Read Matar a Pablo Escobar Online

Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (46 page)

BOOK: Matar a Pablo Escobar
13.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Poco importa cómo se habían «cerrado» aquellos últimos cien metros; el hecho es que los jefes de Centra Spike estaban encantados con los resultados. Se había hecho justicia en contra de los peores pronósticos. Haber matado a Pablo no acabaría con el tráfico de cocaína a Estados Unidos; todo el mundo sabía que ni siquiera los menguaría. Pero los norteamericanos se habían embarcado en aquella empresa creyendo que lo que estaba en juego era algo más importante: el acatamiento de la ley y su defensa por el bien de la democracia y de la civilización. Pablo era demasiado rico, demasiado poderoso y demasiado violento; un tirano en potencia que había sido al que una sociedad democrática imperfecta, pero al fin y al cabo libre, se había enfrentado. Y Estados Unidos habían ayudado a acabar con él. Centra Spike había aprendido mucho en aquellos dieciséis meses y su trabajo en Colombia aún no había acabado: todavía quedaban el cártel de Cali y los distintos grupos guerrilleros.

Pero aquel día merecía ser celebrado. Hubo fiestas en Medellín, en Bogotá y en Cali. Las botellas de champán se envolvían en banderines con las inscripciones «p. e. g. ha muerto» y luego se descorchaban.

El mayor Steve Jacoby les confesó luego a los hombres de su unidad que al llegar a su casa había bajado del estante la polvorienta botella de coñac Rémy Martin por la que había pagado trescientos dólares allá en 1990, cuando Centra Spike había puesto a Pablo en su mira. Jacoby se bebió más de la mitad de la botella él solo.

A la muerte de su hijo, Hermilda Escobar predijo una hecatombe. «Que dios se apiade de nosotros —dijo—, porque van a ocurrir cosas terribles con la guerrilla y con el que traicionó a mi hijo. Lo que va ocurrir... y no es que yo quiera que suceda... Yo los perdono. Perdono de todo corazón a los que me han hecho tanto daño al quitarme a mi hijo. Los perdono.»

Un periodista preguntó si habría represalias en respuesta a la muerte de Pablo.

«Las habrá—aseguró—. Pero le pido a Dios que los ayude [a los asesinos de Pablo] y que no tengan que pasar por todo lo que pasó mi pobre hijo.»

Después de que Pablo cayera, Hugo entró corriendo en la casa y encontró el radioteléfono del capo. Ése era su trofeo, y con él llamó a su superior, el mayor Luis Estupinán, y le dio la enhorabuena.

Aquella noche, los hombres del Bloque de Búsqueda de Medellín celebraron su victoria hasta la madrugada, pero Hugo y su padre no se unieron a la fiesta. Tales demostraciones no eran del gusto del coronel, y cuando se comenzó a disparar otra vez, el coronel puso fin a la fiesta de inmediato. Al día siguiente por la mañana, Martínez, su hijo y la plana mayor del Bloque de Búsqueda fueron homenajeados en Bogotá.

Por la noche, en el hogar familiar, el hijo más joven del coronel, Gustavo, de diez años, inspeccionaba una pila con los artículos personales de Pablo que su padre había traído consigo. En la bolsa había una pequeña arma y mientras Gustavo la examinaba se disparó. Estaba cargada.

Gustavo no sufrió daño alguno, pero la bala le pasó lo suficientemente cerca como para rozarle la piel del abdomen. Fue como si Pablo hubiese disparado un último tiro desde la tumba. El coronel reunió los efectos personales del capo, los metió de nuevo en la bolsa y los entregó aquella misma noche al cuartel general de la PNC en Bogotá, como si aquellas cosas llevaran consigo una maldición.

La muerte del capo aún le quita el sueño. Martínez sintió una gran satisfacción personal por haber acabado con el narco. Finalmente fue ascendido a general, aunque había pagado un precio elevadísimo. Los años que pasó persiguiendo al capo fueron años de vida que perdió junto a los suyos.

