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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (8 page)

BOOK: Musashi
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—Hermanas obedientes, compañeras amorosas, buenas madres y siervas sumisas... Veo que lo tenéis todo dispuesto en beneficio de los hombres.

—Bueno, eso es bastante natural, ¿no crees? En la antigua India se respetaba más a los hombres y menos a las mujeres que en Japón. En fin, me gustaría que oyeras el consejo que Nagarjuna daba a las mujeres.

—¿Qué consejo?

—Decía: «Mujer, no te cases con un hombre...».

—¡Eso es ridículo!

—Déjame terminar. Decía «Mujer, cásate con la verdad».

Otsū le miró sin comprender.

—¿No lo ves? —dijo él, agitando el brazo—. «Cásate con la verdad» significa que no debes encapricharte de un mero mortal, sino buscar lo eterno.

—Pero Takuan, ¿qué es «la verdad»? —le preguntó Otsū con impaciencia.

El monje dejó caer ambos brazos a los costados y se quedo mirando el suelo.

—Bien mirado —dijo pensativamente—, yo mismo no estoy seguro de lo que sea.

Otsū se echó a reír, pero Takuan no le hizo caso.

—Hay algo que sé con certeza. Aplicado a tu vida, casarte con la sinceridad significa que no deberías pensar en irte a la ciudad y parir niños débiles y llenos de pamplinas, sino que deberías quedarte en el campo, de donde eres, y criar una prole hermosa y sana.

Otsū levantó la hoz con impaciencia.

—Takuan —replicó, exasperada—. ¿Has venido aquí para ayudarme a coger flores o no?

—Claro que sí, para eso estoy aquí.

—Entonces deja de predicar y agarra esa hoz.

—Muy bien, si realmente no deseas mi guía espiritual, no voy a imponértela —dijo él, fingiéndose dolido.

—Mientras estás trabajando, correré a casa de Ogin y veré si ha terminado el obi que he de ponerme mañana.

—¿Ogin? ¿La hermana de Takezō? La conozco, ¿verdad? ¿No vino contigo una vez al templo? —Arrojó la hoz al suelo—. Te acompañaré.

—¿Vestido así?

Él fingió que no la había oído.

—Probablemente nos ofrecerá té. Me muero de sed.

Extenuada por la discusión con el monje, Otsū asintió levemente y juntos partieron por la orilla del rio.

Ogin tenía veinticinco años y ya no se la consideraba en la flor de la juventud, pero era bastante atractiva. Aunque la reputación de su hermano tendía a desconcertar a sus pretendientes, no le faltaban proposiciones de matrimonio. Su porte y su buena crianza eran evidentes de inmediato para todos. Hasta entonces había rechazado todas las ofertas, argumentando que quería cuidar un poco más de su hermano menor.

La casa donde vivía había sido construida por su padre, Munisai, cuando se encargaba del adiestramiento militar del clan Shimmen. Como recompensa por sus excelentes servicios había sido honrado con el privilegio de tomar el apellido Shimmen. La casa, que daba al río, estaba rodeada por un alto muro de tierra sobre cimientos de piedra, y era demasiado grande para las necesidades de un samurai rural ordinario. Aunque en otro tiempo fue imponente, se había deteriorado. En el tejado crecían lirios silvestres, y la pared del dōjō, la sala de ejercicios donde en otro tiempo Munisai enseñó las artes marciales, estaba totalmente llena de blancos excrementos de golondrina.

Munisai cayó en desgracia, perdió su categoría y murió pobre, cosa que era bastante frecuente en una época de turbulencias. Poco después de su muerte, sus criados se marcharon, pero como todos eran naturales de Miyamoto, muchos seguían acudiendo a la casa. En esas ocasiones traían verduras frescas, dejaban limpias las habitaciones sin usar, llenaban las jarras de agua, barrían el sendero y contribuían de muchas otras maneras al mantenimiento de la casa. También tenían una agradable charla con la hija de Munisai.

