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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (30 page)

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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Se sentó.

El silencio se mantuvo largo rato. Todo estaba inmóvil, incluso el aire húmedo de la habitación parecía quieto.

Decidí desahogarme.

—Hace poco tiempo intenté suicidarme. Un hombre se encontraba allí por casualidad…, o eso creía yo. Me salvó la vida a cambio de mi compromiso irrevocable de hacer todo cuanto me pidiese. Por mi bien.

Me escuchó en silencio.

—Hicimos una especie de pacto —añadí—, y yo acepté de buen grado.

El calor en el despacho era agobiante. Necesitaba aire.

—¿Y usted realmente ha hecho… todo cuanto le ha pedido?

—Ni siquiera me lo ha pedido. Él me ha dicho explícitamente que cogiera el tren sin comprar billete. El problema no es ése…

—A pesar de todo, no comprendo por qué ha seguido usted sus órdenes. Era libre de poner fin a su compromiso, después de todo. Cualquiera lo habría hecho, en su lugar…

—A menudo me he hecho a mí mismo esa pregunta. No lo sé, creo que doy demasiada importancia al honor.

—Vamos, ¡que no estamos en los tiempos de los Tres Mosqueteros! La lealtad está muy bien, pero aquí está en juego su interés.

—Hasta hace poco, lo que ese hombre me exigía me requería un esfuerzo muy costoso, pero al mismo tiempo me aportaba mucho… Tenía la sensación de estar evolucionando…

—De verdad, no veo cómo ha podido aportarle a usted nada, salvo problemas.

—¿Sabe?, yo estaba muy solo cuando lo encontré. Y… es muy agradable que alguien se interese por ti, se ocupe de ti…

—Espere. Resumiendo, ese tipo obtuvo su compromiso en un momento en que usted se encontraba débil, desesperado. Él le tiende la mano, usted sigue sus instrucciones al pie de la letra y cierra los ojos a sus intenciones, ¿es eso? ¡Pero si es el mismo procedimiento que utilizan las sectas!

—No, no es eso lo que temo. Además, lo que buscan las sectas es dinero. Él no me pide nada. A juzgar por su edad y su modo de vida, no debe necesitar gran cosa.

—¡Vamos, que lo hace por su cara bonita!

—De hecho, ahí está el problema: no sé qué lo motiva. Recientemente he descubierto que me hacía seguir, y que había comenzado a hacerlo antes del… encuentro en la torre Eiffel.

—Luego no estaba allí por casualidad el día de su…

—Intento de suicidio. No estaba allí por casualidad, no, pero nunca antes lo había visto, podría jurarlo. Tampoco sé por qué me había hecho seguir antes. No me lo explico, me parece… alucinante.

La luz del viejo fluorescente chisporroteaba. No debía de quedarle mucho tiempo de vida. El inspector me miraba, preocupado. Él, que me había sacado de mis casillas al principio del interrogatorio, sentía ahora una cierta empatia. Lo veía sinceramente preocupado por mi suerte.

—¿Podría echarme usted una mano al respecto? —le pregunté.

—No. Imposible. Si no ha cometido ningún delito, ni siquiera puedo comenzar a investigar.

—En su casa tiene una libreta llena de notas sobre mí. Esas notas prueban que me ha mandado seguir.

—Si esa libreta está en su casa, no puedo acceder a ella. Nos haría falta una orden de registro, y ningún juez nos daría una, ya que no hay ni siquiera indicios de delito. De todas formas, no está prohibido seguir a la gente. Todos los niños lo hacen.

—¿Sabe? Lo más complicado de toda esta historia es que tengo dudas, y además hay una parte de mí que se siente culpable por haberle contado todo esto.

—No lo sigo.

—No puedo estar ciento por ciento seguro de que albergue malas intenciones. Efectivamente, me aterró descubrir que me había hecho seguir antes de nuestro primer encuentro. Pero, aparte de eso, a día de hoy no puedo reprocharle nada. De manera objetiva, no ha hecho nada dañino contra mí…

—Escuche, no podemos descartar que sólo sea un viejo loco que se crea yo qué sé quién y disfrute haciendo el papel de mesías de pacotilla. Lo más sencillo es decirle que no le apetece continuar. Que ha decidido romper usted el pacto. Le dice: «Gracias por todo, y adiós muy buenas», y ya está.

—Imposible.

—¿Qué se lo impide?

—No se lo he dicho, pero… en ese pacto me comprometí con la vida.

—¿Cómo que con la vida?

—Acepté perder la vida si no hacía lo que él me pedía.

Me miró por un instante completamente estupefacto.

—¿Es una broma?

—No.

—Y, por supuesto, usted aceptó, ¿es eso lo que me está diciendo?

—Hay que verlo en su contexto…

—¡Está tan loco como él! ¡Ahora sí que no me pida que lo ayude!

—No podía saber que…

—De todas formas, su pacto fue de palabra. No hay ninguna prueba escrita. No puedo hacer nada.

—Pero ¿va a dejarme a mi suerte ahora que está al corriente de la situación?

