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Authors: Miguel Ángel Revilla

Tags: #Biografía, #Política

Nadie es más que nadie (13 page)

BOOK: Nadie es más que nadie
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CÁNTABRO DE CORAZÓN
UNA VISITA INESPERADA

La familia Botín es en Cantabria algo más que una familia. El apellido está ligado al banco más poderoso de España y de la Unión Europea. Y sobrevuela, en la realidad o en la leyenda, vidas y haciendas. Alguien pintó en una ocasión un mural con la leyenda «Santander del Banco».

Por mi larga trayectoria política, he tenido ocasión de charlar muchas horas con Emilio Botín y creo de interés para los lectores relatar algunas anécdotas que nos aproximen a la personalidad de un hombre tan poderoso e influyente.

Le conocí en 1989, cuando le pedí una entrevista para abogar por un empresario amigo mío a quien el banco exigía injustamente la devolución de un dinero en tiempo récord, con la amenaza de embargo. Es probable que hasta aquel día nadie le hubiera dicho a este hombre cosas tan duras en su despacho. Solucionó favorablemente el asunto y no volví a verle hasta 1995.

En aquel momento era yo vicepresidente de Cantabria y consejero de Obras Públicas en un Gobierno de coalición con el Partido Popular. Su secretaria contactó con la mía para solicitarme una entrevista que yo le concedí al instante. Quedamos un día a las diez de la mañana en mi despacho de Puertochico. Nada me había anunciado sobre los motivos de la visita.

Su llegada provocó un gran revuelo, porque tiene a su alrededor un gran despliegue de seguridad. Le recibí en la puerta del despacho, nos sentamos y me dijo: «Sabes la devoción que mi familia y yo tenemos por las pinturas de la cueva de Altamira. Quiero construir un museo y una réplica de la cueva como legado a Cantabria».

Tengo que hacer un paréntesis para explicar la relación de Emilio Botín Sanz de Sautuola con la Capilla Sixtina del arte cuaternario. Su bisabuelo, Marcelino Sanz de Sautuola, y su hija María descubrieron las pinturas. Era un gran aficionado a la paleontología y un apasionado de las ciencias naturales, la botánica y la geología. El descubrimiento tuvo lugar en el verano de 1879, cuando Marcelino y su hija inspeccionaban la cueva. La niña entró por una oquedad, vio las pinturas y salió corriendo para decirle a su padre que en el techo había bueyes. Acababa de encontrar la mayor maravilla pictórica de la Prehistoria, el techo de policromados conocido como la Capilla Sixtina del arte cuaternario, declarado Patrimonio de la Humanidad. Una joya que hizo comentar a Pablo Picasso: «Desde Altamira para acá, todo es decadencia».

Ese momento histórico fue el inicio de muchos problemas para el bisabuelo de Botín. Al año siguiente, en 1880, publicó un trabajo donde daba a conocer su descubrimiento y el origen prehistórico de las pinturas. Los popes mundiales en esta materia eran los franceses Cartailhac, Mortillet y Harlé, quienes pronto calificaron el hallazgo como un fraude total. La novedad del descubrimiento era tan sorprendente que provocó el rechazo de los expertos.

Llegaron a afirmar que las pinturas eran obra del propio Marcelino, e incluso se llegó a asegurar que había tenido durante meses a un pintor francés alojado en su casa, que salía sin ser visto para realizar las pinturas. A las críticas feroces de los franceses se unieron también la de los compatriotas españoles. El 1 de diciembre de 1886, el director de la Calcografía Nacional, Eugenio Lemus, decía: «Tales pinturas no tienen caracteres de la Edad de Piedra, ni arcaico, ni asirio, ni fenicio y son obra de un mediano discípulo de la escuela moderna».

Marcelino murió en 1888, sumido en el mayor de los descréditos. Hay que ponerse en la piel de un hombre serio y honesto, que sabe la verdad y se va de este mundo acusado de ser un impostor. A partir de 1895 se descubrieron en Francia una serie de cuevas con pinturas similares a las de Altamira. Emile Cartailhac, el mayor detractor del hallazgo de Altamira y la mayor eminencia mundial en la materia, publica en 1902 un artículo titulado «La grotte de Altamira, mea culpa de un sceptique».

A partir de ese momento ya nadie pone en duda el origen prehistórico de las pinturas, datadas entre 12.000 y 16.000 años antes de Cristo. Comienzan los desagravios a Marcelino y la rehabilitación de su imagen. Él no llegó a verlo. Murió como un estafador a ojos del mundo. Me da la impresión de que su bisnieto Emilio ha estado siempre obsesionado por lo que le ocurrió y empeñado en contribuir al prestigio que nunca debió perder.

Volvamos a la reunión en mi despacho, donde Botín me cuenta que está dispuesto a realizar una obra que se convierta en atractivo turístico y centro de referencia para el estudio de la Prehistoria.

—Como ver las pinturas originares será cada día más difícil, me propongo hacer una réplica perfecta. Quiero el apoyo del Gobierno de Cantabria a este proyecto.

Sin dudarlo y entusiasmado, le ofrecí mi respaldo, pero inmediatamente le pregunté:

—¿Sabe algo el presidente de este asunto?