«Cuando pienso en Pablo Escobar, lo veo como un episodio que alteró por completo mi modo de vida —dijo en su pueblo natal de Mosquera—. Lo que yo quería hacer con mi mujer y mis hijos también cambió considerablemente. No lo culpo como persona ni nada por el estilo. Sin embargo, por haber tomado parte en las operaciones abandoné a mi familia y a mis hijos, quienes me necesitaban en aquella etapa tan crucial de sus vidas. El reto me recuerda algo negativo de mi vida de policía, negativo en cuanto a la satisfacción personal. Hubo muy pocas satisfacciones resultado de todas aquellas operaciones, porque yo fui la víctima de todo lo que ocurre a una persona cuyo nombre es de dominio público.»

Martínez fue acusado de aceptar sobornos del cártel de Cali y de estar involucrado en las actividades ilegales de Los Pepes, acusaciones que él niega rotundamente.

«Lo más triste es que había mandos de la policía que creían que era cierto, y además nos lo hacían saber —afirma Martínez, que estima que aquellas acusaciones fueron fruto de la astucia de Pablo—. [Pablo] Me acusó de dirigir las operaciones de Los Pepes. Pablo Escobar nos acusó a mí, al general Vargas y a miembros del cártel de Cali de formar parte de Los Pepes. Y las acusaciones salieron publicadas en los medios, casi todo el mundo se enteró de ellas, y quizás aquellas acusaciones dieron lugar a rumores de que nosotros teníamos algo que ver con ellos.»

Existen pruebas sólidas de una variedad de fuentes que señalan la probabilidad de que el Bloque de Búsqueda haya cooperado con Los Pepes. Antes de morir asesinado en 1994, Fidel Castaño admitió que él había sido uno de los líderes del escuadrón de la muerte y Martínez admite que aquél colaboró con sus hombres. Los norteamericanos destinados en el cuartel general del Bloque de Búsqueda de la Academia de Policía Carlos Holguín recuerdan que Diego Murillo, alias
don Berna,
y otro de los líderes de Los Pepes, trabajaban codo a codo con los miembros del Bloque de Búsqueda. Murillo llegó a conocer tanto a Javier Peña, el agente de la DEA, que le obsequió con un reloj de oro. Quizá Martínez desconociera los esfuerzos extracurriculares de los hombres bajo su mando, pero resulta muy improbable. Lo que sí es más posible es que hoy, años después, el general querría ser recordado como el hombre que dirigió a las fuerzas de la ley que persiguieron a Pablo, y como el hombre que ganó una batalla a muerte contra el criminal más peligroso del mundo y prefiera que las actividades de Los Pepes permanezcan en la sombra. Martínez afirma que la contribución del escuadrón fue inconsecuente: «Eran un estorbo, una distracción», aclara. Curiosamente el general es el único que sostiene tal afirmación. «Los Pepes fueron una pieza clave —puntualiza un soldado norteamericano que tomó parte en la cacería—, pero usted nunca averiguará toda la verdad acerca de ellos, porque nadie se la va a contar. Sólo obtendrá conjeturas.»

Nadie ha sido jamás procesado por los crímenes de Los Pepes. En el recuento oficial del DAS, las bajas «del cártel de Medellín» durante la segunda guerra y las muertes atribuidas a Los Pepes han sido agrupadas (acaso de forma reveladora) bajo el epígrafe de bajas causadas por el Bloque de Búsqueda: un total de ciento veintinueve (los miembros de Los Pepes presumen de haber matado ellos solos al menos unos trescientos). Ciento veintisiete personas murieron en los atentados dinamiteros de Pablo. Ciento cuarenta y siete agentes de la policía perdieron la vida durante la campaña para atraparlo. Y ciento treinta y dos miembros del cártel fueron arrestados (muchos de los cuales ya se encuentran en libertad).

