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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (8 page)

BOOK: No me cogeréis vivo
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A lo mejor es porque todos los terrorismos son iguales por lo que Josep Piqué se ríe tanto en la foto. Porque si no lo fueran, si hubiera aunque fuese la más mínima diferencia entre un heroico gudari que pone coches bomba junto al Corte Inglés y un cobarde rastrero palestina que con unas granadas y un Kalashnikov va a suicidarse vilmente a un puesto militar israelí, o hubiera alguna diferencia entre un kaleborroka hasta arriba de cerveza que quema un cajero automático y un niño palestino de ocho años que, descalzo, la emprende a pedradas contra soldados armados con fusiles de asalto y balas de verdad, entonces el ministro español, u otro ministro de Exteriores o representante europeo cualquiera, en vez de reírse tanto en plan qué simpático es el gordo este, cagüendiela con el Arielito, qué grasia y qué arte tiene el jodío judío, estaría serio como un ciprés a la hora de hacerse la dichosa foto. Estaría, digo yo, con cara digna y de mala hostia, para que quede bien claro que al animal que tiene al lado se la traen floja las mediaciones y está dispuesto a seguir, desde su posición de fuerza, machacando impunemente a quienes la cobardía internacional, la complicidad de Estados Unidos y las risitas blandas de ministros y mediadores, entrega a diario, maniatados, a sus opresores y verdugos. Y que éstos, con Piqué y sin Piqué, con Europa o sin ella, seguirán pasándose por el ojete todas y cada una de las resoluciones de Naciones Unidas. Pero la verdad, no sé de qué me extraño. La risa del representante de la Unión Europea junto a Sharon me recuerda aquella otra risa que en circunstancias parecidas le salía a mi mediador favorito, Javier Solana, entonces también ministro de Exteriores español, y luego secretario general de la OTAN -no sé qué carajo será ahora mi primo, pero seguro que sigue siendo algo-, cuando se fotografiaba junto a Milosevic, Karadzic y sus generales chetniks, al principio de la guerra de Yugoslavia, con lo de Croacia y Bosnia y todo aquello de lo que ya casi nadie se acuerda. También entonces, mientras las tropas serbias saqueaban y asesinaban, y Sarajevo era un matadero, y los únicos que lo denunciaban eran los reporteros que allí trabajaban y morían, Javier Solana se rió un huevo y parte del otro estrechando la mano a todos aquellos cerdos carniceros. Y mientras sus correveidiles del Ministerio español de Asuntos Exteriores pedían a los responsables de TVE que presionaran a sus reporteros para que no entorpecieran el compadreo y fuesen objetivos y equidistantes entre las mujeres violadas y quienes les cortaban el cuello, el ministro Solana multiplicaba conferencias de prensa para decir, siempre con bonitos plurales, estamos en ello, tenemos perspectivas, llevamos la negociación por buen camino, tenemos que escuchar a las partes. Todo con mucho apretón de manos y mucho pasar la mano por el lomo y muchas fotos tronchándose de risa, ji, ji, en vez de poner los cojones de Europa sobre la mesa y parar los pies a todos aquellos psicópatas asesinos que, envalentonados, aún iban a seguir varios años metiendo las manos en el barreño de vísceras, hasta los codos. Así estuvo la miserable Europa, mareando la perdiz hasta que se desbordó el río de sangre y Estados Unidos tomó cartas en el asunto. Pero con lo de Israel y Palestina, y sobre todo después del 11 de septiembre y Afganistán y toda la parafernalia, Estados Unidos lo tiene clarísimo, y a Sharon y a quienes a lo votaron se los ve encantados de la vida: Osama Ben Laden es su milagro de Lourdes particular. Así que a la diplomacia europeo-española no le queda otra, como de costumbre, que llevar el botijo y reír los chistes cuando se hace fotos con los hijos de puta.