Cuando Ogin, que estaba cosiendo en una habitación interior, oyó que se abría la puerta trasera, supuso naturalmente que se trataba de uno de sus ex sirvientes. Estaba absorta en su trabajo, y se sobresaltó al oír el saludo de Otsū.

—Ah, eres tú. Me has dado un susto. Estoy terminando tu obi. Lo necesitas para la ceremonia de mañana, ¿verdad?

—Así es. Quiero agradecerte la molestia que te has tomado, Ogin. Debería haberlo cosido yo misma, pero tenía demasiado trabajo en el templo y nunca habría podido hacerlo.

—Me alegra serte de ayuda. Yo dispongo de más tiempo del que es bueno para mí. Si no estoy atareada, empiezo a meditar tristemente.

Otsū alzó la cabeza y vio el altar doméstico. En un platito ardía una vela de llama oscilante, a cuya luz mortecina la muchacha vio dos inscripciones oscuras, pintadas cuidadosamente. Estaban pegadas a unas tablillas, con una ofrenda de agua y flores delante de ellas:

El espíritu del desaparecido Shimmen Takezō, de 17 años.

El espíritu del desaparecido Hon'iden Matahachi, de la misma edad.

—Ogin —le dijo Otsū, alarmada—: ¿Has tenido noticias de que los han matado?

—No, pero... ¿qué otra cosa podemos pensar? Lo he aceptado. Estoy segura de que han muerto en Sekigahara.

Otsū sacudió la cabeza con violencia.

—¡No digas eso, Ogin! —Se precipitó al altar y arrancó las inscripciones de sus tablillas—. Me libro de estas cosas porque sólo invitan a lo peor.

Mientras soplaba para apagar la vela, las lágrimas corrían por su rostro. No satisfecha con eso, cogió las flores y el cuenco de agua y cruzó la habitación contigua hasta la terraza, desde donde arrojó las flores tan lejos como pudo y vertió el agua por encima de la barandilla. Cayó sobre la cabeza de Takuan, que estaba acuclillado en el suelo.

—¡Aaay, qué fría está! —gritó el monje, incorporándose de un salto y tratando frenéticamente de secarse la cabeza con el paño de envolver—. ¿Qué estás haciendo? ¡He venido aquí a tomar una taza de té, no a bañarme!

Otsū se echó a reír hasta que volvieron a saltársele las lágrimas, esta vez de regocijo.

—Lo siento, Takuan, de veras. No te había visto.

A modo de disculpa le trajo el té que él había estado esperando. Cuando entró, Ogin, que miraba fijamente hacia la terraza, le preguntó:

—¿Quién es ése?

—El monje itinerante que se aloja en el templo, ya sabes, ese hombre sucio. Le viste el otro día, cuando me acompañabas, ¿recuerdas? Estaba tendido al sol, boca abajo, con la cabeza entre las manos y mirando el suelo. Cuando le preguntamos qué hacía, dijo que sus piojos realizaban un encuentro de lucha, y añadió que los había adiestrado para que le entretuvieran.

—¡Ah, es él!

—Sí, él. Se llama Takuan Sōhō.

—Es un poco raro.

—Eso es lo más suave que puede decirse de él.

—¿Qué es eso que lleva puesto? No parece un hábito de sacerdote.

—Y no lo es, sino un paño de envolver.

—¿Un paño de envolver? Es un excéntrico. ¿Qué edad tiene?

—Dice que treinta y uno, pero a veces me siento como si fuese su hermana mayor, tan tonto es. Uno de los sacerdotes me ha dicho que, a pesar de su aspecto, es un monje excelente.

—Supongo que eso es posible. Nunca puedes juzgar a la gente por su aspecto. ¿De dónde procede?

—Nació en la provincia de Tajima y empezó a prepararse para el sacerdocio a los diez años. Unos cuatro años después ingresó en un templo de la secta zen Rinzai. Luego la abandonó y se hizo seguidor de un sacerdote y sabio del Daitokuji, con el que viajó a Kyoto y Nara. Más tarde estudió con Gudō, del Myōshinji, Ittō de Sennan y toda una serie de otros famosos hombres santos. ¡Se ha pasado una tremenda cantidad de tiempo estudiando!

