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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (31 page)

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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Además, había poco que se le pasara por alto a sus operadores. Sobrevolando Medellín en sus avionetas Beechcraft, Centra Spike controlaba docenas de canales de comunicación simultáneamente y a veces lo que los hombres oían los dejaba azorados. Una vez, después de interceptar una corta transmisión de radio de Pablo, se enviaron las coordenadas que habían calculado a los efectivos del cuartel general por medio de una línea telefónica segura. Al cabo de unos minutos, después de que la información fuera compartida con el coronel y éste lo hiciera con sus oficiales de confianza, Centra Spike interceptó otra llamada, pero esta vez desde el interior de la academia. Por lo visto alguien del cuartel general del Bloque de Búsqueda estaba llamando a Pablo para alertarle de que debía alejarse del sitio donde se encontraba. Evidentemente había un soplón en el círculo de oficiales más allegados al coronel Martínez.

Los operadores de Centra Spike grabaron la conversación que contenía una advertencia («Ya salen. Van a por ti») dirigida a uno de los hombres de Pablo, un tal Pinina. Varios días más tarde, después de que la operación para capturarlo hubiera fallado, un técnico de Centra Spike visitó a Martínez en la academia y le puso la cinta para que la oyera. El coronel no llegó a reconocer la voz, pero sabía que tenía que ser uno de los oficiales de su comandancia. Así que los echó a todos, excepto a los dos o tres de mayor confianza. El resto fue asignado a otras tareas en Bogotá. Ocho días más tarde, Martínez dio las instrucciones de una operación pendiente a su subalterno más inmediato, el mayor Hugo Aguilar. Al momento el coronel recibió otra llamada de Centra Spike: los operadores de las avionetas Beechcraft habían interceptado otra llamada de advertencia hecha a Pinina desde el cuartel general, la Academia de Policía Carlos Holguín.

—Si no es usted el traidor —le dijo el norteamericano—, tiene que ser uno de los que está a su alrededor ahora mismo.

Martínez se puso furioso y se asustó. Sólo habían pasado dos minutos. Sabía que podía confiar en Aguilar. O quizá no. Mandó llamar al mayor a su despacho y lo puso a prueba. Aguilar pareció enfadado. Juró al coronel que no había sido él el autor de tal llamada y se mostró ofendido. Martínez se sintió avergonzado. Aguilar le dijo que había hecho partícipes de los planes del coronel a tres oficiales inmediatos, pero que nadie más lo sabía. La información no había salido fuera de la plana mayor del Bloque de Búsqueda.

El coronel sufría una mezcla de miedo y desconcierto. Si en su propio cuartel general no podía mantener una conversación con el oficial en quien más confiaba sin que Pablo lo averiguara dos minutos más tarde, ¿qué esperanza había de llegar a atraparlo? En menos de media hora Martínez se encontraba en un helicóptero con destino a Bogotá, y allí entregó una vez más su renuncia. Les explicó a los generales que la situación estaba completamente fuera de su control, que la captura de Escobar era un caso perdido y que no quería tener nada más que ver. Los generales no aceptaron su renuncia y le ordenaron regresar a Medellín a poner en orden el entuerto.

Cuando Martínez regresó al día siguiente, Aguilar lo estaba esperando junto al helicóptero para comunicarle que habían descubierto al soplón. Al marcharse Martínez hacia Bogotá, Aguilar había salido hecho una furia a enfrentarse a los oficiales con los que había hablado. Los tres habían negado la acusación y no sin enfado, pero mientras hablaban notaron la presencia de un policía auxiliar, un agente de las fuerzas regulares, asignado a vigilar el perímetro de la base, y que estaba lo suficientemente cerca como para escucharles. Allí había estado también cuando los cuatro hombres habían hablado antes.

—Tiene que ser ese tipo —dijo Aguilar.

Antes de acusar al hombre, prepararon una trampa. Con el coronel en el cuartel al día siguiente, recrearon una situación similar. Aguilar salió de la oficina de Martínez y consultó las órdenes con sus tres oficiales, colocándose lo suficientemente cerca del agente para que éste los pudiera oír. Efectivamente, minutos más tarde Centra Spike grabó otra llamada telefónica en la que constaba la información falsa. El guardia fue acusado y confesó. Presa del pánico y temiendo por su vida, explicó que había sido reclutado por un subteniente, uno de los hombres que habían sido desterrados por Martínez hacía nueve días. Incluso les informó de que le habían pagado para matar al coronel, que le habían entregado una pistola con silenciador y que unas noches antes hasta se había subido a un árbol desde el que veía al coronel sentarse a leer hasta altas horas. El policía estaba demasiado lejos y no se sintió lo suficientemente confiado de su puntería. Al temer que un disparo fallido sería contestado con fuego y que moriría, había decidido pasar un par de días practicando con la pistola antes de intentarlo de nuevo. Quería haberlo hecho la noche previa, pero el coronel aún no había regresado de Bogotá.