Me dijo que no, que yo era el primero en conocer sus intenciones.

—Esto no se puede hacer, Emilio. En la planta de abajo, donde está el jefe, hay expectación por saber a qué has venido. Estas cosas tienen un protocolo y el primero en saberlo tiene que ser el presidente de Cantabria, que estoy seguro de que se mostrará como yo encantado de lo que le planteas, pero puentearle puede dar al traste con tus propósitos. Vamos a comentar que ha sido una visita de cortesía, e incluso que te preocupa el estado de las carreteras de la región, pero nada del Museo de Altamira. Deja pasar unos días y le pides una entrevista al presidente para exponerle tus planes como si fueran una primicia.

Me agradeció el consejo y unos días después apareció junto al presidente en la portada de los periódicos regionales anunciando el compromiso de la obra. Hoy el Museo de Altamira recibe cuatrocientos mil visitantes al año y es una referencia mundial en el estudio de la Prehistoria.

A partir de ese momento, mis relaciones con Botín fueron muy fluidas y ya permanentes a partir del año 2003, cuando llegué a la Presidencia de Cantabria.

LA OTRA CARA DE EMILIO BOTÍN

Emilio Botín es un hombre de escasísima vida social en Cantabria. No se le ve por la calle, ni en restaurantes. Y hasta hace unos años no gozaba de la simpatía popular. Personalmente, yo no le debo nada. Pero he considerado de justicia dar a conocer algunas facetas desconocidas de su personalidad. A través de la Fundación Marcelino Botín, que él preside, son posibles multitud de obras en Cantabria, cuya autoría no es conocida en la mayoría de los casos por expreso deseo suyo. Estoy hablando de inversiones que superan los dos millones de euros al año.

Por encima de su faceta de banquero, que no voy a analizar, en los últimos años su labor de mecenazgo en Cantabria ha sido impresionante y así me propongo analizarlo a continuación.

Hace unos tres años, la revista Vanity Fair dedicó un reportaje de varias páginas a Emilio Botín. La autora del trabajo se preguntaba si tenía amigos y concluía que, después de hablar con mucha gente, no se le conocía a nadie en especial, más allá de lo mucho que hablaba con Miguel Ángel Revilla.

Desde que llegué a la Presidencia de Cantabria, raro ha sido el mes que no nos hemos visto. Por regla general, desayunando, a las diez de la mañana, en su despacho del banco en el Paseo de Pereda de Santander. Esos desayunos son un rito. Mesa redonda, un camarero con chaqueta blanca y galones, dos sillas… en medio una jarra de zumo de naranja, un plato de sardinas, otro de jamón york, pastas y café. Yo siempre tomo un café cortado con sacarina.

Emilio coloca a su derecha unos folios y un bolígrafo y empieza a dar cuenta de todo lo que hay en la mesa. Se levanta a las siete de la mañana. Ni un solo día del año deja de comer sardinas. En época de costera se las ponen frescas fritas. Si no, una lata en conserva. Como es lógico, llama la atención que siempre desayune sardinas. Le pregunté un día si le gustaban tanto para repetir los 365 días del año y me dijo que no especialmente, que las come porque un doctor le ha dicho que son muy buenas para el cerebro por la cantidad de fósforo que contienen.

Entre bocado y bocado, Emilio pregunta y pregunta y va anotando. ¿De qué hablamos? De todo menos del banco.

Unos veinte días antes de las elecciones autonómicas de 2007 me preguntó cómo lo tenía para seguir siendo presidente. Le dije que bien. En ese momento me contó que gente importante del Partido Popular le aseguraba su mayoría absoluta en Cantabria. Le pedí un folio y el bolígrafo y escribí: Partido Popular 17, Partido Regionalista de Cantabria 12 y Partido Socialista 10. Puse la fecha del vaticinio y le devolví el papel firmado. Lo miró, lo dobló y lo metió en un bolsillo de la chaqueta con gesto de incredulidad.

Veinte días después se confirmaban mis datos. Me llamó por teléfono a las dos de la mañana de la noche electoral para felicitarme y mostrar su asombro por mi certero pronóstico.

—Oye presidente, eso ¿cómo se sabe? ¡Eres un gurú!

—Mira Emilio, tú de banca lo sabrás todo, pero yo lo sé de política.

Aquello le tuvo varios años impresionado.

En esos desayunos conseguí involucrarle en varias cosas, entre ellas en el proyecto para convertir la antigua Universidad Pontificia de Comillas en el Centro Internacional de Estudios Superiores del Español, un proyecto de Estado en el que participan, junto a los Gobiernos de España y Cantabria, varios patronos privados: Banco de Santander, La Caixa, Telefónica, El Corte Inglés…

Emilio Botín ha sido una pieza clave en el lanzamiento de este proyecto. Al hilo de esta obra y de la primera reunión del Patronato, en la que había mucho «notable» de la política nacional representando a los organismos del Estado, recuerdo que me llamó por teléfono un sábado por la noche y me preguntó que si yo trabajaba como él también los domingos. Le dije que sí y me propuso una reunión al día siguiente.