—Tal vez por eso hay en él algo diferente.

Otsū prosiguió con el historial de Takuan:

—Le nombraron monje residente en el Nansōji y más tarde, por edicto imperial, abad del Daitokuji. Nadie me ha dicho nunca por qué motivos, y él nunca habla de su pasado, pero por alguna razón huyó de allí cuando sólo llevaba tres días.

Otsū sacudió la cabeza.

—Dicen que famosos generales como Hosokawa y nobles como Karasumaru han intentado una y otra vez convencerle de que se establezca definitivamente —siguió diciendo—. Incluso le ofrecieron levantarle un templo y donar dinero para su mantenimiento, pero a él no le interesa. Dice que prefiere vagar por el campo como un mendigo, con sólo sus piojos por amigos. Yo diría que está un poco loco.

—Es posible que, desde su punto de vista, seamos nosotros los raros.

—¡Eso es exactamente lo que dice!

—¿Cuánto tiempo se quedará aquí?

—No hay manera de saberlo. Tiene la costumbre de presentarse un día y desaparecer al siguiente.

Takuan, que estaba en pie cerca de la terraza, gritó:

—¡Oigo todo lo que decís!

—Bueno, no estamos diciendo nada malo —replicó Otsū alegremente.

—No me importa que lo hagáis, si os parece divertido, pero por lo menos podríais darme unos pastelillos para acompañar al té.

—A eso me refería —dijo Otsū—. Es siempre así.

—¿Qué quieres decir con eso de que soy siempre así? —preguntó Takuan con retintín—. ¿Y qué me dices de ti? Ahí sentada parece como si fueras incapaz de hacer daño a una mosca, y sin embargo actúas de una manera mucho más cruel y despiadada de lo que yo podría jamás.

—¿Ah, sí? ¿De qué manera soy cruel y despiadada?

—¡Dejándome aquí afuera, desamparado, sin nada más que té, mientras tú estás ahí sentada gimiendo por tu amante perdido!

Las campanas sonaban en el Daishōji y el Shippōji. Habían empezado a sonar con un ritmo mesurado poco después del alba y seguían haciéndolo de vez en cuando bien pasado el mediodía. Por la mañana una procesión constante se dirigía a los templos: muchachas con obis rojos en sus kimonos, viudas de mercaderes que usaban unos tonos más apagados, y aquí y allá una anciana con kimono oscuro que llevaba a sus nietos de la mano. La pequeña sala principal del Shippōji estaba atestada de fieles, pero los hombres jóvenes que había entre ellos estaban más interesados en mirar a Otsū que en participar en la ceremonia religiosa.

—En efecto, está aquí —susurró uno.

—Más bonita que nunca —añadió otro.

En el interior de la sala se alzaba un templo en miniatura con el techo cubierto de hojas de lima y las columnas rodeadas de flores silvestres entretejidas. Dentro del «templo floral», como lo llamaban, había una estatua negra del Buda, de dos pies de altura, que señalaba con una mano el cielo y con la otra la tierra. La imagen estaba colocada en un recipiente de arcilla de fondo plano, y los fieles, al pasar por delante, vertían té dulce sobre su cabeza con un cucharón de bambú. Takuan permanecía a un lado con un suministro adicional del bálsamo sagrado, llenando tubos de bambú para que los fieles se los llevaran a casa, pues traía buena suerte. Mientras vertía el líquido, solicitaba donativos.

—Este templo es pobre, por lo que os pido que donéis tanto como os sea posible, sobre todo vosotros, los ricos..., sé quiénes sois, porque lleváis esas finas sedas y esos obis bordados. Tenéis mucho dinero, pero también debéis tener muchas preocupaciones. Si dejáis un quintal de monedas por vuestro té, vuestras preocupaciones serán un quintal más ligeras.