—¿Qué se cree? ¿Que los contribuyentes van a pagarle a un agente que lo escolte día y noche a la espera de que lo agredan realmente? Ni siquiera tenemos medios para ocuparnos de los delitos reales…

Lo había dicho con pesar, y yo sentía que, detrás de la irritación que mostraba ante mí, albergaba una cierta preocupación por la situación.

Eché una ojeada al triste reloj que colgaba en lo alto de la pared.

—Bueno, entonces debo irme ya. Tengo que estar en su casa a las siete en punto.

Me levanté.

Él me miró sin decir nada, absorto en sus cavilaciones, pero luego se levantó de un salto, de pronto acelerado.

—Espere… ¿Cómo sé yo que su historia no es más que un hatajo de sandeces? ¿Que no se lo ha inventado todo para volver tranquilamente a su casa?

Frunció el ceño, la cara de nuevo encendida.

—Si no me cree…, acompáñeme entonces a su casa.

Estaba claro que no esperaba esa respuesta. Se quedó paralizado cierto tiempo, luego su mirada hizo un viaje de ida y vuelta entre el reloj de pared y yo.

—¿Dónde está?

Revolví en mis bolsillos y acabé sacando la tarjeta de visita de Dubreuil, la cartulina arrugada como si de un pañuelo usado se tratara. La cogió y la leyó frunciendo el ceño.

—¿En el decimosexto distrito?

Dudó por unos instantes y al cabo cruzó la habitación para ir a llamar suavemente a una puerta.

—¡Déjeme tranquilo, Petitjean! —refunfuñó una voz del otro lado.

El inspector reflexionó un minuto, claramente dividido entre dos deseos contrarios, y luego se dirigió hasta un pequeño armario metálico del que sacó una llave de coche.

—¡Sígame!

Una hora más tarde, el inspector Petitjean dejaba de nuevo con cuidado la llave en el armarito. Su jefe, todavía encerrado en su despacho, no se había dado cuenta, aparentemente, de nada.

No había tiempo que perder. El caso que había estado aguardando durante meses acababa de lloverle del cielo, exactamente como había esperado. El joven no mentía: había entrado en el palacete privado del tal Dubreuil. ¡Menuda casa! Nunca había visto nada igual. No había una residencia parecida en los alrededores de la estación de Lyon, ni tampoco en los otros barrios que el inspector frecuentaba. ¿Cómo podía pagar a nadie una mansión como aquélla? «Sin duda con dinero negro», se dijo.

Tendría que investigar sin despertar las sospechas de su jefe, quien, de lo contrario, no tardaría en pararlo todo, o de apartarlo de lo que iba a permitirle por fin revelar —estaba seguro de ello— su auténtico talento como policía.

La estación de Lyon pronto tendría que arreglárselas sin él.

31

E
l palacete privado se destacaba contra el cielo todavía claro del atardecer, como una oscura construcción cargada de misterios y de secretos.

Me acompañaron a la biblioteca. Mientras atravesaba el vestíbulo, no pude evitar echar una ojeada al salón en el que había visto a la joven desnuda sobre el piano de cola. El instrumento estaba ahora tristemente abandonado en la penumbra de la inmensa habitación, sin musa ni intérprete que le insuflasen vida.

Me encontré a Dubreuil fumando, cómodamente instalado en uno de los mullidos sillones de cuero de la biblioteca. Estaba prácticamente seguro de que no me había hecho seguir desde el pueblo de Lacoste. Habría sido una misión imposible. Por tanto, no podía saber que había hablado con la policía.

Catherine estaba sentada enfrente de él. Me saludó. Sobre la mesa que tenían delante reconocí mi cartera y el resto de mis objetos personales.

—¿Lo ves? Al final el dinero no sirve para nada, ¡uno puede vivir muy bien sin necesidad de él! —dijo con un enorme Montecristo en la boca.

¿Qué ocultaba detrás de su sonrisa? ¿Qué era lo que aquel hombre enigmático quería obtener de mí, al fin y al cabo? ¿Y si el inspector tenía razón? Tal vez fuera el líder de una secta, o incluso un antiguo gurú jubilado que, forrado con el dinero estafado a sus discípulos, se ensañaba con una última oveja descarriada para pasar el rato.

—Bueno —añadió—, aún no me has contado qué tal te fue en la entrevista con el presidente de tu empresa.

Me habían sucedido tantas cosas desde entonces, que todo aquello me parecía ahora muy lejano.

—Nada mal.

Tenía el estómago en los pies después de un día y medio sin comer, pero Dubreuil no parecía tener prisa por pasar a la mesa.

—¿Resististe la tentación de justificarte frente a sus pullas y hacerle preguntas irritantes a cambio?

—Sí, y funcionó muy bien. Sin embargo, no pude conseguir gran cosa, por otra parte. Traté de negociar medios suplementarios para nuestro área, pero no hubo manera.

—¿Hiciste el esfuerzo de entrar en su universo y unirte a su manera de pensar antes de intentar convencerlo?