El Semanal, 03 Febrero 2002

Corbatas y don de lenguas

Reconocerán que fue un bonito espectáculo. Una de esas cosas plurales y modernas, para que luego digan que no atamos los perros de la diversidad con longanizas. Fue uno de esos momentos brillantes de la cosa nacional, o de lo que carajo sea esto, que luego, cuando viajas, hacen que intentes pasar inadvertido cuando la gente pregunta de dónde eres. Apátrida, dices. Yo soy apátrida. Primero por vergüenza, y luego por ignorancia. O sea, que realmente hay días en que me levanto y no sé de dónde coño soy. Y es que observen el cuadro. Estrasburgo. Parlamento europeo. Solemne apertura. España, es decir, nosotros -aunque lo de nosotros sea un anacronismo- estrenando presidencia. Todo cristo mirando. El presidente Aznar muy repeinado. Los ministros con la cara lavada y las uñas limpias, luciendo esas espantosas corbatas verde o rosa fosforito que ahora usan todos los políticos y que son, hay que joderse, el non plus de la elegancia. Todo, en fin, a punto de caramelo para que Europa se entere de que, pese a que nuestra política exterior y nuestra defensa las lleva el Pentágono, y de que nuestra política cultural la lleva Carmen Ordóñez con la bisectriz de su ángulo obtuso, en cuestiones europeas no hay quien nos moje la oreja, y que desde Carlomagno no hubo paladín de la cosa como la España que viste y calza. Todo en ese registro, les digo, con los telediarios y sus enviadas especiales en plan burbujas de Freixenet. Y entonces empieza el espectáculo.

En francés. Les juro por mis muertos que el representante de Esquerra Republicana de Cataluña habló en francés, que aunque le da cierto aire al catalán no es lo mismo ni de coña, y tiene la ventaja de que lo habla más gente. j'ai perdu ma plume dans lejardin de ma tante, dijo, para expresar el deseo de que la República Catalana acabe figurando en la Unión Europea, y luego, resumiendo, visca Catalunya Iliure dins una Europa Unida, apuntilló al final, y tengo mucho gusto en invitar a estos señores a una copita. Tomaban aplicadamente nota de todo los parlamentarios europeos, cuando el representante de Batasuna hizo uso de la palabra para pronunciar su discurso, no en euskera -que tal vez no sea una lengua lo bastante extendida todavía en el ámbito comunitario como para que los parlamentarios europeos capten matices y sutilezas-, sino en fluido inglés de Shakespeare, ladys and gentlemans, my taylor is rich y todo eso. No sé cómo siguió la cabalgata, la verdad, porque a tales alturas del asunto fui a echar una carrera por el monte para que mis carcajadas no despertaran al vecino, un chaval que curra por las noches; así que me perdí las otras intervenciones de representantes de las naciones salvajemente oprimidas por la España Que Nunca Existió. Imagino, conociendo el percal, que después algún gallego se expresaría en italiano, porca miseria y todo eso, la recita quotidiana del Rosario era finita y el príncipe Salina etcétera, algún canario en alemán, donner und blitzen o como se diga, y algún extremeño en el bonito dialecto occidental de las islas Fidji: Alolúa Ula-Ula manguti. Lo que, en traducción libre, viene a significar que aquí cada perro se lame su cipote.