En el otro lado del templo floral, Otsū estaba sentada ante una mesa negra lacada. Su cara tenía un color rosado brillante, como las flores que la rodeaban. Ataviada con su obi nuevo, escribía ensalmos en hojas de papel de cinco colores. Movía el pincel con destreza, mojándolo de vez en cuando en un tintero de laca y oro que tenía a su derecha. Escribió:

Rápida e intensamente

en éste, el mejor de los días,

el octavo del cuarto mes,

que sean sentenciados esos

insectos que devoran las cosechas.

Desde tiempo inmemorial se creía en aquellos contornos que colgar ese práctico poema de la pared podía proteger no sólo de los bichos, sino también de las enfermedades y la fortuna adversa. Otsū escribió los mismos versos docenas de veces, con tanta frecuencia que la muñeca empezó a latirle dolorosamente y su caligrafía a reflejar la fatiga.

Se detuvo un momento a descansar y llamó a Takuan:

—No sigas tratando de robar a esta gente. Les estás quitando demasiado.

—Sólo me dirijo a los que ya tienen demasiado y eso ha llegado a ser una carga para ellos. La esencia de la caridad consiste en aliviarles de esa carga.

—Según ese razonamiento, los ladrones comunes son todos santos.

Takuan estaba demasiado ocupado recogiendo donativos para replicar.

—Vamos, vamos —decía a la multitud que avanzaba a empellones—. No empujéis, no tengáis prisa, haced cola. Muy pronto tendréis ocasión de aligerar vuestras bolsas.

—¡Eh, sacerdote! —dijo un joven que había sido amonestado por abrirse paso a codazos.

—¿Te refieres a mí? —replicó Takuan, señalándose la nariz.

—Sí, a ti, no paras de decirnos que esperemos a nuestro turno, pero entonces atiendes a las mujeres primero.

—Me gustan las mujeres tanto como a cualquiera.

—Debes de ser uno de esos monjes lascivos de los que siempre oímos contar anécdotas.

—¡Basta ya, renacuajo! ¿Crees acaso que no sé por qué estás tú aquí? No has venido a reverenciar al Buda ni a llevarte a casa un ensalmo. ¡Estás aquí para echarle una mirada a Otsū! Vamos, confiesa..., ¿no es eso cierto? No llegarás a ninguna parte con las mujeres si actúas como un mísero.

El rostro de Otsū se volvió escarlata.

—¡Basta, Takuan! ¡Cállate ahora mismo o voy a volverme loca de veras!

Para dar reposo a sus ojos, Otsū alzó de nuevo la vista de su trabajo y miró al exterior, por encima de la muchedumbre. De súbito tuvo un atisbo de un rostro y dejó caer bruscamente el pincel. Se incorporó de repente, casi derribando la mesa, pero el rostro ya se había desvanecido, como un pez que desaparece en el mar. Ajena a cuanto la rodeaba, corrió al porche del templo, gritando:

—¡Takezō! ¡Takezō!

La ira de la viuda

La familia de Matahachi, los Hon'iden, eran miembros orgullosos de un grupo de la pequeña aristocracia rural que pertenecía a la clase samurai pero también trabajaba la tierra. El verdadero cabeza de familia era su madre, una mujer incorregiblemente testaruda llamada Osugi, la cual, aunque tenía casi sesenta años, todos los días se ponía al frente de sus familiares y agricultores arrendatarios y trabajaba tan duramente como cualquiera de ellos. En la época de la siembra azadonaba los campos y, una vez recogida la cosecha, trillaba la cebada pisoteándola. Cuando la oscuridad le forzaba a interrumpir el trabajo, siempre encontraba algo que colgar de su espalda encorvada para llevarlo a casa. A menudo era una carga de hojas de moral tan grande que su cuerpo, casi doblado por la cintura, apenas era visible debajo. Por la noche solía ocuparse de sus gusanos de seda.

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