Ambos, el coronel Martínez y su hijo, fueron condecorados por la policía como reconocimiento a sus esfuerzos. A Hugo se le ofreció un puesto en el exterior y residió dos años en Washington trabajando para la embajada colombiana. Cuando lo entrevisté ya había alcanzado el rango de capitán y era comandante del destacamento de la policía de la ciudad de Manizales. Posteriormente fue reasignado a su antigua unidad de vigilancia electrónica y ahora reside en Bogotá.

Después de que el coronel fuera ascendido a general en 1994, dirigió durante un año la DIJIN. Durante un período fue instructor en jefe de la PNC; más tarde su inspector general; y en 1997 siguió los pasos de su hijo y se estableció en Washington, donde ocupó el cargo de agregado militar de la embajada de Colombia. Al año, cuando el general José Serrano ocupó el cargo más importante de la institución, Martínez dejó el cuerpo de policía y se retiró, ya que no coincidía en sus puntos de vista con el nuevo jefe de la PNC, el antiguo compañero cuyo uniforme había inspirado al general a unirse al cuerpo tantos años antes. En la actualidad Martínez es dueño de una pequeña granja y pasa los días entre su residencia en el campo y Bogotá.

Durante un tiempo, por razones de seguridad, consideró dejar Colombia con su mujer y su familia y establecerse en otro país. Juntos recorrieron Suramérica, visitaron Brasil, Uruguay, Argentina y Chile y decidieron que sería en los últimos dos países del cono sur donde se sentirían más a gusto. Pero en el 2000, en la misma época en que Martínez comenzaba a informarse para emigrar de su país, los medios informaron de que la viuda de Pablo Escobar y su hijo habían sido arrestados en Argentina. Por lo que paradójicamente el sitio que el general supuso más seguro resultó ser el mismo sitio en el que se ocultaba la familia de Pablo.

Por extraño que parezca, Martínez demostró sentir lástima por ellos: Justamente cuando yo intentaba buscar un sitio donde sentirme seguro, ellos también lo hacían. Me duele ver que todavía están sufriendo por algo que sucedió hace tanto tiempo. Ellos también desean alejarse de todo aquello.

En los días que siguieron a la muerte de Pablo, su mujer e hijos fueron entrevistados hasta el hartazgo por un equipo de periodistas de una cadena de televisión bogotana, en su suite del Hotel Tequendama. Demacrada pero serena, María Victoria se presentó como otra víctima de la violencia de su país:

—No existe ningún saldo positivo de todo esto. No sé si se han dado cuenta, pero nosotros también somos una familia que ha pasado la misma desesperación que las demás familias colombianas. Y estoy muy preocupada porque no creo que, psicológicamente, mis hijos logren salir airosos de esta situación tan compleja.

La pequeña Manuela, desde el quicio de una ventana, defendió a su padre:

—Ustedes no pueden decir nada acerca de mi padre..., nada de nada, porque nadie lo conoce, únicamente Dios y yo... Y para mí, mi padre es una persona inocente. Es muy doloroso que el presidente de Colombia haya felicitado a los que... [mataron a mi padre] por haber cazado al hombre más buscado del mundo. Y no creo que haya sido necesario que mi padre muriera.

El otrora vehemente Juan Pablo, ahora un joven de aspecto apagado, declaraba que quería poder vivir una vida normal en el futuro.

—No quiero morir violentamente. Quiero darle paz a mi país [...]. La verdad es que hemos estado aquí demasiado tiempo y ya no aguantamos más. Estamos desesperados. Lo que más desea la gente en las fiestas navideñas es libertad y todas las cosas maravillosas que el mundo nos ofrece. Lamentablemente, el destino ha querido que nos veamos confinados a este lugar. Estamos llegando al límite de la desesperación. Mi hermanita no lo aguanta más porque esto es una cárcel [...]. Ya no nos queda mucha esperanza.

