno de esos conjuntos vecinales de finales del
XIX
y principios del
XX
, y sí me pareció hermosa su hilera de casas con escalerillas a la entrada. Hermosa y languideciente. Ahora dicen que se está despertando poco a poco de aquella languidez, aunque hay algo, difícil de analizar, en Harlem, que le impide emerger como sí lo ha hecho Brooklyn o incluso Queens.

Un amigo americano me dijo un día a las puertas del que fuera mi primer apartamento, en la calle 93 y la Tercera Avenida, lindando con el Harlem más mortecino: «Esto parece Delaware.» Y aunque yo no había estado jamás en Delaware entendí perfectamente el sentido de su descripción y sentí una indignación seca, que no supe expresar salvo torciendo el gesto. Es mi alma de adolescente periférica de la gran ciudad la que provoca que los comentarios despectivos hacia los lugares con menos encanto me subleven. Pero, siendo sincera, a la hora de pasear, yo también optaba por las zonas más comerciales y vivas del este. Nunca me quedaba en ese Delaware que hubiera defendido como si fuera la tierra de mis antepasados.

Manhattan me hizo entender el mundo a través de los puntos cardinales, algo en lo que yo, con un desastroso sentido de la orientación, jamás había reparado. Ahora que vivo en el oeste puedo entender la manera tan singular en la que los barrios de esta ciudad dividen su personalidad según el sol incide sobre ellos. La gente del oeste (la mía, por así decirlo) suele observar con ironía a los habitantes del Upper East y encerrarlos en un estereotipo: blancos y ricos. Conservadores. Pijos. Por supuesto que hay gente que escapa a esta descripción pero basta con caminar una tarde por Lexington, Madison o Park Avenue para confirmar que el estereotipo responde a una realidad tozuda y evidente.

Sea como sea, a mí el prejuicio no me afecta. Disfruto de una condición privilegiada: soy neoyorquina por la familiaridad que siento ya con la ciudad y soy extranjera porque no tengo raíces aquí. Fueron muchas tardes caminando sola por estas avenidas para no experimentar ahora una cercanía emocional cuando paseo por ellas, a pesar de que me aburren enormemente las tiendas de firma de Madison, esa especie de catedrales de la moda en la que se ha de entrar con reverencia y donde suele haber tan pocos clientes que resulta imposible pasar desapercibido si entras a echar un vistazo.

Pero Lexington, sobre todo el tramo por el que paseo ahora, a la altura de la calle 70, ofrece una autenticidad que sólo los neoyorquinos nostálgicos y sensibles advierten. Si Madison huele al dinero de las ricachonas de paso, Lexington huele al dinero del burguesote de costumbres asentadas. Suelo comenzar mi paseo en Corrado Bakery, que está en la esquina noroeste de la calle 70. Cuando vivía en el lado este, recalaba aquí para tomarme un café y un bizcocho de zanahoria, esa masa sólida y mullida, algo húmeda y coronada por una crema dulce de queso, deliciosa, que me hace preguntarme siempre a qué viene la sequedad de los bizcochos españoles, que si no se mojan en la leche se quedan pegados al paladar. En cuanto hace un poco de sol unas mesitas con sillas de forjado antiguo abrazan la esquina y a uno le parece de pronto que está en el centro de una ciudad de provincias.

Sí, eso es exactamente este entramado de calles que desembocan en Lexington: una ciudad de provincias con sus comercios sólidos y un poco anticuados. A las siete y media de la tarde todas las tiendas están cerradas. En Lexington no se acostumbra a relajar los horarios comerciales como ocurre en otras zonas más turísticas: éste es un barrio de gente de orden, que cena pronto y es poco propensa a la vida nocturna.

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