De modo que, tras ese descenso del Espíritu Santo en forma de don de lenguas sobre Estrasburgo, preveo una inolvidable presidencia española de la Unión Europea. Pintoresca y apasionante, pasmo de propios y extraños. Como para firmar autógrafos. Y así, amén de probar a Europa y al mundo que ni puta falta hace ir por ahí con esa otra lengua cutre, abyecta, utilizada por Miguel de Cervantes y Francisco de Quevedo entre otros notorios escritores franquistas -que diría el fino crítico y/o analista literario Ignacio Echevarría-, lo que va a quedar muy claro en Europa durante los próximos meses es que España, o como llamen ustedes a esto que tenemos aquí, y después de un cuarto de siglo de generosa respuesta a todo tipo de reivindicaciones regionales, ya no es sino lo que la dinámica impuesta por los nacionalismos aldeanos le permite ser: un concepto difuso, vergonzoso e intrínsecamente perverso, donde las únicas identidades históricas y culturales respetables son las que esos nacionalismos poseen, o se inventan. Incluido -que tiene huevos en boca de paletos expertos en acojonar al vecino, clientela comprada y garrotazo en la mesa-, el certificado de calidad de lo que es democrático y lo que no. Y lo más insólito es que a la palabra España, que lleva circulando veinte siglos, la hayan vaciado de contenido con tan pasmosa facilidad y sin esfuerzo, gracias a una eficaz combinación de astucia y estupidez: astucia para rentabilizar fanatismo propio y estupidez ajena. Todo eso, cociéndose entre una clase política a menudo inculta, acomplejada, bajuna, tan miserable cuando gobierna como cuando rumia revanchas de tuertos y ciegos en la oposición. Y que encima, por si fuera poco, tiene el mal gusto de ponerse esas corbatas.

El Semanal, 10 Febrero 2002

El armario del tío Gilito

Es que ya no respetan ni los bolígrafos. El otro día se acabó la tinta del último rotulador: marca La Pava, modelo Equis Cuatro, azul de punta gruesa. En ciertas cosas soy de piñón fijo, y si algo me gusta o le tomo cariño me paso usándolo el resto de mi vida, si me dejan.

Y ahí surge el problema. Que no me dejan. El Equis Cuatro sirve de muestra. Todas mis agendas y mis cuadernos de notas de los últimos tiempos están anotados con el mismo tipo de rotulador. Antes usaba el Equis Uno, pero en los aviones, con los cambios de presión se salía la tinta y siempre terminaba blasfemando en arameo, los dedos y las camisas hechos una lástima y pidiendo auxilio a las azafatas. Mi compadre y colega Juan Eslava Galán me regaló un Equis Cuatro, que no se sale a nueve mil pies, y me quedó la costumbre. Hasta que el otro día, como digo, cuando fui a la tienda, la dependienta me quiso colocar un modelo diferente. Ni lo sueñes, dije. Quiero Equis Cuatro, como siempre. No hay, dijo la torda; pero éste es mejor. Me importa un huevo de pato que sea mejor, respondí. Quiero mi Equis Cuatro azul de punta gruesa. Pues ya no lo fabrican, respondió con un toquecito borde, como diciendo a ver de qué va el best seller de los huevos. Se ha pasado de moda, y ahora hacen el Superequis Fashion Rotuling, con carcasa anatómico forense y capuchón holográfico fosforito que cambia de color según el ángulo en que lo mires. Que es lo último y mola un mazo. Pero si el otro era estupendo, protesté. Era la hostia en verso. Ya, contestó. Pero la gente se cansa. Quiere innovación. Novedades.

Me batí en retirada, hecho polvo. Porca miseria. Otra crucecita más en la lista de bajas. Mi padre, pensaba, palmó usando siempre la misma marca de loción de afeitar, idénticos zapatos, las mismas corbatas. Mi abuelo estuvo comprando el mismo tipo de sombrero panamá durante toda su vida. Y resulta que yo no puedo escribir seis meses seguidos con el mismo boli.