—Sí, más o menos. Digamos que traté de demostrarle que mis ideas servían a sus criterios de eficacia y de rentabilidad. Sin embargo, creo que tenemos valores tan distintos el uno del otro que me es imposible adherirme a su visión de las cosas, ni siquiera de fingirlo, ¿sabe? Es duro asumir los valores de tu enemigo.

Dubreuil dio una calada a su cigarro.

—La idea no es adherirse a sus valores. Si no son los tuyos, es imposible. Pero resulta útil distinguir en tu mente entre la persona y sus valores. Aunque estos últimos sean abyectos, la persona es siempre… recuperable. Por tanto, lo importante es renunciar puntualmente a juzgar sus valores, pensar que, aunque te choquen, la única esperanza que tienes de conseguir que esa persona evolucione en su visión estriba en no rechazarla por sus ideas. Entrar en su universo significa tratar de ponerte en su lugar, como si estuvieses en su piel para experimentar desde el interior lo que es creer lo que ella cree, pensar lo que piensa, sentir lo que siente, antes de regresar a tu posición. Sólo este camino te permite comprender realmente a esa persona, lo que la anima, y también lo que la lleva tal vez a actuar de manera equivocada, si es el caso.

—Vaya…

—Hay una diferencia entre adherirse a unos valores y comprenderlos. Si te esfuerzas lo bastante en ponerte en el lugar de tu jefe para entender su forma de pensar sin juzgarlo, sentirá que tu actitud hacia él es más tolerante, lo percibirá de ese modo, y, desde ese momento, podrás acariciar la esperanza de que cambie…

—No estoy seguro de que sea capaz de percibir la opinión que los demás tienen de él, ¡ni tampoco de que le importe lo más mínimo! Pero, bueno, admitamos que fuese ése el caso y que consiguiese penetrar lo bastante en su universo como para que dejara de sentirse juzgado o rechazado, ¿qué lo haría moverse de su posición actual? ¿No me arriesgo, por el contrario, a que se acomode?

—Acuérdate, el otro día practicamos la sincronización gestual. Como te dije, si lo hacemos el tiempo suficiente con la intención sincera de unirnos a esa persona en su universo, en cuanto cambiamos lentamente de posición, el otro se adapta a la nuestra sin darse siquiera cuenta.

—Sí.

—Creo que eso se explica por el hecho de que se crea una especie de fusión, a un nivel inconsciente y muy profundo de la relación, aunque no se hayan intercambiado palabras. Esa calidad relacional es percibida de una manera u otra, y es tan escasa que todo el mundo desea preservarla, hacerla durar.

—Ya veo…

—Luego, respondiendo a tu pregunta anterior, diría que si logras entrar sin reservas en el universo de tu enemigo deslizándote bajo su piel, sus sentimientos y su manera de pensar, para crear esa calidad de relación humana tan escasa que tal vez nunca antes haya experimentado, tendrá tantas ganas de preservarla que te bastará con volver a ser tú mismo progresivamente en su presencia, con expresar de manera natural tus propios valores, para que él desee entonces interesarse por ellos. No necesitarás pedirle que cambie ni darle una lección de moral. Ser tú mismo será suficiente gracias a la relación que habrás inducido. Habrás conseguido que inconscientemente tenga ganas de abrirse a ti, a tu diferencia, de descubrir a su vez tus valores, y finalmente de aceptar dejarse influenciar un poco, de evolucionar a partir de sus posiciones, de cambiar.

—¿Quiere decir que, al haberme acercado yo a su terreno, él tiene ganas de descubrir el mío?

—Más o menos. Y, en ese momento, siendo tú mismo, le presentas otro modelo del mundo, otra visión de las cosas, otra forma de comportarse y de actuar, por los cuales se interesará sin que tengas un reproche que hacerle o una petición que formularle.

—Eso me recuerda a nuestra conversación sobre Gandhi.

—Sí: «Nosotros mismos debemos ser el cambio que deseamos ver en el mundo»…

Me quedé pensativo. La perspectiva me parecía muy bella y admirable y, al mismo tiempo, difícilmente accesible. ¿Tendría las ganas, el valor y la paciencia necesarios para crear esa relación que Dubreuil presentaba como un requisito indispensable para que el otro cambiara?

—¿Sabe? Realmente me cuesta muchísimo ponerme en su lugar, me siento tan diferente, a años luz de sus preocupaciones… Ni siquiera llego a comprender lo que puede llevar a hombres como él a pelear continuamente para ganar tan sólo unos puntos de cuota de mercado, o unos decimales en la tasa de rentabilidad de la empresa. ¿Qué interés tienen en ello? A escala de una vida, ¿qué aporta eso a fin de cuentas? ¿Cómo se puede tener su nivel de inteligencia y dedicarse en cuerpo y alma al crecimiento de lo que no es nada más que una empresa? ¿No está un poco vacío de sentido? Vivir para… trabajar. Me parece tan ridículo… En Estados Unidos conocí a un chico, Brian, que solía decir: «¿Quieres hacer reír a Dios? ¿Sí? Pues nada, ¡cuéntale todos tus proyectos!»

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