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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Manolito on the road (11 page)

BOOK: Manolito on the road
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Me despertó el olor de la crema de afeitar de mi padre y su cara muy cerca de la mía. Me dijo que no había querido levantarme porque eran las siete de la mañana, que siguiera durmiendo y que luego bajara a desayunar con Alicia, que a media mañana vendría a por mí. Me dio dos besos que me olieron muy bien y me quedé en la cama pero ya no me dormí. Desde la ventana vi cómo se iba
Manolito
con Manolo dentro y cómo pasaban muchos camiones por delante del «Chohuí». Cuando me aburrí me fui al baño y me di crema de afeitar con la brocha de mi padre y me estuve mirando un rato en el espejo, hasta que me aburrí también porque la cuchilla no la toco desde que, el año pasado en casa del Orejones, quisimos probar cómo era eso de afeitarse y, como no nos encontrábamos ni un solo pelo, nos quitamos cada uno una ceja. La verdad es que no pensamos que se nos fuera a notar tanto la diferencia de estar con una ceja a estar con dos. Mi madre me tuvo toda una semana castigado sin salir al parque del Ahorcado y estuve castigado y sin ceja. Los días de colegio me puso una tirita encima del ojo para que nadie me lo notara. Al Orejones, su madre le pintó una ceja artificial con un lápiz marrón, y parecía un payaso de circo. Al final se enteró todo el mundo de que nos habíamos quedado sin ceja y al Ore le llevó mi
sita
a la psicóloga por autolesionarse y a mí me dijo que como siguiera haciendo esas tonterías me iba a pasar como a alguna de sus amigas, que empezaron a quitarse las cejas por presumir y ahora las cejas no les salían.

—Y ahí las tienes, merendando por las tardes en las cafeterías, haciéndose viejas y con las cejas pintadas, y no dirás que se les cae la cara de vergüenza.

Me imaginé haciéndome viejo en el Tropezón y merendando sin cejas y me entró una angustia que decidí no volver a coger la maquinilla hasta que no me llegara el bigote hasta el suelo.

Después de quitarme el jabón, me vestí para bajarme a desayunar. El búho, el buitre, las ardillas y los gatos me vieron bajar las escaleras. Alicia me dijo: «Anda, qué mañanero», y me ayudó a que me sentara en un taburete de la barra. Tampoco había chococrispis en el «Chohuí». Me acordé del Imbécil y pensé que con un poco de suerte estaría tan aburrido como yo. Cuando uno se aburre, lo que desea es que su hermano, por muy lejos que esté, en el sitio más recóndito de la Tierra, se esté aburriendo tanto como tú. Para que luego digan que no quiero a mi hermano. Alicia me puso el desayuno, pero no miré lo que era, porque era muy difícil fijarte en lo que Alicia te ponía en el plato, casi siempre se te quedaban los ojos fijos en el escote que subía y bajaba. Y no porque yo quisiera, no, era una de esas cosas que no puedes evitar. Al hombre que tenía al lado desayunando y atufándome con el cigarro le debía de pasar lo mismo. Lo sé porque Alicia dio una palmada en la barra y dijo:

—Bueno, qué, aquí se viene a desayunar, no a quedarse como un bobo mirando el escote. Mucho cuidadito.

Los dos pegamos un saltillo en el taburete. Y yo me pasé a mirar el desayuno todo colorado.

—No, cariño —me dijo Alicia—, no iba por ti.

Ahora sí que vi el desayuno: dos tostadas y la caja de Tulipán para que me pusiera lo que yo quisiera. Me eché media tarrina de Tulipán y me comí todo para que luego mi padre no me llamara cateto. Luego me entraron muchas ganas de gastarme el dinero que llevaba en la riñonera y que todavía seguía siendo el mismo que el día anterior, porque con mi padre no iba a ningún sitio para poder gastármelo. Le pregunté a Alicia que si en el «Chohuí» podía gastar algo de dinero y ella me dijo que allí tenía barra libre. Lo único que se me ocurrió fue llamar por teléfono, así que llamé a mi madre y eché tres monedas de cien. Mi madre cogió el teléfono enseguida y me dijo que si había pasado algo de ayer a hoy. Yo le dije que nada, que me había duchado, me había dormido y que cuando me había despertado mi padre no estaba en la habitación, que me pegué un susto que casi me muero, pero que lo vi por la ventana que le estaba dando el paquete con el detergente a la mujer rubia del hostal «El Chohuí», que se estaba portando muy bien conmigo la mujer rubia y que me había hecho unas salchichas más feas que las que me hacía ella, pero mucho más ricas. Mi madre, no sé por qué, se empezó a poner nerviosa, y a preguntarme si mi padre había vuelto conmigo a la habitación y que cómo se llamaba la mujer rubia y que le dijera a mi padre que se pusiera… Yo le dije que mi padre se había ido y me había dejado con la mujer. Y mi madre se puso todavía peor, que le contara otra vez lo del paquete con el regalo a la mujer, que si yo estaba seguro de que era detergente. Yo le dije lo que ella había dicho: «Pues será un diamante». A mí toda esa conversación no me estaba gustando nada porque hay veces que mi madre se pone en plan supermujerpolicía, pero no sabes por qué delito te está interrogando, le dije que se me iba a cortar el teléfono y lo último que le entendí fue: «Dile a tu padre que me llame en cuanto llegue». Colgué el teléfono y me fui a la barra. Sabía que me la había cargado pero no sabía por qué. Quise pedirme una copa y olvidar, pero me acordé de cómo olía el alcohol por las mañanas en la boca de la gente y se me quitaron las ganas. Alicia me puso un zumo sin que yo se lo pidiera.