Ni tampoco usar los mismos pantalones ni las mismas camisas. Basta, por ejemplo, que me acostumbre a las de cuadritos azules, para que a alguien se le ocurra que lo que se llevará el año que viene serán los cuadros rosa de a palmo. Entonces vas a la tienda, y absolutamente todas las putas camisas son de color rosa con cuadros de a palmo; y encima, cuando el dependiente oye que te ciscas, por orden alfabético en toda la promoción del lago de Tiberíades, piensa que eres un reaccionario y un carcamal. Antiguo, te dice. Que es usted un poquito antiguo, señor Reverte. Y así con todo: los zapatos, los calcetines, las corbatas. Porque no vean lo de las corbatas, yo que las usaba -por suerte conservo alguna- oscuras, de punto, lisas. O lo de los calzoncillos; porque según en qué tiendas, encontrar unos de algodón blanco normales, sin corazoncitos ni rayas fucsia ni pintas malva, se ha convertido en Misión Imposible IV. En cuanto hay algo que usas de toda la vida o algo nuevo con lo que te sientes cómodo, de pronto un diseñador imaginativo y la madre que lo parió deciden cambiar la línea del asunto, y te dan por saco, pero bien. Todo, por supuesto, independiente de la calidad o la utilidad del objeto. La gente se cansa, dicen. O más bien la hacen cansarse porque lo conocido ya no es tan rentable y lo nuevo sí; y otra vez vuelta a empezar, y cada temporada una línea diferente, un producto o un envase distinto, pata ancha, pata estrecha, caja baja, caja alta, colores tal o cual. Y entonces tropecientos millones de soplapollas y soplapollos arrinconan alegremente lo que han estado usando hasta ahora con enloquecido entusiasmo, y se instalan con el mismo entusiasmo en la nueva onda. Gastándose, por cierto, una tela. Lo malo es que también me obligan a gastarla a mí; porque ahora, cuando veo algo parecido a lo que siempre usé, me abalanzo, aparto a los otros clientes echando espumarajos por la boca, y arrebato cuantas existencias puedo, alejándome con mis paquetes entre lunáticas carcajadas. Juá, juá. Resistiré, mascullo mientras calculo cuánto aguantará mi reserva logística. Resistiré y no podréis conmigo, hijos de la gran puta. Entre todos esos manipuladores de la moda y el diseño me han vuelto un paranoico, o un psicópata, o como carajo se diga; y en mi armario, como en la bodega de Ciudadano Kane, se amontonan camisas idénticas todavía dobladas y sin usar -quince azul claro y dieciocho de cuadritos-, calcetines azul marino, tejanos de los de toda la vida, frascos de jabón líquido Multidermol, colonia Nenuco, cepillos de dientes Phb super-ocho azules, tres pares de zapatos de reserva, siete Fluocariles en tubo pequeño, catorce cajas de Actrón, ochocientas treinta y cinco maquinillas de afeitar Wilkinson … El armario parece una sucursal de Pryca -o como se llame eso ahora-, y yo allí como un idiota, contando y volviendo a contar con aire tacaño, angustiado por el futuro. Rediós. Parezco el tío Gilito por culpa de todos esos cabrones.

El Semanal, 17 Febrero 2002

Dos llaves de oro

Tengo una insignia de solapa con dos llaves doradas. Me la dio el otro día José Cándido Remujo, conserje del hotel Colón de Sevilla, que es allí mi hotel de toda la vida, o casi, desde que hace diez años pasé cierto tiempo pateándome la ciudad para una novela. José Cándido pertenece a esa clase especial que da categoría a los grandes establecimientos hoteleros. Quería agradecerme así, dijo, el homenaje que en El club Dumas dediqué a su oficio en el personaje del conserje Grüber. Y fíjense. Aunque nunca uso insignias -ni siquiera una con dos floretes de oro que me regaló un querido amigo-, agradecí el detalle. Desde hace treinta años, cuando empezaba a ganarme la vida, aspiré siempre a gozar de la benevolencia de esos individuos serios, vestidos de oscuro, imponentes con sus llaves cruzadas en las solapas, que entonces enarcaban una ceja cuando me veían entrar con los tejanos, la camisa descolorida y la mochila al hombro. Después, el trabajo y la vida me convirtieron en cliente habitual. Pasé mucho tiempo tratándolos, observando su forma de trabajar, su actitud al recibir propinas, su modo de dar las llaves o de solucionar un problema. Hice así mi composición de personajes, extraje conclusiones, aprendí a conocerlos. A conseguir su eficacia, su favor. A veces, su amistad.

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