Martínez sabía que los norteamericanos desconfiaban de todos y cada uno de los colombianos, de él inclusive, así que las llamadas a Pablo lo habían angustiado. Cuando el soplón fue descubierto, Martínez sintió más alivio por poder quitarse de encima la sombra de la sospecha, que por haber escapado por los pelos a una bala asesina. De cualquier modo, el incidente probó otra vez cuan insidiosa era la influencia de Pablo en las propias filas del Bloque de Búsqueda.

Tras haber extirpado al soplón, quedaban ciertas razones para creer que Pablo aún tenía fuentes en el cuartel general. Un asalto a gran escala llevado a cabo el 5 de noviembre en una zona al oeste de la vieja Hacienda Nápoles, no había producido resultado alguno pese a que el coronel creía que Pablo se había ocultado por allí, y otra redada realizada dos días más tarde fue igual de ineficaz. No obstante, a lo largo de aquel mismo período las operaciones contra miembros de mediana importancia del cártel eran habitualmente exitosas. Los logros confirmaban la precisión de la información y de la telemetría, pero cuando se trataba de Pablo los asaltos siempre llegaban demasiado tarde.

Durante las vacaciones navideñas a finales de 1992, Pablo envió otra oferta de rendición en una carta a dos senadores colombianos afines. En ella ofrecía entregarse si el Gobierno accedía a darles albergue a él y a sesenta miembros de las «ramas militar y financiera» de su organización. El sitio previsto por Pablo era la academia de la policía de Medellín; allí sería supervisado por un grupo de efectivos del Ejército, la Armada y Fuerza Aérea colombianas. En la carta también exigía que todos los miembros del Bloque de Búsqueda fueran dados de baja. Además, en dicha carta acusaba al coronel Martínez de torturar sistemáticamente a aquellos a quienes arrestaba para obtener más información. Pablo, el humanitario, exigía la investigación de aquellas «violaciones a los derechos humanos» y después planteó el desafío: «¿Qué haría el Gobierno si se colocara una bomba de diez mil kilos de dinamita en la Fiscalía?». Y concluía con la promesa de una nueva ola de secuestros y una amenaza a los miembros de la «comunidad diplomática» y advertía que colocaría bombas en la cadena de radio y televisión estatal (Intravisión), las oficinas de Hacienda y el periódico
El Tiempo.

Gaviria respondió a principios de enero considerando «ridículas» aquellas demandas y entendiendo las acusaciones de Pablo respecto a las violaciones a los derechos humanos como una táctica de relaciones públicas. Sin embargo, las amenazas esparcieron el pánico por toda la oficialidad de Bogotá. El fiscal general Gustavo de Greiff pidió a Busby que lo ayudara a trasladar a su familia a Estados Unidos para que sus vidas no corriesen peligro.

A pesar de todo el dolor que Pablo había causado, el coronel Martínez no podía evitar admirar el talento de aquel hombre. Pablo, su enemigo, parecía no perder nunca los estribos, especialmente cuando se veía en peligro. En aquellos momentos, por lo que constaba en grabaciones secretas con sus secuaces, Martínez notaba cómo Pablo irradiaba una calma imperturbable. El capo poseía un gran talento para barajar varios problemas a la vez y nunca hacía un movimiento que no hubiese pensado concienzudamente. Era flexible y creativo. Durante los meses que Martínez impuso un bloqueo de todos las centrales de telefonía móvil en Medellín con el objeto de entorpecer la comunicación entre Pablo y su organización, éste pasó automáticamente a comunicarse por radio o por medio de una serie interminable de correos para que aquel que recibía el recado no supiera cuál había sido su origen, pero Pablo no olvidaba rubricarlos con su huella digital de modo que no cupiesen dudas de quién era el autor. Tenía además un buen conocimiento de la naturaleza humana, podía calcular de antemano cómo otros irían a reaccionar, y a partir de allí trazar sus planes. El coronel además admiraba la mente de Pablo, pues al conversar por líneas abiertas con su familia utilizaba claves improvisadas que requerían datos específicos, lugares y eventos. A menudo la fluidez con la que Pablo manejaba tal información confundía incluso a sus secuaces, que no podían seguir la ágil mente de su jefe.

Había otra característica de Pablo que todos apreciaban: en sus mensajes escritos, sus llamadas por radio y por teléfono, se sentía a gusto. Creía que podía jugar a aquel juego indefinidamente y que podría mantenerse un paso por delante del coronel durante todo el tiempo que fuera necesario, hasta que el Gobierno de Gaviria, el fiscal general De Greiff, o quizá el Gobierno que le sucediera, capitulara y cumpliera con sus exigencias. Por muchos recursos que se utilizaran contra él, Pablo no parecía perder jamás la calma. Turbaba percibir aquella tranquilidad en alguien acosado de un modo tan absoluto, aunque quizá se pudiera hacer algo al respecto.