—Mi padre se va a enfadar conmigo, ya lo verás.

—¿Por qué, tonto?

—No lo sé todavía, pero ya lo verás.

Allí me quedé esperándole. Llegó muy pronto y sonriéndome desde la puerta. Yo le di la mala noticia antes de que se acercara, para quitármela cuanto antes de encima. Sólo le tuve que decir: «He llamado a mamá», y ya le cambió la cara; y entonces empezó un segundo interrogatorio, el que me hizo él, me preguntó todo lo que yo le había contado a mi madre, y luego respiró hondo y se fue al teléfono. Yo le dije: «Si quieres te dejo mis monedas…», pero no me hizo ni caso. Estuvo mucho rato hablando con ella, yo le veía escuchar y luego mover mucho la mano y dar explicaciones y luego colgar con cara de estar bastante enfadado. Cuando volvió a la barra me dijo: «¿Qué, ya estás contento? Ya le has calentado la cabeza a tu madre. Tiene razón Marcial: eres un espía». Y luego añadió: «Venga, al camión, que tengo muchas cosas que hacer». Yo salí corriendo sin decirle adiós a Alicia y me quedé esperando en la puerta del camión.

Nos subimos y todo el rato que estuvimos de viaje fuimos sin decir nada. Llegamos a un Pryca que habían copiado exacto, exactísimo al que hay en mi barrio, pura imitación, y mi padre aparcó y se bajó. Yo me iba a bajar también pero me dijo que me estuviera quieto, que no bajara por ningún motivo y que se llevaba las llaves. Me volvió a repetir que no bajara por ningún motivo. Y yo le dije «vale, papá, ahora mismo me ato con el cinturón para no moverme». Y me até.

Desde el camión yo podía ver a un hombre que estaba vendiendo cosas en el suelo a la puerta del
híper
. Pensé que a lo mejor si le compraba algo a mi padre se le pasaría ese enfado que no sabía por qué tenía conmigo. Como no podía bajar del camión le chillé al hombre-vendedor.

—¡Eh, hombre!

El hombre miró a todas partes hasta que vio mi mano que le hacía señas desde la ventanilla del camión.

—¿Qué quieres?

—Saber qué es lo que vendes.

—Pues ven aquí y lo ves.

—Es que no me puedo bajar. No me deja mi padre.

—Pues lo siento —dijo el hombre y siguió fumándose su cigarro y gritando que si tenía piolines y llaveros.

—Te voy a comprar algo, seguro, de verdad.

—A ver, ¿para quién es el regalo?

—Es para mi padre.

—¿Y qué le gusta a tu padre?

—Las retransmisiones deportivas.

—De eso no tengo
na
. Como no quieras un llavero del Betis o del Valencia.

—Es que mi padre es del Madrid.

—Pues del Madrid se me acabaron ayer. ¿Quieres un muñeco-ventosa para el parabrisas? Tengo un Neptuno muy guapo y una Sirenita.

—¿El Neptuno cuánto cuesta?

—El Neptuno cuesta seiscientas y la Sirenita te la dejo en quinientas porque es la última.

—Es que la Sirenita es de chicas.

—No es de chicas. Los camioneros se llevan más la Sirenita que el Neptuno,
pa
que te enteres, chaval.

—Pues acércamela que la vea.

—Si me la vas a comprar te la acerco, si no me la compras no me hago el viaje.

Bueno, pensé que si no me gustaba nada pero nada se la llevaba a Melody Martínez, que a ella le gusta todo lo que yo la regale porque está por mí, y a las chicas que están por ti les puedes llevar un ramo de cardos que les gusta fijo. Le dije al hombre que bueno, que se lo compraba, y el hombre vino hasta el camión. Tenía un bigote que le bajaba hasta el cuello, y una camisa de flores abierta de par en par y unas gafas de espejo que no te dejaban verle los ojos, me estuve viendo yo todo el rato que hablé con él. El tío metió el brazo entero por la ventanilla y me enseñó la Sirenita. De repente, me dio mal rollo aquel hombre con todo el brazo dentro de mi camión y con aquel bigotazo.