Quedamos a las seis de la tarde en mi despacho. Me mostró su preocupación por la reunión del día anterior. «He visto a mucha gente que hoy está aquí y mañana en otro lado. No se juegan nada. Tú y yo tenemos un prestigio y un apellido y donde estemos no podemos fracasar. Somos cántabros. Hay que nombrar a los mejores para este proyecto». Le mandé levantarse y le di un abrazo. Es lo que esperaba oír. Acababa de demostrarme su involucración total.

Uno imagina que un hombre que está prácticamente todo el tiempo en un avión, de país en país, que tiene a más de cien mil personas trabajando para su organización y que ha creado uno de los siete bancos más importantes del mundo, no está a los pequeños detalles. Pero no es así.

El día que se puso la primera piedra de la obra del Campus Comillas se fijó como hora de inicio del acto las nueve y media de la mañana. Yo llegué prácticamente sin dormir, pues había aterrizado a las ocho y media en Parayas procedente de Barcelona, donde había intervenido a la una de la mañana en el programa de Buenafuente. Botín se acercó a mí y me dijo:

—¿El programa donde estuviste anoche, lo ve mucha gente?

Le contesté que algunos días tenía audiencias de ochocientas mil personas.

—¡Eso es una bomba, Revilla! Qué publicidad más gratuita haces de Cantabria. A ver si un día hablas del banco —me respondió.

Le dije que si me enviaba una corbata de esas rojas que no se quita nunca, aparecería con ella en el próximo programa. Al día siguiente, se presentó en mi despacho un ordenanza con tres corbatas.

Y llegó el siguiente programa. Viajé a Barcelona ataviado con la corbata del banco. Llamé a Emilio y le dije que esa noche, de doce a una, no apartase la vista del programa de La Sexta. Yo tenía que buscar un truco para no solo exhibir la corbata, tenía que darle vuelta para que se viese Banco de Santander. A veces, el día que yo intervenía en el programa, Andreu y yo comíamos juntos. En aquella ocasión me llevó a un restaurante del Tibidabo. Jamás hablábamos de los temas a tratar por la noche. No había guion. Todo era improvisado.

A los postres, le digo a Andreu que si le puedo pedir un favor. «¡Cómo no!», me contestó.

—A lo largo del programa me tienes que decir «¡Revilla, qué corbata más roja llevas!».

—¿Eso es todo? —me replicó.

—Eso es todo —le contesté.

Llevábamos media hora charlando en directo cuando, fijando su mirada en la corbata, me espeta lo convenido:

—¡Qué corbata más roja llevas!

La doy vuelta y le digo:

—Me la ha regalado Botín, el mejor banquero del mejor banco del mundo, el Banco de Santander.

Al acabar el programa, Andreu me echó una pequeña bronca.

—Si Botín quiere un anuncio, que lo pague, que tiene mucho dinero.

Salí de los estudios de La Sexta en Barcelona a las dos de la mañana. Tenía el móvil apagado y no lo encendí hasta las siete, cuando me dirigía en un taxi a coger el vuelo Barcelona-Santander. Tenía más de diez llamadas perdidas de Emilio Botín. Cuando llegué a Santander le llamé. Nunca he visto a un hombre más emocionado. Estaba como un niño con zapatos nuevos.

¿A QUÉ SABE LA CARNE DE ZORRO?

Otro día me llamó y me dijo que le haría mucha ilusión conocer el pueblo y la casa donde nací. Quedamos en Santander a las diez de la mañana. Le llevé en mi coche, eso sí, bien custodiados con un vehículo delante y otro detrás. Paramos en el primer bar-restaurante de Polaciones, Casa Enrique, propiedad de un primo segundo mío. Yo no había comunicado a nadie el viaje. Al entrar, la sorpresa fue mayúscula. ¡Botín en Polaciones! Pedimos unos cafés y le presenté al pariente, su familia y a algunos vecinos. Rápidamente, Emilio le preguntó al propietario en qué consistía su negocio. «Tengo el bar, este pequeño restaurante, hago el pan para el valle y arriba alquilo seis habitaciones», le explicó mi primo. Pidió ver una. Subimos al primer piso. Revisó el baño, abrió las ventanas, tocó el colchón de las camas y preguntó «¿cuánto vale esta habitación cada noche?». Enrique contestó que veinte euros, a lo que Botín inquirió si con
IVA
o sin
IVA
. El precio le pareció bien y comentó que quizá algún día fuera a quedarse. Antes de marchar, pidió una gran hogaza de pan de las que estaban en la barra del bar para llevarla a su casa y la pagó religiosamente.

Desde La Laguna, donde está Casa Enrique, hasta mi pueblo natal aún quedaban nueve kilómetros. Yo le iba explicando el nombre de los ríos, los montes y la referencia de mi piedra mágica Peña Labra, donde subíamos de niños por la noche para ver la luz. Esa luz no era otra que la del faro de Santander, distante ciento diez kilómetros de Salceda, que aparecía y desaparecía cada seis segundos. Le enseñaba en la distancia el lugar donde los lobos me comieron las ovejas. La iglesia de la Virgen de la Sierra donde me bautizaron. Estaba alucinado.

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