2

En enero, un día después de la terrible explosión de la librería de Bogotá, la hacienda La Cristalina —propiedad de la madre de Pablo— fue quemada hasta los cimientos. Más tarde explotaron dos coches bomba en el barrio de El Poblado, en Medellín, frente a los bloques de apartamentos en los que permanecían la familia inmediata de Pablo y otros parientes. Una tercera bomba estalló en una finca de Pablo, hiriendo a su madre y a su tía. Algunos días más tarde, otra de sus casas de campo fue incendiada. Todos eran actos criminales e iban contra la ley. Sus objetivos eran ciudadanos que, pese a su parentesco con Pablo, no eran criminales de por sí. Nadie murió ni fue herido de gravedad, pero el mensaje estaba claro. En la eterna y telegráfica prosa de la policía, el agente de la DEA Javier Peña explicaba:

La PNC cree que los atentados con bombas fueron cometidos por un nuevo grupo de individuos conocido como Los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar). Este nuevo grupo (...| ha prometido tomar represalias contra Escobar, su familia, y quienes le apoyan cada vez que éste lleve a cabo un acto terrorista en el que resulte herida gente inocente |...|. Es obvio que la PNC y el GDC |Gobierno de Colombia | no pueden aprobar la conducta de Los Pepes, aunque secretamente puedan aplaudir tales represalias.

Oficialmente, la embajada guardó silencio con respecto a la aparición de Los Pepes en el panorama colombiano, pero la pandilla de la quinta planta de la embajada —Busby, Wagner, Jacoby y Toft, los agentes de la DEA, Centra Spike y los elementos de la Fuerza Delta— no se mostró disgustada. ¿Qué mejor que un grupo parapolicial autóctono cuyo enemigo declarado es el enemigo público número uno? Hasta entonces, los perseguidores de Pablo habían luchado en desventaja. Pablo se había protegido tras la ley y los «derechos» que no cesaba de sacar a relucir. ¿Por qué no crear un poco de temor a los suyos para variar? ¿Por qué no pegarle donde más le duele?

Lo que hacía falta era algo de mano dura que no viniera de las fuerzas de seguridad. Hacían falta tipos rudos y prácticos a los que no les importara cruzar la línea de la legalidad de vez en cuando, la misma legalidad que Pablo ignoraba con tanta despreocupación. Ciertamente, al capo no le faltaban enemigos, pero a todos ellos nada los unía: iban desde las familias más ricas de Bogotá, hasta los matones de las pandillas rivales de Pablo en Medellín y en Cali. ¿Qué pasaría si alguien les diera un poco de aliento y los ayudara a organizarse con dinero, información, entrenamiento, estrategia y liderazgo?

Los Pepes eran el grupo ideal. Tan ideal... que parecían hechos a medida.

Después de seis meses de frustraciones, la cacería necesitaba un cambio de tercio. Si Pablo se sostenía gracias a una organización vertical, una montaña de familiares, banqueros, sicarios y abogados, entonces quizá la mejor manera de llegar hasta a él era quitarle la montaña de debajo de los pies.

El atentado de la librería había acabado con casi todo el apoyo popular con el que Pablo podía contar fuera de Medellín. El Gobierno, haciéndose eco de la indignación popular, declaró a Pablo «enemigo público número uno». Dejaron de lado los remilgos y ofrecieron por cualquier información que condujera a su captura la suma sin precedentes de cinco mil millones de pesos (seis millones y medio de dólares). El agente Peña sintió el cambio de humor en la Academia de Policía Carlos Holguín, donde cumplía con una de sus rotaciones mensuales. El día del atentado de la librería, Peña se cruzó con un grupo de los oficiales más allegados a Martínez, que acababan de salir de una reunión con su jefe.

—Las cosas van a ser muy distintas de ahora en adelante —le dijeron los militares.

La cacería, ya de por sí sangrienta y terrible, se iba a tornar más oscura aún.

En las semanas que siguieron, los cadáveres de aquellos que hacían negocios con Pablo comenzaron a aparecer por todo Medellín y por Bogotá. Víctimas a veces de Los Pepes, otras del Bloque de Búsqueda. Ante las fieras perspectivas, algunos de sus colaboradores más cercanos ya habían negociado una rendición: el 8 de octubre, el hermano de Pablo, Roberto, y Jhon Velásquez, alias
Popeye,
se habían entregado para ser inmediatamente encerrados en Itagüí, la cárcel de máxima seguridad de Medellín. Pero en la mayoría de los casos en los que la policía intervenía, los informes indicaban «muerto en un enfrentamiento».

Las fuerzas oficiales desplegadas para dar con Pablo no siempre se tomaban el trabajo de disfrazar su preferencia por eliminarlo sin más en vez de capturarlo con vida. De hecho, a Santos, a Vega, y a los demás elementos de la Fuerza Delta en la academia de Holguín no les molestaba aquella actitud: de hecho la compartían. La debacle en la que acabó el primer encarcelamiento de Pablo había dado una imagen indeleble de lo fútil que sería llevarlo ante la justicia. Según el punto de vista de los norteamericanos, estaban presenciando una carrera entre el fiscal general De Greiff, que deseaba negociar la rendición de todos los narcos del país, y la embajada y la policía, que querían ver a Pablo muerto.

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