—Mi padre se ha llevado las llaves así que nadie puede robar el camión, ¿a que es buena idea?

Creo que el tío se me quedó mirando fijamente, aunque no lo puedo asegurar porque no le veía los ojos.

—Muy buena idea, sí —moviendo de un lado a otro la Sirenita—. Son quinientas pesetas. Esta Sirenita está muy bien porque hay otras en el mercado que les levantas el pelo y están planas, pero esta Sirenita que yo te vendo tiene el aliciente de que debajo de la melena tiene sus pezoncitos.

El hombre sin ojos le levantó el pelazo a la Sirenita y ahí estaban las tetas de la Sirenita. Le di las quinientas pesetas. Estaba sacando el brazo cuando me puse a cerrar la ventanilla, así que casi se lo pillo.


Joé
, chaval, que me dejas sin mano.

Se fue sin decir adiós y yo eché un pegotón de saliva en la ventosa y la pegué en el cristal. La Sirenita se quedó colgada. Es verdad, era mucho mejor que el Neptuno. Era muy bonita.

Mi padre salió corriendo del Pryca y se montó en el camión. Me miró sólo un momento y me dijo que volveríamos al «Chohuí», comeríamos algo y después de comer nos iríamos a Carabanchel, que había decidido dar por terminado el trabajo, que no podía trabajar teniendo que estar pendiente todo el día de mí. Me decía esas cosas pero yo no le hacía mucho caso, me estaba dando la risa porque él no se daba cuenta que la Sirenita se movía de un lado para otro con el movimiento del camión, y a mí me hacía reír que no se diera cuenta.

—Pero ¿qué te pasa? Pues no te creas que me hace tanta gracia volverme a Madrid, que me dejo un montón de trabajo sin hacer y un montón de dinero sin ganar.

Yo seguía riéndome. Le hice una seña con las cejas señalándole la Sirenita. Mi padre la miró.

—Es un regalo —le dije—. Para ti.

—¿No te dije que no bajaras del camión?

—No me he bajado. Llamé al hombre y vino al camión. Fue venta a domicilio. ¿A que mola?

Mi padre quitó los ojos de la carretera y la miró.

—Sí que mola, sí —dijo ahora ya sonriendo.

—Tenían un Neptuno, pero ésta les gusta mucho más a los camioneros. Además no es como esas Sirenitas que les levantas la melena y vienen planas, mira, ésta debajo del pelazo tiene sus pezoncitos.

A mi padre le entró ahora una risa muy fuerte. La volvió a mirar.

—¿A quién se parece? Esta sirenita me recuerda a alguien.

—No sé… Bueno, sí, se parece un poco a Alicia.

Era la mejor idea que podía haber tenido porque a mi padre se le pasó el enfado misterioso conmigo y me dijo algo que me puso muy, muy nervioso: que él también tenía algo para mí pero que iba a dármelo después de entregar el último porte, de camino a Madrid. Por más que le pregunté no pude sacarle nada de nada. Mi padre es un tipo duro.

Y aquí llega la última parte que es donde yo me pongo más nervioso cada vez que me toca contarla, y mi abuelo me dice: «No te líes, que éste es el momento más emocionante de la historia». Me lío porque sólo de acordarme se me ponen los pelos de punta. Pero el caso es que en esta parte también hay que empezar por el principio de los tiempos. El principio aquí sería que después de hacer dos o tres paradas para que mi padre fuera dejando las últimas tandas de la mercancía, volvimos al «Chohuí» a comer. Había lo menos cinco camiones aparcados en fila porque un chaval que había en el porche los estaba limpiando. A mi padre le había cambiado la cara desde que había decidido que volvíamos esa tarde a Madrid, estaba mucho más contento y me dijo que pararíamos en Cuenca para comprarle a mi madre una cosa bonita para que no se enfadara por tonterías. Me cogió en brazos y me hizo abrir la puerta del restaurante del «Chohuí» con la cabeza, como en los salones del Oeste. Dos colegas de mi padre, los dos que se habían quejado la noche anterior, le dijeron que si delante de este niño (yo) se podría jugar la partidita de mus, y mi padre dijo que claro y que un respeto, que yo era su camionero-copiloto, no era un niño cualquiera. En la mesa del rincón estaba Marcial que nos saludó levantando el tenedor porque la boca la tenía llena.

Nos sentamos a comer y Alicia nos puso un platazo de carne con tomate, y aunque no era de la marca que usa mi madre, que era uno de ésos con tropezones, me comí el plato entero y luego hice lo menos veinticinco barquitos. Los dos colegas de mi padre se sentaron al rato con nosotros y uno de ellos me echó un poquillo de vino en la casera.

—Buena la has hecho —dijo mi padre—, en cuanto llegue a casa se lo cuenta a su madre.

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