Al poco tiempo de la muerte de su padre, el adolescente hizo una visita inesperada a la embajada de Estados Unidos en Bogotá. Pidió ver a Busby, pero éste se negó. No obstante, Busby llamó a Toft, de la DEA.

—Oye, Joe, el hijo de Pablo Escobar está abajo. No lo voy a ver, ¿vale?

Toft accedió a ver a Juan Pablo, sospechoso de ser cómplice de varias muertes y de instigar contra el Bloque de Búsqueda. Toft lo había oído despotricar en las escuchas, pero al entrar en la estancia Toft se encontró delante de un joven obeso, lleno de preocupación y derrumbado. Lo que más impresionó al jefe de la DEA fue el talante del muchacho en semejantes circunstancias: «Me dijo que él y su familia corrían peligro y que estaban solicitando visados para poder salvar sus vidas», recordaba Toft.

—¿Cuánto costaría conseguir visados? —le preguntó Juan Pablo.

Ni toda la cocaína ni todos los narcodólares del mundo te los conseguirían —replicó Toft.

Al muchacho no pareció sorprenderle la respuesta.

—¿Está seguro de que no se puede hacer nada? —repitió—. ¿No hay nada que podamos hacer para ganárnoslos?

—No te daríamos visados ni aunque ayudaras a meter preso a todo el cártel de Cali.

Tras lo cual el joven se marchó.

Finalmente la familia logró huir a Buenos Aires, donde vivieron en relativa calma hasta ser arrestados en el 2000. Un contable con quien María Victoria había tenido un romance, al ser rechazado por ella, informó a las autoridades de que supuestamente la familia había estado blanqueando dinero. María Victoria y su hijo fueron acusados de asociación ilícita, y ahora se enfrentan a una condena a prisión o a ser deportados de Argentina.

Después del éxito alcanzado en Colombia, Centra Spike debió enfrentarse a las consabidas guerras burocráticas. Los antiguos jefes de la unidad de vigilancia y detección electrónica creen que la capacidad de obtener excelentes resultados con equipos más pequeños y de menor coste les llevó a ser acosados por la CÍA y les convirtió en el blanco de investigaciones internas fabricadas por la Agencia (Centra Spike fue acusada de cometer fraudes en las cuentas de gastos y de «confraternizar»). Ciertas o no, aquellas acusaciones lograron que la unidad fuese disuelta. Se truncaron carreras y muchos de los hombres que participaron en la cacería de Pablo se han retirado del Ejército. Otros todavía realizan el mismo tipo de trabajo para el Pentágono como empleados contratados.

El Ejército aún posee la unidad conocida por aquel entonces como Centra Spike, pero sus antiguos responsables sugieren que su efectividad ha sido reducida drásticamente.

La muerte de Pablo Escobar quizá haya sido celebrada en los círculos de poder de Washington y de Bogotá, pero a muchos colombianos, especialmente los habitantes de Medellín, les causó una profunda pena. Miles de personas acudieron a su funeral y siguieron su ataúd por las calles. Aquellas personas se agolparon para acercarse, y algunos hasta abrían la tapa del féretro para tocarle la cara a el Patrón.

Hubo cánticos de «Te queremos, Pablo», vivas por Pablo Escobar y gritos enojados dirigidos al Gobierno y promesas de venganzas.

El pueblo de Medellín acompañó al cortejo hasta el cementerio, donde la hermana de Pablo le dijo a un reportero de televisión que su hermano no había sido un criminal y que todos los actos de violencia que se le atribuían eran indispensables para poder «defenderse» de la persecución del Gobierno.

BOOK: Matar a Pablo Escobar
13.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Urban Necromancer by Chard, Phil
Revenge in the Cotswolds by Rebecca Tope
The Suitcase Kid by Jacqueline Wilson
The Good Wife by Jane Porter
La canción de Kali by Dan Simmons
The Crooked House by Christobel Kent